18 abr 2011

Afortunada (no es bolero)




He sido afortunada. Ser mujer nunca ha jugado en mi contra. Tampoco al revés. Aunque ya plantearme que he sido afortunada es una consideración peculiar. Ningún varón (qué palabra más cursi) comenzaría de esa manera, al menos que su condición gay lo hubiera marginado. Primera hija de padres liberales, que no se querían casar por la iglesia, que no se asustaban con las relaciones premaritales (qué anticuado suena esto), que habían dicho “cuando cumplas 18 años puedes hacer lo que quieras”, crecí sin conciencia de que ser mujer me podría impedir alguna decisión. La escuela laica y mixta contribuyó a ese mirarme como individuo sin cortapisas que pusieran obstáculos a mi libertad. Recuerdo que cuando conocí a unos parientes políticos huastecos en un viaje a Tamazunchale tuve un primer atisbo de esta “fortuna” de la que hablo. A la vera del río, entre naranjales y cervezas, las esposas de los primos no usaban bikini porque sus maridos no las dejaban. Por primera vez entró a mis oídos de veintitantos años la noción de que había una autoridad masculina que daba permiso. Aquello se extendió al no me deja trabajar que empecé a notar por otros lados, no salgo a cenar sin él, no puedo viajar sola. Un mundo de impedimentos para otras me devolvió la realidad de una mitad del mundo que no había visto de cerca.

Fue en un taller de narrativa en San Luis Potosí (curiosamente el estado con más violencia intrafamiliar, asunto que se reflejaba en los escritos, como en Puebla aparecían monjas y curas) que una mujer volvió a subrayar esa vida de permisos que muchas habitan: había dejado de leer porque a su marido le molestaba la lamparita de noche en la recámara.

No podía concebir estos destinos sumisos, “a la vera de”, cuando yo desde los 12 años había conseguido poner alas a mis deseos: una familia de Oregon, con cuya hija yo me carteaba desde hacía un año (los encuentros en internet serían su equivalente actual), me invitaba a pasar las vacaciones con ellos. Mis padres con todo y su espíritu liberal, primero fueron sensatos y dijeron que no podía ir, que no tenían idea de quién era esa familia. Les dije que tenían idea de quién era yo, y acabé yendo. Sigo agradeciendo que se jugaran el riesgo de aquella oportunidad que la vida me daba de mirar otras experiencias, otras vidas, de mirarme a mí finalmente. No usaron nunca como pero aquello de “si fueras hombre”.

Quizás el único estorbo en casa y muy menor fue que cuando niñas mi hermana y yo queríamos ya vestirnos de adolescentes pero mamá (ahora sé que nos protegía de la cursilería y el mal gusto) no nos dejaba usar zapatos sin trabita y con punta ni llevar esas bolsas de charol que hacían juego. Por otro lado, cuando yo estaba en la universidad mamá se quejaba de mi arreglo (¿desarreglo?) en tenis y playera, jugando basquetbol todo el tiempo, cuando ella esperaba un comportamiento “más femenino”. ¿Acaso no he sido afortunada si ésa fue mi única crisis de feminidad?

Viniendo de ese panorama donde la vida se decide por voluntad y no desde la condición de género, he tenido parejas que así lo piensan, comparten y acompañan. Que no dicen, como en otros ámbitos, ¿cómo escribiste esto?, ¿cuánta palabra descarnada?, ¿y el sexo, y la violencia?, que no se ven amenazados por lo que escribo.
Paradójicamente, la escritura me ha revelado las nociones de hombre y mujer de quienes pensaría desprejuiciados: cuando gané el Premio Gilberto Owen por un libro de cuentos que firmé con el seudónimo J.J. Flash (rollingstonero como los cuentos) los organizadores me dijeron que pensaban que el autor de carne y hueso era un hombre. Con 
Café cortado me han dicho que escribí como un hombre.

Yo me quedo perpleja. ¿Quién soy cuando escribo? ¿Y qué significa escribir como un hombre? ¿El lenguaje y la mirada son distintos? Considero la república de las letras un territorio laico y mixto como el mundo en que he pasado mi vida, aunque sé que la crítica se ocupa menos de nosotras, y que a veces los círculos intelectuales funcionan como fiestas de pueblo donde ellos se reúnen en un lado a beber cerveza y ellas a chismear con Coca-Cola en otro rincón.

También es cierto que algunos —escritores incluidos— no leen a mujeres porque piensan que sólo escribimos de cotidianeidades y denuncia por la opresión histórica. No escribo desde el resentimiento, porque no viví así. Soy privilegiada por ser una voz que se trasviste en el juego de la ficción para mirar como miran otros, mis personajes, desde su condición y posibilidades. Y me interesan ellos y ellas porque me interesa la fragilidad, ésa que impide que una mujer no pida permiso y que él dicte cómo debe comportarse ella para no sentirse amenazado.

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