24 feb 2014

En estado de escritura



Decir cómo escribo es remontarme a tiempos lejanos de mi vida: a los años de mi niñez. Y hubo dos asuntos, entonces, que me fueron relevantes. El primero, sin duda alguna, fue la fascinación por escuchar, leer, pero también por ponerme a imaginar, contar, escribir historias. Sentir cómo se ampliaba el mundo y cómo podía fragmentarse éste creando muchos otros; era algo similar a lo que sucedía con el mercurio de un termómetro que se quebrara y que el dedo, al intentar tomarlo, lo iba orillando a más y más divisiones. Al escribir, yo caía en una excitación interior muy grande: se podía ser todos los personajes que surgieran de la imaginación y que correrían todas la aventuras que esa misma imaginación fuera capaz de pergeñar.

El otro asunto es el de las palabras. Desde aquella época yo encontraba placer en irlas acomodando en la oración, en el párrafo, en la página. De alguna manera, podría compararlo hoy al método del revelado de las fotografías previo a la era digital. El surgimiento mágico, al fondo de la tina, de las sombras, los contornos, los contrastes de luz en el papel. Algo así era la emoción de ir armando con palabras las imágenes de la historia. Y, luego, fijar la mirada y ver surgir la figura o, al menos, algún fragmento.
A la fecha nada de eso ha variado, como por fuerza variaron el vocabulario, la sintaxis, los temas. Pero tanto el amor por la palabra, como la posterior búsqueda flaubertiana de la mejor posible, así como la revisión del sitio adecuado para depositarla en la frase se acrecentaron a lo largo de este oficio ya añejo en mí. Ha transcurrido una vida larga desde que escribí un pequeño relato acerca de un caballo en mi cuaderno escolar. Mi letra era fea (ahora es horrenda e ilegible), pero ese texto fue la primera ventana por la que me asomé a la escritura.
El hecho de escribir conduce por el camino de una comprensión mayor del mundo y del individuo. Es inevitable. Aquí quizá sería bueno buscar el apoyo del conocimiento científico. El asunto es que al colocarse uno en estado de escritura, algo fantástico sucede en los misteriosos procesos de la mente. Llegan, de pronto, otro registro de palabras, otra manera para construir las oraciones, otro ritmo. Y ello abre vías nuevas que intentan responder las incógnitas de siempre. Cae la luz que es capaz de iluminar algunas facetas, aunque, claro, no se despejarán nunca todas las sombras. Esta actividad perenne ofrece solución engañosa a ciertos enigmas, al tiempo que genera otros a los que la pluma (las teclas) busca dar alcance. Así, en la conciencia se teje un tapiz de palabras que harían veces de hilos para crear figuras, las figuras de esas historias que se traman, de esos versos que se bordan, de esas reflexiones que se tejen.
Escribir es una manera de ponerme en la vida, es mucho más que estar frente al teclado o cuaderno. Es sentarme a pensar, garabatear, corregir, borrar, empezar de nuevo bajo el movimiento afiebrado de los dedos. Es como dejarse bañar por los rayos del alba o recibir una suave llovizna de primavera que alerta la piel y potencia la capacidad de percepción.

Pero con frecuencia me eluden las ideas, las manos se paralizan y no encuentro más que vacío. Yo no tengo la fortaleza para permanecer durante horas sentada frente a la mesa de trabajo a la espera de que algo caiga en mis redes. No, no la tengo y entonces me vivo en una sensación de orfandad lejos de aquel acto tan intenso que es para mí escribir. Creo que asomarse a cualquier actividad creativa lleva a un estado de ánimo exaltado que alienta no sólo el ejercicio de los sentidos sino que agudiza esos otros sentidos interiores acaso mucho más finos. El acto de la escritura (si se da) me es muy deleitoso; pero cuando no puedo encontrar la entrada, caigo en el desasosiego. Inevitablemente me desplazo en una especie de sonambulismo, en un hurgar inmisericorde. Voy tras la huella de esa situación inefable que me elude. 
Otro hábito, igual de antiguo y paralelo a la escritura, es caminar. Caminar a un determinado ritmo, temprano en la mañana o al atardecer, cuando la luz se desparrama por el cielo y se prende de las nubes u obsequia, en algunos raros momentos, la transparencia del aire. La sincronía entre el desplazarse de los pasos y el vagabundear del pensamiento entrelaza a ambos. Y, de pronto, acaso resplandezcan regiones internas que se prodigan hasta generar, en ocasiones, una epifanía despejando, intensa aunque momentáneamente, la cabeza, como si posible fuera llegar hasta las honduras del espíritu que después buscaría derramarse en la blanca superficie del papel o la pantalla.

16 feb 2014

Cerca de las fuentes


NO siempre nos resulta fácil comprender cómo la obra de tal o cual creador, que nosotros estimamos tanto, no goza de la consideración de otros, distraídos con obras y autores sin el menor interés. Se diría que el desdén y menosprecio con que tratan a esa obra y ese autor estimables nos alcanzaran también a nosotros, y eso nos melancoliza y desconcierta, y a veces nos punge en lo más íntimo. Por eso, olvidándonos por un momento de que el desdén con el desdén se paga, exigimos impacientes que se les reconozca…ya. Acaso albergamos la secreta esperanza de que al reconocer a ese autor, se nos reconocerá también la fe que pusimos en él, y la lealtad de permanecer a su lado cuando todos le daban la espalda. Cobrárnoslo, como se cobra una participación de lotería. No sé. Creo que al imaginar que ese autor y esa obra serán distinguidos en público como excelentes por tales instancias “superiores”, unimos el cuento de Cenicienta y el del patito feo. Nos alegra, claro, imaginar el día en que todos, al fin, vean a nuestro querido autor convertido en cisne majestuoso y a esa obra en una verdadera princesa, pero también saber que recordaremos con un secreto y dulce placer los años gristes en que fuimos nosotros mismos, con ese autor y con su obra, el patito feo, la cenicienta. Pero nos olvidamos de algo importante. Gracias a la penumbra en que se hallan ciertas obras y ciertos autores podemos disfrutarlos a nuestro sabor, y entenderlos sin interferencias y ruidos indeseados y espúreos, y cierto que no trataremos por ello de prolongar la oscuridad en la que viven, para no compartirlos con nadie por un prurito elitista, pero tampoco dejaremos de ocuparnos de tales obras y tales autores para ocuparnos de aquellos que los incomprenden. Todo llegará en su momento, como los ríos caudalosos. Y mientras, disfrutemos de aguas tan puras, cerca de sus fuentes.

10 feb 2014

Hecho y potencia


No hace mucho, el agente literario de un conocido negoció un acuerdo económico por el libro de un escritor de ficción comercial bastante exitoso. El libro en cuestión no ha sido escrito aún. En lo absoluto. Ni una página. Apuntalado apenas en la reputación del autor y en la experiencia del agente, el futuro libro se vendió por la gratificante suma de un millón de dólares. La semana siguiente, el mismo agente vendió el mismo libro inexistente por la misma cifra para una película.
Poco después me vi a la mesa durante una cena junto al sujeto que había comprado los derechos para el cine del libro en cuestión. Le sonreí educadamente. Él me devolvió la sonrisa. Mencioné el tema.
―Entiendo ―dije― que ha comprado El Próximo Libro de un Autor Comercial de Ficción Muy Exitoso por un millón de dólares.
―Sí ―dijo él―. ¿Por qué no escribe usted una película para nosotros?
Le expliqué que mi calendario no podía acomodarse, por los momentos, a semejante tarea, puesto que estaba hasta las orejas de exceso de sueño, rumores infundados y amistades superficiales. Permanecimos callados por un instante. Comimos. Bebimos. Se me ocurrió una idea.
―Así que acaba de comprar El Próximo Libro Aún No Escrito de un Autor de Ficción Comercial Muy Exitoso por un millón de dólares, ¿no?
Su respuesta fue afirmativa.
―Bueno ―proseguí―. Le diré qué. Mi próximo libro tampoco se ha escrito aún. Y mi libro aún no escrito es exactamente el mismo que el libro aún no escrito de Un Autor de Ficción Comercial Muy Exitoso. Sé que tengo un agente literario y que no debo discutir sobre negocios, pero deseo venderle mi libro aún no escrito justamente al mismo precio que pagó por el libro aún no escrito de Un Autor de Ficción Comercial Muy Exitoso.
Mi compañero de mesa rechazó cortésmente mi oferta y luego me ofreció, por mi libro aún no escrito, una suma de seis cifras.
―Llame a mi agente ―respondí y me volví hacia mi derecha.
La mañana siguiente me despertó una llamada telefónica de mi agente, informándome que acababa de recibir y rechazar una oferta por una suma de seis cifras para los derechos cinematográficos de mi libro todavía no escrito.
―Creo que podemos obtener más ―dijo ella―. Te llamaré más tarde.
Reflexioné al respecto y le devolví la llamada.
―Mira ―le dije―, el año pasado gané cuatrocientos dólares por las cosas que escribí. Este año me han ofrecido dos sumas de seis cifras por las cosas que no he escrito. Obviamente, me he movido en este negocio en la dirección equivocada. Resulta que no escribir no solo es divertido, sino que también parece enormemente lucrativo. Llama al tipo de la película y dile que tengo algunos libros todavía no escritos, quizás unos veinte.
Encendí otro cigarrillo, tosí fuertemente y acepté la realidad.
―Bueno, al menos diez. Haremos nuestro agosto.
Conversamos un poco más y colgué de mala gana, consciente de cuán importante era hablar por teléfono para mi nueva carrera lucrativa de no escribir. No obstante, tomé la delantera y me complace informar que, por haberme aplicado cuidadosamente e imponer del todo mi voluntad, pasé el día entero sin escribir una sola palabra.
Esa noche asistí a la exposición de un conocido artista. Pregunté por los precios de los cuadros atractivamente exhibidos, si acaso deje notar una leve sorpresa y pasé el resto de la velada llena de una incómoda codicia.
Al día siguiente, apenas desperté, llamé a mi agente y le anuncié que quería diversificarme, volverme más visual. No escribir estaba bien para hacer un poco de capital, pero el verdadero dinero estaba, según me parecía, en no pintar. Ya no iba a permitirme seguir confinada a una sola forma. En adelante trabajaría en dos medios.
Pasé los siguientes días en la feliz contemplación de mi inminente riqueza. Aunque era cierto que no había cheques a la vista, yo no había nacido ayer y sabía que esas cosas toman tiempo. Inspirada por mi descubrimiento, empecé a mirar las cosas bajo una luz totalmente nueva. Cierta semana, mientras manejaba hacia el interior, pensé de golpe que, entre las cosas que cultivaba, no estaba la tierra.
Lo primero que hice el lunes por la mañana fue llamar a mi agente.
―Escucha ―le dije―, sé que esto se sale un poco de tu competencia, pero te agradecería mucho que contactaras al Departamento de Agricultura y les notificaras que en este momento no estoy, ni he estado antes, cultivando trigo. Sé que mi apartamento no tiene muchos acres, pero veamos qué podemos conseguir. Y mientras te ocupas de eso, ¿por qué no lo intentas con el Departamento de Bienestar? Tampoco tengo trabajo. Eso debe valer unos cuantos dólares.
Ella dijo que vería qué podía hacer y colgó, dejando que me las arreglara por mi cuenta.
No pinté (muy fácil). No cultivé trigo (una papaya). Permanecí desempleada (ni hablar). Y en cuanto a no escribir, bueno, cuando se trata de no escribir, soy tremenda, un artículo genuino, una profesional inveterada. Excepto –debo admitirlo– cuando se trata de un plazo. Un plazo está fuera de mis manos. Hay que considerar a otros, hay obligaciones que cumplir. En el caso de un plazo, flaqueo casi invariablemente y, como pueden ver, esta vez no fue la excepción. Esta pieza tenía plazo. Lo cumplí. Pero como los más observadores notarán, ejercí una pizca de limitación. Esta pieza es demasiado corta, cortísima. Perdónenme, pero necesitaba el dinero. Si van a hacer algo, háganlo a medias. Negocios son negocios.

5 feb 2014

La narración chillona


¿Qué postura es más digna de sospecha: la de quien se hace fama de sufrir por narrar o la de quien se ahorra los lloriqueos?
Es preciso sufrir para escribir? La pregunta brota de cuando en cuando, con esa ingenuidad que guarda la esperanza una vez que se torna expectativa. Antes que de la duda verdadera, nace de un morbo antiguo y pertinaz que da por hecho una respuesta positiva —similar a esos casos en los que el juez inquiere al criminal si acaso se arrepiente de lo que hizo— de manera que si uno responde otra cosa que un sí evidente y rotundo, tendrá que hacer malabares verbales para justificarse y persuadir a su interlocutor de que no es un farsante ni un advenedizo.
Siempre hay un tiempo para hacerse cliente de aquel cliché romántico del creador atormentado que levanta su obra sobre las ruinas mismas de su sino. Siempre, también, abunda el público para esa función. A la gente de pronto le entretiene creer que toda gran creación se deriva de la autodestrucción; sobran quienes encuentran sospechosa la salud mental en quien tendría que joderse la existencia para hacer verosímil su vocación. Llega el día, no obstante, en que ya no es posible representarse como autor maldito sin echar mano de ciertas dotes histriónicas.
No sé si sea preciso sufrir o haber sufrido para poder contar el curso de una historia. En todo caso es claro que la buena escritura abomina de pompa y gravedad. Nada tan engorroso y aburrido como aguantar el plomo de quien se asume víctima de la existencia y ya sólo por eso reclama el reflector de nuestra devoción. Hay una suerte de irritante rectitud en el show del perpetuo sufridor, parecería que leemos sus historias nada más que por compromiso moral. Es decir, por estricta obligación. Nada muy diferente a esas parejas que permanecen juntas en nombre de un principio, una promesa antigua o unos cuantos preceptos en teoría valiosos. Pues la dicha oficial no es menos farisea que el descontento protocolario: en uno y otro caso, quien se hace con la pose sabe que no se puede salir del papel. Ha firmado contrato con el qué dirán, es rehén permanente de los ojos ajenos.
El vicio más nocivo de quien escribe historias consiste en pretenderse más importante que sus personajes y competir con ellos en vistosidad. Mal empieza, transcurre o termina la novela si nos es dado ver al autor o avizorar su pura mano negra: señas a todas luces inequívocas no sólo de que todo es un engaño, sino que encima es un pésimo engaño, pues el perpetrador no se ocupa siquiera de borrar sus huellotas de la escena. Pero claro, se trata de un espíritu atormentado, condición que de acuerdo a sus dolientes no permite la artificialidad y está orgullosa de su transparencia. De ahí que existan libros cuyos méritos tienen que ver no tanto con su mérito, como con las penurias de quien los escribió. Para ciertos lectores, por ejemplo, existe un atractivo irresistible en recorrer las líneas de un suicida.
El sufrimiento, dicen, es opcional. Los fracasos, en cambio, son indispensables. No es posible escribir una línea tantito interesante si no se ha fracasado cientos, miles de veces. Cierto es que fracasar sistemáticamente implica un cierto sufrimiento periódico, pero hay que ser fanático del melodrama para pensar que dentro del sufrimiento no existe una semilla de alegría capaz de suprimirlo y suplantarlo. No escribe uno a pesar de las dificultades que el oficio plantea de por sí, sino precisamente en busca de ellas. Se trata de meterse en camisa de once varas, y eso también explica que el victimismo sea la afección infantil de la escritura.
Mentiría como un pordiosero mañoso si dijera que espero a la desdicha para sentarme a contar una historia. Al contrario, se trata de espantarla. Cierto es que a media pena sabe uno que más tarde o más temprano se atreverá a rascar en esa herida para volver con unos buenos párrafos, pero encuentro de menos sospechoso el acto de exhibir en lo alto a la desgracia, igual que una bandera o un ideario. Nada raro será que el desdichado falle en su autopromoción y termine culpando a esa misma desgracia de la suerte infeliz que le persigue.
No sólo la escritura hace sufrir a quien la cultiva. El amor, por ejemplo, pega más fuerte y en zonas más blandas a quien osa caer en su sortilegio. Y ya se sabe cómo y cuánto maltratan los amores al victimista, sin que por ello pueda pavonearse de ganar experiencia en el asunto. Se escribe, como se ama, con el destino entero por apuesta. No hay sitio para quejas ni capitulaciones. No hay vuelta atrás, ni madre que te envuelva si todo sale mal. No hay más que ese vibrante romance con la vida: pobre del infeliz que se siente a llorar.

4 feb 2014

Escribo en el olvido

Escribo en el olvido
en cada fuego de la noche
cada rostro de ti.
Hay una piedra entonces
donde te acuesto mía,
ninguno la conoce,
he fundado pueblos en tu dulzura,
he sufrido esas cosas,
eres fuera de mí,
me perteneces extranjera.

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