16 feb 2010

El tiempo recobrado (fragmento)

¿Qué valor puede tener la literatura de notas, si la realidad está contenida en pequeñas cosas como las que anota (la grandeza en el ruido remoto de un aeroplano, en el perfil del campanario de San Hilario, el pasado en el sabor de una magdalena, etc.) y carecen de significado por sí mismas si no lo deducimos de ellas? Lo que constituía para nosotros nuestro pensamiento, nuestra vida, la realidad, es la cadena de todas esas expresiones inexactas, conservada por la memoria, donde, poco a poco, no va quedando nada de lo que realmente hemos sentido, y esa mentira no haría más que reproducir un arte que llaman «vivido», simple como la vida, sin belleza, doble empleo tan aburrido y tan vano de lo que nuestros ojos ven y de lo que nuestra inteligencia comprueba que nos preguntamos dónde encuentra el que se entrega a ello la chispa gozosa y motriz, capaz de ponerle en movimiento y de hacerle adelantar en su tarea. En cambio, la grandeza del arte verdadero, del que monsieur de Norpois hubiera llamado un juego de dilettante, estaba en volver a encontrar, en captar de nuevo, en hacernos conocer esa realidad lejos de la cual vivimos, de la que nos apartamos cada vez más a medida que va tomando más espesor y más impermeabilidad el conocimiento convencional con que sustituimos esa realidad que es muy posible que muramos sin haberla conocido, y que es ni más ni menos que nuestra vida. La verdadera vida, la vida al fin descubierta y dilucidada, la única vida, por lo tanto, realmente vivida es la literatura; esa vida que, en cierto sentido, habita a cada instante en todos los hombres tanto como en el artista. Pero no la ven, porque no intentan esclarecerla. Y por eso su pasado está lleno de innumerables clichés que permanecen inútiles porque la inteligencia no los ha «desarrollado». Nuestra vida es también la vida de los demás; pues, para el escritor, el estilo es como el color para el pintor, una cuestión no de técnica, sino de visión. Es la revelación, que sería imposible por medios directos y conscientes, de la diferencia cualitativa que hay en la manera como se nos presenta el mundo, diferencia que, si no existiera el arte, sería el secreto eterno de cada uno. Sólo mediante el arte podemos salir de nosotros mismos, saber lo que ve otro de ese universo que no es el mismo que el nuestro, y cuyos paisajes nos serían tan desconocidos como los que pueda haber en la luna. Gracias al arte, en vez de ver un solo mundo, el nuestro, lo vemos multiplicarse, y tenemos a nuestra disposición tantos mundos como artistas originales hay, unos mundos más diferentes unos de otros que los que giran en el infinito y, muchos siglos después de haberse apagado la lumbre de que procedía, llamárase Rembrandt o Ver Meer, nos envía aún su rayo especial.
Ese trabajo del artista, ese trabajo de intentar ver bajo la materia, bajo la experiencia, bajo las palabras, algo diferente, es exactamente el trabajo inverso del que cada minuto, cuando vivimos apartados de nosotros mismos, el amor propio, la pasión, la inteligencia y también la costumbre, realizan en nosotros cuando amontonan encima de nuestras impresiones verdaderas, para ocultárnoslas enteramente, las nomenclaturas, los fines prácticos que llamamos falsamente la vida. En suma, ese arte tan complicado es precisamente el único arte vivo. Sólo él expresa para los demás y nos hace ver a nosotros mismos nuestra propia vida, esa vida que no se puede «observar», esa vida cuyas apariencias que se observan requieren ser traducidas y muchas veces leídas al revés y penosamente descifradas. Ese trabajo que hizo nuestro amor propio, nuestra pasión, nuestro espíritu de imitación, nuestra inteligencia abstracta, nuestros hábitos, es el trabajo que el arte deshará, es la marcha que nos hará seguir, en sentido contrario, el retorno a las profundidades donde yace, desconocido por nosotros, lo que realmente ha existido. Y era sin duda una gran tentación recrear la verdadera vida, rejuvenecer las impresiones. Pero hacía falta valor de todo género, hasta sentimental. Pues era, ante todo, renunciar a las más caras ilusiones, dejar de creer en la objetividad de lo que uno mismo ha elaborado, y, en lugar de recrearse por centésima vez en esas palabras: «Era muy simpática», leer al través: «Me gustaba mucho besarla». Cierto que lo que yo sentí en aquellas horas de amor lo sienten también todos los hombres. Se siente, pero lo que se ha sentido es como ciertos clichés en los que, mientras no se les acerca a una lámpara, no se ve más que negro, y que también hay que mirar al revés: no se sabe lo que es mientras no se acerca a la inteligencia. Sólo entonces, cuando la inteligencia la ilumina, cuando la intelectualiza, se distingue, y con cuánto trabajo, la figura de lo que se ha sentido.

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