25 abr 2011

Así escribo




Atenta al orden de las letras
Sólo quien ha sufrido la vergüenza pública de no saber juntar las letras para formar palabras con significado, o de no poder descodificar las letras de una palabra para expresar su significante, sabe lo que es el milagro de la lectura y la escritura. Inhábil disléxica como fui y disléxica adiestrada como soy, he vivido ambos procesos, el de la lectura y el de la escritura, como quien cruza por un puente colgante, sin ver el precipicio, para alcanzar la otra orilla: con pánico e inseguridad. Por eso, escribir para mí es una desafiante manualidad que hay que ejecutar con pulcritud (tengo una letra pequeña, clara y bien hechecita), despacio, regresando a cada momento los ojos a lo escrito con anterioridad para confirmar que todo “esté” bien o para corregir alguna jugarreta del fantasma que me acosa, si acaso la descubro porque puede ser que no me dé cuenta que está allí. Escribo como cuando bordaba despacio y con esmero para que las puntadas quedaran parejitas y la combinación de colores fuera, a mi entender, delicada. También es una tarea que debo realizar con arreglo, con concierto como cuando se pone un ramo de rosas en un jarrón y se acomodan para que queden bonitas: “Esta la muevo para allá, aquella irá mejor aquí”. Ése es el momento más apasionante de la escritura: la que surge cuando uno corrige o escoge las palabras precisas: un sustantivo, un adjetivo, un verbo; cuando uno va ordenando, tomando decisiones, quitando, tachando.

He contado que aprendí a leer en primero de secundaria, pero nunca he confesado que cuando tuve que ayudar a mis hijas con sus tareas entendí la diferencia entre una “b” y una “v” o una “c” y una “s”. Me aprendí entonces de memoria —como las lecciones de la primaria, con la ayuda de mi hermano Héctor— las reglas. Ocupada como siempre he estado en tratar de dominar a mi cerebro para que no cambie las letras de lugar, como por ejemplo decirle que “l” y “e”, en ese orden, no se lee “el”, u ordenarle que escriba “es” y no “se”, nunca pude fijarme en otros detalles, como si “canción” se escribía con ese o con ce.

Para mis maestras de primaria era yo un pedazo de alcornoque, una cabeza dura, una dura de mollera, una necia: “¡No inventes!, lee lo que dice allí”. Ante el mal trato, me evadía, inventaba mundos en los que yo era igual al resto de mis compañeras. ¿Por qué no, si era mejor que la mayoría en los deportes? Una salvaje jugando quemados, una maliciosa para volibol porque metía la pelotas con una fuerza inusitada en los huequitos, una correlona llena de medallas: las únicas que tuve.

Soñaba viendo hacia el jardín del colegio, de rocas y margaritas, hasta que en primero de secundaria la señorita Soriano, azorada, me preguntó cómo había ido pasando de año. “Yo te voy a enseñar a leer”, terminó, y luego premió mis esfuerzos incluyéndome en la obra de teatro junto con mis compañeras más destacadas: Soledad Loaeza, Alejandra Lajous, Bertha Cea, Ángeles Yáñez... Y cuando la Seño me dijo: “No te detengas por la ortografía porque tienes, a cambio, algo que no se aprende: talento”, corrí feliz a mi casa a preguntar qué era eso y para qué servía. Y mi madre, conmovida, me dijo que quería decir que era tan empeñosa que un día iba a jugar con las palabras. Cuando le di mi primer libro, La mañana debe seguir gris, lloró, no por la muerte del protagonista, por mi pena, sino porque de algún modo había logrado vencer “mi problema”. La palabra dislexia entró tarde al diccionario.

Y eso he tratado de hacer a partir de entonces, dominar las palabras para decir, para contar historias, para comunicar estados de ánimo, situaciones, para construir personajes, describir paisajes, transmitir sentimientos... pero para hacerlo necesito escribir en soledad, atenta a mi trabajo, al orden en las letras, a la construcción de las oraciones, a lo que quiero comunicar. Nunca lo he hecho en una oficina: no podría concentrarme en vencer a ese duende que se sienta a mi lado y laza las letras, las jala, las mueve de lugar. Tengo que luchar, librarme de su poder, rechazar su influencia, abrir bien los ojos, regresarme a leer una y otra vez lo escrito, corregir, corregir. En esa lucha, la computadora es mi aliada porque subraya mis debilidades.

Escribo de madrugada y los fines de semana en mi estudio, con la única compañía que acaricio, la Mora, mi perra pastor, y el único sonido que tolero y acojo con alegría, el canto de los canarios que viene del patio a recordarme que mientras le doy la batalla a la escritura, la vida espera que termine mi tarea para regalarme sus experiencias.

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