¿Cómo es que la realidad de su país se mete en la ficción?
Creo que no necesariamente la migración o el narcotráfico son el núcleo de muchas historias que se están contando en México, sino que son ingredientes ineludibles. Y la gente que hace literatura los toma y los procesa. La literatura no tiene la obligación de estar reflejando la realidad –cosa que por otro lado creo que no es posible– sino que la representa, la reconstruye y le añade algo. En relación a la violencia, la idea es no sólo estar repitiendo los mismos discursos extremadamente sangrientos sino –sin temerle pues al horror–, tratar de aprehender una cierta emoción que hay en la sociedad respecto a estos hechos.
¿Se trata entonces de refutar discursos extendidos, hegemónicos…?
Sí en la medida en que soy muy crítico de los discursos que tratan de monopolizar las versiones de la realidad. Sin embargo, cuando estoy escribiendo un texto de ficción no me gusta hacerlo en función de una agenda específica o de un propósito político. La literatura siempre está atravesada por la política pero uno la empobrece si lo hace sólo en función de un solo objetivo como podría ser: voy a escribir esta novela para refutar el discurso presidencial. Sí creo que los discursos presidenciales tienen que ser criticados y refutados pero la literatura va más allá de un asunto coyuntural.
Estudió Ciencias Políticas, de manera que cuenta con herramientas para analizar en esos términos la realidad, ¿cuándo ingresa la literatura?
La literatura siempre estuvo presente. Yo tenía una convicción bastante idiota: si querías hacer literatura no podías estudiar literatura, y es por eso que decidí no entrar a ninguna carrera de letras. Ahora creo que si uno quiere escribir, escribe, independientemente de lo que estudie o no. Aparte de esa motivación un poco tonta, no me arrepiento. Aunque todo el tiempo sabía que quería hacer literatura, fue muy interesante practicar la elaboración de otros discursos, estar con otro tipo de gente; y además fue un momento muy interesante. Porque la UNAM es no sólo la mejor universidad sino la más interesante que hay en México, y entré en 1989 cuando todas nuestras certezas políticas, de uno y otro lado, comienzan a desarmarse: caen el sandinismo, las burocracias de Europa de Este, y el sistema político mexicano empieza a resquebrajarse también. Esto contribuyó a enriquecer una mirada que me estaba construyendo sobre la realidad.
Y ese momento coincidió con cierta restauración conservadora en Latinoamérica. ¿Cómo cree que influyó en los que escriben literatura?
No estoy seguro que haya habido una sola respuesta, pero es cierto que a partir de estos años empezamos a ver el ascenso al poder en América Latina de una serie de delincuentes con mucha educación: Salinas, Menem, Collor de Melo… Y cierto sector de los intelectuales tuvo que empezar a trabajar desde los márgenes. Cuando parecía que ya había ciertas ideas superadas, de repente esta oleada conservadora disfrazada de liberal y democratizadora hace que tenga que reafinarse la crítica intelectual desde un lugar distinto (porque la crítica desde la izquierda estaba pasando por un momento muy frágil). Y en términos de la narrativa, sucedió eso que Piglia llamaba el motivo principal de la novela negra en América Latina, decía: "el único misterio que resuelve la novela negra en Latinoamérica es el misterio del capital", lo cual es otra de las reglas de la novela negra: siempre hay que seguir el dinero. Lo que tenemos en estos años –y que se ha consolidado en algunos lugares–, es el crecimiento de una clase política que se está convirtiendo en clase criminal.
¿Cree que algo ha cambiado en los últimos años?
Creo que es un panorama poco claro. De las pocas veces que me he entusiasmado con un político en los últimos años fue con Kirchner, cuando llegó al poder en una situación verdaderamente horrorosa para Argentina. Y que sin doblarse logró hacer una serie de cambios fundamentales: controlar el asunto de la deuda, echar atrás las leyes que indultaban a los militares, y eso a mí me parecía que ejemplificaba no tanto lo que debía replicarse en otros países sino una actitud posible: ser audaz en el ejercicio del poder sin estarse sometiendo a estos grupos fácticos que están todo el tiempo determinándolo.
Sin embargo, tampoco sería optimista en términos de que esa vieja clase política criminal ha sido desplazada por una nueva que no tiene esos nexos. El poder contagia locura. Y eso es algo de lo que nadie, independientemente de cual sea su condición política, está a salvo. En todo caso, en el caso mexicano específico, no ha habido en realidad un gran relevo de clases políticas.
¿Y por qué cree que México recorre otro camino?
Son distintas razones. Nuestra agenda política está dominada por la agenda criminal desde hace años, lo que impide un debate sobre prioridades. También se debe a la larga permanencia en el poder del PRI, que fue una mezcla de distintos tipos de ideologías y de políticos que agotaron el lenguaje que parecía popular o revolucionario. Y, por otro lado, a que hay un grupo de poder de intereses bien consolidados que están de acuerdo en la democracia siempre y cuando eso solo permita la mayor inserción de ellos en la vida política, pero que no cuando eso significa la inserción de grupos marginales.
¿Desde cuándo el poder criminal está instalado?
Luis Astorga, que es tal vez el investigador más importante de México sobre el asunto del narcotráfico, dice que la relativa convivencia que había de los carteles del narco con el poder antes de la salida del PRI tenía que ver con una centralización de las decisiones que hacía posible tener un interlocutor para los criminales y así se mantenían las cosas en paz. Cuando salió el PRI, se multiplicó el número de interlocutores. Desde mediados de los 80 es un tema importante, pero se convirtió en fundamental con la llegada de Calderón –esto ha sido algo muy estudiado– y tuvo que ver con la posición de Calderón a la hora de tomar el poder: elecciones cuestionadas, apoyo muy débil. Fue tan impulsivo este inicio de la guerra contra los grupos criminales que no ha bajado el consumo de drogas sino que aumentó la violencia y el gasto en armas.
De regreso a la migración, ¿cómo construyó desde la literatura esta idea en su versión contemporánea? Porque gente que migra hay desde que el mundo es mundo...
Una de las cosas que a mí me importan a la hora de escribir es no ser rehén de ciertos términos que están sobrecargados y dependen de discursos muy establecidos. Eso es lo que sucede con narcotráfico o migración. Nunca utilizo esas palabras porque creo que una de las cosas que puede hacer la literatura es poner ciertos problemas que parecen abstractos en una escala humana.
¿Y en la novela específicamente?
Señales que precederán al fin del mundo es la historia de un viaje que realiza una mujer y, a través de este viaje, esta mujer por un lado está cambiando su identidad y por otro está colaborando en el cambio de identidad de estos distintos países. Y una de las cosas que se pueden ver en este trayecto es que la lengua también es algo que está cambiando. Cuando se habla de migración, cuando los políticos hablan de migración, da la impresión de que solo están hablando de asuntos que tienen que ver con pasaportes y con ciertas leyes sobre cómo puedes tú transportarte de un lugar a otro manteniendo tus derechos. Y la migración es algo que tiene muchas más influencias que las que los estados nacionales están dispuestos a reconocerle. Llevo más de 10 años mudándome, siempre lo he hecho como un individuo privilegiado, pero si una cosa puedo decir es que no solo la migración es un derecho universal sino que es un hecho irrefrenable. Y lo que hacen estas grandes leyes migratorias en muchos países es simplemente abaratar el trabajo migrante pero no detener el fenómeno.
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