29 abr 2011

Un par de escriores


Por muy borracho que hubiera estado la noche anterior, Hank Bruton siempre se levantaba muy temprano y caminaba descalzo por la casa, esperando que se hiciera el café. Cerraba la puerta de la habitación de Marion, estirando un dedo para frenar el borde cuanto éste llegaba al marco y soltando el tirador con gran delicadeza para que no hiciera ruido. Le parecía muy extraño poder hacer eso, y que las manos se mantuvieran perfectamente firmes, cuando los músculos de las piernas y los muslos no paraban de temblar, y los dientes no dejaban de rechinar, y sentía aquella desagradable sensación en el hueco del estómago. Parecía no afectar en absoluto a sus manos, una idiosincrasia que resultaba curiosa y conveniente, así que, qué demonios.

Mientras se hacía el café y la casa permanecía en silencio, sin que afuera se oyera ningún ruido entre los árboles, con excepción del canto ocasional de algún pájaro lejano y el aún más lejano rumor del río, él salía y se quedaba junto a la puerta de rejilla mirando a Febo, el gatazo pelirrojo, que se sentaba en el porche vigilando la puerta. Febo sabía que aún no era hora de comer y que Hank no le dejaría entrar, y probablemente sabía por qué: si entrara empezaría a maullar, y era capaz de maullar como la sirena de un tren, lo cual echaría a perder el sueño matutino de Marion. No es que a Hank Bruton le importara un pimiento su sueño matutino. Lo que le gustaba era disponer de las primeras horas de la mañana para él solo, en silencio, sin voces... en especial sin la voz de Marion.

Bajó la mirada hacia el gato, y Febo bostezó, dejando escapar una nota triste, no demasiado fuerte, sólo lo suficiente para dejar claro que a él no le engañaban.

—Cállate—dijo Hank.

Febo se volvió a sentar, levantó una de las patas traseras y se enfrascó en la limpieza de su piel. A mitad de la tarea se interrumpió, con la pata estirada hacia arriba, y miró a Hank de un modo deliberadamente insultante.

—Un truco muy visto—dijo Hank—. Los gatos llevan diez mil años haciéndolo.

Aun así resultaba eficaz. Quizá tengas que ser absolutamente desvergonzado para ser un buen cómico. Era una idea. Quizá debiera anotarla. ¿Y para qué? Si se le había ocurrido a Hank Bruton, algún otro ya lo habría pensado antes. Retiró la cafetera de la rejilla de amianto y esperó a que silbara. Luego se sirvió una taza y añadió un poco de agua fría antes de bebérsela. En la siguiente taza añadió crema y azúcar y la sorbió poco a poco. La sensación nerviosa del estómago se alivió, pero los músculos de las piernas aún le seguían atormentando.

Puso al mínimo la llama bajo la rejilla de amianto y volvió a colocar encima la cafetera. Salió de la casa por la puerta delantera y caminó descalzo, bajando del porche de madera y andando de lado por la hierba mojada de rocío. Era una casa vieja, sin distinción, pero tenía mucha hierba alrededor que había que cortar, y un montón de pinos no muy grandes alrededor de la hierba, excepto por el lado que bajaba al río. No era gran cosa como casa y estaba condenadamente lejos de cualquier parte, pero por treinta y cinco dólares al mes era una ganga. Más valía que se aferraran a ella. Si alguna vez tenían que quedarse en algún sitio, mejor que fuera aquí.

Por encima de las copas de los pinos se veía el semicírculo de colinas bajas con niebla a mitad de las laderas. El sol se ocuparía de aquello enseguida. El aire era fresco, pero con un frescor suave, no penetrante. Era un sitio bastante bueno para vivir, pensó Hank. Estupendamente bueno para una pareja de pretendidos escritores que, en lo que a talento se refería, eran un par de muertos de hambre. Un hombre tenía que ser capaz de vivir allí sin emborracharse cada noche. Probablemente, un hombre sería capaz. Pero probablemente, un hombre no estaría allí, para empezar. Durante la bajada al río intentó recordar algo anormal que había ocurrido la última noche. No pudo acordarse, pero tenía la vaga sensación de que se había producido alguna especie de crisis. Probablemente habría dicho algo acerca del segundo acto de Marion, pero no podía recordar qué. No debió ser halagador. Pero ¿de qué servía mostrarse hipócrita respecto a su maldita obra? Andarse por las ramas no la haría mejor. Decirle que era buena cuando no lo era no le ayudaría a avanzar. Los escritores tienen que mirarse directamente a los ojos, y si no ven nada, eso es lo que tienen que decir.

Se detuvo y se frotó el hueco del estómago. Ahora podía ver entre los árboles el agua de color gris acerado, y le gustó verla así. Se estremeció un poco, sabiendo lo fría que iba a estar, y sabiendo también que eso era lo que le gustaba. Era criminal durante unos pocos segundos, pero no te mataba, y luego te sentías de maravilla, aunque no por mucho tiempo.

Llegó a la orilla, dejó en el suelo la toalla y el par de zapatillas que llevaba, y se quitó la camisa. Allí abajo todo era soledad. El leve rumor del agua era el sonido más solitario del mundo. Como siempre, deseó tener un perro que correteara entre sus piernas, ladrando, y que se bañara con él, pero no se podía tener un perro estando Febo, que era demasiado viejo y demasiado duro para tolerar a un perro. O bien se libraba del perro, o el perro le cogía desprevenido y le rompía el cuello. En cualquier caso, tendría que ser un perro muy raro el que se metiera en aquel agua helada. Hank tendría que tirarle. Y el perro se asustaría, y tendría problemas con la corriente, y Hank tendría que sacarlo. Había ocasiones en que a él mismo le costaba salir.

Se quitó los pantalones y se metió de golpe en el agua, mirando corriente arriba. La mano de un gigante furioso le agarró el pecho y le hizo soltar todo el aire. Otra mano de gigante tiró de sus piernas hacia donde no debía, y se encontró nadando río abajo en lugar de río arriba, sin aliento y tratando de gritar, pero sin poder emitir ni un sonido. Moviéndose con furia, consiguió darse la vuelta y al cabo de un momento se encontraba a la par con la corriente; y luego, poniendo en ello todas sus fuerzas, empezó a ganar un poco de terreno. Llegó a la orilla, aunque no consiguió alcanzar el sitio preciso por donde se había metido. Llevaba un año sin conseguirlo. Debía ser por el whisky. En fin, no parecía un precio demasiado elevado. Y si alguna mañana fracasaba por completo y se dejaba arrastrar bajo el agua y se golpeaba con una piedra y se ahogaba...

—Mira—dijo en voz alta, todavía un poco jadeante—, no empecemos así el día. De ninguna manera.

Caminó con cuidado a lo largo de la accidentada orilla y recogió su toalla; se frotó la piel con violencia hasta que entró en calor y empezó a sentirse relajado. Los gusanos de las piernas habían desaparecido. El plexo solar estaba tan quieto como un flan.

Se vistió, se puso las zapatillas y emprendió el regreso cuesta arriba. A mitad del camino se puso a silbar un fragmento de alguna pieza sinfónica. Luego trató de recordar cuál era y cuando se acordó se puso a pensar en el compositor, la vida que había llevado, las luchas, la miseria, y ahora estaba muerto y podrido, como tantos hombres que Hank Bruton había conocido en el ejército.

Típico de un mal escritor, pensó. En vez de la cosa en sí, la emoción barata que la acompaña.
2

Febo seguía en el porche trasero, pero ahora estaba maullando como un poseso, y eso significaba que Marion se había levantado. Estaba en la cocina, vestida de calle y con una bata de color cobrizo encima.

—¿Por qué no has esperado a que yo volviera? —dijo Hank—. Te habría subido el café.

Ella no le respondió directamente ni le miró directamente. Se quedó mirando a un rincón, como si viera allí una telaraña.

—¿Ha estado bien el baño?—preguntó con aire ausente.

—Perfecto. Pero está la mar de frío el riachuelo éste.

—Qué bien—dijo Marion—. Maravilloso. Perfecto. Asombrosa recuperación. Aunque al cabo de algún tiempo se hace bastante monótona. ¿Querrías dar de comer al maldito gato?

—iCaramba, qué oigo!—dijo Hank—. ¿Cómo ha llegado el pobre Febo a ser un maldito gato? Creía que era el amo aquí. Teniendo en cuenta que no se entrompa.

—«Dijo él con una sonrisa triunfal»—se burló Marion.

Hank la miró pensativo. Tenía el cabello negro y corto, muy pegado a la cabeza. Sus ojos eran azules, pero de un azul mucho más oscuro que los de Hank. Tenía una boca pequeña y primorosa, que a Hank le había parecido provocativa antes de llegar a considerarla petulante. Era una muchacha muy bien formada y bien compuesta, tirando a frágil. La fragilidad de una cabra de montaña, pensó Hank. «Soy del tipo de Dorothy Parker, pero sin su ingenio», le había dicho ella cuando se conocieron. A él, aquello le había parecido encantador. Ninguno de los dos se daba cuenta de que era verdad.

Hank abrió la puerta de rejilla y Febo entró haciendo trizas la atmósfera con sus aullidos selváticos. Hank abrió una lata de comida de gato, la vació en un plato y lo puso delante del fregadero. Sin decir una palabra, Marion dejó su taza de café, cogió el plato y quitó la mitad de la comida de gato. Abrió la puerta de rejilla y dejó el plato fuera. Febo se lanzó sobre el plato como un futbolista que recibe un pase adelantado. Marion dejó que la puerta se cerrara de golpe.

—Muy bien—dijo Hank—. Lo tendré presente la próxima vez.

—La próxima vez puedes darle de comer como quieras—dijo Marion—. Yo no estaré aquí.

—Ya veo—dijo Hank despacio—. ¿Tan mal estuve?

—No peor que de costumbre—respondió ella—. Y gracias por no decir «otra vez». La última vez que me marché...—se interrumpió con la voz un poco temblona. Hank inició un movimiento hacia ella, pero ella se recupero al instante—. Puedes prepararte algo de desayuno. Yo tengo que terminar el equipaie. Lo dejé casi todo hecho esta noche.

—Deberíamos hablar sobre esto—dijo Hank con suavidad.

Ella se dio la vuelta en el umbral de la puerta.

—Oh, claro—ahora su voz era tan dura como el tacón de una bota—. Podemos dedicarle al tema diez fascinantes minutos, si te das prisa.

Salió y sus pasos resonaron escaleras arriba.

—«Dijo ella, volviéndose en el umbral de la puerta»—murmuró Hank mirándola marchar.

Se dio la vuelta bruscamente y salió de la casa. Febo estaba husmeando en torno al borde del plato, en busca de la comida que había tirado. Hank se agachó y le ayudó a recoger la comida caída. Rascó la vieja y dura cabeza del gato, y Febo dejó de comer y esperó rígido a que Hank retirara la mano. Hasta que no lo hizo no volvió a la comida.

Hank abrió de golpe las puertas plegables del garaje y revisó los neumáticos del Ford. Estaban gastados, pero aún les quedaba aire. El coche estaba bastante sucio. Soy un escritor, pensó Hank, no tengo tiempo para trabajos serviles. Rodeó la parte delantera del coche para pasar al rincón oscuro donde se guardaba un montón de sacos. Debajo de los sacos había una damajuana de whisky de maíz. Hank aflojó el grueso corcho que tapaba el cuello y levantó el pesado recipiente con el antebrazo, al estilo clásico. Lo mantuvo en alto con la pose de un levantador de pesos. Luego bebió un largo trago, bajó la damajuana, le puso el corcho y la colocó de nuevo bajo los sacos.

No lo necesito para nada, se dijo, y casi llegó a creérselo. Pero para ella será una satisfacción notarme el olor. Marion es una chica que necesita tener razón.

Estaba de pie en medio del cuarto de estar cuando ella bajó las escaleras. Tenía un cigarrillo en la boca. Parecía muy tranquila. Parecía incluso competente, pero los muebles del cuarto de estar no se mostraron de acuerdo con este diagnóstico. Se quedaron de pie, mirándose uno al otro, mientras Hank llenaba una pipa y la encendía.

—¿Has tomado un trago de la garrafa?—preguntó Marion con suavidad.

El asintió y encendió la pipa. Sus ojos volvieron a encontrarse en medio del espacio inmóvil. Marion se sentó despacio en el brazo de un banco de mimbre. El banco crujió un poco. Fuera de la casa se oyó una repentina algarabía de cantos de pájaros, y luego un chirrido indignado que debía ser Febo, dándose una vuelta matutina alrededor de los nidos.

—El coche está bien—dijo Hank—. ¿Quieres coger el de las diez y cinco?

—Diez y once—corrigió Marion—. Sí. Quiero coger ése. Sería tonto decir que lo siento. No lo siento. Cuanto más me aleje de aquí, mejor estaré. Cada milla será una bendición.

Hank la miró con los ojos en blanco.

—No quiero nada de esta porquería—dijo Marion, mirando los muebles anticuados y de segunda mano que a duras penas habían podido pagar—. No quiero nada de esta casa. Excepto mi ropa. Mi ropa y me largo.

Sus ojos se dirigieron a la mesa de trabajo del rincón, un enorme armatoste de madera con patas de dos por cuatro pulgadas y una arpillera clavada sobre las tablas sin curar que formaban el tablero. Miró la vieja Underwood, y los papeles sueltos, y los lápices, y la caja de color crema con letras rojas que contenía el resultado de los esfuerzos de Hank con su novela.

—Y sobre todo, no quiero eso—dijo Marion señalando la mesa—. Estás colgado de eso. Cuando termines el libro, puedes poner una foto de ese elegante ejemplar de Chippendale Neanderthal en la solapa, en lugar de tu foto. Porque para entonces no serás nada fotogénico, a menos que puedan fotografiar tu aliento. Si lo lograran, eso sí que tendría verdadera presencia —se pasó rápidamente la mano por la frente—. Otra vez vuelvo a hablar como un maldito escritor—murmuró, haciendo un gesto que podría haber indicado desesperación si no hubiera sido tan deliberado.

—Podría dejar de beber whisky —dijo Hank muy despacio, a través de una bocanada de humo.

Ella le miró con sonrisa tensa.

—¡Claro! ¿Y después, qué? No eres un hombre. Eres un ejemplar físicamente perfecto de eunuco alcohólico. Eres un zombie en plena forma. Eres un cadáver con la tensión arterial absolutamente normal.

—Deberías escribir eso —dijo Hank.

—No te preocupes, lo escribiré —ahora tenía la mirada dura y brillante. Ya no parecía quedar nada de azul en sus ojos—. Y por amor de Dios, no te preocupes por mí. Conseguiré trabajo. Publicidad, prensa, qué demonios, siempre encontraré un trabajo. Hasta puede que escriba esa obra que creí que podría escribir aquí, en estos hermosos bosques, en un entorno maravillosamente tranquilo, sin nada que te distraiga salvo el suave y constante gorgoteo de una botella de whisky.

—Es una mierda—dijo Hank.

Ella le miró con los ojos en llamas.

—¿El qué?

—El diálogo. Y además es demasiado largo —dijo Hank—. Y los actores ya no hablan al público. Hablan entre ellos.

—Te estoy hablando a ti—dijo Marion.

—En realidad, no —dijo Hank—. En realidad, no.

Ella se encogió de hombros. Hank no estaba muy seguro de que ella entendiera lo que le estaba diciendo, de que entendiera que le estaba diciendo indirectamente, como tantas otras veces, que las parrafadas literarias ya no sirven para el teatro. Al menos, para el teatro que se lleva a escena.

—Nadie podría escribir una obra aquí —dijo Marion—. Ni siquiera Eugene O'Neill. Ni siquiera Tennessee Williams. Ni siquiera Sardou. Nómbrame alguien capaz de escribir una obra aquí. El que sea. Dime el nombre y te demostraré que mientes.

Hank miró su reloj de pulsera.

—No te casaste conmigo para escribir una obra de teatro —dijo con suavidad—. Ni yo me casé contigo para escribir una novela. Y por entonces tú también empinabas el codo de lo lindo ¿recuerdas? Hubo una noche que perdiste el conocimiento y tuve que desnudarte y meterte en la cama.

—¿Tuviste que hacerlo?

—Está bien—dijo Hank—. Quise hacerlo.

—Entonces me parecías un buen camarada ¿no es cierto? —el recuerdo romántico, si es que se trataba de eso, no la había impresionado más de lo que una pisada impresiona al suelo—. Tenías ingenio, e imaginación, y una especie de alegría aventurera. Pero entonces no tenía que contemplarte sumiéndote en el estupor ni quedarme despierta toda la noche escuchándote roncar hasta tirar la casa —casi se quedó sin aliento en la voz—. Y lo peor de todo, o casi lo peor...

—Somos escritores, tenemos que calificarlo todo —murmuró Hank para su pipa.

—... es que ni siquiera estás irritable por las mañanas. No te despiertas con los ojos vidriosos y la cabeza como un tambor. Te limitas a sonreír y continúas la tarea donde la habías dejado, lo cual te identifica como el perfecto borracho perenne, nacido para los vapores del alcohol, que vive entre ellos como la salamandra vive en el fuego.

—Quizá deberías escribir tú la novela y yo la obra teatral —dijo Hank.

La voz de ella adquirió tonos de histeria.

—¿Sabes lo que les ocurre a los hombres como tú? Un buen día se caen en pedazos, como si les hubiera acertado un obús. Durante años y años no se advierte prácticamente ninguna señal de degeneración. Se emborrachan todas las noches y por la mañana empiezan otra vez a emborracharse. Se sienten de maravilla. No les afecta. Y de pronto llega ese día en el que ocurre de golpe todo lo que a una persona normal le va ocurriendo poco a poco, a lo largo de meses y años, en pasos razonables y plazos razonables. En un momento dado pareces un hombre saludable, y al minuto siguiente pareces un horror consumido que rezuma whisky. ¿Crees que voy a esperar hasta entonces?

El se encogió de hombros pero no respondió. Lo que ella le decía no parecía significar nada para él, como si no se lo hubieran dicho a él. Era como un rumor monótono en la oscuridad, al otro lado de los árboles, pronunciado por un desconocido invisible al que nunca llegaría a ver. Volvió a consultar el reloj de pulsera, mientras ella aplastaba su cigarrillo y se ponía en pie.

—Sacaré el coche —dijo Hank, saliendo de la habitación.

Ella ya había dicho su parlamento, que era lo principal. Se había quedado despierta toda la noche inventándolo, poniéndolo en palabras, ensayándolo y probándolo en silencio, y ahora ya lo había pronunciado y la escena había concluido. Le pareció que podría haber quedado un poco mejor si hubiera sido más corto, pero, qué demonios , no eran más que un par de escritores.
3

Le pegó otro viaje a la damajuana antes de sacar el Ford marcha atrás. Cuando lo llevó a la puerta de la casa, Marion se encontraba en una esquina del porche mirando por encima de los árboles. El sol daba en las laderas de las colinas y la niebla había desaparecido. Pero en aquellas alturas todavía hacía un poco de frío. Marion llevaba sobre sus oscuros cabellos un sombrerito que le sentaba mal, y sus labios aferraban un cigarrillo como unos alicates sujetando un tornillo. Hank entró en la casa sin dirigirle la palabra. En el piso de arriba estaban las dos maletas, el neceser, la sombrerera y el baulito verde con esquinas redondeadas de latón. Lo bajó todo y lo amontonó en la trasera del coche. Marion ya había ocupado el asiento.

Hank se sentó junto a ella, puso el motor en marcha y descendieron por el camino de grava hasta la sucia carretera que seguía las curvas del río durante seis millas para luego desviarse ladera abajo hasta el pueblecito por el que pasaba el ferrocarril. Marion miró con atención el río y dijo:

—Te gusta pelear con ese río, ¿verdad? ¿Es peligroso?

—No, si tienes el corazón en forma.

—¿Por qué no luchas por algo que valga la pena?

—Oh, Dios mío —dijo Hank.

Marion le miró un momento, y luego se quedó mirando hacia delante, a través del polvoriento parabrisas.

—En un año habré olvidado que existías —dijo—. Es un poco triste. Pero ¿cuánta vida pretenden chuparle a las mujeres los hombres como tú?

Se atragantó. Hank estiró el brazo y le palmeó el hombro.

—Tómatelo con calma dijo—. Algún día lo pondrás todo en un libro.

—Ni siquiera sé dónde ir —sollozó ella.

El volvió a palmearle el hombro y esta vez no dijo nada. Ninguno de los dos habló hasta que llegaron a la estación. Hank descargó el equipaje y lo colocó junto a las vías. Quiso facturar el baúl, pero Marion dijo que lo haría ella misma.

—Bueno, me sentaré en el coche hasta que te vayas —dijo Hank.

Le dio un apretón en el brazo y ella dio media vuelta y se alejó de él. Se quedó bastante tiempo sentado en el coche hasta que el tren llegó. Empezó a tener ganas de echar un trago. Pensó que Marion le miraría y, por lo menos, le diría adiós con la mano al subir al tren. Pero no lo hizo. No tenía que haber esperado. Podría haber vuelto a casa y cogido la garrafa hacía un buen rato. Era un gesto vacío, eso de esperar. Peor aún, ni siquiera tenía estilo. Contempló sin mover un músculo cómo el tren se perdía de vista. También aquello resultaba inútil y sin estilo.
4

Cuando regresó a la casa, el sol ya calentaba y la débil brisa que agitaba la hierba también era cálida. Los árboles susurraban, hablándole a él, diciéndole que era un hermoso día. Entró despacio en la casa y se quedó de pie, esperando que el silencio le abrumara. Pero la casa no parecía más vacía que antes. Una mosca zumbó y un pájaro hizo ruido en un árbol. Miró por la ventana para ver qué clase de pájaro era. Era escritor y tenía que enterarse, pero ni vio al pájaro ni le importó un pepino.

—Si al menos tuviera un perro —dijo en voz alta, aguardando a que resonara el lúgubre eco.

Se acercó a la maciza mesa de trabajo, destapó la caja y leyó la hoja de encima de su manuscrito, sin sacarlo de la caja.

—Pastiche —dijo en tono fúnebre—. Todo lo que escribo suena como algo desechado por un auténtico escritor.

Salió de la casa para meter de nuevo el coche en el garaje, por la única razón de que allí estaba la garrafa de whisky. Llevó la damajuana a la casa y la colocó sobre la mesa de trabajo. Buscó un vaso y lo puso junto a la garrafa. Luego se sentó y se quedó mirando la garrafa. Estaba a su disposición, y quizá por eso no le apetecía en aquel preciso instante. Se sentía vacío, pero no con la clase de vacío que la bebida puede llenar.

Ni siquiera estoy enamorado de ella, pensó. Ni ella de mí. No hay tragedia, ni verdadera pena, sólo un vacío plano. El vacío de un escritor al que no se le ocurre nada que escribir, y se trata de un vacío bien doloroso, pero por alguna razón no llega a ser como la tragedia. Jesús, somos la gente más inútil del mundo. Y debemos ser un buen montón, todos solitarios, todos vacíos todos pobres, todos afligidos por pequeñas y mezquinas preocupaciones sin dignidad. Todos esforzándose, como si estuvieran atrapados en arenas movedizas, por alcanzar un terreno firme donde apoyar los pies, y sabiendo en todo momento que no tiene la menor importancia que lo consigamos o no. Deberíamos celebrar un congreso en alguna parte, en un sitio como Aspen, Colorado, un sitio donde el aire sea claro, fresco y estimulante, y donde podamos lanzar nuestras desviadas inteligencias contra la dura mollera de los demás. Quizá así nos sentiríamos durante un rato como si de verdad tuviéramos talento. Todos los aspirantes a escritores del mundo, los chicos y chicas que poseen educación, voluntad, deseo, esperanza y nada más. Saben todo lo que hay que saber acerca de cómo se hace, pero son incapaces de hacerlo. Han estudiado a fondo e imitado a conciencia a todo aquél que alguna vez dio en el clavo.

Qué encantadora colección de nulidades formaríamos, pensó. Seríamos tan agudos como navajas de afeitar. Resonarían en el aire los chasquidos de nuestros sueños. La pena es que no duraría mucho. Pronto terminaría el congreso y tendríamos que regresar a nuestras casas a sentarnos frente a este maldito trasto metálico que escribe las palabras en el papel. Sí, a sentarnos aquí a esperar... como quien espera en la galería de los condenados a muerte

Levantó la damajuana y, olvidándose del vaso, bebió directamente con la técnica tradicional del levantapesos. Estaba caliente y agrio, pero esta vez no le sirvió de mucho. Siguió pensando en lo de ser un escritor sin talento. Al cabo de un buen rato, volvió a llevar la damajuana al garaje y la metió bajo el montón de sacos. Febo apareció por la esquina con un enorme saltamontes de aspecto asqueroso en la boca. Hacía un ruido muy desagradable. Hank se agachó, obligó al gato a abrir las mandíbulas y dejó libre al saltamontes, con una pata menos pero aún rebosante de espíritu viajero. Febo miró a Hank figiéndose hambriento. Así que Hank le dejó entrar en la cocina.

—Siéntate donde quieras —le dijo Hank al gato—. Estás en tu casa.

Le ofreció algo de comida, pero sabía que Febo no la querría, y así fue. De manera que se sentó ante la mesa de trabajo e introdujo un folio en la máquina de escribir. Al cabo de un rato, Febo se subió a la mesa junto a él y se puso a mirar por la ventana.

—Uno no debería trabajar el día en que su mujer le abandona, ¿no crees, Febo? Debería tomarse el día libre.

Febo bostezó. Hank le rascó la cabeza junto a la oreja y Febo ronroneó concienzudamente. Hank pasó los dedos por el lomo del gato, y Febo arqueó su cuerpo hacia la mano con una fuerza sorprendente.

—Eres un viejo gato hijoputa, ¿eh, Febo? Tendría que escribir algo sobre ti.

La tarde transcurrió con lentitud. Por fin fue cediendo paso al crepúsculo, y el vacío aún seguía allí. Febo ya había comido y se había echado a dormir en el banco de mimbre. Hank se sentó en el porche, contemplando a los insectos que bailaban en un tardío rayo de sol. Justo antes de que salieran los mosquitos oyó el coche que se acercaba. Hacía mucho ruido. Sonaba como el Chevvy del viejo Simpson. Luego lo vio a lo lejos, avanzando por la polvorienta carretera, y supo que era él. Se notaba por el parabrisas roto. Apenas se sorprendió cuando el coche se desvió por el sendero y rodeó torpemente los escalones. El viejo Simpson se quedó inmóvil, con sus nudosas manos sobre el volante y sus ojos acuosos mirando al frente. Sus mandíbulas se movieron para escupir. No dijo nada. Ni siquiera volvió la cabeza cuando Marion salió del Chevvy.

—Le he pagado al señor Simpson —dijo Marion.

Hank sacó el equipaje del coche sin que el viejo Simpson hiciera ademán de ayudarle. Cuando todo estuvo fuera, el viejo Simpson metió el embrague y se marchó, sin haber pronunciado una palabra ni haber mirado a ninguno de los dos.

—¿Por qué está molesto? —preguntó Hank.

—No es tá molesto . Simplemente, no le gustamos. Siento haber malgastado el dinero, Hank —tenía cara de derrotada—. Parece que no te sorprende que haya vuelto.

—No estaba seguro —meneó la cabeza en un gesto ambiguo.

Ella se echó a llorar estrepitosamente y Hank le pasó el brazo por los hombros.

—No se me ocurrió ningún maldito sitio donde ir —balbuceó ella—. Todo parecía tan absurdo —se arrancó el sombrero de la cabeza y se soltó el pelo—. Tan completa y absolutamente sin sentido. Ni puntos altos ni puntos bajos, sólo una terrible sensación de cosa rancia.

Hank asintió y la miró mientras ella se secaba los ojos y se esforzaba por dibujar una ligera y avergonzada sonrisa.

—Hemingway habría sabido dónde ir —dijo ella.

—Claro. Habría ido a Africa a cazar un león.

—O a Pamplona a cazar un toro.

—O a Venecia a tirar al blanco —dijo Hank, y los dos sonrieron.

Hank levantó las dos maletas y empezó a subir los escalones.

—¿Dónde está Febo? —preguntó ella desde abajo.

—En mi mesa de trabajo —respondió Hank—. Está escribiendo un cuento. Una cosa cortita... para pagar el alquiler.

Ella subió corriendo los escalones y le hizo apartar el brazo de la puerta. Hank dejó las maletas con un suspiro y se encaró con ella. Quería ser amable, pero sabía que nada de lo que habían dicho en el pasado o de lo que dijeran ahora o en el futuro significaba nada. No eran más que ecos.

—Hank —dijo ella, desesperada—, me siento fatal. ¿Qué va a ser de nosotros?

—No gran cosa —dijo Hank—. ¿Por qué habría de pasarnos nada? Aún podemos aguantar seis meses.

—No me refiero al dinero. Tu novela... mi obra teatral. ¿Qué va a pasar con ellas, Hank?

Sintió un vuelco en el estómago, porque conocía la respuesta, y Marion también la conocía, y no tenía ningún sentido fingir que se trataba de un problema sin resolver. El problema no consistía en lograr algo que sabes que no está a tu alcance, sino en dejar de comportarse como si lo tuvieras a la vuelta de la esquina, aguardando a que tú dieras con ello, oculto tras un matorral o bajo un montón de hojas secas, pero real y verdadero. No estaba allí y nunca lo estaría. ¿Por qué seguir aparentando que sí que estaba?

—Mi novela es una mierda —dijo muy tranquilo—. Y tu obra, lo mismo.

Ella le pegó en la cara con toda su fuerza y entró corriendo en la casa. Estuvo a punto de caerse al subir las escaleras. Dentro de un instante, si escuchaba con atención, la oiría llorar. No quería oírlo, así que bajó del porche, se dirigió al garaje y sacó la garrafa de debajo de los sacos. Bebió un buen trago, bajó con cuidado la garrafa, la tapó y la metió de nuevo bajo los sacos.

Cerró las puertas del garaje y puso en su sitio la clavija de madera. Estaba anocheciendo, y los huecos entre los árboles se veían negros y profundos.

—Ojalá tuviera un perro —le dijo a la noche—. ¿Por qué sigo deseándolo? Supongo que necesito alguien que me admire.

Una vez en la casa, escuchó pero no pudo oír ningún llanto. Subió hasta la mitad de las escaleras y vio la luz encendida, lo cual indicaba que ella se encontraba bien. Cuando se quedó parado en el umbral de la habitación, ella estaba sacando las cosas del neceser. Mientras lo hacía, silbaba muy bajito entre dientes.

—Ya te has tomado un trago ¿no? —dijo ella sin levantar la mirada.

—Sólo uno. Era un brindis. En homenaje a un Corazón Destrozado.

Ella se enderezó bruscamente y le miró con fijeza por entre los cabellos despeinados.

—Qué agradable —dijo con frialdad— ¿Tu corazón o el mío?

—Ninguno de los dos —dijo Hank—. Es sólo un título que se me ocurrió.

—¿Un título para qué? ¿Para un cuento?

—Para la novela que no voy a escribir —dijo Hank.

—Estás borracho —dijo Marion.

—No he comido nada.

—Lamento haberte abofeteado, Hank.

—No tiene importancia —dijo Hank—. Lo habría hecho yo mismo si se me hubiera ocurrido
Dio media vuelta y empezó a bajar las escaleras, caminando con delicadeza, paso a paso, sin tocar la barandilla; luego cruzó el vestíbulo y salió por la puerta, dejando que la rejilla se cerrara con suavidad, bajó los escalones uno a uno, con cuidado y con decisión, y luego dio la vuelta a la esquina de la casa, pisando firmemente la grava, en su interminable y predestinado viaje de regreso a la garrafa escondida bajo el montón de sacos.

28 abr 2011

APUNTES DEL VIAJE A MEDIO ORIENTE

Bueno, hermano, así al toque nomás, te mando algunas impresiones de mi viaje por Siria, Jordania, Palestina/Israel, Grecia, y Turquía. Como sabes, éramos un grupo de cuatro escritores —dos novelistas, dos poetas— viajando como embajadores culturales, y presentando nuestras obras en varias universidades de la region, incluyendo Aleppo, Damasco, Amman, Ramallah, y Estanbul (donde estoy hasta el momento). En cada ciudad nos reunimos con escritores locales, periodistas, editores, etc., y todos nos trataron con mucho cariño a pesar de los problemas políticos que la mayoría tiene con el gobierno estadounidense. El tramo de Aleppo a Jerusalén lo hicimos por tierra, y la belleza de la región no deja de impresionar. Fue un viaje demasiado corto, y estas notas son impresiones, y no conclusiones. En fin, basta de preámbulos. Algunos apuntes:


1.- Más me conmueve rezar en una mezquita que en una iglesa. Será porque no entiendo el árabe y, como tampoco entiendo a Dios ni mi relación con él, siento que el estar sentando entre una multitud, sordo y mudo, es la forma más honesta de rendirle tributo.

2.- En la universidad de Damasco, leímos en un auditorio lleno de alumnos y, luego, conversamos cuatro horas sobre la guerra en Iraq. Una experiencia inolvidable: la emoción que predominaba, obviamente, era el miedo de que el cáos que se ve cada día en Bagdad se vaya a extender a Siria. Hay un millón de refugiados Iraquíes en Siria, y cada día llegan más.

3.- Yugoslavia bajo Tito = Iraq bajo Saddam = Siria bajo Assad.

4.- En la ciudad vieja de Damasco, conocí a un kurdo llamado Kevon. Lo primero que me dijo cuando lo pregunté de dónde venía fue: De Iraq. Nunca vayas a Iraq. Luego sonrió, y me dijo que no, que no era para tanto, que en realidad todo en Kurdistán andaba muy bien, sin problemas. Estábamos sentados en el patio de La Gran Mesquita, una plaza de marmól que relucía bajo el sol, llena de niños que jugaban, gritaban y cantaban felices. ¿Qué haces en Siria?, le pregunté. He venido a registrar a mi familia en la lista de refugiados de la ONU. Sorprendido ante su respuesta le pregunté: ¿Pero si todo va bien en Kurdistán, o no me acabas de decir eso? Claro, dijo Kevon, ahora, pero en dos años, ¿quien sabe? Si Kevon se reigstra ahora, en mayo del 2007, le darán una cita para el próximo año, quizá en febrero, si tiene suerte. Kevon tiene mi edad, treinta años, y dos hijos. Y no piensa esperar hasta que la violencia llegue al norte de Iraq para recién pensar en como salvar a su familia.

5.- Esa noche estuve tan enfermo que casi me desmayo delante del Ministro de Educación de Siria.

6.- Claro, una cosa es leer las noticias sobre la pared que Israel está construyendo para defenderse de los Palestinos, pero es otra cosa verla: se extiende a lo largo de las colinas secas a la salida de Jerusalén como una cicatríz. Los Palestinos viven encerrados en unos ghettos, y sólo pueden entrar o salir con el permiso de los soldados Israelitas. El viaje por carretera de Jerusalén a Ramallah antes demoraba cinco o diez minutos. Ahora puede demorar dos horas, o seis si los soldados están de mal humor. En Ramallah, los alumnos nos contaron todo lo que hacían para llegar a clase a tiempo, una dedicación a sus estudios que no se ve en los EEUU, por ejemplo. Y, nunca me olvidaré de una Palestina de apenas veinte años, de una maduréz increíble, que me dijo que lo que más pena le daba eran los soldados Israelitas. Tienen miedo, me dijo, y por eso nos tratan mal, y aprenden a odiarnos, sin conocernos.

7.- Jugué fútbol en Jerusalén. Estaba caminando y vi el partido, una pichanga de nivel bastante aceptable, y salté la reja para ver de cerca como armaban el ataque. Me senté al lado de la cancha, y después de un rato se acercaron dos árabes. ¿Eres judío?, me preguntaron. No, les dije, y les enseñé la cadenita de plata con la figura de San Martín de Porres que tengo desde hace diez años. ¿Quieres jugar? Sí. ¿De dónde eres? De Perú, les dije, pero no habían escuchado de nuestro país. Cerca de Brasil, expliqué, y ahí sí, todos querían jalarme para su equipo.

8.- En Nazaret conocí a un cineasta Palestino llamado Annan, un joven serio que nos miraba desconfiado, sin sonreír, mientras cada uno de los gringos leía sus textos. Hubo una conversación muy amena entre todos, menos Annan, quien se negó a participar. Finalmente se animó, y explicó que no había pensado venir porque sospechaba que eramos demasiado convecionales en nuestras ideas sobre el arte. Me atacó directamente porque, en un momento de la conversación, yo había aludido al cine, la narrativa y la poesía como si todo producto artístico de Palestina tuviera una base política. No, dijo Annan, no es así. Yo soy un narrador abstracto. Estoy escribiendo una obra de teatro de un hombre que vive en las entrañas de un gusano. Es una comedia. Si ustedes quieren hablar de política, me voy. Si quieren hablar de arte, me quedo. Y vaya tenía razón. Es natural: un artista quiere hablar del arte. Debe hacerlo. Entonces, le pregunté: ¿Qué piensas de Beckett?

10.- Los conflictos internos de Turquía se parecen de algún modo a los del Perú, y tienen como tema de fondo una pregunta muy compleja que ninguna sociedad a podido resolver: En esencia, ¿qué significa ser moderno? El dilema en su versión turca: ¿puedes ser Musulmán y acceder a la tecnologia, estudiar en la universidad, hacer politica sin que el estado o la cultura secular predominante te obligue a negar tu identidad? La versión peruana: remplaza la palabra “Musulmán”, con “indígena”.

11.- Caminar solo por las calles de una ciudad extraña, sin hablar el idioma local es una de las sensaciones más agradables que existe. Es la libertad total".

27 abr 2011

Los Narradores





Quién sabe de dónde vienen las historias. De joven uno piensa que inventarlas, construir tramas brillantes, encontrar una forma original de contar, es un talento específico y más bien secreto que posee muy poca gente, los escritores, los maestros. Uno quiere ser literario sin interrupción, sublime sin interrupción, como el dandi de Baudelaire, y se enamora de libros que tratan de escritores y de escritores que ejercen de manera incesante como tales, que van vestidos de escritores y hablan como escritores con otros escritores y son tan literarios que los críticos literarios los adoran, sabiendo que pisan un terreno seguro, el de la literatura evidente, la literatura literariamente enroscada alrededor de sí misma. Uno hace o se propone hacer diagramas de argumentos; uno lee las conversaciones de Truffaut con Hitchcock y las cartas de Flaubert y a poco que se descuide se convence desoladamente de que le falta originalidad o imaginación, o de que la literatura les sucede a otros y sucede en otra parte, en los lugares distinguidos y lejanos en los que las cosas ocurren de verdad, donde los escritores se juntan para discutir y beber hasta las tantas de la madrugada como si vivieran en el París de la Generación Perdida, donde los escritores viven esas experiencias que son propias de escritores y que sirven de material para los libros.
Yo recuerdo el complejo que tenía la primera vez que fui a Madrid a una reunión de escritores. De escritores de verdad, no los que compartían conmigo la visibilidad vehemente pero limitada por los confines de nuestra provincia. Ahora ha hecho veinticinco años. Yo había publicado mi primera novela solo un par de meses atrás y había descubierto que aparecer más bien por lotería en el catálogo de una editorial importante no lo libraba a uno de la quejumbrosa condición de invisible, o de una visibilidad sumamente limitada, que consistía sobre todo en ir a la sección de libros de Galerías Preciados -hablo de otra época- y buscar con aprensión el nombre de uno y el título de su novela en aquellas estanterías inundadas de novedades rutilantes: novedades además que tenían la ventaja de no estar tituladas en latín, de no llevar un guardia civil con tricornio y a caballo en la portada, de no ir firmadas con el nombre y los apellidos por completo vulgares de un desconocido.
Después de un rato de apuro encontraba el libro; a continuación el alivio de encontrarlo quedaba malogrado por la sospecha de que si estaba allí era porque no lo había comprado nadie. Pero de cualquier manera lo más desconcertante era que no parecía haber conexión entre aquel libro que ocupaba un lugar modesto pero indudable en el espacio y mi propia persona, a pesar de la foto deplorable que venía en la solapa. La novela estaba en aquella librería y sin duda, con ubicuidad asombrosa, en muchas más librerías de otras ciudades, pero aun así no me parecía que hubiera alguna conexión entre ella y yo. Las novelas las escribían los escritores. Los escritores aparecían retratados en los suplementos literarios de Madrid y de Barcelona, y se les notaba en las fotos que eran escritores: en el escorzo, en la manera en que miraban a la cámara, en las cosas que decían en las entrevistas. Cuando los vi de cerca en el hotel Wellington de Madrid, juntos, bebiendo copas en el bar, hablando de cosas de escritores, me sentí más ajeno que nunca a aquel gremio prestigioso. Los escritores jóvenes no llevaban bigote de funcionario municipal por oposición y no tenían hijos pequeños. Eran los años ochenta, y había que ser de verdad un pringado para trabajar de funcionario en un ayuntamiento de provincias y ser padre de familia. Me desmoralizó mucho escucharle decir a uno de los más renombrados que él vivía en un hotel.
¡Vivir en un hotel! Eso sí que era ser literario. Escribir novelas en una habitación de hotel, como un maldito de la novela negra americana, beber bourbon, andar por los bares hasta las tantas de la madrugada, caer bajo el hechizo de mujeres fatales. Vivir solo, desde luego. Solo como un lobo solitario. Apurar la noche, acostarse con la primera luz del día, levantarse a las doce. Nada de fichar a las ocho o de recoger a un niño llorón de la guardería. Trasnochar para escribir o para emborracharse o para escribir emborrachándose, no porque el niño tiene cuarenta de fiebre y hay que darle un Apiretal.
Lo que me atraía entonces del talento narrativo era que me parecía muy singular, exclusivo, reservado a unas pocas personas, los escritores. Ahora lo que me intriga, lo que me gusta de mi oficio, es la convicción de que casi todo el mundo está dotado para dedicarse a él, o por lo menos de que mucha gente que no escribirá nunca un libro o no llegará a publicarlo posee la capacidad de contar historias, o, para decirlo con más intensidad citando a Antonio Machado, el don preclaro de evocar los sueños. Las grandes narraciones no son una destilación rara y exquisita de unas pocas mentes especiales: andan por ahí tan libremente como el polen en primavera, como los vilanos o las obleas de los olmos o los huevos innumerables de los peces o de las ranas. En un libro extraordinario sobre el trabajo de escribir, On Writing, Stephen King dice dos cosas que me intrigaron mucho la primera vez que las leí, hace solo unos meses: que grandes cantidades de personas están dotadas para contar buenas historias; y que la razón de una gran parte de la mala escritura es el miedo.
Para ser pintor o para ser músico hace falta un entrenamiento concienzudo de muchos años. Para escribir, para contar, las dotes necesarias las posee en su plenitud cualquier niño antes de ir a la escuela: el dominio sofisticado del idioma, el instinto de dar forma narrativa a la experiencia. Cualquier persona que cuenta con claridad y coraje su propia vida está relatando una imperiosa novela. No hay vida que no merezca ser contada, que no sea singular y al mismo tiempo inteligible y común. Abro el periódico hace unos días y encuentro la siguiente historia: en China, durante un viaje en tren, una mujer se encuentra sentada frente a una familia feliz; un padre, una madre, los dos atractivos y jóvenes, bien vestidos, educados; una hija de tres o cuatro años. La mujer observa a esos desconocidos que las horas de viaje acaban envolviendo en una familiaridad afectuosa. Al llegar a su destino se despide de ellos: baja del tren y camina por una gran ciudad. Al final de la tarde ha de tomar un tren para continuar su viaje. Vuelve a la plaza de la estación cuando ya se están encendiendo las luces y le llama la atención una niña que está sola en un banco. Pronto habrá caído la noche y no parece que nadie vaya a recogerla. Y entonces la mujer comprende: ese padre, esa madre, han abandonado a su hija, porque quieren engendrar un varón y en China está prohibido tener más de un hijo. Lo que está sucediendo, lo que merece ser contado, lo que se ha contado tantas veces desde hace milenios, es el cuento de los niños abandonados por sus padres en mitad del bosque.

26 abr 2011

LOS RAROS


También los raros. Los "raros", como los nombró Darío, o "excéntricos", como son ahora conocidos, aparecen en la literatura como una planta resplandeciente en las tierras baldías o un discurso provocador, disparatado y rebosante de alegría en medio de una cena desabrida y una conversación desganada. Los libros de los "raros" son imprescindibles, gracias a ellos, a su valentía de acometer retos difíciles que los escritores normales nunca se atreverían. Son los pocos autores que hacen de la escritura una celebración.

Sus colegas, los más ceñudos, los más virulentos, los que conciben que el mayor prestigio de una obra se mide por las tantas medallas que los poderosos hayan puesto en sus pechos, jamás podrán verlos con buenos ojos. Es más, los detestan. Cuando en alguna ocasión oyen o leen un elogio sobre ellos se descomponen, utilizan un lenguaje cuartelario, injurioso y procaz que no se concilia con su ordinaria dignidad. Los ademanes, gestos y sonrisas con que por lo general administran cuando se mueven en sus salones se transforman en muecas monstruosas. Al grado que algunos hayan sido transportados a un hospital, o a una clínica psiquiátrica, y aun allí, atados en un lecho, con voz sofocada, se las componen para informarle al doctor o a las enfermeras de que aquellos que pasan por escritores y a quienes califican de excéntricos eran sólo unos seres chapuceros, simuladores y embusteros, hasta que, agotados, hacen una tregua procurada por unas pastillas de varios colores o una inyección intravenosa, y al despertar del sedante, con voz baja, fatigada, mortecina, continúan su diatriba, justificando que su cólera no la dirigía tanto a esos mamarrachos petulantes y farsantes, que no son nada, como a los editores que publicaban esa escoria, o a los críticos de los suplementos y revistas culturales que los rodeaban de una publicidad nefasta y, sobre todo, a los lectores que se dejaban manipular por los anteriores como meras marionetas.

El tiempo, como siempre, se encarga de ordenarlo todo. Seguramente debe de haber existido excéntricos que creyeran ser escritores geniales cuando sólo fueron pobres grafómanos sin cultura, imaginación, intuición lingüística, o simplemente mentecatos y hasta dementes. No pasarían a la historia, y nadie los reivindicaría. En cambio los sobrevivientes se convertían en clásicos, sin enemigos, se transformaban en personas respetables. Pero los que están vivos y comienzan a ser conocidos chocarán con un pelotón de fiscales e inquisidores.

Yo adoro a los excéntricos. Los he detectado desde la adolescencia y desde entonces son mis compañeros. Hay algunas literaturas en donde abundan: la inglesa, la irlandesa, la rusa, la polaca, también la hispanoamericana. En sus novelas todos los protagonistas son excéntricos como lo son sus autores. Laurence Sterne, William Beckford, Jonathan Swift, Nicolai Gogol, Tomasso Landolfi, Carlo Emilio Gadda, Witold Gombrowicz, Bruno Schulz, Stanislaw Witkiewicz, Franz Kafka, Ronald Firbank, Samuel Beckett, Ramón del Valle-Inclán, Virgilio Piñera, Thomas Bernhard, Augusto Monterroso, Flann OņBrien, Raymond Roussel, Marcel Schwob, Mario Bellatin, César Aira, Enrique Vila-Matas son excéntricos ejemplares, como todos y cada uno de los personajes que habitan sus libros, y por ende las historias son diferentes de las de los demás. Hay autores que sin ser del todo "raros" enriquecieron su obra por la participación de un abundante elenco de personajes excéntricos: bufonescos o trágicos, demoníacos o angelicales, geniales o imbéciles, al fin y al cabo casi siempre todos "inocentes".

Los "raros" y familias anexas terminan por liberarse de las inconveniencias del entorno. La vulgaridad, la torpeza, los caprichos de la moda, las exigencias del Poder y las masas no los tocan, o al menos no demasiado y de cualquier manera no les importa. La visión del mundo es diferente a la de todos; la parodia es por lo general su forma de escritura. La especie no se caracteriza sólo por actitudes de negación, sino que sus miembros han desarrollado cualidades notables, conocen amplísimas zonas del saber y las organizan de manera extremadamente original. Hay un abismo entre el escritor excéntrico y el vanguardista. Existe una diferencia notable entre la obra de Tristan Tzara, Filippo Marinetti y André Breton y los relatos de Gogol, Bruno Schulz y César Aira, por ejemplo. Las primeras tres son de vanguardia, las segundas corresponden a una literatura muy novedosa en su tiempo por su rareza. El vanguardista forma grupo, lucha por desbancar del canon a los escritores que le precedieron por considerar que sus procedimientos literarios y el manejo del lenguaje son ya obsoletos, y que su obra, la de ellos, dadaístas, futuristas, expresionistas, surrealistas, es la única y verdaderamente válida. Consideran que el paso adelante ha iluminado la escritura de su idioma, o aun fuera de las fronteras, depurando al canon de los autores que ellos desdeñan. Racionalizan, discrepan, crean teorías, firman manifiestos, emprenden combates con la literatura del pasado y también con la contemporánea que no se acerque a la suya. Por lo general eso no les sucede a los excéntricos. Ellos no se proponen programas ni estrategias, y en cambio son reacios a formar grupúsculos. Están dispersos en el universo casi siempre sin siquiera conocerse. Es de nuevo un grupo sin grupo. Escriben de la única manera que les exige su instinto. El canon no les estorba ni tratan de transformarlo. Su mundo es único, y de ahí que la forma y el tema sean diferentes. Las vanguardias tienden a ser ásperas, severas, moralistas; pueden proclamar el desorden, pero al mismo tiempo convierten ese desorden en algo programático. Les encantan los juicios; son fiscales; expulsar de cuando en cuando a un miembro es considerado como un triunfo. Excluyen el placer. Al combatir contra el pasado o a un presente que repelen su escritura se carga de pésimos humores. En cambio, la escritura de un excéntrico casi siempre está bendecida por el humor, aunque sea negro.

Algunos de los raros han conocido en vida fama, gloria, homenajes, premios, todas las variantes del prestigio, al final de sus vidas; otros no conocieron nada de eso, pero aun después de morir han dejado una pequeña grey disuelta en el mundo, que le seguirá siendo fiel y que tal vez sea feliz de saberse tan pocos para reverenciar a aquella deidad casi desconocida. En fin, un escritor excéntrico es capaz de marcarle la vida de varias maneras a los lectores para quienes, casi sin darse cuenta, definitivamente escribía.



25 abr 2011

Así escribo




Atenta al orden de las letras
Sólo quien ha sufrido la vergüenza pública de no saber juntar las letras para formar palabras con significado, o de no poder descodificar las letras de una palabra para expresar su significante, sabe lo que es el milagro de la lectura y la escritura. Inhábil disléxica como fui y disléxica adiestrada como soy, he vivido ambos procesos, el de la lectura y el de la escritura, como quien cruza por un puente colgante, sin ver el precipicio, para alcanzar la otra orilla: con pánico e inseguridad. Por eso, escribir para mí es una desafiante manualidad que hay que ejecutar con pulcritud (tengo una letra pequeña, clara y bien hechecita), despacio, regresando a cada momento los ojos a lo escrito con anterioridad para confirmar que todo “esté” bien o para corregir alguna jugarreta del fantasma que me acosa, si acaso la descubro porque puede ser que no me dé cuenta que está allí. Escribo como cuando bordaba despacio y con esmero para que las puntadas quedaran parejitas y la combinación de colores fuera, a mi entender, delicada. También es una tarea que debo realizar con arreglo, con concierto como cuando se pone un ramo de rosas en un jarrón y se acomodan para que queden bonitas: “Esta la muevo para allá, aquella irá mejor aquí”. Ése es el momento más apasionante de la escritura: la que surge cuando uno corrige o escoge las palabras precisas: un sustantivo, un adjetivo, un verbo; cuando uno va ordenando, tomando decisiones, quitando, tachando.

He contado que aprendí a leer en primero de secundaria, pero nunca he confesado que cuando tuve que ayudar a mis hijas con sus tareas entendí la diferencia entre una “b” y una “v” o una “c” y una “s”. Me aprendí entonces de memoria —como las lecciones de la primaria, con la ayuda de mi hermano Héctor— las reglas. Ocupada como siempre he estado en tratar de dominar a mi cerebro para que no cambie las letras de lugar, como por ejemplo decirle que “l” y “e”, en ese orden, no se lee “el”, u ordenarle que escriba “es” y no “se”, nunca pude fijarme en otros detalles, como si “canción” se escribía con ese o con ce.

Para mis maestras de primaria era yo un pedazo de alcornoque, una cabeza dura, una dura de mollera, una necia: “¡No inventes!, lee lo que dice allí”. Ante el mal trato, me evadía, inventaba mundos en los que yo era igual al resto de mis compañeras. ¿Por qué no, si era mejor que la mayoría en los deportes? Una salvaje jugando quemados, una maliciosa para volibol porque metía la pelotas con una fuerza inusitada en los huequitos, una correlona llena de medallas: las únicas que tuve.

Soñaba viendo hacia el jardín del colegio, de rocas y margaritas, hasta que en primero de secundaria la señorita Soriano, azorada, me preguntó cómo había ido pasando de año. “Yo te voy a enseñar a leer”, terminó, y luego premió mis esfuerzos incluyéndome en la obra de teatro junto con mis compañeras más destacadas: Soledad Loaeza, Alejandra Lajous, Bertha Cea, Ángeles Yáñez... Y cuando la Seño me dijo: “No te detengas por la ortografía porque tienes, a cambio, algo que no se aprende: talento”, corrí feliz a mi casa a preguntar qué era eso y para qué servía. Y mi madre, conmovida, me dijo que quería decir que era tan empeñosa que un día iba a jugar con las palabras. Cuando le di mi primer libro, La mañana debe seguir gris, lloró, no por la muerte del protagonista, por mi pena, sino porque de algún modo había logrado vencer “mi problema”. La palabra dislexia entró tarde al diccionario.

Y eso he tratado de hacer a partir de entonces, dominar las palabras para decir, para contar historias, para comunicar estados de ánimo, situaciones, para construir personajes, describir paisajes, transmitir sentimientos... pero para hacerlo necesito escribir en soledad, atenta a mi trabajo, al orden en las letras, a la construcción de las oraciones, a lo que quiero comunicar. Nunca lo he hecho en una oficina: no podría concentrarme en vencer a ese duende que se sienta a mi lado y laza las letras, las jala, las mueve de lugar. Tengo que luchar, librarme de su poder, rechazar su influencia, abrir bien los ojos, regresarme a leer una y otra vez lo escrito, corregir, corregir. En esa lucha, la computadora es mi aliada porque subraya mis debilidades.

Escribo de madrugada y los fines de semana en mi estudio, con la única compañía que acaricio, la Mora, mi perra pastor, y el único sonido que tolero y acojo con alegría, el canto de los canarios que viene del patio a recordarme que mientras le doy la batalla a la escritura, la vida espera que termine mi tarea para regalarme sus experiencias.

20 abr 2011

Consejos sobre el arte de escribir






Según el título de un célebre manual de entrenamiento de perros, no hay perros malos, pero cuéntaselo al padre de un niño agredido por un pit bull o un rottweiler y seguro que te parte la cara. En el mismo sentido, y aunque tenga unas ganas infinitas de dar ánimos a cualquier persona que intente escribir en serio por primera vez, mentiría si dijera que no hay escritores malos. Lo siento, pero hay un montón. Algunos pertenecen a la plantilla del periódico local; son los que hacen las críticas de las obras de teatro en salas pequeñas, o los que pontifican sobre los equipos regionales. Otros se han comprado una casa en el Caribe con su pluma, dejando un reguero de adverbios palpitantes, personajes de cartón y viles construcciones en voz pasiva. Otros, en fin, se desgañitan en lecturas poéticas a micrófono abierto, con jersey de cuello alto y pantalones arrugaos de corte militar. Son los que sueltan ripios sobre “mis indignados pechos de lesbiana”, o “la calle torcida donde grité el nombre de mi madre”.
Los escritores se ordenan siguiendo la misma pirámide que se parecía en todas las áreas del talento y la creatividad humanos. Los malos están en la base. Encima hay otro grupo, ligeramente más reducido pero abundante y acogedor: son los escritores aceptables, que también pueden estar en la plantilla del periódico local, en las estanterías de la librería del pueblo o en las lecturas poéticas a micrófono abierto. Es gente que ha llegado a entender que una cosa que esté indignada una lesbiana y otra que sus pechos sean eso, pechos.
El tercer nivel es mucho más pequeño. Se trata de los escritores buenos de verdad. Encima (de ellos, de casi todos nosotros) están los Shakespeare, Faulkner, Yeats, Shaw y Eudora Welty: genios, accidentes divinos, personajes con un don que no podemos entender, y ya no digamos alcanzar. ¡Caray, si la mayoría de los genios no se entienden ni a sí mismos, y muchos viven fatal, porque se han dado cuenta de que en el fondo sólo son fenómenos de circo con suerte, la versión intelectual de las modelos que, sin comerlo ni beberlo ellas, nacen con los pómulos bien puestos y los pechos ajustados al canon de una época determinada!
Abordo el corazón de este libro con dos tesis sencillas. La primera es que escribir bien consiste en entender los fundamentos (vocabulario, gramática, elementos del estilo) y llenar la bandeja de herramientas con los instrumentos adecuados. La segunda es que, si bien es imposible convertir a un mal escritor en escritor decente, es igual de imposible convertir a un buen escritor en fenómeno, trabajando duro, poniendo empeño y recibiendo la ayuda oportuna sí es posible convertir a un escritor aceptable, pero nada más, en buen escritor.
Dudo que existan muchos críticos o profesores de escritura que compartan la segunda idea. Suelen ser profesionales de ideario político liberal, pero que en su campo son auténticos huesos. Una persona puede estar dispuesta a salir a la calle en protesta contra la exclusión de los afro americanos o los indios norteamericanos (ya imagino la opinión del señor Strunk sobre estos términos, políticamente correctos pero desmañados) de algún club, y luego decir a sus alumnos que el talento de escritor es fijo e inmutable. Los del montón, en el montón se quedan. Aunque un escritor se gane el aprecio de uno dos críticos, siempre llevará el estigma de su reputación anterior, igual que una mujer casada y respetable pero con un hijo tenido en la adolescencia. Es tan sencillo como que hay gente que no olvida, y que la crítica literaria, en gran medida, sólo sirve para reforzar un sistema de castas igual de antiguo que el esnobismo intelectual que lo ha alimentado. Hoy en día, Raymond Chandler está reconocido como figura importante de la literatura norteamericana del siglo XX, uno de los primeros en describir la alienación de la vida urbana en las décadas de la última posguerra, pero sigue habiendo una larga nómina de críticos que rechazarían de plano el veredicto. “!Es un escritor barato!”, exclaman indignados. “!Un escritor barato con pretensiones! ¡Lo peor que hay! ¡De los que se creen que pueden confundirse con nosotros!”
Los críticos que intentan superar esta arteriosclerosis intelectual sólo lo consiguen a medias. Puede que sus colegas acepten a Chandler entre los grandes, pero seguro que lo sientan al final de la mesa. Y nunca faltan cuchicheos: “Claro, es que viene de las novelas de quiosco... ¿A que tiene buenos modales? Para ser de esa gente... ¿Sabes que en los años treinta publicó en Black Mask? ¡Qué vergüenza!”
Hasta Charles Dickens, el Shakespeare de la novela, ha pagado su afición a los argumentos sensacionalistas, su desatada fecundidad (si no hacía novelas hacía niños con su esposa) y, cómo no, su éxito perenne entre el gallinero lector, de su época y la nuestra, con la agresión constante de la crítica. Los críticos y especialistas siempre han recelado del éxito popular. Son, en muchos casos, recelos justificados, y en otros simples excusas para no pensar. La pereza intelectual llega a sus mayores cotas entre los más cultos. Por poco que puedan, levantan los remos y e dejan ir a la deriva.
En conclusión, que estoy seguro de que algunas voces me acusarán de fomentar una filosofía descerebrada y feliz, defender (ya que estamos) mi reputación no precisamente inmaculada, y animar a gente que “no es de los nuestros” a que pidan el ingreso en el club. Creo que sobreviviré. Pero antes de seguir, pido permiso para repetir mi premisa básica: al que es mal escritor no puede ayudarle nadie a ser bueno, ni siquiera aceptable. El buen escritor que quiera ser un genio... Da igual, dejémoslo.
Si quieres ser escritor, lo primero es hacer dos cosas: leer mucho y escribir mucho. No conozco ninguna manera de saltárselas. No he visto ningún atajo.
Yo soy lector lento, pero con una media anual de setenta u ochenta libros, casi todos de narrativa. No leo para estudiar el oficio, sino por gusto. Cada noche me aposento en el sillón azul con un libro en las manos. Tampoco leo narrativa para estudiar el arte de la narrativa, sino porque me gustan las historias. Existe, sin embargo, un proceso de aprendizaje.
Cada libro que se elige tiene una o varias cosas de enseñar, y a menudo los libros malos contienen más lecciones que los buenos.
Cuando iba a octavo encontré una novela de bolsillo de Murray Leinster, un escritor de ciencia ficción barata cuya producción se concentra en los años cuarenta y cincuenta, la época en que revistas como Amazing Stories pagaban un centavo por palabra. Yo ya había leído otros libros de Leinster, bastantes para saber que la calidad de su prosa era irregular. La novela a que me refiero, que era una historia de minería en el cinturón de asteroides, figuraba entre sus obras menos conseguidas. No, eso es ser demasiado generoso; la verdad es que era malísima, con personajes superficiales y un argumento descabellado. Lo peor (o lo que me pareció peor en esa época) era que Leinster se había enamorado de la palabra “brioso”. Los personajes veían acercarse a los asteroides metalíferos con “briosas sonrisas”, y se sentaban a cenar “con brío” a bordo de su nave minera. Hacia el final del libro, el protagonista se fundía con la heroína (rubia y tetada) en un “brioso abrazo”. Fue para mí el equivalente literario de la vacuna de la viruela: desde entonces, que yo sepa nunca he usado la palabra brioso en ninguna novela o cuento. Ni lo haré, Dios mediante.
Mineros de asteroides (no se llamaba así, pero era un título parecido) fue un libro importante en mi vida de lector. La mayoría de la gente se acuerda de cuándo perdió la virginidad, y la mayoría de los escritores se acuerdan del primer libro cuya lectura se acabaron pensando: yo esto podría superarlo. ¡Coño, si ya lo he superado! ¿Hay algo que dé más ánimos a un aprendiz de escritor que darse cuenta de que lo que escribe, se mire como se mire, es superior a lo que han escrito otros cobrando?
Leyendo prosa mala es como se aprende de manera más clara a evitar ciertas cosas. Una novela como Mineros de asteroides (o El valle de las muñecas, Flores en el ático y Los puentes de Madison, por dar algunos ejemplos) equivale a un semestre en una buena academia de escritura, incluidas las conferencias de los invitados estrella.
Por otro lado, la buena literatura, enseña al aprendiz cuestiones de estilo, agilidad narrativa, estructura argumental, elaboración de personajes verosímiles y sinceridad creativa. Quizá una novela como Las uvas de la ira provoque desesperación y celos en el escritor novel (“No podría escribir tan bien ni viviendo mil años”), pero son emociones que también pueden servir de acicate, empujando al escritor a esforzarse más y ponerse metas más altas. La capacidad arrebatadora de un buen argumento combinado con una prosa de calidad es una sensación que forma parte de la formación imprescindible de todos los escritores. Nadie puede aspirar a seducir a otra persona con la fuerza de la escritura hasta no haberlo experimentado personalmente.
Vaya, que leemos para conocer de primera mano lo mediocre y lo infumable. Es una experiencia que nos ayuda a reconocer ambas cosas en cuanto se insinúan en nuestro propio trabajo, y a esquivarlas. También leemos para medirnos con los buenos escritores y los genios, y saber hasta dónde se puede llega. Y para experimentar estilos diferentes.
Quizá te encuentres con que adoptas el estilo que más admiras. No tiene nada de malo. De niño, cuando leía a Ray Bradbury, escribía como él: todo era verde y maravilloso, todo visto por una lente manchada por el aceite de la nostalgia. Cuando leía a James M.Cain me salía todo escueto, entrecortado y duro. Cuando leía a Lovecraft, mi prosa se volvía voluptuosa y bizantina. Algunos relatos de mi adolescencia mezclaban los tres estilos en una especie de estofado bastante cómico. La mezcla de estilos es un escalón necesario en el desarrollo de uno propio, pero no se produce en el vacío. Hay que leer de todo, y al mismo tiempo depurar (y redefinir) constantemente lo que se escribe. Me parece increíble que haya gente que lea poquísimo (o, en algunos casos, nada), pero escriba y pretenda gustar a los demás. Sin embargo, sé que es cierto. Si tuviera un centavo por cada persona que me ha dicho que quiere ser escritor pero que “no tiene tiempo de leer”, podría pagarme la comida en un restaurante bueno. ¿Me dejas que te sea franco? Si no tienes tiempo de leer es que tampoco tienes tiempo (ni herramientas) para escribir. Así de sencillo.
Leer es el centro creativo de un escritor. Y has de hacerlo porque te divierte. Si no te diviertes no sirve de nada. Vale más dedicarse a otra cosa donde puedan ser mayores las reservas de talento, y más elevado el cociente de diversión.
Cuando descubres que estás dotado para algo, lo haces (sea lo que sea) hasta sangrarte los dedos o tener los ojos a punto de caerse de las órbitas. No hace falta que te escuche nadie (o te lea, o te mire), porque siempre te juegas el too por el todo; porque tú, creador, te sientes feliz. Quizá hasta en éxtasis. La regla se aplica a todo: leer y a escribir, tocar un instrumento, jugar a béisbol... Lo que sea. El programa agotador de lectura y escritura por el que abogo (de cuatro a seis horas diarias toda la semana) sólo lo parecerá si son actividades que ni te gustan ni responden a ningún talento tuyo. De hecho, puede que ya estés siguiendo uno parecido. Si no es así, y te parece que necesitas permiso de alguien para leer y escribir cuando te apetezca, considéralo dado en adelante por un servidor. 

19 abr 2011

Prefacio [a is 5]


Suponiendo que mi técnica es complicada u original o ambas,la editorial me ha solicitado amablemente que escriba una introducción para este libro.
Por lo menos mi teoría de la técnica,si es que tengo una,está muy lejos de ser original;tampoco es complicada.    La puedo expresar en trece palabras,al citar La Pregunta Eterna y Respuesta Inmortal del Burlesco,es decir:«¿Golpearía a una mujer con un niño? –No,la golpearía con un ladrillo».     Como el comediante burlesco,estoy anormalmente apegado a esa precisión que genera movimiento.
Si un poeta es alguien,es alguien a quien las cosas ya hechas le importan muy poco :alguien obsesionado con Hacer.     Como toda obsesión,la obsesión con Hacer tiene desventajas;por ejempolo,mi único interés en hacer dinero sería el hacerlo. Afortunadamente,a pesar de esto,preferiría hacer cualquier otra cosa,incluyendo locomotoras y rosas.     Es con las rosas y las locomotoras(sin mencionar los acróbatas la Primavera la electricidad Coney Island el 4 de julio los ojos de los piojos y Cataratas del Niágara)que mis «poemas» compiten.
También compiten contra ellos mismos,con elefantes,y con El Greco.
Una preocupación forzosa con El Verbo le da al poeta una ventaja invaluable:mientras los nohacedores tienen que contentarse con el hecho innegable de que dos y dos son cuatro,él se regocija en una verdad irresistible (que se puede encontrar,en revelador disfraz,en la portadilla de este volumen).

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