25 sept 2012

Entrevista



Pareciera que el ensayo personal resulta para ti una especie de terapia, ¿es así?

Bueno, es verdad que he aprendido mucho sobre mí al escribir mis ensayos, no sé si es igual que una terapia porque todavía tengo que transformarlos en una pieza de arte. Cuando estás tumbado en un sofá hablando con un psiquiatra, no tienes la misma responsabilidad de mantener entretenido al lector, así que para mí el ensayo sí tiene un elemento terapéutico, sí me siento mejor y más sereno cuando puedo decir esas cosas, pero también siento que no es una terapia de verdad porque realmente intento entretener al lector, ésa es mi función principal.

¿Cómo y cuándo te diste cuenta que el ensayo personal te permitía escribir sobre lo que nadie se atreve a decir de sí mismo?

Yo ya había escrito y publicado ficción y poesía, y cuando tenía 35 ó quizá ya llegando a los 40, me encontré con un libro de William Hazlitt (1778-1830), el gran ensayista inglés, y me enamoré de él. Era un libro en el que Hazlitt escribía sobre su amigo Charles Lamb, entonces leí a Lamb; luego escribió sobre Montaigne, y empecé a leer a Montaigne. Y Montaigne se convirtió en mi escritor indispensable. Me di cuenta que en el ensayo personal podía combinar poesía y ficción, y que tenía que tener ese entrenamiento como poeta y como escritor de ficción. En mi primer ensayo pude lograr reunir ambas cosas y luego empecé a publicarlos, y me dí cuenta que no mucha gente lo estaba haciendo en esa época, así que tenía el camino libre, podía hacer lo que quisiera y nadie estaba mirando por encima de mi hombro, no había presión sobre mí -tampoco había mucho dinero involucrado, jajaja-, pero sí sentí mucha libertad. Luego mis amigos escritores, que son novelistas y poetas, empezaron a envidiarme y me decían: “muy bien, esto es algo que puedes hacer”, que era su manera de decirme: “mantente alejado de mi territorio”.

Se dice que los escritores, no importa qué tipo de literatura escriban, siempre terminan hablando de sí mismos, ¿tú qué piensas?

Sí, creo que si eres un escritor de ciencia ficción y estás escribiendo sobre el mundo que nunca ha existido, en realidad estás hablando sobre tus temas principales, y la diferencia en cada persona es que, por ejemplo, algunas pueden estar muy apegadas al duelo o al abandono por algo que les pasó en su infancia, otras con una traición, por decir algo, otras con algún tipo de melancolía; así que siempre estás trabajando con una cierta cantidad de material emocional, y aunque estés escribiendo sobre personas, yo he escrito varias novelas en las que he inventado personajes pero en realidad no estaba inventándolos del todo, sé que les di ciertos aspectos de mí mismo, incluso los más adversos, así que no importa sobre lo que un escritor escriba, siempre estará hablando de sí mismo.

¿Cómo escoges tus temas? Has dicho que una vez que escribes todo va fluyendo, pero en qué momento te diste cuenta que tu cuerpo tenía esos pliegues y dimensiones –como lo describes en Retrato de mi cuerpo- y le diste esa importancia.

De nuevo, ésta es una pregunta que tiene que ver con el desapego, y con lo que yo llamaría autocomplacencia, que es ser capaz de mirarte y no horrorizarte, tienes que decir: “Oh, éste es quien soy, está bien”, te encorvas un poco, pero no te avergüences de ello. Así que es una extraña combinación de cosas de las que te enorgulleces y de las que te avergüenzas; pero creo que en general es así como uno descubre sus temas, te siguen preocupando ciertas cosas y sigues regresando a ellas. Por ejemplo, yo soy un escritor urbano, siempre escribo sobre la vida en la ciudad, porque me atrae mucho la vida urbana.

Por la manera en que abordas tus temas, ¿dirías que tu filosofía de vida es no tomarse las cosas que nos pasan tan seriamente?

Ésa es parte de mi filosofía, sí. Creo que mi filosofía es realista, entender de qué se trata, en lugar de llorar por ello o decir “esto no es perfecto”; aceptar la imperfección en las cosas, entenderlas y también ponerlas en perspectiva, creo que eso es muy importante. Tengo una hija de 16 años y se altera mucho cuando algo le pasa en la escuela, y siempre le digo: “Los imbéciles siempre serán imbéciles, no te preocupes, así es, mantén el ojo en la bola y enfócate en otra cosa”; por ejemplo, cuando trabajas constantemente en algo, buenas cosas pasan. En la escritura yo soy de la idea de que si le inviertes millones de horas, finalmente saldrá bien.

Phillip, también eres profesor de escritura creativa y literatura, ¿cuál sería la lección más importante que le enseñas a tus alumnos que quieren convertirse en escritores?

Esa es una pregunta interesante. Lo primero que trato de enseñarles es que esto se ha hecho por mucho tiempo, que ha sido una tradición; trató de hacerles ver que no tienen que inventar la rueda, que otra gente ya ha hecho esto antes, que mientras más lean o vean más películas, eventualmente empezarán a adquirir su propia originalidad y estilo; ésa sería una lección, pero otra cosa muy importante es ser capaz de estar solo por mucho tiempo, y no cualquiera puede lograrlo, y yo no puedo enseñarles cómo hacerlo; sólo es pegarte a la silla y quedarte ahí por un tiempo, creo que ésa es un habilidad muy importante que yo no puedo incitar, ni enseñar.

Has dicho que “vivimos en un mundo de descontentos”. ¿De qué forma crees que la literatura nos ayuda a lidiar con él?

Primero que nada creo que la literatura nos ayuda a ver que no estamos solos, que no eres la primera adolescente que no soporta a su madre, etc. La gente se puede llegar a sentir muy sola y experimentar pensamientos antisociales, pero la literatura incrementa tu capacidad de aceptación de las variaciones de la realidad, terminas diciendo: “Oh, ok, esto ya se ha hecho antes, ya no me sentiré avergonzado”, eso es muy importante. Creo que la literatura ayuda a las personas a sentirse menos avergonzadas de sus impulsos más secretos y de sus contradicciones, de ser contradictorio, la gente dice: “Soy de esta manera y ahora soy de esta otra, no lo entiendo”, así que yo les digo: “Únete al grupo, de eso estamos hechos los seres humanos”. La literatura nos muestra qué es ser un ser humano.
Phillip, ¿de qué se trata Retrato de mi cuerpo?

Trata sobre cómo mi conciencia enfrenta distintos asuntos, cómo un hombre procesa el mundo; así que, por ejemplo, los ensayos sobre mi familia, mi padre, mis colegas, las citas y mi matrimonio, tener un hijo, ser judío y hablar del Holocausto, o pedirle a la gente que guarde silencio en los cines, son una combinación de lo privado y lo público. Es, principalmente, sobre un ser humano limitado y cómo ha aprendido a vivir con sus limitaciones.

21 sept 2012

El árbol y el pájaro




Querido lector:

A pesar de pasar días y noches escondido, esperando su atención (y temiendo que ésta no sea diferente al triste interés que el éxito encuentra en el fracaso), mi fe en usted es inquebrantable, porque sólo en usted encuentran verdadera vida mis poemas. No hay límite para lo que usted hace posible. Es por eso que he querido, durante mucho tiempo, darle algo. Acepte los poemas que incluyo como un intento de revelar al ser que durante tan largo tiempo ha permanecido escondido.

El poeta

Querido poeta:

Gracias por el poema. Me gustó la parte del pájaro y la parte del árbol y me gustó cuando hablaba del suelo duro y frío y de las estrellas duras y frías – como la mirada de la mujer que era dura y fría y los brazos de hombre que también eran así.

Para nosotros que vivimos en la granja es difícil toparnos con el conocimiento, especialmente con el conocimiento de cómo son las cosas realmente, así que leer sus poemas nos da esperanza.

¿Qué es la ternura si no puede enseñarnos algo, aunque sea pequeño?

Después de todo el mundo es duro y frío, y casi todos tenemos problemas. Al granjero vecino, por ejemplo, le ha dado por ponerse un disfraz, y mi esposa lleva meses enojada conmigo. Pero eso no tiene nada que ver. Lo que importa, y usted lo pone tan bien, es que el pájaro está en el árbol. Pase lo que pase tenemos que hacer un esfuerzo, que es lo que usted seguramente quiso decir al escribir que el pez salta dichoso hacia el amanecer. ¿A quién le importa si es un salmón o una trucha? Lo importante es que el pez salta. Es esa clase de observación lo que hace la diferencia.

Apenas ayer el vecino me contó una historia terrible (no se preocupe sobre qué era) para entretenerme. Ocurrencias comunes como ésa pueden relajarnos hasta alcanzar estados de bienestar, pero no ayudan a formar nuestro carácter. Me quedé sintiéndome vacío, así que fui a la cocina y releí su poema. Mi respiración se agitó cuando me di cuenta de que el pez que menciona seguramente iba corriente arriba para poner sus huevos y que el pájaro voló hacia el árbol para evitar caer en la tierra dura y fría. Vivimos con tanta necesidad de pequeñas alegrías como ésas, y yo le agradezco por proveerlas.
Espero tener noticias suyas pronto,

El lector

17 sept 2012

Cosas escondidas



Que nadie trate de deducir quién fui
de todo lo que hice y todo lo que dije.
Había un obstáculo que deformaba
mis acciones y mi modo de vivir.
Había un obstáculo que me detenía
muchas veces cuando iba a hablar.
Por medio de mis acciones más inadvertidas
y mis escritos más velados,
sólo por medio de estas cosas podré ser comprendido.
Pero quizá no valga la pena dedicar
tanto interés y tantos esfuerzos a descubrir quién soy.
Más adelante –en una sociedad más perfecta-
otro, hecho exactamente como yo,
sin duda aparecerá y actuará con libertad.

12 sept 2012

Necesidad de la Literatura

Si nos acostumbramos a ser inconformistas con las palabras, acabaremos siendo inconformistas con los hechos. Ambas actitudes son, sin embargo, formas de libertad. Y la libertad no admite conformismo alguno. Vivir, para los humanos, sobre todo en nuestros tiempos, ha sido siempre una sucesión de conformidades, de aceptaciones y sumisiones. Aceptamos el lenguaje; aceptamos, con él, sentidos, referencias y todo ese monótono universo de ecos que los medios de transmisión de imágenes, sonidos y letras codifican y propagan. Esta abundancia de comunicaciones ofrece, sin duda, una extraordinaria posibilidad de enriquecimiento, de amplitud y libertad; pero también, por los intereses políticos que las dominan y orientan, pueden hacer que la inteligencia resbale por significaciones y perspectivas, para embotarse y enajenarse. Porque los cauces por los que confluyen las imágenes y las palabras nos conforman a sus semejanzas -a las determinadas semejanzas que nos agobian- y nos hacen conformistas. Ser conformista supongo que debe querer decir algo así como conformarse con lo que hay e, incluso, aceptar que "no hay quien dé más". Pero conformarse añade también otro matiz. Conformarse es perder, en parte, la forma propia, para sumirse, liquidarse, en la ajena. Y esa pérdida de la propia forma, si es que la tenemos, si es que, como decía el filósofo, "hemos llegado a construir nuestra propia estatua", es pérdida de ser, pérdida de la sustancia que nos pertenece o nos debiera pertenecer, para derramarla hacia cauces ajenos.

A veces esta pérdida de sustancia tiene origen en la opacidad de cada consciencia individual, donde sólo el lenguaje interior con el que acompañamos a cada uno de los instantes de la vida presta la suficiente luz para reconocernos y explicarnos. Pero este lenguaje que nos constituye y nos conforma, en una época tan abundante de monótonos mensajes y tan retumbante de comunicaciones, puede, efectivamente, conformarnos con desvirtuadas virtualidades que colaboran al creciente oscurecimiento de la consciencia . Y esa falta de luz es, al mismo tiempo, falta de libertad. Tal vez, por las resonancias marxistas -hoy tan olvidadas-, apenas utilizamos el concepto de "alineación" ( entfremdung ) para expresar un constante fenómeno de la cultura contemporánea.

Esa excesiva información que los medios de comunicación nos ofrecen, a través de sus distintos lenguajes, colabora, muchas veces, a encastillarnos en un reducto donde emergen nuestros miedos, nuestras alimentadas obsesiones; donde aparecen también los "imaginarios" con los que esos medios elaboran la sustancia de la realidad en los derroteros de intereses económicos: intereses de poder. Nunca ha sido más arrolladora la maquinaria para crear alienación, para aniquilar. Alienación quiso decir, en toda la historia del idealismo alemán, desde Guillermo de Humboldt , la disolución del vigor intelectual y sentimental de la cultura en un conglomerado de tensiones, obsesiones, ideas y realidades insustanciales que nos vacían y cosifican .

Nos convertimos así en pequeños bloques ideológicos o, mejor dicho, en insignificantes maquinarias a las que incorporamos, como si realmente fuesen estímulos mentales, una serie de estereotipos virtuales sin idealidad y libertad. Lenguajes falsos, pues, que nos llenan con la terrible lógica de la falsedad. Porque esa lógica se hace de los retazos que sostienen pasiones egoístas, soluciones incompletas a los problemas de la vida y de la sociedad. Una lógica de la incoherencia que, sin embargo, cohesionamos con los quebrados fragmentos de la "publicidad" política e ideológica que nos sirven, efectivamente, para la total enajenación. Todo esto nos conduce a un hecho fundamental de la sociedad de nuestros días. Los individuos que componen esa sociedad no pueden ser personas, seres autónomos y reales, si no tienen posibilidad de desarrollar su propio pensamiento por muy modesto que sea. Un pensamiento que sólo se nutre de libertad.

La lectura, los libros, son el más asombroso principio de libertad y fraternidad. Un horizonte de alegría, de luz reflejada y escudriñadora, nos deja presentir la salvación, la ilustración, frente al trivial espacio de lo ya sabido, de las aberraciones mentales a las que acoplamos el inmenso andamiaje de noticias siempre las mismas, porque es siempre el mismo nuestro apelmazado cerebro. Los libros nos dan más, y nos dan otra cosa. En el silencio de la escritura cuyas líneas nos hablan, suena otra voz distinta y renovadora. En las letras de la literatura entra en nosotros un mundo que, sin su compañía, jamás habríamos llegado a descubrir. Uno de los prodigios más asombrosos de la vida humana, de la vida de la cultura, lo constituye esa posibilidad de vivir otros mundos, de sentir otros sentimientos, de pensar otros pensares que los reiterados esquemas que nuestra mente se ha ido haciendo en la inmediata compañía de la triturada experiencia social y sus, tantas veces, pobres y desrazonados saberes .

La literatura no es sólo principio y origen de libertad intelectual, sino que ella misma es un universo de idealidad libre, un territorio de la infinita posibilidad. Los libros son puertas que nadie podría cerrarnos jamás, a pesar de todas las censuras. Sólo una censura sería realmente peligrosa: aquella que, inconscientemente, nos impusiéramos a nosotros mismos porque hubiéramos perdido, en la sociedad de los andamiajes y los grumos mentales, la pasión por entender, la felicidad hacia el saber.

Toda verdadera liberación, todo gozo de vivir y de sentir, empieza en nuestra mente. Y esa mente, parte ideal de nuestro cuerpo en la prodigiosa red de sus neuronas, requiere también alimen tac ión y sustento. Las palabras son la sustancia de las que la inteligencia se nutre. Y esas palabras vienen engarzadas en la original sintaxis de la literatura. Un mundo hecho lenguaje, argumentado y construido desde un infinito espacio donde todo el decir, todo el sentir, es posible. Pero un mundo, además, que, en su soledad, en su maravillosa inocencia y libertad, ya nadie manipula, nadie tergiversa, nadie puede ya falsear y alterar.

Las palabras de la obra literaria están libres también de todo compromiso con los latidos del presente, con los desgarros de la pragmacia , con las insinuaciones del oportunismo y de la doblez. Pero, al mismo tiempo, nos comprometen con un mundo más hermoso -quiero decir de "formas" más claras-, con el mundo ideal de los sueños en su múltiple, dispar, idealidad de sus inacablables propuestas. La literatura nos enseña a mirar mejor este mundo de las cosas aún no bien dichas, estos contornos históricos inmediatos de los balbuceos políticos, de los apaños para justificar el egoísmo envilecido, de las trampas para conformarnos a vivir con la desesperanza de que lo que hay ya no da más de sí.

Basta haber sentido alguna vez hablar, a través de la escritura, a nuestros clásicos, a los clásicos del siglo XX y de todos los siglos, para entender qué quiere decir tan sorprendente y extraña palabra. Suponemos que su clasicismo tiene que ver con una llamada de atención para que despertemos de las oscuras pesadillas diarias. En la etimología de "clásico" está tanto el significado de Clarín que nos convoca y aviva, como el de ciudadano de primera clase, el de orden; pero también el de modelo. Un modelo que no está, sin embargo, ante nuestros ojos para imitar comportamientos o actitudes. El carácter modélico de los clásicos, capaces de superar el tiempo y de sobrenadar a todas las interpre tac iones que sobre ellos se hagan, consiste, precisamente, en hacer vivir, en incorporarse, desde la inalterable página de la escritura que la sostiene, al latido del corazón de cada lector. Un latido que es efímero, que es tiempo, pero un tiempo que, desde la aparente frialdad de páginas que superaron los siglos o los años, adquirieron, por ello, una cierta forma de pervivencia, que se encarna, de nuevo, en el cuerpo y en el aire que respira el lector.

Tendríamos que agradecer a todos esos escritores que nos acompañan, en el siempre breve espacio de nuestra vida, el que nos hayan entregado sus palabras que construyen una humana manifestación de eternidad. Una eternidad que no promete otra existencia más allá de las fronteras de cada vida y que, en el gozo de leer, en las horas de lectura, nos deja esquivar las paredes del tiempo y acariciar en los silenciosos murmullos de las letras, las espaldas de no sé bien qué especie de inacabada amistad.

El lenguaje fue, como es sabido, lo que empezó a distinguir al animal humano de todos los otros animales próximos a él. Un lenguaje que, además de comunicación y comprensión, creó también sensibilidad, emociones, pasiones, desde el complejo entramado de la realidad corporal. Pero las palabras, fuente de abstracción y solidaridad, se fueron ciñendo al territorio de las primeras e inmediatas experiencias, a lo que los ojos veían y las manos tocaban, condicionadas a la dureza del vivir, a la necesidad de sobrevivir: "mañana lloverá", "tengo sed", "la cosecha es buena", "quiero comprar tu escudo".

En un momento, sin embargo, de esa cultura de la realidad, alguien pronunció ante sus oyentes, con el ritmo pausado del hexámetro: "Canta, Musa, la cólera de Aquiles", y no existía Musa alguna que cantase, ni siquiera Aquiles alguno que se pudiera encolerizar. Y no era la Musa la que cantaba, sino el hombre que decía esos versos, que nos harían emocionar con ellos y pensar, de paso, que las palabras solas eran el origen de esa emoción. Al no podernos conformar a ninguna experiencia pragmática, ese lenguaje nos enseñaba que oír, leer, interpretar se desplazaban ya a un dominio donde la naturaleza del "animal que habla" construía y afianzaba su posibilidad, su liberación y, en definitiva, su humanidad.

8 sept 2012

La memoria de México

¿Cuál fue el primer viaje? ¿A dónde fue?

A Veracruz, con mi padre. Tenía trece años. Fue la primera vez que vi el mar...

Responde pausada, acomodando imágenes: el mar, el cielo, el camino, el vestidito azul lleno de caracolas que llevaba “acorde con el mar”, el padre que se me mete al agua. Ella lo ve desde la playa. El padre tan blanco, tan blanco. El padre insolado. La niña de trece años, el mar por primera vez, el primer viaje, un viaje que será infinito. La niña que lee, que viaja y que lee. La memoria.

Margo Glantz, escritora, periodista, académica y viajera (insiste en poner viajera en sus biografías), acaba de llegar de China. “Mis nietos cumplían años, y quise regalarles memoria”. Regalar memoria. Margo Glantz, en actividad constante, antes de viajar a Buenos Aires, publica Coronada de moscas (Sexto Piso), un libro de viajes a la India con fotografías de Alina López Cámara, en el que vuelve al juego de la mirada y la memoria, la complicidad y la sorpresa, o como ella misma lo dice “el horror y la maravilla”.

Un libro lleno de detalles, fragmentado y disperso, fiel a su estilo: mendigos, suicidas, leprosos, bellezas, colores, joyas, arte, basura, crematorios, mutilados, trajes, trenes, idiomas, religiones, lugares sagrados y palacios iluminados “como castillo de Walt Disney”, y el olor de las especias y el cilantro, y el alcanfor. El olor de la mierda y el curry. Margo Glantz viaja con libros; lee El olor de la India de Pasolini, A Passage to India de Forster. Calasso, a Baudelaire, Agatha Christie y la edición local de Vogue. Reflexiona sobre Octavio Paz, informa sobre Freddie Mercury, cuenta de Zubin Mehta.

Pasolini escribió que en la India la vida tiene los caracteres de la insoportabilidad.

A la India la soportaba, la odiaba y la adoraba, si no, no hubiera vuelto. Es un país que no te permite estar en el horror perpetuo, aunque el horror es muy vigente e inmediato, a veces no te deja respirar, pero siempre hay algo que lo mitiga. Siempre hay algo que es bello, la gente, el ropaje, los monumentos, ciertas costumbres son preciosas y otras son abominables. Siempre estás al filo de la navaja. La India es un país horrendo y maravilloso. México es un país con una pobreza extrema, hay limosneros por todos lados, pero la habitual forma de vida de los indios, lo hace más impactante. Es un país donde la intemperie es fundamental. La gente vive en la calle, en las carreteras.

¿Desde dónde mira cuando viaja?

Soy muy mexicana, y judía.

¿Entonces viaja por el mundo con esa mirada tan especial?

Así es. Una mirada mexicana, pero atravesada por lo judío, una mirada que tiene que ver con Europa en todo nivel, el color de piel, la comida, mi padre nunca comió chile, una comida y una lengua mediatizada. Mi relación con México es tardía, porque empecé a estudiar literatura inglesa. A la mexicana la estudié mucho después. A Rulfo, a Rosario Castellanos los leí en París, a la par que a Stendhal.

La referencia a México en sus libros es constante...

...porque somos como los cronistas de las Conquistas, que trataban de buscar cosas que ya conocían para contar.

¿Estas referencias para quiénes son? ¿Para la escritora, para los lectores?

Escribo para los otros. Cuando vuelvo de los viajes, necesito ordenar mis diarios de alguna manera comprensible. Empiezo a construir a partir de una frase, y llego a lugares que no me imaginaba que podía llegar. Empiezo a asociar, y llego a otro lado. Escribo para mis lectores en el periódico, pero también para mis lectores en libros, pero sobre todo lo hago para aclararme a mí misma. Decía Monsiváis que nunca se piensa mejor que cuando se escribe.

¿Cómo es la escritura durante el viaje?

Cuando viajo tomo notas en pequeñas libretas. Llego a un lugar y escribo. No llevo cámaras, a diferencia de otros que llegan y antes de ver, ya están fotografiando.

No es una cronista al uso...

Nunca manejo el acercamiento a los viajes como si fuera una guía Michelin, ni de manera aristotélica, causa-efecto, ni cronológica, si no que todo va teniendo su sentido de otra manera, sin esa concatenación de hechos y de tiempo.

El caos del lugar, pero también la fragmentación de su estilo.

Sí, y además empiezo a integrar lecturas que complementan la visión del turista, que es superficial, pero a la vez impactante. Es importante afianzar esa mirada con lecturas, así sean cultas como populares.

¿Tiene el fetiche de las libretas de viajero?

No, sólo me importa que sean pequeñas y quepan en la bolsa. A veces llevo las japonesas Muji, pero a China llevé varias libretas de colores muy brillantes que compré en el Guggenheim de Bilbao. La gente me mira raro, porque no llevo cámara.

Dice que está escribiendo, desde hace muchos años, un extenso libro de viaje. Que incluye sus viajes de juventud y el último a China. El primero, ya lo dijimos, fue a Veracruz, con su padre. El mar por primera vez. El siguiente fue a París y a Oriente Medio, con su primer marido. Divorcio y viaje, otra vez con su papá, que la llevó a Nueva York con la secreta intención de que se casara con el hijo de un judío muy rico: “Tenía una colección de pintura extraordinaria, varios Chagall, Matisse, pero yo le interesaba más al padre que al hijo”.

El primer viaje sola fue a Estados Unidos. Empezó a dar clases en California. Eran los años 60, pleno hippismo. “Fue una vida intensa, íbamos mucho a bares, a festivales, seguíamos a The Mama’s and the Papa’s. Nunca me dio por ser hippie, pero estaba rodeada de ellos. Una vez traje a unos amigos a mi casa, y yo tenía que lavarles el pelo”. Nueva York, París, Londres, Buenos Aires y un largo etcétera de viajes por temporadas cortas o largas, pero de los que siempre regresaba a México.

¿Cómo era el México de los años 60?

También había cundido el hippismo, y ya no se bailaba danzón: se bailaba rock. Haz el amor y no la guerra. Yo creo que había mucha marihuana. Intenté fumar, pero no sabía cómo inhalar, así que no me sirvió de nada; alguna vez quise probarla en brownies, pero no me hizo mucho efecto. Nunca aprendí. Además, con una Coca-Cola ya me emborrachaba, para qué iba a tomar drogas.

¿Y qué pasó con eso en el 68, con la matanza de Tlatelolco?

Hasta entonces México era un país idílico, la vida era barata, la ciudad más pequeña y llena de actividades, la UNAM ocupaba el centro de la vida cultural, la Zona Rosa estaba llena de restaurantes y librerías donde encontrabas revistas, periódicos y literatura de Europa y Argentina, el teatro era importantísimo. Y ahí estaban Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Vicente Rojo, incluso Juan Rulfo. Había gran cohesión en la cultura, no como ahora, que es tajante la división. Yo entonces escribía sobre teatro, escribía ensayos para la universidad, pero no escribía ficción. Dirigí durante unos años un centro mexicano-israelí, que tuvo mucho éxito.

¿Escribía diarios personales?

Sí, y ahí los tengo, pero me da mucha flojera leerlos. Mi letra es ilegible. Cuando intento pasarlos, los dejo a los cinco minutos.

Siempre leía. La niña que vio el mar por primera vez a los trece años ya había leído a Julio Verne, a Alejandro Dumas. “Aprendí a leer sin darme cuenta, como quien ve llover”, cuenta. A los dieciséis años ya había leído a Faulkner, Kafka traducido por Borges, Thomas Mann, Proust, libros que llegaban gracias a la biblioteca circulante de una asociación sionista de izquierda.

Margo Glantz nació en el centro del DF, en los alrededores del Convento San José, donde quedan muy pocos rastros de esa vida judía de los años 30, hoy tomada por productos chinos y un mercado que resiste y se adapta a la eterna metamorfosis chilanga. Los padres llegaron a Cuba de Ucrania. Sólo tenían diez dólares y empezaron a buscarse la vida. “Aquí había un grupo de judíos que ya tenían un formato de vida interesante, de día buscaban la comida, de noche la cultura”.

Margo recuerda el pasado como se recuerdan los viajes: “Mi padre, poeta, tenía una biblioteca dispersa y muy grande, y estábamos suscritos a La Nación y a las revistas Sur, Billiken y Para Ti. Entonces yo conocía más de San Martín que de Hidalgo. Le decía a mi madre que quería que me hicieran los vestidos como los de la Para Ti. Pero quedaban horribles”. Todo lo cuenta en Las genealogías . El libro, cuenta, “nace un día que fuimos a enterrar a un primo mío al que le habían dado un balazo en la cabeza, y con mi madre recordamos cuando mi padre sufrió un atentado fascista en el 39, cuando lo quisieron linchar. Fue un acontecimiento brutal en mi familia y en toda la comunidad judía. Había nazis en México, Mi padre era conocido y además se parecía mucho a Trotsky. Yo escribí un texto recordando esto, y entonces decidí reunirme con mis padres y entrevistarlos sobre sus vidas, sobre todo antes de México, época de la que no conocía nada. Era algo tan cercano pero a la vez lejano, otro país, otro idioma, otras comidas”.

Sus padres son grandes personajes de cualquier novela, o de la suya al menos. El padre, vendedor de pan, dentista, pintor, escultor, llegó a ser un poeta judío muy conocido en el mundo de habla yiddish de la época. Como los inmigrantes, tuvo muchos oficios y amigos como Diego Rivera, Eisenstein, Maiakovski, Siqueiros, y del mismo Chagall, en México, y en Nueva York del poeta Leivik y de Bashevis Singer.

¿Qué es –en definitiva– una autobiografía, si no un viaje al centro de la propia historia? Acaso lo contrario a lo que ella misma cita: “Los judíos –dice Bashevis Singer– no registran su historia, carecen de sentido cronológico. Parece como si, instintivamente, supieran que el tiempo y el espacio son mera ilusión”.

¿Cómo ha sido su relación con Argentina?

Tengo una hija argentina. Me casé con un argentino, un matrimonio desastroso, como todos los matrimonios. Pero siempre tuve el virus de lo argentino. Mi relación con el país empezó con las revistas y los libros que llegaban. Luego me hice amigos de aquí y Francia, entre críticos, académicos, escritores, periodistas, exiliados en México. Después me hice amiga de Manuel Puig y cuando leía Boquitas pintadas me acordaba mucho de la Para Ti. Conocí a María Elena Walsh en París; a Piazzolla, Paco Urondo, Rodolfo Walsh en Buenos Aires... Hoy tengo muchísimos amigos argentinos. Pero nunca entendí a la Argentina. ¿Qué le pasa? Yo tenía una amiga que era antiperonista, ahora es peronista. No entiendo.

Hablamos de los viajes, de la familia, y ¿dónde han quedado sus especialidades académicas como Sor Juana o la Malinche?

Yo digo que he sido la gigoló de Sor Juana, porque he vivido mucho de ella. Pero ya está, son etapas que voy dejando atrás, como el tema de la Malinche. De ella me interesaba el tema del cuerpo, su sexualidad, su lengua, porque es la intérprete de los indios y los españoles, la cuestión de la sinécdoque, que es tan importante...

Obsesiones académicas…
Me interesa mucho el cuerpo, los ojos, los senos, los pies. Llevo tiempo escribiendo un libro sobre los dientes, y ahora voy a tener que escribir sobre la nariz, mi nariz rota y sangrante. Y el pelo, escribí como dos años sobre el pelo, hasta que el director del periódico me dijo basta de pelos, y publiqué De la amorosa inclinación a enredarse en cabellos , un buen libro que no se consigue.

Estos temas parecen más frecuentados hoy en día por varios escritores.

Ahora todos escriben de pelos, pero yo fui la primera. Mi amiga Matilde Sánchez está escribiendo sobre peluquerías; otro amigo, Alan Pauls, escribió sobre eso también...

¿Es caótica para escribir?

Ramifico mucho, y soy muy asociativa, y las asociaciones me llevan mucho más lejos de lo que quisiera. Pero cuando me doy cuenta ya estoy asociando cosas que no tienen nada que ver, y a veces no sé cómo regresar.

...cuando navega en Internet se debe perder por completo...

No navego mucho en Internet. Soy twittera y me divierte porque puedes hacer epigramas y aforismos. Tengo 7 mil seguidores, pero otros tienen más. Soy muy envidiosa, quiero más.

¿Guarda los twitts que escribe? ¿Son como un diario?

Los voy guardando en un archivo que se llama “Moscas”, y vamos a ver con el tiempo qué sale. Cuando estaba en Londres de agregada cultural, quería hacer una telexnovela, porque en aquella época no había más que telex, y como me aburría mucho, enviaba oficios burocráticos imitando a Onetti, a Borges y a Cortázar. Tenía correspondencia con un diplomático irlandés y nos escribíamos en ese pastiche. Muy divertido.

¿Twitter le ha creado nuevas relaciones con los lectores?

Sí, pero algunas idiotísimas, que toman al pie de la letra todo lo que escribo. No entienden nada la ironía.

Siempre se la ve rodeada de jóvenes.

Me siento más cómoda con la gente joven.

¿Cómo es su relación con amigos como Sergio Pitol o Mario Bellatin?

Mi relación con Pitol es muy importante, de las más importantes que tengo, pero ahora no podemos hablar mucho porque él está un poco enfermo. Y Mario es como un relevo en algunas cosas. Con él tenemos una relación muy importante, tanto en lo afectivo como en lo literario. Nos comunicamos muchísimo por lo que hacemos, por lo que escribimos y por lo que leemos. Viajamos juntos, salimos mucho.

Una vez fueron juntos a ver a Marilyn Manson...

El me llevó pensando que yo no sabía quién era, pero sí que sabía... Tenemos un humor parecido, bastante negro, y nos tenemos un afecto enorme. A lo mejor me ve como madre o hermana putativa, yo qué sé, y yo lo quiero como amigo, como hermano… pero como hijo, no. Aunque me preocupa que se enferme, lo cuido, lo regaño...

¿Como buena madre judía?

Es que soy la más vieja de todos. Ojalá no fuera yo, pero esto me tocó.

Por ser mexicana y escritora, pensé que a los 80 años iba a ser más solemne...

No soy nada solemne, por eso alguna gente no me toma en serio.

¿Quiénes?

Algunos imbéciles.

¿Se siente reconocida?

A veces me siento más reconocida en la Argentina que en México. Pero aquí me han dado el Premio Rulfo, uno de los más importantes. También han publicado mi Obra Reunida. Soy reconocida y a la vez no. Las editoriales me publican pero me esconden.

Margo Glantz sirve el café en su casa blanca de Coyoacán. Hoy no habrá fotos, y no por el horror de los judíos a las imágenes de lo que habla en alguno de sus libros, sino por pura vanidad de señora. Resulta que un par de días antes se cayó en el mercado. Lo contó en Twitter: “Me caí ayer, me fracturé la nariz y estoy hecha un adefesio, parezco el fauno del laberinto”, y al rato, exagera: “Estoy amoratada, roja, verde, azul, hinchada, no puedo respirar ni ver bien pero estoy a todo dar”. Suena el teléfono (“estoy bien, pero estaré mejor en 15 años en la tumba”, le dice a alguien), ladra la perra, que entra y sale a las corridas. Me cuenta que tuvo que cancelar un viaje a Colombia, “qué sentido tiene dar una conferencia con esta cara, ¿en qué se fijaría la gente? Además, el médico me dijo que no viajara”. Pero estará pronto en Buenos Aires, aunque sea con algunos moretones. Margo Glantz, más allá de los 80, más viajera y escritora que nunca. Regalando memoria de todos los viajes, de toda la vida.

3 sept 2012

La tarde de un escritor



I.

Cuando despertó se sentía mejor de lo que se había sentido en muchas semanas: simplemente no se sentía enfermo. Se apoyó un momento en el marco de la puerta que separaba su dormitorio y el baño hasta que estuvo seguro de que no se había mareado. Ni siquiera un poco, ni siquiera cuando se puso a buscar una zapatilla debajo de la cama.
Era una luminosa mañana de abril, no tenía ni idea de qué hora era porque su reloj llevaba mucho tiempo parado, pero cuando cruzó el apartamento y llegó a la cocina vio que su hija había desayunado y se había ido y que había llegado el correo, así que eran ya más de las nueve.
—Creo que saldré hoy —dijo a la criada.
—Le sentará bien, hace un día estupendo.
Ella era de Nueva Orleans, con las facciones y la tez de una árabe.
—Quiero dos huevos fritos como ayer y una tostada, zumo de naranja y té.
Se entretuvo un rato en el cuarto de su hija y leyó el correo. Eran cartas desagradables, sin una pizca de alegría, facturas en su mayor parte y el boletín del colegio masculino de Oklahoma con su asombroso álbum de autógrafos. Sam Goldwyn haría una película de ballet con Spessiwitza, o quizá no la hiciera: habría que esperar a que el señor Goldwyn volviera de Europa con media docena de ideas nuevas. La Paramount quería una autorización para usar un poema que había aparecido en uno de sus libros, aunque no sabían si era suyo o era una cita. Quizá lo usaran para el título de una película. De todos modos aquella obra ya no le pertenecía: había vendido los derechos para una película muda hacía muchos años y para la versión sonora hacía un año.
«Nunca tendrás suerte con las películas», se dijo a sí mismo. «Ya tuviste bastante con la última.»
Mientras desayunaba, miraba por la ventana a los estudiantes que cambiaban de clase en el campus de la universidad, al otro lado de la calle.
—Hace veinte años yo estaba cambiando de clase —dijo a la criada, que se rió con su risa de debutante.
—Necesitaré que me deje un cheque —dijo—, si va a salir.
—Ah, no voy a salir todavía. Tengo que trabajar dos o tres horas. Saldré por la tarde.
—¿A dar un paseo en coche?
—No volveré a conducir ese viejo cacharro. Lo he vendido por cincuenta dólares. Iré en el autobús, en el piso de arriba del autobús.
Después de desayunar se echó quince minutos. Y luego se puso a trabajar en su despacho.
El problema era un cuento para una revista que hacia la mitad le había parecido tan flojo que había estado a punto de romperlo. La trama era como subir por unas escaleras interminables, había agotado su repertorio de golpes de efecto, y los personajes, que tan airosamente habían dado sus primeros pasos hacía sólo dos días, no alcanzaban el nivel de un folletín.
«Sí, la verdad es que necesito salir», pensó. «Me gustaría llegar hasta el valle del Shenandoah, o ir a Norfolk en el ferry.»
Pero ambas ideas eran imposibles: requerían tiempo y energía, dos cosas que a él no le sobraban. Lo que le quedaba debía reservarlo para el trabajo. Repasó el manuscrito subrayando con lápiz rojo las frases acertadas y, después de guardarlas en una carpeta, rompió el resto muy despacio y lo tiró a la papelera. Luego se puso a pasear por la habitación mientras fumaba y hablaba consigo mismo de vez en cuando.
« Bueeeno, veamos…»
«Ahora, lo siguiente sería…»
«Veamos, ahora…»
Un rato después se sentó, pensando:
«Estoy cansado. No debería haber tocado un lápiz durante dos días.»
Revisaba el apartado «Ideas para cuentos» de su cuaderno, cuando la criada lo interrumpió para decirle que la secretaria llamaba por teléfono, una secretaria que trabajaba por horas y le ayudaba desde que cayó enfermo.
—No hay nada —dijo—. Acabo de romper todo lo que había escrito. No valía nada. Voy a salir esta tarde.
—Le sentará bien. Hace un día muy bueno.
—Mejor será que venga mañana por la tarde. Tengo muchas cartas y facturas pendientes.
Se afeitó y, precavido, se dio un respiro de cinco miutos antes de vestirse.
La idea de salir lo inquietaba: no tenía ganas de que los ascensoristas le dijeran que se alegraban de verlo y decidió bajar en el montacargas, donde no lo conocía nadie. Se puso su mejor traje, el que tenía la chaqueta y los pantalones de distinto color. Sólo se había comprado dos trajes en seis años, pero eran los mejores trajes: sólo la chaqueta del que acababa de ponerse le había costado ciento diez dólares. Ya que debía tener un destino —no era bueno ir a ningún sitio sin haberse fijado un destino— se metió un tubo de champú en el bolsillo para que lo usara el barbero y también una ampolla de luminol.
«El perfecto neurótico» se dijo, mirándose al espejo. «Subproducto de una idea, escoria de un sueño.»


II.

Fue a la cocina y se despidió de la criada como si se fuera a Little America. Una vez en la guerra había requisado por pura fanfarronería un vehículo y lo había conducido de Nueva York a Washington para estar en el cuartel a la hora de pasar revista. Ahora esperaba en la esquina de la calle a que cambiara el semáforo, mientras los jóvenes, con prisa, se le adelantaban, indiferentes al tráfico. En la esquina de la parada del autobús, bajo los árboles, hacía fresco y pensó en las últimas palabras de Stonewall Jackson: «Crucemos el río y descansemos a la sombra de los árboles». Los jefes de aquella guerra civil parecían haberse dado cuenta de repente de lo cansados que estaban: Lee, marchitándose hasta dejar de ser quien era; Grant, escribiendo desesperadamente sus recuerdos antes de morir.
El autobús era tal como se había imaginado: sólo había otro viajero en el piso de arriba y las ramas verdes golpeaban sin cesar en las ventanillas. Probablemente, tendrían que podar aquellas ramas, lo que le parecía una pena. Había mucho que mirar: intentó definir el color de una hilera de casas y sólo le vino a la cabeza el color de una capa de su madre que parecía de muchos colores y no era de ningún color: sólo reflejaba la luz. En algún sitio, las campanas de una iglesia tocaban Venite adoremus, y se preguntó por qué, pues hacía ocho meses que había terminado la Navidad. No le gustaban las campanas, pero se había emocionado mucho cuando tocaron Maryland, mi Maryland en el funeral del gobernador.
En el campo de fútbol de la universidad había hombres pasando el rastrillo y se le ocurrió un título: «El hombre que cuidaba el césped» o incluso «Crece la hierba», algo acerca de un hombre que trabaja cuidando el césped durante años y consigue que su hijo vaya a la universidad y juegue en el equipo de fútbol. Entonces el hijo muere en plena juventud y el hombre se va a trabajar al cementerio, a sembrar césped sobre su hijo en lugar de bajo sus pies. Sería el tipo de relato que aparece en todas las antologías, pero no era lo suyo: sólo era una antítesis hinchada, algo tan estereotipado como un cuento de revista popular y tan fácil de escribir. Pero muchos lo considerarían excelente porque era melancólico, tenía enjundia y era fácil de comprender.
El autobús pasó una desvaída estación de ferrocarril de estilo neoclásico a la que daban vida las camisas azules y gorras rojas de los mozos. La calle se estrechaba al llegar a la zona comercial y de repente aparecieron chicas vestidas de colores chillones, todas bellísimas: pensó que nunca había visto tantas chicas guapas. También había hombres, pero todos parecían un poco ridículos, como él cuando se miró al espejo, y había viejas, más bien feas, y también, de repente, chicas vulgares y desagradables; pero en general eran bonitas, vestidas de todos los colores, entre los seis y los treinta años, y sus caras no transparentaban ningún proyecto, ningún conflicto, sólo un estado de dulce suspensión, provocativo y sereno. Durante un instante amó la vida con todas sus fuerzas, y no sintió el menor deseo de renunciar a ella. Pensó que quizá había cometido un error al salir a la calle tan pronto.
Se apeó del autobús, agarrándose cuidadosamente a la barandilla, y recorrió una manzana hasta la barbería del hotel. Pasó ante una tienda de deportes y miró el escaparate, pero sólo le interesó un guante de béisbol que ya estaba ennegrecido por la palma. Al lado había una camisería, y se paró un buen rato a mirar las camisas de tonos intensos y las escocesas. Diez años atrás, durante un verano en la Riviera, el escritor y algunos más habían comprado camisas de obrero de color azul oscuro, y probablemente habían creado aquella moda. Le gustaron las camisas a cuadros, llamativas como uniformes, y deseó tener veinte años e ir a un club de playa con el cielo pintado como un ocaso de Turner o un amanecer de Guido Reni.
La barbería era espaciosa, llena de luz, perfumada: hacía meses que el escritor no iba al centro de la ciudad para semejante cometido y se encontró con que su barbero de siempre estaba enfermo, con artritis; así que le explicó a su compañero cómo usar el champú, rechazó el periódico y se sentó, casi feliz, sensualmente satisfecho al sentir los fuertes dedos en el cuero cabelludo, mientras le venía a la memoria el recuerdo agradable y entremezclado de todos los barberos que había conocido.
Una vez había escrito un cuento sobre un barbero. En 1929 el propietario de su barbería favorita en la ciudad donde vivía entonces había ganado una fortuna de 300.000 dólares gracias a las confidencias de un industrial de la zona y estaba a punto de retirarse. El escritor se despreocupó del asunto, porque estaba a punto de irse a Europa a pasar unos años con lo que tenía ahorrado, y aquel otoño, al oír cómo aquel barbero había perdido toda su fortuna, se decidió a escribir un cuento, disfrazando con cuidado los detalles pero girando siempre sobre la idea de un barbero que prospera para luego hundirse. Degó a sus oídos, sin embargo, que en la ciudad habían reconocido la historia y había provocado cierta irritación.
El lavado terminó. Cuando salió al vestíbulo, una orquesta empezó a tocar en el bar del otro lado de la calle y se detuvo un momento en la puerta para oírla. Hacía tanto que no bailaba, dos noches quizá en cinco años, aunque una reseña de su último libro había mencionado que era un fanático de los cabarés; la misma reseña decía también que era infatigable. Algo, cuando aquella palabra resonó en su mente, le hizo daño y sintió que le acudían a los ojos lágrimas de debilidad, y se fue. Era como al principio, hacía quince años, cuando decían que tenía «una facilidad terrible», y él trabajaba como un esclavo en cada frase para no darles la razón.
«Otra vez me estoy amargando», se dijo. «Y no es bueno, no es bueno. Tengo que volver a casa.»
El autobús tardó mucho tiempo en llegar, pero no le gustaban los taxis y todavía esperaba que le sucediera algo en el piso de arriba del autobús mientras pasaba entre los árboles de la avenida. Cuando por fin llegó el autobús le costó algún trabajo subir los escalones, pero valió la pena porque lo primero que vio fue a dos alumnos del instituto, un chico y una chica, sentados sin ninguna timidez en el pedestal de la estatua del general Lafayette, con toda la atención concentrada en sí mismos. El aislamiento de los dos chicos lo emocionó y pensó que debería aprovecharlo profesionalmente, aunque sólo fuera para compararlo con el creciente retraimiento de su vida y la necesidad cada vez mayor de cosechar en un campo ya muy cosechado. Necesitaba una reforestación y era absolutamente consciente de ello, y esperaba que el terreno soportara una nueva siembra. Nunca había sido el mejor terreno posible, pues había tenido un temprana debilidad por lucirse en lugar de escuchar y observar.
Ahí estaba el bloque de apartamentos. Miró hacia arriba, a las ventanas de su casa, en el último piso, antes de entrar.
«La residencia del escritor de éxito», se dijo. «Me gustaría saber qué libros maravillosos estará escribiendo. Debe ser magnífico disfrutar de un don semejante: pasar la vida sentado con un lápiz y un papel. Trabajar cuando quieres, ir a donde te dé la gana.»
Su hija todavía no había llegado, pero la criada salió de la cocina y dijo:
—¿Se lo ha pasado bien?
—Perfecto —dijo—. He estado patinando, he ido a la bolera, he jugado con el abominable hombre de las nieves y he terminado en un baño turco. ¿He recibido algún telegrama?
—Nada.
—¿Puede traerme un vaso de leche?
Atravesó el comedor y entró en su despacho, y por un momento lo cegó el reflejo del último sol de la tarde sobre sus dos mil libros. Estaba bastante cansado. Se echaría diez minutos y luego vería si se le ocurría alguna idea en las dos horas que faltaban para cenar.

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