26 feb 2010

Retrato de autor

Hernán Lara Zavala me preguntó una vez, en un tono más bien humorístico: "¿Has sido fiel alguna vez en tu vida?" Yo le contesté: "Sólo a la literatura". Él se rió porque mi respuesta correspondía al tono de su pregunta. Por eso creo que lo más indicado ahora es tratar de narrar algunos aspectos de lo que, supongo, se puede llamar una vida dedicada a la literatura. Ética y estéticamente, la literatura debe abrir el campo de la experiencia, y por eso su ámbito obligado es el de la transgresión de lo que la sociedad establecida impone como normas de conducta.
Este es un conocimiento adquirido a lo largo de mucho tiempo y, sin embargo, desde un cierto momento lo practiqué intuitivamente. Yo he sido un lector tan fanático que puede decirse que soy un vicioso de los libros, y desde los 18 años aspiraba en secreto a ser escritor, sin decidirme a escribir nada en serio hasta que me denunciaron algunos acontecimientos públicos. Este también es un gran respeto por el don, sin explicación racional, que implica el hecho de tener que estar en disposición de oír las voces de la inspiración. El primero en decirme "Tú vas a ser escritor" fue Manolo Navarrete, nada menos que en París, a orillas del Sena. Eso fue en 1953, durante un viaje a Europa que hicimos juntos él, mi primo Miguel Barbachano y yo, deteniéndonos en Nueva York, donde, aparte del deslumbramiento que nos produjo la ciudad, vi por primera vez en el Museo de Arte Moderno y en el Metropolitano los cuadros que hasta entonces sólo conocía por reproducciones, antes de embarcarnos en el Ille-de-France. Ahora ya nadie viaja en barco, sino en avión, y el Ille-de-France fue hundido para filmar la tragedia del Titanic. Signo del tipo de progreso que odio. El progreso es bienvenido, por ejemplo, cuando se descubren cosas contra la enfermedad y así se sirve a la vida; es un progreso negativo cuando, por ejemplo, se construyen armamentos para la destrucción o cuando se sirve a la industria cinematográfica. Cuando hicimos ese viaje a Europa, Manolo, Miguel y yo nos separamos en Barcelona, donde me fui a vivir a casa de una tía. La vida con ella y mis primos me encantó. Después emprendí un recorrido por España, empezando por Palma de Mallorca, sintiéndome solo a veces, pero siempre mal acompañado por muchos libros y una pequeña libreta de apuntes color café. Ahí di libre cauce a mis impulsos literarios sin pensar en enseñárselos nunca a nadie.
Mi vocación se hizo pública en 1956 cuando con un seudónimo, como lo exigía, gané el Premio Ciudad de México con una obra de teatro: El canto de los grillos. Mis amigos estaban encantados. Mi padre me hizo una fiesta en la que todos nos emborrachamos. El premio me lo dio el presidente Adolfo Ruiz Cortines, reunido con su gabinete en la Ciudadela. Y con el dinero tuve que casarme con la que hasta entonces era mi novia. Mi siguiente obra, La feria distante, al ser puesta en escena gracias a la generosa recomendación de Emilio Carballido, fue un fracaso total. El canto de los grillos estaba dedicada a Salvador Novo en su publicación, y él la dirigió inaugurando con esto el Teatro Orientación, mismo nombre que el del teatro de la generación de Contemporáneos. El estreno, con discursos de Novo y Celestino Gorostiza, director del INBA, fue un éxito. Pero la asistencia del público después fue escasa y la obra cerró muy pronto. Dos fracasos merecidos: ahora considero que las obras eran malas. Desde que escribí La feria distante, mi padre me mantuvo. Él era español y yo recorrí España, porque me fascinó, hasta que me detuve en su pueblo natal, Vegadeo, un pueblo precioso, con las casas con tejas negras, situado entre dos ríos y la última ría.
Durante los años siguientes pensé mucho en mis problemas literarios. Supe entonces que, en literatura, yo quería hacer cuentos y novelas más que teatro. Era amigo de Jaime García Terrés, director y de hecho creador del departamento de Difusión Cultural en la Universidad. También de Juan Martín, jefe de redacción de la Revista de la Universidad y encargado de formarla con Carlos Valdés como ayudante. Juan Martín formaba la revista en la calle de Bolivia, donde estaba la Imprenta Universitaria. Lo acompañé a formarla desde entonces. Luego, cuando él renunció, Jaime me nombró a mí jefe de redacción. El Departamento de Publicaciones se trasladó a un edificio aparte, en la Ciudad Universitaria. Difusión Cultural contó con más espacio y ahí estuvo también el Departamento de Prensa, dirigido por Rosario Castellanos. Simultáneamente, la imprenta se cambió al edificio ocupado por Publicaciones. Debo agregar que las imprentas en aquella época eran preciosas, con linotipos cuyo aspecto era impresionante, con cajistas que terminaban de darle forma a los libros o revistas manualmente. Empecé a ganarme la vida, una vida bastante limitada en el aspecto económico. Me casé por segunda vez: con Mercedes de Oteyza.
Con la ayuda de Jaime, la Fundación Rockefeller me dio una beca para estar en Nueva York cuando mi hija Mercedes había nacido. Durante los primeros meses, mi hija se quedó en México para evitarle el frío y mientras encontrábamos un departamento en Manhattan donde aceptaran niños. Finalmente ocupamos uno en la Calle 94, a unos pasos de Central Park. Fue una época decisiva. El teatro, por el que me habían dado la beca para observarlo, nunca me interesó, pero escribí Doce y una trece, mi penúltima obra dramática, que contradecía al teatro comercial. En cambio, me aceptaron como observador en el Actor's Studio, donde escuché las palabras pretenciosas de Lee Strasberg, y las confesiones sobre sus vidas de múltiples actores para explicar cuál había sido el motivo de elegir las escenas para representar, pues se creía en el método Stanislavsky de la memoria de las emociones. Esos chismes de los actores eran muy divertidos para mí, aunque ellos los tomaban en serio.
Pero lo en verdad importante era el hecho de estar en Nueva York y gozar de la ciudad y sus múltiples atractivos. Íbamos mucho al Museo Guggenheim, al Metropolitano y al de Arte Moderno; íbamos a Central Park y al Village, donde en uno de los pequeños teatros que estaban ahí vimos la Ópera de los tres centavos de Bertolt Brecht con música de Kurt Weill. Luego la Rockefeller nos dio el dinero para ir a Europa y un pase de ferrocarril en primera. Muchas veces los vigilantes no creían que pudiésemos viajar en primera, debido al aspecto zarrapastroso de Meche y mío, que íbamos a pensiones baratas para ahorrar cuando en realidad éramos riquísimos gracias a la generosidad de la beca. Meche regresó brevemente a México desde París para dejar a nuestra hija Mercedes. Así de ricos éramos.
En París estaba trabajando, para la Secretaría de Relaciones Exteriores, Octavio Paz. Él nos había reservado un cuarto en el hotel Londres, que ocupaba un viejo y hermoso edificio con una gran tradición en la Rue Bonaparte. Ahí vivió, por ejemplo, Strindberg. Durante el viaje a Europa fuimos a la famosa Torre Azul en Estocolmo, donde había vivido Strindberg y se había creado un museo con todos sus objetos, entre ellos sus retortas de alquimista. El encargado de vigilarlo se asombró al saber que éramos de México. No pudimos ir a España porque México no tenía relaciones diplomáticas con el gobierno de Franco y sólo se podían sacar visas desde la Ciudad de México. Pero comparable con el Museo del Prado, en pintura, sólo es el de Viena. Nuevamente el teatro me interesó poco, aunque en París vimos una magistral escenificación de Esperando a Godot de Beckett, y fuimos al Berlín Oriental, antes de que existiese el Muro, para ver obras de Brecht.
Pero lo más sensacional eran siempre los museos. Mi decisivo amor por la pintura se afirmó entonces. Regresamos a Nueva York mucho después de lo previsto y en la Rockefeller lo lamentaron, pues querían darme la beca por otro año. Pero yo en el fondo deseaba regresar a México y escribir. Fui admitido de nuevo en Difusión Cultural, donde ya formaban parte de la redacción de la revista, además de Carlos Valdés, José Emilio Pacheco y Juan Vicente Melo. En la Revista de la Universidad publiqué casi todos mis primeros cuentos. Después de cinco años de aparente silencio y frenética dedicación a la literatura, en 1963 apareció mi libro de relatos La noche y mis cuentos con el título de Imagen primera. Casado con Meche escribí La noche e Imagen primera, mis novelas Figura de paja y La casa en la playa, y empecé La presencia lejana; publiqué mi libro de ensayos Cruce de caminos y un texto sobre Paul Klee. En tanto, nació nuestro hijo Juan. Unos años después, Meche y yo nos divorciamos en la forma más amigable, al grado de que ella siguió visitándome con Juan y Mercedes todos los días. Después de una vida bastante desordenada y de terminar La presencia lejana, yo ya estaba con Michèle Alban. Con ella escribí mi largo libro El reino milenario —sobre Robert Musil, al que considero el mejor escritor del siglo XX—, el cuento "El gato", La cabaña, una autobiografía precoz encargada por un editor (sin muchos elementos biográficos y que más bien era un ensayo sobre lo que para mí era la tarea del escritor), Desconsideraciones y Cinco ensayos, y reuní mis ensayos sobre pintura en La aparición de lo invisible y mis ensayos sobre literatura en Entrada en materia.
Difusión Cultural cambió porque, con el complot contra el Dr. Chávez, pasó a ser jefe Gastón García Cantú, quien primero nos mandó a nuestra casa porque, de acuerdo con los reglamentos de la Universidad, no podía despedirnos, y luego, ya que nadie podía hacer la revista, volvió a llamarme. Acepté, pero en seguida volvió a mandarme a mi casa, porque él era nacionalista y yo me opuse a que la Revista de la Universidad fuese así. Después despidió a Juan Vicente Melo, acusándolo veladamente de homosexual. Todos los que habíamos hecho con él la Casa del Lago —que bajo su dirección, después de que se fuera Tomás Segovia a Uruguay, fue, igual que con Tomás, el centro de cultura más importante de México— renunciamos y, en respuesta a un artículo de García Cantú extremadamente mentiroso en la revista Siempre!, hice un ensayo feroz contra él publicado en el mismo lugar. En la Casa del Lago se leía poesía, se daban conferencias, se hacía teatro, había exposiciones y conciertos y hasta un cineclub. Yo colaboré en ella indirecta pero muy activamente, y además di muchas conferencias, escritas previamente, que después alimentaron mis libros de ensayos.
Antes de irme a Nueva York, Tomás Segovia me había propuesto hacer la Revista Mexicana de Literatura, que le habían heredado Emmanuel Carballo y Carlos Fuentes. El segundo número que hicimos era muy breve. Contenía sólo poemas de Tomás y de Enrique de Rivas, mi relato "Amelia" y fragmentos de alguien cuyo nombre he olvidado. Recuerdo, en cambio, que Tomás me preguntó si no sería demasiado que publicáramos él y yo en el segundo número de la nueva época de la revista, y yo le contesté: "Para algo vamos a tener una revista". Esa revista creció y creció hasta tener el aspecto de un libro. Cuando yo me fui a Nueva York, Tomás ocupó solo el lugar de director; cuando él se fue a Uruguay y luego a París, ese lugar lo ocupé yo solo. Así siguió publicándose hasta 1965. Al principio Tomás y yo la hacíamos en su casa, luego en la Casa del Lago, luego en la casa de Juan Vicente Melo, luego en la mía, y ahí decidimos terminarla. La redacción para entonces estaba formada por: Federico Álvarez, Inés Arredondo, Huberto Batis, José de la Colina, Jorge Ibargüengoita, Juan Vicente Melo, Rita Murúa, Tomás Segovia. En la revista de Huberto Batis y Carlos Valdés, Cuadernos del Viento, publiqué "Tajimara", que fue llevada al cine por Juan José Gurrola con una adaptación de Juan José Gurrola y mía. Los actores principales en la película fueron Pixie Hopkins, Mauricio Dávila, Pilar Pellicer y Claudio Obregón, que además hacía las veces de narrador con su voz en off. El guión de la película forma el último número de Cuadernos del Viento. Una época había terminado.
Fue entonces cuando me enfermé de esclerosis en placas y empecé a usar bastón y luego a necesitar una silla de ruedas. Durante el movimiento estudiantil del 68 participé activamente desde el principio, formando con Nancy Cárdenas un comité de intelectuales que publicaba desplegados contra Díaz Ordaz, y por primera vez en mi vida publiqué notas sobre política. Me detuvieron al salir de Excélsior junto con Nancy Cárdenas y el Pelón Valdés, dado que por mi silla de ruedas me confundieron con Marcelino Perelló. La detención fue muy violenta, pero esa misma noche nos dejaron libres al comprobarse la confusión. Vino la matanza de Tlatelolco, y después de ella hicimos la presentación de mi libro Nueve pintores mexicanos, más que nada para demostrar que los artistas no estábamos asustados. Debo decir con orgullo que los pintores jóvenes, sobre los que escribí en este libro, forman lo que ahora se llama Generación de la Ruptura; sólo me faltó mencionar a Cuevas y a Toledo.
Después de consultar a un médico particular al principio de mi enfermedad, quien fue el que me dijo que tenía esclerosis en placas, me interné en Neurología por consejo de Augusto Fernández Guardiola. El médico que me atendió fue el Dr. Rubio, quien predijo que me iba a morir muy pronto y, como gran consuelo, me recetó valiums. ¡Valiente consuelo! Me doy ahora el gusto de decir que el Dr. Rubio era un imbécil que trataba a los enfermos con una falta de tacto absoluta. Salí de Neurología y no me morí, pero tenía la amenaza de la muerte todo el tiempo. Yo escribía a mano, aunque tenía una letra inmunda y pequeña y mala. De escribir a mano, por mi enfermedad, pasé a escribir a máquina. Por fortuna ya estaba acostumbrado a eso, pues los ensayos sí los escribía directamente a máquina. Al salir de Neurología escribí sin parar. En un solo año, La vida perdurable, El nombre olvidado, El libro y mi relato largo "La gaviota". Desde "El gato" y La cabaña, todo muy relacionado con la transgresión al orden establecido.
Debo hacer una aclaración que me parece importante. Ya en La presencia lejana —narrada en tercera persona, al contrario que mis novelas anteriores, que están en primera persona—, el cambio empieza y la transgresión se hace más evidente. En ella, la relación entre los dos personajes principales, Roberto y Regina, es adúltera, pues ella está casada, y probablemente el final señala que va a dejar a su marido. A partir de mi ensayo sobre Musil, decidí que la naturaleza de mi literatura debía ser diferente. En las novelas escritas después, hay siempre un tercero, animales u objetos. Los perros en La vida perdurable, el bosque en El nombre olvidado, el libro en El libro, y luego ese tercero es definitivamente un hombre o varios hombres en Crónica de la intervención y De Ánima, donde la transgresión es evidente desde el escandaloso principio de la novela: "Quiero que me cojan todo el día y toda la noche, lo dijo, eso fue lo que dijo", piensa Esteban en su monólogo interior sobre Mariana. Recuerdo todavía que yo ya no sentía nada, al grado de que en Neurología me sacaron líquido raquídeo sin ninguna anestesia. Pero los necios triunfan. No me morí, como se ve, y un día yo, que pasaba las tardes leyendo en mi antigua cama de soltero y las mañanas escribiendo, sentí entre las piernas la presencia de Clarisa, la bella gata negra que me había regalado Michèle. Se lo dije con alborozo. No sé por qué ocurrió. Augusto Fernández Guardiola dice que eso es imposible; pero pasó.
Después escribí La invitación y Unión, publiqué Encuentros, formado por los relatos "El gato", "La plaza" y "La gaviota" (este libro mereció el honor de que Octavio Paz escribiese sobre él una nota explicando su sentido); Thomas Mann vivo (el origen de este ensayo puede tener algo humorístico: en el Instituto Goethe me pidieron una conferencia sobre Thomas Mann, y cuando yo les pregunté qué parte de Thomas Mann, ellos me dijeron "todo lo que sepa"; di una conferencia que duró cuatro horas; la mayoría del público se aguantó todo el tiempo e incluso me aplaudieron: para que aprendan los alemanes lo que un mexicano puede saber de sus autores). Publiqué el libro sobre Vicente Rojo, "El gato" se convirtió en novela; Trazos, una colección de ensayos; un libro con el interminable título Teología y pornografía. Pierre Klossowski en su obra: una descripción y mis libros de crítica de arte Rufino Tamayo, Manuel Felguérez y Leonora Carrington.
También participé en la Revista Plural de Octavio Paz, patrocinada por Excélsior cuando fue su director Julio Scherer. Cuando Echeverría organizó el golpe de Estado contra Scherer, siguió publicándose, pero era un Plural espurio del cual se ocuparon otras gentes. Nosotros, en cambio, hicimos Vuelta con el dinero de la rifa de un cuadro que le dio a Octavio, a un precio muy bajo, Rufino Tamayo. En el primer número aparecían nuestras firmas como creadores de la revista. Éramos en orden alfabético: José de la Colina, Salvador Elizondo, Juan García Ponce, Octavio Paz, Alejandro Rossi, Kazuya Sakai, Tomás Segovia y Gabriel Zaid.
Si yo ya estoy cansado de tanta enumeración, ustedes deben de estar hartos; pero mi vida está hecha sólo de literatura. Lo importante es que fue Michèle la que logró que le dictara cuando mi enfermedad avanzó aún más y ya no podía mover los brazos. Así hice mi novela más larga, que yo considero mi obra más importante, Crónica de la intervención, publicada en dos tomos por imitar a Musil, y que tiene 1,562 páginas alimentadas por una variedad de estilos y de formas literarias: el monólogo interior, la crónica objetiva y muchas más. Pensando en Crónica de la intervención me doy cuenta de que mis temas obsesivos son el amor, el erotismo, la muerte, la locura y la identidad. Esos temas, usados por separado, están inscritos también en las obras que he enumerado y en las posteriores. Pero explicar esto con cada obra haría su mención aún más interminable. Escribí otra novela, De Ánima.
En silla de ruedas di muchas conferencias y daba clases. Al cumplirse cien años del nacimiento de Robert Musil, participé en una mesa redonda infinitamente larga. Yo fui el último en hablar y mi intervención sólo duró diez minutos. El agregado cultural de la Embajada de Austria estaba ahí y me dijo que iba a tratar de conseguirme una condecoración de la República de Austria. Triunfó en su empeñó y me dieron la Cruz de Honor por Ciencias y Artes de Primera Clase. Pero al empezar a hablar en esa mesa redonda me di cuenta de que no tenía voz y le pedí a mi hijo Juan, que estaba junto a mí, que me metiera casi el micrófono en la boca. Esa fue la última conferencia que pude dar. Me gusta que su tema fuese Musil.
Después de que tuve pulmonía por primera vez, me di cuenta de que para Michèle ya era una liberación dejar de estar conmigo: le pedí que se fuera y se fue. De todas maneras le estoy muy agradecido, y recuerdo como un tiempo muy importante el que estuvimos juntos. Más adelante tuve varios secretarios. Entre ellos el ahora famoso poeta José Luis Rivas, al que le dicté otro libro de cuentos, Figuraciones. Con diferentes secretarios escribí mi última obra de teatro, Catálogo razonado; mis libros de ensayos La errancia sin fin, Las huellas de la voz e Imágenes y visiones; mis libros de crítica de arte Diferencia y continuidad, que es un libro sobre Manuel Felguérez, y Una lectura pseudognóstica de la pintura de Balthus. Con otra secretaria, Graciela Martínez-Zalce, escribí la novela Inmaculada o los placeres de la inocencia, francamente pornográfica y que por eso tal vez tuvo mucho éxito de ventas, y tuve la última y más grave pulmonía, al grado de que me entubaron y estuve en terapia intensiva, lo que fue terrible.
Luego, afortunadamente, apareció María Luisa Herrera, mi ayudante desde hace once años. A ella le he dictado Pasado presente, mi última novela hasta ahora; los cuentos que forman Cinco mujeres; Ante los demonios, un muy largo ensayo dedicado a la figura de Heimito von Doderer; mi libro Personas, lugares y anexas, en el que está incluida una declaración de amor al lugar donde nací, Mérida, Yucatán, y a otros lugares y amigos, entre ellos Juan Vicente Melo, quien fue hasta su muerte un gran amigo mío; otro libro de ensayos De viejos y nuevos amores y mis libros de crítica de arte Manuel Felguérez y Las formas de la imaginación, Vicente Rojo en su pintura.
Es todo. Mi hija Mercedes tiene cuarenta y un años, vive en Oxford y tiene una hija y un hijo. Mi hijo Juan ya cumplió treinta y nueve años, vive en Madrid y tiene dos hijas. Meche sigue viniendo a visitarme todos los días que puede y comemos juntos todos los domingos. Afortunadamente volvió a casarse con mi amigo Manuel Felguérez. Yo sigo tratando de hacer nuevos libros, a pesar de que la enfermedad sigue avanzando y me ha deteriorado tanto que necesito sostener el cuello con una tela agregada a mi silla de ruedas, un invento que le debo a Manuel Felguérez, y sólo María Luisa entiende bien mi voz, de manera que siempre que vienen a hacerme una entrevista, antes de contestar le digo a ella: "Tradúceme".
Ahora sólo me queda recordar que en alguna ocasión, para pedirle su firma de apoyo por algún lío burocrático, llamé a Juan Rulfo y, después de darme permiso para utilizar su nombre, me comentó con una mal disimulada nostalgia: "¿Y tú, escribe que te escribe?" Le contesté que sí, y pienso que debí haber agregado: "Pero nada comparable a El llano en llamas y Pedro Páramo". Ahora, si pudiera hablarle por teléfono, le diría: "Sí, sigo escribe que te escribe, y gracias a ello hasta he ganado el premio que muy merecidamente lleva tu nombre: un nombre inmortal dentro de la literatura".

25 feb 2010

¿Por qué escribir?

Cada cual tiene sus razones: para éste, el arte es un escape; para aquél, un modo de conquistar. Pero cabe huir a una ermita, a la locura, a la muerte y cabe conquistar con las armas. ¿Por qué precisamente escribir, hacer por escrito esas evasiones y esas conquistas? Es que, detrás de los diversos propósitos de los autores, hay una elección más profunda e inmediata, común a todos. Vamos a intentar una elucidación de esta elección y veremos si no es ella misma lo que induce a reclamar a los escritores que se comprometan.
Cada una de nuestras percepciones va acompañada de la conciencia de que la realidad humana es "reveladora", es decir, de que "hay" ser gracias a ella o, mejor aún, que el hombre es el medio por el que las cosas se manifiestan; es nuestra presencia en el mundo lo que multiplica las relaciones; somos nosotros los que ponemos en relación este árbol con ese trozo de cielo; gracias a nosotros, esa estrella, muerta hace milenios, ese cuarto de luna y ese río se revelan en la unidad de un paisaje; es la velocidad de nuestro automóvil o nuestro avión lo que organiza las grandes masas terrestres; con cada uno de nuestros actos, el mundo nos revela un rostro nuevo. Pero, si sabemos que somos los detectores del ser, sabemos también que no somos sus productores. Si le volvemos la espalda, ese paisaje quedará sumido en su permanencia oscura. Quedará sumido por lo menos; no hay nadie tan loco que crea que el paisaje se reducirá a la nada. Seremos nosotros los que nos reduciremos a la nada y la tierra continuará en su letargo hasta que otra conciencia venga a despertarla. De este modo, a nuestra certidumbre interior de ser "reveladores" se une la de ser inesenciales en relación con la cosa revelada.
Uno de los principales motivos de la creación artística es indudablemente la necesidad de sentirnos esenciales en relación con el mundo. Este aspecto de los campos o del mar y esta expresión del rostro por mí revelados, cuando los fijo en un cuadro o un escrito, estrechando las relaciones, introduciendo el orden donde no lo había, imponiendo la unidad de espíritu a la diversidad de la cosa, tienen para mi conciencia el valor de una producción, es decir, hacen que me sienta esencial en relación con mi creación. Pero esta vez, lo que se me escapa es el objeto creado: no puedo revelar y producir a la vez. La creación pasa a lo inesencial en relación con la actividad creadora. Por de pronto, aunque parezca a los demás algo definitivo, el objeto creado siempre se nos muestra como provisional: siempre podemos cambiar esta línea, este color, esta palabra. El objeto creado no se impone jamás. Un aprendiz de pintor preguntaba a su maestro: ,,¿Cuándo debo estimar que mi cuadro está acabado?" Y el maestro contestó: "Cuando puedas contemplarlo con sorpresa, diciéndote: "¡Soy yo quien ha hecho esto!" Lo que equivale a decir: nunca. Pues esto equivaldría a contemplar la propia obra con ojos ajenos y a revelar lo que se ha creado. Pero es manifiesto que cuanto más conciencia tenemos de nuestro actividad creadora menos tenemos de la cosa creada. Cuando se trata de una vasija o un cajón que fabricamos conforme a las normas tradicionales y con útiles cuyo empleo está codificado, es el famoso "se" de Heidegger lo que trabaja por medio de nuestras manos. En este caso, el resultado puede parecernos lo bastante extraño a nosotros como para conservar a nuestros ojos su objetividad. Pero, si producimos nosotros mismos las normas de la producción, las medidas y los criterios y si nuestro impulso creador viene de lo más profundo del corazón, no cabe nunca encontrar en la obra otra cosa que nosotros mismos: somos nosotros quienes hemos inventado las leyes con las que juzgamos esa obra; vemos en ella nuestra historia, nuestro amor, nuestra alegría; aunque la contemplemos sin volverla a tocar, nunca nos entrega esa alegría o ese amor, porque somos nosotros quienes ponernos esas cosas en ella; los resultados que hemos obtenido sobre el lienzo o sobre el papel no nos parecen nunca objetivos, pues conocemos demasiado bien los procedimientos de los que son los efectos. Estos procedimientos continúan siendo un hallazgo subjetivo: son nosotros mismos, nuestra inspiración, nuestra astucia, y, cuando tratamos de percibir nuestra obra, todavía la creamos, repetimos mentalmente las operaciones que la han producido y cada uno de los aspectos se nos manifiesta como un resultado. Así, en la percepción, el objeto se manifiesta como esencial y el sujeto como inesencial; éste busca la esencialidad en la creación y la obtiene, pero entonces el objeto se convierte en inesencial.
En parte alguna se hace esta dialéctica más evidente que en el arte de escribir. El objeto literario es un trompo extraño que sólo existe en movimiento. Para que surja, hace falta un acto concreto que se denomina la lectura y, por otro lado, sólo dura lo que la lectura dure. Fuera de esto, no hay más que trazos negros sobre el papel. Ahora bien, el escritor no puede leer lo que escribe, mientras que el zapatero puede usar los zapatos que acaba de hacer, si son de su número, y el arquitecto puede vivir en la casa que ha construido. Al leer, se prevé, se está a la espera. Se prevé el final de la frase, la frase siguiente, la siguiente página; se espera que se confirmen o se desmientan las previsiones; la. lectura se compone de una multitud de hipótesis, de sueños y despertares, de esperanzas y decepciones; los lectores se hallan siempre más adelante de la frase que leen, en un porvenir solamente probable que se derrumba en parte y se consolida en otra parte a medida que se avanza, en un porvenir que retrocede de página a página y forma el horizonte móvil del objeto literario. Sin espera, sin porvenir, sin ignorancia, no hay objetividad. Ahora bien, la operación de escribir supone una cuasi-lectura implícita que hace la verdadera lectura imposible. Cuando las palabras se forman bajo la pluma, el autor las ve, sin duda, pero no las ve como el lector, pues las conoce antes de escribirlas; su mirada no tiene por función despertar rozando las palabras dormidas que están a la espera de ser leídas, sino de controlar el trazado de los signos; es una misión puramente reguladora, en suma, y la vista nada enseña en este caso, salvo los menudos errores de la mano. El escritor no prevé ni conjetura: proyecta. Con frecuencia, se espera; espera, como se dice, la inspiración. Pero no se espera a sí mismo como se espera a los demás; si vacila, sabe que el porvenir no está labrado, que es él mismo quien tiene que labrarlo, y, si ignora todavía qué va a ser de su héroe, es sencillamente que todavía no ha pensado en ello, que no lo ha decidido; entonces, el futuro es una página en blanco, mientras que el futuro del lector son doscientas páginas llenas de palabras que le separan del fin. Así, el escritor no hace más que volver a encontrar en todas partes su saber, su voluntad, sus proyectos; es decir, vuelve a encontrarse a sí mismo; no tiene jamás contacto con su propia subjetividad y el objeto que crea está fuera de alcance: no lo crea para él. Si se relee, es ya demasiado tarde; su frase no será jamás a sus ojos completamente una cosa. El escritor va hasta los límites de lo subjetivo, pero no los franquea: aprecia el efecto de un rasgo, de una máxima, de un adjetivo bien colocado, pero se trata del efecto sobre los demás; puede estimarlo, pero no volverlo a sentir. Proust nunca ha descubierto la homosexualidad de Charlus, porque la tenía decidida antes de iniciar su libro. Y si la obra adquiere un día para su autor cierto aspecto de subjetividad, es que han transcurrido los años y que el autor ha olvidado lo escrito, no tiene ya en ello arte ni parte y no sería ya indudablemente capaz de escribirlo. Tal vez es el caso de Rousseau volviendo a leer El contrato social al final de su vida.
No es verdad, pues, que se escriba para sí mismo: sería el mayor de los fracasos; al proyectar las emociones sobre el papel, apenas se lograría procurarles una lánguida prolongación. El acto creador no es más que un momento incompleto y abstracto de la producción de una obra; si el autor fuera el único hombre existente, por mucho que escribiera, jamás su obra vería la luz como objeto; no habría más remedio que dejar la pluma o desesperarse. Pero la operación de escribir supone la de leer como su correlativo dialéctico y estos dos actos conexos necesitan dos agentes distintos. Lo que hará surgir ese objeto concreto e imaginario, que es la obra del espíritu, será el esfuerzo conjugado del autor y del lector. Sólo hay arte por y para los demás.

24 feb 2010

Lo que debiera ser el arte del porvenir

Se habla del arte del porvenir imaginándolo un arte nuevo, refinado con exceso y derivado del arte contemporáneo de las clases superiores de nuestra sociedad. Pero un arte así no nacerá jamás, ni puede nacer. El arte de nuestras clases superiores hállase ya ahora en un callejón sin salida. No puede dar un paso más este arte, desde que se separó del principal fundamento del arte verdadero, se pervirtió más y más; ahora está de todo punto aniquilado.
El arte del porvenir, el verdadero, el que surgirá, no ha de ser la prolongación de nuestro arte, sino que emanará de otros principios sin comunidad alguna con los que informan el arte actual de las clases directoras.
El arte del porvenir, destinado a ser sentido por todos los hombres, no tendrá ya por objeto expresar sentimientos que sólo puedan comprender algunos ricos, sino manifestar la más alta conciencia religiosa a las generaciones futuras. En lo porvenir, no se considerará arte sino lo que exprese sentimientos bastante universales para que los sientan todos los hombres. Tan sólo este arte será admitido, propagado. El resto del arte, el que sólo sea accesible a algunos hombres, quedará arrinconado. Y el arte no será apreciado solamente, como hoy, por un reducido número de personas, sino que lo apreciarán todos los hombres.
Los artistas del porvenir no pertenecerán, como ahora, a una determinada clase del pueblo; todos los que sean capaces de creación artística, serán artistas. Todos podrán entonces ser artistas; no se pedirá al arte una táctica complicada y artificial que exige gran pérdida de tiempo, se le pedirá tan sólo claridad, sencillez y sobriedad, cosas que no se adquieren por una preparación mecánica, sino por la educación del gusto. Todos podrán ser artistas, porque en vez de nuestras escuelas profesionales, todo el mundo podrá aprender en la escuela primaria música y dibujo, de modo que todos los que se sientan con disposición para un arte puedan practicarlo y expresar por medio de él sus sentimientos personales.
Se me objetará que si se suprimen las escuelas artísticas especiales, se debilitará la técnica del arte. Sí, se debilitará, si se entiende por técnica el conjunto de varios artificios que hoy se designa con tal nombre. Pero si por técnica se entienden la claridad, la sencillez y la sobriedad, no tan sólo se conservará esa técnica, sino que se elevará a un grado superior. Todos los artistas de genio que ahora quedan ocultos en el seno de los pueblos podrán entonces participar del arte y ofrecer modelos de perfección, que serán la mejor escuela técnica para los artistas de su tiempo y del tiempo venidero. Hoy mismo, no es en la escuela donde se instruye el verdadero artista, sino en la vida, estudiando el ejemplo de los grandes maestros; pero entonces, cuando participen del arte los hombres mejor dotados del mundo entero, entonces el número de modelos será mayor, y estos modelos más asequibles; y la ausencia de una enseñanza profesional se encontrará compensada cien veces, para el verdadero artista, con la justa concepción que se formará del fin y de los métodos del arte.
Tal será una de las diferencias entre el arte del porvenir y el contemporáneo. Otra será que aquél no lo practicarán artistas profesionales pagando por su arte, y que sólo se cuidan de él, sino que lo practicarán todos los hombres que sientan deseo de ello, y sólo cuidarán de él cuando se les antoje.
Se dice en nuestra sociedad que trabaja mejor el artista cuanto más segura es su situación material. Esta opinión bastaría para probar que lo que se toma por arte sólo es vil remedo de él. Es cierto que para hacer zapatos y panes la división del trabajo ofrece grandes ventajas: el zapatero o el panadero que no se ve obligado a hacerse la comida ni a partir leña, puede hacer así mayor número de zapatos o de panes. Pero el arte no es un oficio, sino la transmisión del sentimiento que experimenta el artista. Este sentimiento no puede nacer en un hombre si no vive la vida natural y verdadera de los hombres. De modo que asegurar al artista la satisfacción de todas sus necesidades materiales es dañar a su capacidad artística, pues librándole de las condiciones de la lucha contra la naturaleza por la conservación de su propia vida y la de los otros, se le priva de conocer los sentimientos más importantes y naturales de los hombres. No hay posición más detestable para la facultad creadora de un artista que esta seguridad absoluta y este lujo que hoy nos aparecen como condición indispensable del buen funcionamiento del arte.
El artista del porvenir vivirá la vida ordinaria de los hombres, ganando el pan con un oficio cualquiera. Y conociendo así el lado serio de la vida, se esforzará en transmitir al mayor número posible de hombres los frutos del don superior que la naturaleza le habrá concedido: esta transmisión será su alegría y su recompensa.
Hasta que se haya arrojado a tos mercaderes del templo, el del arte no será templo. Pero el primer cuidado del arte del porvenir será arrojar a aquellos.
Tengo para mí que la materia artística de lo porvenir será distinta a nuestro arte contemporáneo. Consistirá en la expresión de los sentimientos experimentados por el hombre que vive la vida común de los hombres, fundados en la conciencia religiosa de nuestro tiempo, sentimientos asequibles a todos los hombres sin excepción.
Se me objetará que ésta es materia bien restringida. ¿Qué se puede expresar que sea nuevo en el dominio de los sentimientos cristianos de amor al prójimo? ¿Hay algo más vulgar y monótono que los sentimientos que experimentamos todos los hombres?
Sin embargo, no por ello es menos cierto que los únicos sentimientos nuevos que pueden experimentarse hoy, son sentimientos religiosos, cristianos y asequibles a todos. Los sentimientos que emanen de la conciencia religiosa contemporánea son infinitamente nuevos y variados, pero estos sentimientos no consisten únicamente, como se cree a veces, en representar a Jesucristo en los diversos episodios del Evangelio, o en repetir bajo una forma nueva las verdades cristianas de unión de la fraternidad y del amor. Los sentimientos cristianos son infinitamente nuevos y variados, porque desde que el hombre mira las cosas desde el punto de vista cristiano, los asuntos más viejos y ordinarios, de suyo bastante manoseados, despiertan en él los sentimientos más nuevos, imprevistos y patéticos.
¿Qué hay más viejo que las relaciones entre marido y mujer, los hijos y los padres, las relaciones de los hombres de un país con los del otro? Pues bien, basta que un hombre considere estas relaciones desde un punto de vista cristiano, para que en seguida nazcan en él sentimientos infinitamente variados, nuevos, profundos, patéticos.
La verdad es que el arte del porvenir abrazará mayor extensión que el actual, pues tendrá por objeto transmitir los sentimientos vitales de los más generosos, sencillos y universales. En nuestro arte sólo se consideran dignos de ser expresados los sentimientos de una categoría determinada de hombres, y aún de un modo muy refinado y oscuro para la mayoría. Se cree bochornoso aprovechar el inmenso dominio de lo popular e infantil: proverbios, canciones, juegos, imitaciones, etc. No será así en lo porvenir. El artista comprenderá que producir una fábula, con tal que divierta, o una canción, o una farsa, con tal que distraiga, o una pintura, con tal que guste a millares de gentes, es más importante que componer una novela, un drama o un cuadro que durante algún tiempo divertirán a corto número de ricos y serán olvidados después. El dominio del arte de los sentimientos sencillos es inmenso y puede decirse que no ha sido explorado aún.
Así el arte del porvenir no será más pobre que el nuestro, sino más rico. La forma será superior a la actual, no como técnica refinada, sino como expresión breve, clara, precisa, libre de caros adornos.
Recuerdo que un día, después de haber oído una referencia de un astrónomo eminente acerca del análisis espectral de las estrellas de la vía láctea, pregunté a dicho astrónomo si consentiría en dar una conferencia acerca del movimiento de la Tierra, pues entre sus oyentes había muchos que ignoraban la causa del día y de la noche y de las distintas estaciones del año. Sí, me respondió, es un bello tema, pero muy difícil. Me es mucho más fácil hablar del análisis espectral de la vía láctea.
Lo mismo sucede en arte. Escribir un poema sobre un asunto del tiempo de Cleopatra, pintar a Nerón incendiando a Roma, componer una sinfonía a manera de Brahms o de Ricardo Strauss o una opera como las de Wagner, es mucho más fácil que contar un cuento que no tenga nada de maravilloso y hacer que la persona lo sienta; o dibujar con lápiz una figura que conmueva o alegre al espectador, o escribir cuatro compases de una melodía sin acompañamiento, pero que traduzca determinado estado de alma.
¡Pero es imposible volver a las formas primitivas, dada nuestra civilización! —dirán los artistas—. Hoy nos es imposible escribir historias como las de José vendido por sus hermanos o como la Odisea, componer música como la de las canciones populares ...
Es imposible a nuestros artistas profesionales de hoy día, pero no lo será a los que no tengan llena la cabeza de tecnicismos, y que no siendo profesionales del arte ni que cobren por sus actividades artísticas, sólo producirán arte cuando les impulse una irresistible fuerza interior.
La diferencia será completa, en el fondo y en la forma, entre el arte de lo porvenir y el contemporáneo. En el fondo aquél tendrá por objeto unir a los hombres; en la forma será asequible a todos. Y el ideal de la perfección de lo porvenir no será el particularismo de los sentimientos, sino su grado de generalidad. El artista no buscará, como hoy, ser oscuro, complicado, enfático, sino breve, claro, sencillo. Y sólo cuando el arte haya tomado tales derroteros será cuando no servirá sólo para distraer a una clase de gente ociosa, como ahora ocurre, sino que empezará por fin a realizar su fin verdadero, es decir, a trasportar una concepción religiosa desde el dominio de la razón al del sentimiento, a conducir de tal manera a los hombres hacia la dicha, hacia la vida, hacia esa unión y perfección que les recomienda su conciencia religiosa.

23 feb 2010

La Poesía

Aparte de la significación gramatical del lenguaje, hay otra, una significación mágica, que es la única que nos interesa. Uno es el lenguaje objetivo que sirve para nombrar las cosas del mundo sin sacarlas fuera de su calidad de inventario; el otro rompe esa norma convencional y en él las palabras pierden su representación estricta para adquirir otra más profunda y como rodeada de un aura luminosa que debe elevar al lector del plano habitual y envolverlo en una atmósfera encantada.
En todas las cosas hay una palabra interna, una palabra latente y que está debajo de la palabra que las designa. Esa es la palabra que debe descubrir el poeta.
La poesía es el vocablo virgen de todo prejuicio; el verbo creado y creador, la palabra recién nacida. Ella se desarrolla en el alba primera del mundo. Su precisión no consiste en denominar las cosas, sino en no alejarse del alba.
Su vocabulario es infinito porque ella no cree en la certeza de todas sus posibles combinaciones. Y su rol es convertir las probabilidades en certeza. Su valor está marcado por la distancia que va de lo que vemos a lo que imaginamos. Para ella no hay pasado ni futuro.
El poeta crea fuera del mundo que existe el que debiera existir. Yo tengo derecho a querer ver una flor que anda o un rebaño de ovejas atravesando el arco iris, y el que quiera negarme este derecho o limitar el campo de mis visiones debe ser considerado un simple inepto.
El poeta hace cambiar de vida a las cosas de la Naturaleza, saca con su red todo aquello que se mueve en el caos de lo innombrado, tiende hilos eléctricos entre las palabras y alumbra de repente rincones desconocidos, y todo ese mundo estalla en fantasmas inesperados.
El valor del lenguaje de la poesía está en razón directa de su alejamiento del lenguaje que se habla. Esto es lo que el vulgo no puede comprender porque no quiere aceptar que el poeta trate de expresar sólo lo inexpresable. Lo otro queda para los vecinos de la ciudad. El lector corriente no se da cuenta de que el mundo rebasa fuera del valor de las palabras, que queda siempre un más allá de la vista humana, un campo inmenso lejos de las fórmulas del tráfico diario.
La Poesía es un desafío a la Razón, el único desafío que la razón puede aceptar, pues una crea su realidad en el mundo que ES y la otra en el que ESTÁ SIENDO.
La Poesía está antes del principio del hombre y después del fin del hombre. Ella es el lenguaje del Paraíso y el lenguaje del Juicio Final, ella ordeña las ubres de la eternidad, ella es intangible como el tabú del cielo.
La Poesía es el lenguaje de la Creación. Por eso sólo los que llevan el recuerdo de aquel tiempo, sólo los que no han olvidado los vagidos del parto universal ni los acentos del mundo en su formación, son poetas. Las células del poeta están amasadas en el primer dolor y guardan el ritmo del primer espasmo. En la garganta del poeta el universo busca su voz, una voz inmortal.
El poeta representa el drama angustioso que se realiza entre el mundo y el cerebro humano, entre el mundo y su representación. El que no haya sentido el drama que se juega entre la cosa y la palabra, no podrá comprenderme.
El poeta conoce el eco de los llamados de las cosas a las palabras, ve los lazos sutiles que se tienden las cosas entre sí, oye las voces secretas que se lanzan unas a otras palabras separadas por distancias inconmensurables. Hace darse la mano a vocablos enemigos desde el principio del mundo, los agrupa y los obliga a marchar en su rebaño por rebeldes que sean, descubre las alusiones más misteriosas del verbo y las condensa en un plano superior, las entreteje en su discurso, en donde lo arbitrario pasa a tomar un rol encantatorio. Allí todo cobra nueva fuerza y así puede penetrar en la carne y dar fiebre al alma. Allí coge ese temblor ardiente de la palabra interna que abre el cerebro del lector y le da alas y lo transporta a un plano superior, lo eleva de rango. Entonces se apoderan del alma la fascinación misteriosa y la tremenda majestad.
Las palabras tienen un genio recóndito, un pasado mágico que sólo el poeta sabe descubrir, porque él siempre vuelve a la fuente.
El lenguaje se convierte en un ceremonial de conjuro y se presenta en la luminosidad de su desnudez inicial ajena a todo vestuario convencional fijado de antemano.
Toda poesía válida tiende al último límite de la imaginación. Y no sólo de la imaginación, sino del espíritu mismo, porque la poesía no es otra cosa que el último horizonte, que es, a su vez, la arista en donde los extremos se tocan, en donde no hay contradicción ni duda. Al llegar a ese lindero final el encadenamiento habitual de los fenómenos rompe su lógica, y al otro lado, en donde empiezan las tierras del poeta, la cadena se rehace en una lógica nueva.
El poeta os tiende la mano para conduciros más allá del último horizonte, más arriba de la punta de la pirámide, en ese campo que se extiende más allá de lo verdadero y lo falso, más allá de la vida y de la muerte, más allá del espacio y del tiempo, más allá de la razón y la fantasía, más allá del espíritu y la materia.

22 feb 2010

Pluma, lápiz y veneno

Ha sido constante motivo de reproche contra los artistas y hombres de letras su carencia de una visión integral de la naturaleza de las cosas. Como regla, esto debe necesariamente ser así. Esa misma concentración de visión e intensidad de propósito que caracteriza el temperamento artístico es en sí misma un modo de limitación. A aquellos que están preocupados con la belleza de la forma nada les parece de mucha importancia. Sin embargo, hay muchas excepciones a esta regla.

Rubens sirvió como embajador, Goethe como consejero de Estado, y Milton como secretario de Cromwell. Sófocles desempeñó un cargo cívico en su propia ciudad; los humoristas, ensayistas y novelistas de la América moderna no parecen desear nada mejor que transformarse en representantes diplomáticos de su país; y el amigo de Charles Lamb, Thomas Criffiths Wainewright, terna de esta breve memoria, aunque de un temperamento extremadamente artístico, siguió muchos otros llamados además del llamado del arte; no fue solamente un poeta y un pintor, un crítico de arte, un anticuario, un prosista, un aficionado a las cosas hermosas y un diletante de las cosas encantadoras, sino también un falsificador de capacidad más que ordinaria, y un sutil y secreto envenenador, casi sin rival en ésta o cualquier edad.

Este hombre destacable, tan poderoso con "pluma, lápiz y veneno", como dijo finamente de él un gran poeta de nuestros propios días, había nacido en Chiswick en 1794. Su padre era el hijo de un distinguido abogado de Gray's Inn y Hatton Carden. Su madre era hija del celebrado doctor Griffiths, el editor y fundador de la Monthly Review, el partícipe en otra especulación literaria de Thomas Davis, ese famoso librero de quien Johnson dijo que no era un librero, sino "un caballero que comerciaba en libros", el amigo de Goldsmith y Wedgwood, y uno de los más conocidos hombres de su día. La señora Wainewright murió al darlo a luz, a la temprana edad de veintiuno, y una noticia necrológica en el Gentleman's Magazine nos habla de su "amable disposición y numerosos méritos" y agrega algo extrañamente que "se supone que ella había comprendido los escritos del señor Locke tan bien como quizá no lo hizo ninguna persona de uno u otro sexo hoy viviente". Su padre no sobrevivió mucho a la joven esposa, y el pequeño parece haber sido educado por su abuelo y, tras la muerte de éste en 1803, por su tío, George Edward Griffiths, a quien posteriormente envenenó. Pasó su juventud en Lindon House, Turnham Creen, una de aquellas muchas hermosas mansiones georgianas que, desgraciadamente, han desaparecido ante las incursiones del constructor suburbano, y a sus amorosos jardines y bien arbolado parque debió ese simple y apasionado amor a la naturaleza que no lo abandonó a través de su vida y que lo hizo tan particularmente susceptible a las influencias espirituales de la poesía de Wordsworth.

Sin embargo, no debemos olvidar que este joven cultivado, que fue tan susceptible a las influencias wordsworthianas, fue también uno de los más sutiles y secretos envenenadores de ésta o cualquier edad. Cómo se sintió inicialmente fascinado por este extraño pecado, no nos lo cuenta, y el diario en el que anotó cuidadosamente los resultados de sus terribles experimentos y los métodos que adoptó, infortunadamente se ha perdido para nosotros. Además, se mostró reticente hasta sus últimos días en la materia y prefirió hablar sobre La excursión y los Poemas basados en el afecto. No hay duda, sin embargo, de que el veneno que usaba era la estricnina. En uno de los hermosos anillos que tanto lo enorgullecían, y que le servían para ostentar el fino modelado de sus manos marfileñas, acostumbraba llevar cristales de la nux vomita india, un veneno -nos dice uno de sus biógrafos- "casi insípido, y capaz de una disolución casi infinita". Sus asesinatos, dice De Quincey, fueron más de los que se dieron a conocer judicialmente. De esto no hay duda, y algunos de ellos son merecedores de mención. Su primera víctima fue su tío, Thomas Griffiths. Lo envenenó en 1829 para tomar posesión de Lindon House, un lugar al que se había sentido siempre muy unido. En agosto del año siguiente envenenó a la señora Abercrombie, su suegra, y en diciembre envenenó a la amorosa Helen Abercrombie, su cuñada. Por qué asesinó a la señora Abercrombie no está averiguado. Puede haber sido por un capricho, o para gratificar cierto perverso sentimiento de poder que había en él, o porque ella sospechaba algo, o por ninguna razón. Pero el asesinato de Helen Abercrombie fue llevado adelante por él y su esposa en consideración a una suma de unas 18.000 libras, en la que ellos habían asegurado la vida de ella en varias compañías.

Al agente de una compañía de seguros que lo visitaba una tarde y que creyó que podría aprovechar la ocasión para señalar que, después de todo, el crimen era un mal negocio, le replicó: "Señor, ustedes, hombres de la Ciudad, entran en sus especulaciones y aceptan sus riesgos. Algunas de sus especulaciones tienen éxito, algunas fracasan. Sucede que las mías han fallado, sucede que las suyas han tenido éxito. Esa es la única diferencia, señor, entre mis visitantes y yo. Pero, señor, le mencionaré a usted una cosa en la que yo he tenido éxito hasta el final. He estado determinado a conservar a través de la vida la posición de un caballero. Siempre he hecho eso. Lo hago aún. Es costumbre de este lugar que cada uno de los inquilinos de una celda cumpla su turno de limpieza. ¡Yo ocupo una celda con un albañil y un deshollinador, pero ellos nunca me ofrecen la escoba!". Cuando un amigo le reprochó el asesinato de Helen Abercrombie, él se encogió de hombros y dijo: "Sí, fue cosa espantosa hacerlo, pero tenía tobillos muy gruesos".

Naturalmente, está muy cerca de nuestro propio tiempo para que seamos capaces de formar algún juicio puramente artístico sobre él. Es imposible no sentir un fuerte prejuicio contra un hombre que podría haber envenenado a Tennyson, o al señor Gladstone, o al señor de Balliol. Pero si el hombre hubiera usado un ropaje y hablado un idioma diferente del nuestro, si hubiera vivido en la Roma imperial o en el tiempo del Renacimiento italiano, o en la España del siglo XVII, o en cualquier tierra y cualquier siglo que no fueran los nuestros, hubiéramos sido capaces de arribar a una estimación perfectamente desprejuiciada de su posición y valor. Yo sé que hay muchos historiadores, o al menos escritores sobre asuntos históricos, que aun creen necesario aplicar juicios morales a la historia, y que distribuyen su elogio o reprobación con la solemne complacencia de un maestro de escuela satisfecho. Este es, sin embargo, un hábito tonto, y solamente demuestra que el instinto moral puede ser llevado a un grado tan elevado de perfección que hace su aparición dondequiera no es requerido. Ninguna persona con verdadero sentido histórico soñaría nunca con reprobar a Nerón, regañar a Tiberio, o censurar a César Borgia. Esas personas son como los títeres de una representación. Pueden llenarnos de terror, horror o admiración, pero no pueden hacernos daño. No están en relación inmediata con nosotros. No tenemos nada que temer de ellos. Han pasado a la esfera del arte y de la ciencia, y ni el arte ni la ciencia saben nada de aprobación o desaprobación moral. Y así puede suceder algún día con el amigo de Charles Lamb. Por el momento, siento que él es un poco demasiado moderno para ser tratado con ese fino espíritu de curiosidad desinteresada, al que debemos tantos encantadores estudios de los grandes criminales del Renacimiento italiano, de las plumas del señor John Addington Symonds, la señorita Mary F. Robinson, la señorita Vernon Lee y otros distinguidos escritores. Sin embargo, el Arte no lo ha olvidado. Él es el héroe de Hunted Down, de Dickens; el Varney de la Lucretia, de Bulwer; y es grato notar que la ficción ha rendido algún homenaje a quien fue tan poderoso con "pluma, lápiz y veneno". Ser inspirador para la ficción es mucho más importante que una simple realidad.

19 feb 2010

Carta a un joven poeta

París, a 17 de febrero de 1903

Muy distinguido señor:

Hace sólo pocos días que me alcanzó su carta, por cuya grande y afectuosa confianza quiero darle las gracias. Sabré apenas hacer algo más. No puedo entrar en minuciosas consideraciones sobre la índole de sus versos, porque me es del todo ajena cualquier intención de crítica. Y es que, para tomar contacto con una obra de arte, nada, en efecto, resulta menos acertado que el lenguaje crítico, en el cual todo se reduce siempre a unos equívocos más o menos felices.

Las cosas no son todas tan comprensibles ni tan fáciles de expresar como generalmente se nos quisiera hacer creer. La mayor parte de los acontecimientos son inexpresables; suceden dentro de un recinto que nunca holló palabra alguna. Y más inexpresables que cualquier otra cosa son las obras de arte: seres llenos de misterio, cuya vida, junto a la nuestra que pasa y muere, perdura.

Dicho esto, sólo queda por añadir que sus versos no tienen aún carácter propio, pero sí unos brotes quedos y recatados que despuntan ya, iniciando algo personal. Donde más claramente lo percibo es en el último poema: "Mi alma". Ahí hay algo propio que ansía manifestarse; anhelando cobrar voz y forma y melodía. Y en los bellos versos "A Leopardi" parece brotar cierta afinidad con ese hombre tan grande, tan solitario. Aun así, sus poemas no son todavía nada original, nada independiente. No lo es tampoco el último, ni el que dedica a Leopardi. La bondadosa carta que los acompaña no deja de explicarme algunas deficiencias que percibí al leer sus versos, sin que, con todo, pudiera señalarlas, dando a cada una el nombre que le corresponda.

Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí, como antes lo preguntó a otras personas. Envía sus versos a las revistas literarias, los compara con otros versos, y siente inquietud cuando ciertas redacciones rechazan sus ensayos poéticos. Pues bien -ya que me permite darle consejo- he de rogarle que renuncie a todo eso. Está usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo que ahora no debería hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie... No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir el móvil que le impele a escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces en lo más hondo de su alma. Y, procediendo a su propia confesión, inquiera y reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no le fuere permitido escribir. Ante todo, esto: pregúntese en la hora más callada de su noche: "¿Debo yo escribir?" Vaya cavando y ahondando, en busca de una respuesta profunda. Y si es afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria pregunta con un "Si debo" firme y sencillo, entonces, conforme a esta necesidad, erija el edificio de su vida. Que hasta en su hora de menor interés y de menor importancia, debe llegar a ser signo y testimonio de ese apremiante impulso. Acérquese a la naturaleza e intente decir, cual si fuese el primer hombre, lo que ve y siente y ama y pierde. No escriba versos de amor. Rehuya, al principio, formas y temas demasiado corrientes: son los más difíciles. Pues se necesita una fuerza muy grande y muy madura para poder dar de sí algo propio ahí donde existe ya multitud de buenos y, en parte, brillantes legados. Por esto, líbrese de los motivos de índole general. Recurra a los que cada día le ofrece su propia vida. Describa sus tristezas y sus anhelos, sus pensamientos fugaces y su fe en algo bello; y dígalo todo con íntima, callada y humilde sinceridad. Valiéndose, para expresarse, de las cosas que lo rodean. De las imágenes que pueblan sus sueños. Y de todo cuanto vive en el recuerdo.

Si su diario vivir le parece pobre, no lo culpe a él. Acúsese a sí mismo de no ser bastante poeta para lograr descubrir y atraerse sus riquezas. Pues, para un espíritu creador, no hay pobreza. Ni hay tampoco lugar alguno que le parezca pobre o le sea indiferente. Y aun cuando usted se hallara en una cárcel, cuyas paredes no dejasen trascender hasta sus sentidos ninguno de los ruidos del mundo, ¿no le quedaría todavía su infancia, esa riqueza preciosa y regia, ese camarín que guarda los tesoros del recuerdo? Vuelva su atención hacia ella. Intente hacer resurgir las inmersas sensaciones de ese vasto pasado. Así verá cómo su personalidad se afirma, cómo se ensancha su soledad convirtiéndose en penumbrosa morada, mientras discurre muy lejos el estrépito de los demás. Y si de este volverse hacia dentro, si de este sumergirse en su propio mundo, brotan luego unos versos, entonces ya no se le ocurrirá preguntar a nadie si son buenos. Tampoco procurará que las revistas se interesen por sus trabajos. Pues verá en ellos su más preciada y natural riqueza: trozo y voz de su propia vida.

Una obra de arte es buena si ha nacido al impulso de una íntima necesidad. Precisamente en este su modo de engendrarse radica y estriba el único criterio válido para su enjuiciamiento: no hay ningún otro. Por eso, muy estimado señor, no he sabido darle otro consejo que éste: adentrarse en sí mismo y explorar las profundidades de donde mana su vida. En su venero hallará la respuesta cuando se pregunte si debe crear. Acéptela tal como suene. Sin tratar de buscarle varias y sutiles interpretaciones. Acaso resulte cierto que está llamado a ser poeta. Entonces cargue con este su destino; llévelo con su peso y su grandeza, sin preguntar nunca por el premio que pueda venir de fuera. Pues el hombre creador debe ser un mundo aparte, independiente, y hallarlo todo dentro de sí y en la naturaleza, a la que va unido.

Pero tal vez, aun después de haberse sumergido en sí mismo y en su soledad, tenga usted que renunciar a ser poeta. (Basta, como ya queda dicho, sentir que se podría seguir viviendo sin escribir, para no permitirse el intentarlo siquiera.) Mas, aun así, este recogimiento que yo le pido no habrá sido inútil: en todo caso, su vida encontrará de ahí en adelante caminos propios. Que éstos sean buenos, ricos, amplios, es lo que yo le deseo más de cuanto puedan expresar mis palabras.

¿Qué más he de decirle? Me parece que ya todo queda debidamente recalcado. Al fin y al cabo, yo sólo he querido aconsejarle que se desenvuelva y se forme al impulso de su propio desarrollo. Al cual, por cierto, no podría causarle perturbación más violenta que la que sufriría si usted se empeñase en mirar hacia fuera, esperando que del exterior llegue la respuesta a unas preguntas que sólo su más íntimo sentir, en la más callada de sus horas, acierte quizás a contestar.

Fue para mí una gran alegría el hallar en su carta el nombre del profesor Horacek. Sigo guardando a este amable sabio una profunda veneración y una gratitud que perdurará por muchos años. Hágame el favor de expresarle estos sentimientos míos. Es prueba de gran bondad el que aun se acuerde de mí, y yo lo sé apreciar.

Le devuelvo los adjuntos versos, que usted me confió tan amablemente. Una vez más le doy las gracias por la magnitud y la cordialidad de su confianza. Mediante esta respuesta sincera y concienzuda, he intentado hacerme digno de ella: al menos un poco más digno de cuanto, como extraño, lo soy en realidad.

Con todo afecto y simpatía,

18 feb 2010

Empleo del tiempo

“En las vacaciones, me levanto a las siete, bajo, abro la casa, me hago un té, desmigajo pan para los pájaros que esperan en el jardín, me lavo, quito el polvo de mi mesa de trabajo, vacio los ceniceros, corto una rosa, escucho las noticias de las siete y media. A las ocho, mi madre baja a su vez; desayuno con ella con dos huevos pasados por agua, una tajada de pan tostado y café negro sin azúcar; a las ocho y cuarto voy al pueblo a buscar el periódico, el Sud-Ouest; digo a la señora C.: el día esta bonito, el día esta gris, etc.; y luego comienzo a trabajar. A las nueve pasa el cartero (el tiempo esta pesado hoy, que día tan bonito, etc.) y un poco más tarde, en su camioneta llena de panes, la hija de la panadera (ella ha estudiado, así que no es el caso de hablar del tiempo); a las diez y media en punto, me hago un café negro y me fumo mi primer tabaco del día. A la una almorzamos; duermo la siesta de la una y media a las dos y media. Llega entonces el momento en que ando flotando: siento muy pocas ganas de trabajar, a veces pinto un poco o voy a comprar aspirina a la farmacia, o quemo papeles en el fondo del jardín o me hago un pupitre, o un fichero, un clasificador de papeles; llegan así las cuatro de la tarde y me pongo a trabajar; a las cinco y cuarto es el té, hacia las siete me paro de trabajar; riego el jardín (si el tiempo esta bueno) y toco piano. Después de la cena, televisión: si esa noche está demasiado tonta, regreso a mi mesa de trabajo, escucho música elaborando fichas. Me acuesto a las diez y leo, uno tras otro de dos libros: por una parte una obra de lengua bien literaria (Las Confidences de Lamartine, El journal de los Gouncourt, etc.), por la otra, una novela policiaca (más bien vieja), o una novela inglesa (pasada de moda), o algo de Zola”.
-Nada de eso tiene ningún interés. Aun más: no solo uno marca su pertenencia a una clase sino que además hace de esa marca una confesión literaria cuya futilidad ya no es percibida: uno se constituye fantasmáticamente como “escritor”, o, peor aún, uno se constituye.

17 feb 2010

Autopsicografía

El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
Que hasta finge que es dolor
El dolor que de veras siente.

Y quienes leen lo que escribe,
Sienten, en el dolor leído,
No los dos que el poeta vive
Sino aquél que no han tenido.

Y así va por su camino,
Distrayendo a la razón,
Ese tren sin real destino
Que se llama corazón.

16 feb 2010

El tiempo recobrado (fragmento)

¿Qué valor puede tener la literatura de notas, si la realidad está contenida en pequeñas cosas como las que anota (la grandeza en el ruido remoto de un aeroplano, en el perfil del campanario de San Hilario, el pasado en el sabor de una magdalena, etc.) y carecen de significado por sí mismas si no lo deducimos de ellas? Lo que constituía para nosotros nuestro pensamiento, nuestra vida, la realidad, es la cadena de todas esas expresiones inexactas, conservada por la memoria, donde, poco a poco, no va quedando nada de lo que realmente hemos sentido, y esa mentira no haría más que reproducir un arte que llaman «vivido», simple como la vida, sin belleza, doble empleo tan aburrido y tan vano de lo que nuestros ojos ven y de lo que nuestra inteligencia comprueba que nos preguntamos dónde encuentra el que se entrega a ello la chispa gozosa y motriz, capaz de ponerle en movimiento y de hacerle adelantar en su tarea. En cambio, la grandeza del arte verdadero, del que monsieur de Norpois hubiera llamado un juego de dilettante, estaba en volver a encontrar, en captar de nuevo, en hacernos conocer esa realidad lejos de la cual vivimos, de la que nos apartamos cada vez más a medida que va tomando más espesor y más impermeabilidad el conocimiento convencional con que sustituimos esa realidad que es muy posible que muramos sin haberla conocido, y que es ni más ni menos que nuestra vida. La verdadera vida, la vida al fin descubierta y dilucidada, la única vida, por lo tanto, realmente vivida es la literatura; esa vida que, en cierto sentido, habita a cada instante en todos los hombres tanto como en el artista. Pero no la ven, porque no intentan esclarecerla. Y por eso su pasado está lleno de innumerables clichés que permanecen inútiles porque la inteligencia no los ha «desarrollado». Nuestra vida es también la vida de los demás; pues, para el escritor, el estilo es como el color para el pintor, una cuestión no de técnica, sino de visión. Es la revelación, que sería imposible por medios directos y conscientes, de la diferencia cualitativa que hay en la manera como se nos presenta el mundo, diferencia que, si no existiera el arte, sería el secreto eterno de cada uno. Sólo mediante el arte podemos salir de nosotros mismos, saber lo que ve otro de ese universo que no es el mismo que el nuestro, y cuyos paisajes nos serían tan desconocidos como los que pueda haber en la luna. Gracias al arte, en vez de ver un solo mundo, el nuestro, lo vemos multiplicarse, y tenemos a nuestra disposición tantos mundos como artistas originales hay, unos mundos más diferentes unos de otros que los que giran en el infinito y, muchos siglos después de haberse apagado la lumbre de que procedía, llamárase Rembrandt o Ver Meer, nos envía aún su rayo especial.
Ese trabajo del artista, ese trabajo de intentar ver bajo la materia, bajo la experiencia, bajo las palabras, algo diferente, es exactamente el trabajo inverso del que cada minuto, cuando vivimos apartados de nosotros mismos, el amor propio, la pasión, la inteligencia y también la costumbre, realizan en nosotros cuando amontonan encima de nuestras impresiones verdaderas, para ocultárnoslas enteramente, las nomenclaturas, los fines prácticos que llamamos falsamente la vida. En suma, ese arte tan complicado es precisamente el único arte vivo. Sólo él expresa para los demás y nos hace ver a nosotros mismos nuestra propia vida, esa vida que no se puede «observar», esa vida cuyas apariencias que se observan requieren ser traducidas y muchas veces leídas al revés y penosamente descifradas. Ese trabajo que hizo nuestro amor propio, nuestra pasión, nuestro espíritu de imitación, nuestra inteligencia abstracta, nuestros hábitos, es el trabajo que el arte deshará, es la marcha que nos hará seguir, en sentido contrario, el retorno a las profundidades donde yace, desconocido por nosotros, lo que realmente ha existido. Y era sin duda una gran tentación recrear la verdadera vida, rejuvenecer las impresiones. Pero hacía falta valor de todo género, hasta sentimental. Pues era, ante todo, renunciar a las más caras ilusiones, dejar de creer en la objetividad de lo que uno mismo ha elaborado, y, en lugar de recrearse por centésima vez en esas palabras: «Era muy simpática», leer al través: «Me gustaba mucho besarla». Cierto que lo que yo sentí en aquellas horas de amor lo sienten también todos los hombres. Se siente, pero lo que se ha sentido es como ciertos clichés en los que, mientras no se les acerca a una lámpara, no se ve más que negro, y que también hay que mirar al revés: no se sabe lo que es mientras no se acerca a la inteligencia. Sólo entonces, cuando la inteligencia la ilumina, cuando la intelectualiza, se distingue, y con cuánto trabajo, la figura de lo que se ha sentido.

15 feb 2010

El arte de la novela (fragmento)

La experiencia no es nunca limitada, y no es jamás completa; es una sensibilidad inmensa, una especie de enorme tela de araña, de los más finos hilos de seda, suspendida en la cámara de la conciencia, y que capta en su tejido todas las partículas llevadas por el aire. Es la atmósfera misma de la inteligencia; y cuando ésta es imaginativa, y más aún cuando ocurre que es la de un hombre genial, trae hacia sí los más débiles asomos de vida, convierte las vibraciones del aire en revelaciones.

14 feb 2010

Pensamientos en limpio

Hace unos días, Maria Novella De Luca y Stefano Bartezzaghi ocuparon tres páginas del diario "La Repubblica" (desgraciadamente, impreso) para ocuparse del ocaso de la caligrafía. A estas alturas ya lo sabemos que, entre ordenador (cuando lo usan) y SMS, nuestros jóvenes ya no saben escribir a mano, salvo con trabajosas letras de molde. En una entrevista, una profesora afirma también que cometen numerosos errores de ortografía, pero éste me parece un problema distinto: los médicos conocen la ortografía y escriben mal, y se puede ser un calígrafo diplomado y no saber si se escribe "haber", "aber" o "haver".

La verdad es que yo conozco niños que van a buenos colegios y escriben (a mano y en letra cursiva) bastante bien, pero los artículos que acabo de citar hablan del 50 por ciento de nuestros chicos, y se ve que, por gracia de la fortuna, yo trato con el otro 50 por ciento (que, por otra parte, es lo mismo que me pasa en política).

Lo malo es que la tragedia empezó mucho antes de que aparecieran el ordenador y el móvil. Mis padres escribían con una grafía ligeramente inclinada (manteniendo la hoja torcida) y una carta era, por lo menos para los estándares de hoy en día, una pequeña obra de arte. Es absolutamente cierto que subsistía la creencia, difundida con toda probabilidad por quienes tenían una pésima escritura, de que la buena caligrafía era el arte de los bobos, y es obvio que tener una buena caligrafía no significa necesariamente ser muy inteligentes, pero, en fin, era agradable leer una nota o un documento escrito como Dios manda (o mandaba).

También a mi generación se le educó a escribir bien, y en los primeros meses de la escuela primaria se hacían palotes, ejercicio que más tarde fue considerado obtuso y represivo, pero que aun así educaba a mantener firme el pulso para luego trazar, con las deliciosas plumillas Perry, letras panzudas y regordetas, por un lado, y esbeltas, por el otro. Aunque claro, no siempre, porque a menudo surgía del recipiente de la tinta (con la que se ponían perdidos los pupitres, los cuadernos, los dedos y la ropa), colgando de la plumilla, un grumo inmundo, y se empleaban diez minutos para eliminarlo, retorciéndose y.embadurnándose uno hasta las orejas.

La crisis empezó después de la Segunda Guerra Mundial, con la llegada del bolígrafo. Aparte de que los primeros bolígrafos manchaban muchísimo también ellos, y si pasabas un dedo por encima de las últimas palabras nada más haber escrito, te salía un borrón. Y por consiguiente, se te esfumaban las ganas de escribir bien. En cualquier caso, aunque se escribiera sin manchurrones, la escritura con bolígrafo ya no tenía alma, estilo, personalidad.

Ahora bien, ¿por qué deberíamos añorar la buena caligrafía? Saber escribir bien y deprisa en el teclado educa a la rapidez de pensamiento, a menudo (aunque no siempre) el corrector automático nos subraya en rojo "vallena", y si el uso del móvil induce a las nuevas generaciones a escribir "k tl? salu2" en lugar de ''¿qué tal? saludos'', no olvidemos que nuestros antepasados se habrían horrorizado viendo que escribimos "siquiatra" en lugar de "psiquiatra", y los teólogos medievales escribían "respondeo dicendum quod", cosa que habría demudado el color a Cicerón.

El hecho es que, lo hemos dicho, el arte de la caligrafía educa al control de la mano y a la coordinación entre la muñeca y el cerebro. Bartezzaghi recuerda que la escritura a mano requiere que se componga mentalmente la frase antes de escribirla, pero, en cualquier caso, la escritura a mano, con la resistencia de la pluma y del papel, impone una demora reflexiva. Muchos escritores, aunque estén acostumbrados a escribir con el ordenador, saben que a veces les gustaría poder grabar una tablilla de arcilla como los sumerios, para poder pensar con calma.

Los jóvenes escribirán cada vez más con el ordenador y el móvil. Sin embargo, la humanidad ha aprendido a descubrir como ejercicio deportivo y placer estético lo que la civilización ha eliminado como necesidad. Ya no hay que desplazarse a caballo, pero vamos a los picaderos; existen los aviones pero muchísimas personas se dedican a la vela como un fenicio de hace tres mil años; hay túneles y ferrocarriles pero la gente experimenta placer pateándose los pasos alpinos; también en la era de los e-mails, hay quienes hacen colección de sellos; a la guerra se va con el Kalashnikov, pero se celebran pacíficos torneos de esgrima.

Sería deseable que las madres enviaran a sus hijos a escuelas de buena caligrafía, inscribiéndolos en concursos y torneos, y no sólo por una educación a la belleza, sino también por su bienestar psicomotor. Estas escuelas existen ya, basta buscar "escuela caligrafía" en internet. Y quizá para algún parado podría convertirse en un negocio.

12 feb 2010

Lazarillo de Tormes (Escribir cuesta trabajo)

Yo creo que es bueno que sucesos tan destacados, y quizás nunca oídos ni vistos, sean conocidos por mucha gente para que no se entierren en la sepultura del olvido, pues podría ser que a algunos lectores les enseñen algo y, a los que no profundicen tanto les entretengan. A propósito de esto dice Plinio que “no hay libro, por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena”, sobre todo si consideramos que no todo el mundo tiene los mismos gustos, pues lo que uno no come, otro lo desea, y lo que unos no aprecian, otros lo estiman. Por ello no debería menospreciar ninguna historia, a menos que sea muy detestable. Al contrario, debería comunicarse a todos, especialmente si no causa perjuicio y si de ella se puede sacar alguno fruto. Porque, si no fuese así, muy pocos escribirían para sí mismos, pues escribir cuesta trabajo, y, ya que se lo toman, los escritores quieren ser recompensados, no con dinero, sino con que la gente lea sus obras y se las alaben si hay motivo para ello.

11 feb 2010

LA MANO, LA ESCRITURA, EL TECLADO

Hace años que no escribo nada a mano. Solía tener, justo después de las disciplina de la primaria, una letra regular y legible que los maestros y algunos destinatarios de mis cartas elogiaban. Luego apareció la máquina de escribir y, un poco después, el procesador de palabras, y ambos contribuyeron al deterioro paulatino de mi capacidad de escribir a mano. Perdí así una habilidad lenta y arduamente aprendida en años disciplina escolar. El fin de mi escritura a mano se cumplió, ciertamente, con la aparición de la lap top. Desde entonces, lo que llego a plasmar en letra manuscrita, que es bastante poco, no sólo es ilegible sino que también produce un dolor característico en las muñecas. El cuerpo, pues, dejó de escribir. El cuerpo desaprendió.

Esta transformación en mis prácticas de escritura--de la letra escrita a mano a la letra impulsada por una tecla en la computadora--me hizo pensar que se había llevado a cabo una disociación entre el cuerpo y la letra--algo que todo a mi alrededor en la era de la digitalización parecía confirmar. Lo llegué a decir varias veces: el gran perdedor en todo esto siempre es el cuerpo.

El artículo "Digital Gestures" de Carrie Noland me ha hecho dudar de tal aserción. En una prosa clara y con ejemplos tomados de la poesía digital producida hoy en día en los Estados Unidos, Noland asegura que los movimientos requeridos para generar las letras que aparecen y desaparecen en las pantallas acercan, y no alejan, al cuerpo de la escritura. Para empezar, Noland nota que la escritura, todo régimen de escritura, es artificial. Uno no nace sabiendo escribir a mano sino que, como lo demuestra la propia descripción de mi caso, uno aprende a hacerlo a través de sistemas formales de entrenamiento. La escritura a mano es, así, luego entonces, una forma de la gimnasia. Toda escritura es una forma de energía corporal disciplinada. Mientras que la máquina de escribir y la escritura a través del teclado parecen en efecto confirmar la separación del cuerpo y de la letra, la poesía digital--este es el argumento de Noland--trae a colación la energía kinética original que dio lugar a la letra manuscrita. Escribir en la computadora, al menos en lo que concierne a la poesía digital, restablece nuestra conexión con formas anteriores de escritura. Y cualquiera que haya sufrido de tendonitis o del síndrome de carpo sabe que, para escribir con (y no sólo sobre) la computadora, es necesario también aprender una serie de finos movimientos que aseguren la velocidad y la claridad del trazo en la pantalla.

El pulsar rítmico de las letras, la transformación de las letras a través del tiempo, el arrastrar palabras enteras--todos ellos elementos de la poesía visual--no son más que prácticas que ponen al cuerpo de regreso en la escritura. De hecho, de acuerdo con Noland, lo que hacen los poetas digitales al programar sus trabajos es "ofrecer muchas oportunidades para crear una relación entre la experiencia visceral del escritor al trazar letras y la traducción gráfica de este trazo". Se forman, además, "cadenas kinéticas" en las que se reproduce miméticamente, sobre todo cuando se manipula el mouse, el trazo de una letra sobre una superficie plana y el trazo de esa letra sobre la pantalla.

Esta meditación sería sólo una discusión académica si la autora no la relacionara, como lo hace, con la producción de formas de lectura que escapan del régimen del entrenamiento formal y acceden a "las explosivas y formas no regimentadas de la proto-escritura que incluyen letras y palabras que danzan errática y rítmicamente en la pantalla". Esta escritura digital que junta al cuerpo y el trazo también pone de manifiesto que la escritura es siempre una actividad performática, relacionada a la literatura, ciertamente, pero también, acaso de manera ineludible, a la danza.

9 feb 2010

El futuro papel del papel

La República de las Letras impresas vive hoy momentos de tensión y nerviosismo debido a los cambios que está generando la digitalización de libros y artículos. El proyecto de Google, que ha digitalizado y colgado en Internet millones de libros ha desencadenado una intensa discusión y una lucha legal entre editores, bibliotecas, autores y la empresa digitalizadora. Desde el momento en que se generalizó la captura digital de textos, que sustituyó a las máquinas de escribir y a los linotipos, era previsible que las nuevas tecnologías acabarían provocando importantes cambios. Hoy muchos se preguntan si no estamos presenciando el comienzo de una era de decadencia del libro de papel, que culminaría con su desaparición. ¿Estamos ante la próxima extinción del libro, este maravilloso conjunto de hojas impresas con tinta? ¿Acaso las pantallas de computadoras son los artefactos que sustituirán en el futuro al libro impreso?
El libro, desde mi perspectiva, es una muy exitosa prótesis que ha permitido durante siglos sustituir funciones que el cerebro es incapaz de realizar mediante los recursos naturales de que dispone. Somos incapaces de almacenar dentro del cráneo toda la información, narrativas y las sensaciones poéticas que genera la sociedad. La acumulación de la información colectiva sólo se puede realizar mediante memorias artificiales, mediante prótesis especializadas en la preservación y difusión de textos e imágenes. El libro es una de estas prótesis, junto con toda clase de archivos documentales, registros, museos, mapas, tablas, calendarios, cronologías, cementerios, monumentos y artefactos cibernéticos que acumulan fotografías, reproducciones de obras de arte, películas, datos y textos. Estas memorias artificiales—pequeñas como el libro, inmensas como el Internet– son un ejemplo de lo que he denominado redes exocerebrales, verdaderos circuitos externos que configuran un complejo sistema simbólico de sustitución de funciones que los circuitos neuronales no pueden cumplir. (He desarrollado la idea de las redes exocerebrales en mi libro Antropología del cerebro, Pre-Textos/FCE, 2006).
Uno de los nudos clave de la red exocerebral es el libro. Ello muestra la gran importancia de esta pequeña prótesis: todo cambio en el mundo del libro tiene repercusiones en toda la cadena exocerebral lo mismo que en los circuitos neuronales del sistema nervioso central. No estamos, pues, ante un problema técnico en los medios de comunicación, sino ante un asunto de gran envergadura que conecta las redes neuronales más íntimas y profundas con el universo social que nos rodea.
Robert Darnton nos ha recordado recientemente que la República de las Letras es un espacio cruzado de líneas de poder, un tablero donde compiten fuerzas dominantes que reflejan el tejido social y cultural en el que está inscrito el juego. Las redes de prótesis exocerebrales no son simplemente un conjunto ingenioso de técnicas que extienden las funciones de nuestro sistema nervioso. Son redes que definen lo que solemos llamar la conciencia y que articulan a los individuos y los grupos en el complejo tejido cultural de fuerzas que caracteriza a las sociedades modernas. Como lo ha señalado muy bien Darnton, la batalla por la digitalización de libros revela un complicado enfrentamiento entre los intereses privados de las empresas y el bienestar intelectual público. Siempre ha existido esta confrontación, pero hoy adquiere nuevas dimensiones por el hecho de que una poderosa empresa como Google ha alcanzado una enorme fuerza monopólica. Si millones de libros se encuentran disponibles en forma gratuita en Internet, podemos comprender que el mercado editorial se ve obligado a rearticularse. No quiero entrar aquí a desenredar el amasijo de intereses que se ven afectados. Basta con señalar que editores, impresores, distribuidores, librerías, bibliotecas, autores y lectores están rearticulando su inserción en ese espacio de poder que es la República de las Letras. Es difícil prever el resultado de esta intensa transformación, pero podemos estar seguros de que afectará los circuitos exocerebrales en que se basa la conciencia humana.
Además, sabemos que nuestra relación de lectores con los textos está modificándose. Cada vez leemos más en las pantallas de las computadoras y cada vez escribimos más en teclados electrónicos. El papel y la tinta en muchos casos son sustituidos por artefactos electrónicos. Hay quienes sostienen que este proceso, desencadenado por la digitalización electrónica, terminará por erosionar las poderosas torres de marfil que son las universidades, las escuelas y los centros de investigación. A fin de cuentas, más que torres de marfil son torres de papel sacudidas por la digitalización y la expansión de la lectura en pantalla. En un libro reciente el profesor inglés Gary Hall ha expresado su entusiasmo por las nuevas tendencias que, espera, impulsarán una democratización de los espacios académicos e intelectuales. La muerte del papel como medio de circulación de ideas sería un adelanto formidable. A fin de cuentas, la digitalización ya ha marginado a los billetes de papel, que son sustituidos por tarjetas de crédito. También se están marginando las plumas, en beneficio de los teclados. Las cartas enviadas en sobres de correo con timbres cada vez retroceden más ante la ampliación del correo electrónico y del envío de mensajes por teléfono celular. ¿Por qué no redondear el proceso y marginar también los libros de papel? Hall plantea que ello minaría el modelo mercantil y empresarial de las universidades y de las empresas editoras, para dar lugar a nuevas alternativas. El libro de Gary Hall lleva un título agresivo: Digitize this book! Por cierto, su autor no ha colgado aún su libro en Internet para ser leído gratuitamente. El texto de Hall, que aún tiene forma de libro de papel, observa que en las universidades la contratación, la promoción y el reparto de privilegios se orientan por la producción de formas impresas en papel. Lo mismo puede decirse de la fama de muchos escritores: reposa sobre una montaña de papel. Hall comprende, sin embargo, que el papel es algo más que un medio de circulación: goza de un aura de originalidad y autoridad; además impone una estructura peculiar. Por ejemplo, el papel controla la extensión y fija la autoría del texto. En las redes electrónicas en principio no hay límites en la extensión y los textos digitales pueden ser modificados sin que queden huellas de la versión original. Además, los textos digitales están permanentemente amenazados por el cambio constante de los programas que permiten su lectura. Todavía no hay nada que garantice que un texto digitalizado hoy pueda ser leído dentro de doscientos años.
Pero estos y muchos otros problemas no han sosegado los entusiasmos por la digitalización ni aminorado los impulsos por sepultar la función del papel. Los poderes que representa el libro serían, como dijo Mao-Tsetung del imperialismo, un tigre de papel. Bastaría eliminar el papel para que el tigre maléfico del poder académico e intelectual fuese derrotado por la democracia digital.
Desde luego, no hay que dejarse llevar por las visiones maniqueas que exaltan ciegamente las maravillas de artilugios digitales que divulgarían a muy bajo costo documentos acompañados de imágenes en video, sonido propio, diagramas móviles, simulaciones dinámicas, enormes bases de datos e hipervínculos para sustentar o ampliar la información. Estos documentos acaso ya no podrían ser llamados libros. Los viejos libros de papel quedarían arrumbados como trastos viejos en un rincón nostálgico o como objetos raros de lujo. Por otro lado, tampoco hay que sucumbir a las visiones que miran con sospecha y miedo todas las innovaciones que trae la digitalización, que amenazarían con una vulgar wikidemocracia las excelencias del intelecto libresco antiguo.
Al parecer la utopía digital se ha estrellado contra la fuerza del papel. Las pantallas, comparadas a las hojas de papel impreso, son primitivas, toscas y poco amables. Además, acaso estemos al borde una renovada metamorfosis del papel. Las nuevas tecnologías han optado por crear imitaciones electrónicas del papel. Así, desde hace pocos años han surgido láminas delgadas y flexibles que usan tinta electrónica y son capaces de reproducir textos modificables. El resultado es una hoja de papel impresa que no tiene luz propia y que se lee como un libro, mediante la iluminación ambiental. Pero a diferencia de la hoja de papel tradicional, elaborada con pasta de fibras vegetales, este nuevo papel (EPD, por sus siglas en inglés: Electronic Paper Display) puede ser modificado por medios electrónicos, como una pantalla de computadora. El papel electrónico es usado por el Reader de Sony y por el Kindle de Amazon. Por lo pronto se trata de un papel cuya tinta electrónica sólo puede reflejar el negro y el blanco. Su calidad es todavía pobre. Pero podemos suponer que el invento será refinado y que podría acaso significar un triunfo del papel en el mismo terreno de las tecnologías que aparentemente lo iban a enterrar. ¿Qué papel tendrá el papel en el futuro? Podría muy bien ser que tuviera un papel protagónico si las nuevas tecnologías impulsan su renacimiento. Creo que las editoriales deberían incluso contribuir al avance de las formas más refinadas del papel electrónico, para que sustituya las incómodas pantallas tradicionales de las computadoras.
Si el libro es una prótesis que forma parte de nuestras redes exocerebrales, no debe extrañarnos que pueda evolucionar hasta convertirse en un artefacto electrónicamente sofisticado que mantenga la sencillez original del invento pero la combine con los extraordinarios recursos de la digitalización. Debemos comprender que toda modificación de esta prótesis ha de provocar cambios profundos en nuestra conciencia, pues la conciencia no es una sustancia o un proceso oculto en las redes neuronales dentro del cráneo sino una red que se extiende por los sistemas simbólicos que –como el libro– nos sustentan como seres humanos racionales.

8 feb 2010

Cómo nace un texto

Empieza por una suerte de revelación. Pero uso esa palabra de un modo modesto, no ambicioso. Es decir, de pronto sé que va a ocurrir algo y eso que va a ocurrir puede ser, en el caso de un cuento, el principio y el fin. En el caso de un poema, no: es una idea más general, y a veces ha sido la primera línea. Es decir, algo me es dado, y luego ya intervengo yo, y quizá se echa todo a perder.
En el caso de un cuento, por ejemplo, bueno, yo conozco el principio, el punto de partida, conozco el fin, conozco la meta. Pero luego tengo que descubrir, mediante mis muy limitados medios, qué sucede entre el principio y el fin. Y luego hay otros problemas a resolver; por ejemplo, si conviene que el hecho sea contado en primera persona o en tercera persona. Luego, hay que buscar la época; ahora, en cuanto a mí "eso es una solución personal mía", creo que para mí lo más cómodo viene a ser la última década del siglo XIX. Elijo "si se trata de un cuento porteño", lugares de las orillas, digamos, de Palermo, digamos de Barracas, de Turdera. Y la fecha, digamos 1899, el año de mi nacimiento, por ejemplo. Porque ¿quién puede saber, exactamente, cómo hablaban aquellos orilleros muertos?: nadie. Es decir, que yo puedo proceder con comodidad. En cambio, si un escritor elige un tema contemporáneo, entonces ya el lector se convierte en un inspector y resuelve: "No, en tal barrio no se habla así, la gente de tal clase no usaría tal o cual expresión."
El escritor prevé todo esto y se siente trabado. En cambio, yo elijo una época un poco lejana, un lugar un poco lejano; y eso me da libertad, y ya puedo fantasear o falsificar, incluso. Puedo mentir sin que nadie se dé cuenta, y sobre todo, sin que yo mismo me dé cuenta, ya que es necesario que el escritor que escribe una fábula "por fantástica que sea" crea, por el momento, en la realidad de la fábula.

7 feb 2010

Escribir un cuento

Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me ocurriera. La ambición y la buena suerte son algo magnífico para un escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.
Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery O’Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin... Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.
Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse.
Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi escritorio... Entonces tendré al menos es ficha escrita. “El esmero es la ÚNICA convicción moral del escritor”. Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa; pero si para el escritor tiene importancia esa “única convicción moral”, deberá rastrearla sin desmayo.
Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de un relato de Chejov:... Y súbitamente todo empezó a aclarársele. Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas. Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar. Siento una gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello.
Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos triviales. También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Sólo que con una leve corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente en una pesada carga, que yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente sólo con no prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aún a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus lectores.
Hace unos meses, en el New York Times Books Review, John Barth decía que, hace diez años, la gran mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente interesados en la “innovación formal”, y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido muchos los escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta “pop”. Argüía que el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con las concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de “innovaciones formales” en la narración. Muy a menudo, la “experimentación” no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar —y maltratar, incluso— a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá sólo resulte interesante para un puñado de especializadísimos científicos.
Sí puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que llene de regocijo a los lectores. Pero esa manera de ver las cosas —Barthelme, por ejemplo— no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene, bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se desprende de su sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su mundo.
Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos —una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer— con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado. Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias debidas a Navokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco.
En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabra y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de cualquier razonamiento —si las palabras resultan oscuras, enrevesadas— los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó “especificación endeble” a este tipo de desafortunada escritura.
Tengo amigos que me cuentan que deben acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. “Lo haría mejor si tuviera más tiempo”, dicen. No sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber elaborado una obra que nos deje contentos. Me gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o más honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse.
En un ensayo titulado "Escribir cuentos", Flannery O’Connor habla de la escritura como de un acto de descubrimiento. Dice O’Connor que ella, muy a menudo, no sabe a dónde va cuando se sienta a escribir una historia, un cuento... Dice que se ve asaltada por la duda de que los escritores sepan realmente a dónde van cuando inician la redacción de un texto. Habla ella de la “piadosa gente del pueblo”, para poner un ejemplo de cómo jamás sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que está próxima al final:
"Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era inevitable."
Cuando leí esto hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera escribir de esa manera. Me pereció descorazonador, acaso un secreto, y creí que jamás sería capaz de hacer algo semejante. Aunque algo me decía que aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo leyendo una y otra vez el ejemplo de O’Connor.
Al fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy bonita, de la que su primera frase me dio la pauta a seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho en esa frase: Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono. Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas palabras brotaba su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo podría crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas de trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase escrita una buena mañana, brotaron otras frases complementarias para complementarla.
Puedo decir que escribí el relato como si escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y otra más. Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única por la que había esperado ponerme a escribir.
Me gusta hacerlo así cuando siento que una nueva historia me amenaza. Y siento que de esa propia amenaza puede surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de que no puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte fundamental de la historia, en tanto que las palabras convenientemente unidas pueden irla desvelando, cobrando forma en el cuento. Y también son importantes las cosas que dejamos fuera, pues aún desechándolas siguen implícitas en la narración, en ese espacio bruñido (y a veces fragmentario e inestable) que es sustrato de todas las cosas.
La definición que da V.S. Pritcher del cuento como “algo vislumbrado con el rabillo del ojo”, otorga a la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina un instante susceptible de ser narrado. Y de ahí se derivan las consecuencias y significados. Por ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una de sus miradas y valores en su propio poder descriptivo. Así podrá aplicar su inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la proporción, de la medida de las cosas: cómo son y cómo las ve el escritor; de qué manera diferente a las de los más las contempla. Ello precisa de un lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción viva y en detalle que arroje la luz más necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos detalles requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje preciso, el más preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo lo precisas que necesite un tono más llano, pues así podrán contener algo. Lo cual significa que, usadas correctamente, pueden hacer sonar todas las notas, manifestar todos los registros.

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