31 mar 2010

Porque escribir

Escribir es defender la soledad en que se está; es una acción que sólo brota desde un aislamiento efectivo, pero desde un aislamiento comunicable, en que, precisamente, por la lejanía de toda cosa concreta se hace posible un descubrimiento de relaciones entre ellas.

Más las palabras dicen algo. ¿Qué es lo que quiere decir el escritor y para qué? ¿Para qué y para quién? Quiere decir el secreto; lo que no puede decirse con la voz por ser demasiado verdad; y las grandes verdades no suelen decirse hablando. La verdad de lo que pasa en el secreto seno del tiempo, en el silencio de las vidas, y que no puede decirse. “Hay cosas que no pueden decirse”, y es cierto. Pero esto que no puede decirse, es lo que se tiene que escribir. Descubrir el secreto y comunicarlo, son los dos acicates que mueven al escritor.

El que escribe, mientras lo hace necesita acallar sus pasiones, y, sobre todo, su vanidad. La vanidad es una hinchazón de algo que no ha logrado ser y se hincha para recubrir su interior vacío.”“Lo que se publica es para que algo, para que alguien, uno o muchos, al saberlo, vivan sabiéndolo, para que vivan de otro modo después de haberlo sabido, para librar a alguien de la cárcel de la mentira, o de las nieblas del tedio, que es la mentira vital

30 mar 2010

La Compañía del Camino

Lo que hemos amado cambia. A veces nuestros ojos ya no ven el resplandor, pero el resplandor sigue allí. Sabemos que ni las palabras ni los trabajos que nos desgastan cotidianamente podrán servirnos para seguir adelante, cuando las bellas viajeras se han ido, y si miramos los días sólo veremos manchas dejando una estela de vacío en los párpados del que tiene sueño.  Y no es hora de pensar, por ejemplo, en los que se levantan a las 5 de la mañana para ser explotados en las fábricas, sino en que también los compañeros se han sentido solos. Todos amamos, en los dormitorios de todos está pintada la ignorancia, nuestra oscuridad que balbucea y gruñe, nuestra luz inmóvil que habla en sueños. Afuera de nuestras zonas llueve y también el alma del que está triste, y no encontramos aún la manera de unir los dos bosques. Los dos bosques llenos de movimiento. El amor y su ausencia nos hacen ver todas las aventuras desde una ventana increíblemente alta, casi al final de un rascacielos de pequeñas cositas tibias que se van helando en la memoria. Es bueno que ese edificio exista, y es bueno mirar por esa ventana confundidos entre nuestra tristeza personal y el vértigo. Pero los museos suelen ser horribles y poco compatibles con las bellas viajeras. Nada tenemos, todo se acaba. Cuántos amigos les han dicho eso a sus amigos una tarde cualquiera. Pero yo sólo tengo estos versos. Nada queda sino nuestra ternura. Ese incendio gratuito: una forma de morir en un universo que no muere nunca (a ver si lo entiendes). Sabemos que las palabras pueden ser cambiadas, tampoco es la memoria una hilera de pinturas viejas. El amor, y su ausencia, a veces más amorosa que el amor mismo, nos devuelve nuestros cuerpos. Lo que hemos querido tanto sólo cambia, el resplandor continúa, también nosotros debemos cambiar y continuar, como los pájaros en los vientos del Norte y del Sur. Nada queda, pero tal vez nuestra ternura ya estaba allí, antes que la ilusión del vacío, tal vez nuestras contradicciones son como lunas en el final de la noche, tal vez la bella viajera no está muy lejos todavía, y si corres la alcanzas, desesperada, alegremente, un minuto o unos días o una estación completa del año, compartir con ella libremente el camino, sin que haya muerte en este poema para ti, ni en ti, ni en ella

29 mar 2010

Fragmento Tokio Blues

“Leía mucho, lo que no quiere decir que leyera muchos libros. Más bien prefería releer las obras que me habían gustado. En esa época mis escritores favoritos eran Truman Capote, John Updike, Scott Fitzgerald, Raymond Chandler, pero no había nadie en clase o en la residencia que disfrutara leyendo a este tipo de autores. Ellos preferían a Kazumi Takahashi, Kenzaburo Óe, Yukio Mishima, o a novelistas franceses contemporáneos. Así pues, no tenía este punto en común con los demás, y leía mis libros a solas y en silencio. Los releía y cerraba los ojos y me llenaban de su aroma. Sólo aspirando la fragancia de un libro, tocando sus páginas, me sentía feliz.
 
A los dieciocho años, mi libro favorito era El centauro, de John Updike, pero cuando lo hube releído varias veces, perdió su chispa y cedió la primera posición a El gran Gatsby, de Fitzgerald, obra que continuó encabezando mi lista de favoritos durante mucho tiempo. Tomar El gran Gatsby de la estantería, abrirlo al azar y leer unos párrafos se convirtió en una costumbre, y jamás me decepcionó. No había una sola página de más. «¡Es una novela extraordinaria!», pensaba. Me hubiera gustado hacer partícipes a los otros chicos de tal maravilla. Pero a mi alrededor no había nadie que leyera El gran Gatsby. Dudo que lo hubieran apreciado. En 1968 leer El gran Gatsby no llegaba a ser un acto reaccionario, pero tampoco podía calificarse de encomiable.
 
Pese a todo, conocí a una persona que había leído El gran Gatsby, y nos hicimos amigos precisamente por ello. Se llamaba Nagasawa y estudiaba Derecho en la Universidad de Tokio, dos cursos por encima de mí.(…). Y nos hicimos amigos. Corría el mes de octubre.
Cuanto más conocía a Nagasawa, más extraño me parecía. A lo largo de mi vida, me había cruzado, había encontrado o conocido a muchas personas extrañas, pero jamás a nadie que lo fuera tanto. Leía muchísimo, más que yo, pero tenía por principio no adentrarse en una obra hasta que hubieran transcurrido treinta años de la muerte del autor. «Sólo me fío de estos libros», decía.
 
—No es que no crea en la literatura contemporánea, pero no quiero perder un tiempo precioso leyendo libros que no hayan sido bautizados por el paso del tiempo. ¿Sabes?, la vida es corta.
 
—¿Y qué escritores te gustan? —le pregunté.
 
—Balzac, Dante, Joseph Conrad, Dickens —me respondió al instante.
 
—No son muy actuales que digamos.
 
—Si leyera lo mismo que los demás, acabaría pensando como ellos. ¡El mundo está lleno de mediocres! A la gente que vale la pena le daría vergüenza hacer lo que hacen ésos. ¿No te has dado cuenta, Watanabe? Los únicos medianamente decentes de toda la residencia somos tú y yo. El resto son basura”.

26 mar 2010

El poeta decapitado

Le estreché la mano por primera vez en la primavera de 1967. Por entonces yo era un estudiante de segundo curso en Columbia, un muchacho sin formar con ansia de libros y la creencia (o ilusión) de que algún día tendría las suficientes cualidades para considerarme poeta, y como leía poemas, ya conocía a su tocayo del infierno de Dante, un muerto que iba arrastrando los pies por los últimos versos del canto veintiocho del Inferno. Bertran de Born, el poeta provenzal del siglo XII, que llevaba cogida del pelo su cabeza cortada, haciéndola oscilar de un lado a otro como un farol: sin duda una de las imágenes más grotescas de ese extenso catálogo de alucinaciones y tormentos. Dante era un defensor incondicional de los escritos de Bertran de Born, pero lo redujo a la condenación eterna por haber aconsejado al príncipe Enrique que se rebelara contra su padre, el rey Enrique II, y como el poeta originó la división entre padre e hijo convirtiéndolos en enemigos, el ingenioso castigo de Dante fue dividirlo a él mismo. De ahí el cuerpo decapitado que va gimiendo por el inframundo, preguntando al viajero florentino si puede haber dolor más terrible que el suyo.

Cuando se presentó como Rudolf Born, inmediatamente pensé en el poeta. ¿Algún parentesco con Bertran?, le pregunté.
Ah, contestó, esa desventurada criatura que perdió la cabeza. Quizá, pero me temo que no parece probable. No tengo el de. Para eso hay que poseer un título de nobleza, y la triste verdad es que soy de todo menos noble.
No recuerdo en absoluto por qué me encontraba allí. Alguien debió invitarme, pero hace mucho que se me fue de la memoria quién pudo ser. Ni siquiera me acuerdo de dónde se celebraba la fiesta -en el norte o en el centro de la ciudad, en un apartamento o en un loft- ni de mis motivos para aceptar la invitación en primer lugar, porque por aquella época tendía a evitar las grandes congregaciones de gente, harto del barullo de la multitud que habla mucho y dice poco, azorado por la timidez que me sobrevenía en presencia de personas desconocidas. Pero aquella noche, inexplicablemente, dije que sí, y acompañé a mi olvidado amigo adondequiera que me llevase.
Lo que recuerdo es lo siguiente: en cierto momento de la velada, me encontré solo en un rincón de la estancia. Estaba fumando un cigarrillo mientras observaba a la gente, docenas y docenas de jóvenes cuerpos apiñados en los confines de aquel espacio, oyendo la estruendosa mezcla de palabras y risas, preguntándome qué demonios hacía allí y pensando que tal vez era hora de marcharme. Había un cenicero sobre un radiador a mi izquierda, y al volverme para apagar el pitillo vi que, sujeto en la palma de la mano de un desconocido, el receptáculo lleno de colillas se elevaba hacia mí. Sin que lo hubiera advertido, dos personas acababan de sentarse en el radiador, un hombre y una mujer, ambos mayores que yo, y sin duda con más años que ninguno de los que se encontraban en la habitación: él, alrededor de los treinta y cinco; ella, veintinueve o treinta.
Hacían una extraña pareja, a mi modo de ver, Born con un arrugado traje blanco de lino, un tanto sucio, y una camisa blanca igualmente arrugada bajo la chaqueta, y la mujer (que según resultó se llamaba Margot) toda vestida de negro. Cuando le agradecí el cenicero, me dirigió un leve y cortés movimiento de cabeza y dijo Encantado con un ligerísimo acento extranjero. Francés o alemán, no sabía decir, pues su inglés era casi impecable. ¿Qué más observé en aquellos primeros momentos? Piel clara, descuidado cabello pelirrojo (más corto de lo que solía llevarse por entonces), facciones amplias y regulares, sin nada especialmente destacable (un rostro corriente, en cierto modo, una cara que resultaría invisible entre cualquier multitud), y ojos castaños de mirada firme, los ojos perspicaces de alguien que no parecía tener miedo a nada. Ni delgado ni robusto, ni alto ni bajo, pero dando a pesar de ello cierta sensación de fuerza física, quizá debido al grosor de sus manos. En cuanto a Margot, permanecía quieta sin mover un músculo, mirando al vacío, como si la misión principal de su vida fuera la de parecer aburrida. Pero interesante, muy atractiva para mis veinte años, con su pelo negro, suéter negro de cuello vuelto, minifalda negra, botas de cuero negro, y espeso maquillaje oscuro en torno a sus grandes ojos verdes. No era una beldad, quizá, sino una representación de la belleza, como si encarnara algún ideal femenino de la época con su apariencia de estudiado estilo.
Born dijo que Margot y él estaban a punto de marcharse, pero entonces me vieron solo en el rincón, y como tenía aquel aire tan desdichado, decidieron acercarse para animarme un poco: sólo para asegurarse de que no me rebanaría el cuello antes de que acabara la noche. Me quedé sin saber cómo interpretar aquella observación. ¿Estaba insultándome aquel hombre, me pregunté, o intentaba realmente mostrarse amable con un muchacho desconocido que parecía perdido? En las palabras de Born había cierto tono de broma que desarmaba, pero en sus ojos brillaba una expresión fría y distante, y no pude evitar la sensación de que, por razones que se me escapaban por completo, me estaba provocando, poniéndome a prueba.
Me encogí de hombros, y dirigiéndole una tenue sonrisa, repuse: Lo crea o no, me estoy divirtiendo como nunca.
Entonces fue cuando se incorporó, me dio la mano y me dijo su nombre. Tras mi pregunta sobre Bertran de Born, me presentó a Margot, que me sonrió en silencio y luego volvió a su tarea de mantener la mirada perdida.
A juzgar por su edad, me dijo Born, y considerando su conocimiento de oscuros poetas, yo diría que es usted estudiante. De literatura, sin duda. ¿En la Universidad de Nueva York o en Columbia?
Columbia.
Columbia, suspiró. Qué sitio tan lúgubre.
¿Lo conoce?
Desde septiembre doy clases en la Facultad de Relaciones Internacionales. Como profesor visitante con contrato de un año. Afortunadamente, ya estamos en abril, y dentro de dos meses me volveré a París.
Así que es francés.
Por circunstancias, inclinación y pasaporte. Pero soy suizo de nacimiento.
¿Suizo francés o alemán? Percibo en su voz algo de ambas cosas.
Born hizo un ruidito chasqueando la lengua y luego me miró fijamente a los ojos. Tiene buen oído, me contestó. En realidad, soy las dos cosas: el producto híbrido de una madre germanohablante y un padre francófono. Me crié hablando indistintamente las dos lenguas.
Sin saber lo que decir a eso, me detuve un momento y luego le hice una pregunta inocua: ¿Y qué enseña en nuestra deprimente universidad?
El desastre.
Es un tema bastante amplio, ¿no le parece?
Más en concreto, las calamidades del colonialismo francés. Doy un curso sobre la pérdida de Argelia y otro acerca de la retirada de Indochina.
La encantadora guerra que ustedes nos han legado.
No hay que subestimar la importancia de la guerra. Es la expresión más pura y vívida del espíritu humano.
Empieza usted a parecerse a nuestro poeta descabezado.
¿Ah?
Veo que no lo ha leído.
Ni una palabra. Sólo lo conozco por el pasaje de Dante.
De Born es un buen poeta, incluso puede que excelente; pero profundamente perturbador. Escribió unos poemas de amor encantadores y un conmovedor lamento a raíz de la muerte del príncipe Enrique, pero su verdadero tema, lo único que parecía interesarle con genuina pasión, era la guerra. Le producía auténtico deleite.
Entiendo, repuso Born, dirigiéndome una irónica sonrisa. Un hombre con el que me identifico.
Me refiero al placer de observar cómo los hombres se parten el cráneo unos a otros, de ver castillos envueltos en llamas, derrumbándose, de contemplar a los muertos con lanzas atravesadas en los costados. Todo muy sanguinario, créame, y Bertran de Born ni se estremece. La sola idea de un campo de batalla lo llena de felicidad.
Me parece que no tiene usted deseos de convertirse en soldado.
Ninguno. Prefiero ir a la cárcel antes que combatir en Vietnam.
Y suponiendo que se libre de la cárcel y el ejército, ¿qué planes tiene?
Ninguno. Sólo seguir con lo que estoy haciendo y esperar que me salga bien.
¿Y qué es?
Escribir. El arte de emborronar papel.
Eso pensaba. Cuando Margot lo vio al otro extremo de la habitación, me dijo: Fíjate en aquel chico de ojos tristes y aire pensativo: qué te apuestas a que es poeta. ¿Es usted poeta?
Escribo poemas, sí. Y también algunas críticas de libros en el Spectator.
El periodicucho universitario.
Todo el mundo tiene que empezar en alguna parte.
Interesante...
No tanto. Casi todos los tipos que conozco quieren ser escritores.

24 mar 2010

Utilidad de la Ficción

Este miércoles tuve la ocasión de vivir una curiosa experiencia literaria en Córdoba, gracias al estupendo festival Eutopía. El encargo era tan sencillo como original: cuatro escritores (Elena Medel, Joaquín Pérez Azaústre, Marta Sanz y yo) fuimos invitados a participar en ‘Escritores a sueldo’, actividad que consistía en sentarse frente a un ordenador en distintos lugares del centro y, por un euro y en el acto, escribir cualquier cosa que a los transeúntes se les ocurriera encargarnos. ¿Pero no es muy difícil enfrentarse así, de pronto, a la página en blanco?, me preguntó alguien. Y, aunque visto así pareciera difícil, en realidad no lo era. Porque, más que lectores, nuestros clientes eran los verdaderos personajes. El argumento solían darlo ellos o estar en ellos, en sus palabras, gestos y preocupaciones. Si me atascaba o perdía fluidez, no tenía más que hacerle un par de preguntas a mi lector-personaje, y gracias a su respuesta yo podía seguir escribiendo. En esta provechosa relación de vampirismo doble, no sé cuál de las dos partes era Scherezade.

Gracias a esta oportuna actividad, tuve la fortuna de sentir claramente algo que siempre he defendido: la literatura es útil. Hay una artesanal nobleza en la utilidad de las cosas, en sentir su beneficio entre las manos. Detesto que se diga que el arte es sólo belleza y por lo tanto inútil. Siempre hay un para qué en lo que hacemos, ya se trate de hacer la compra, llamar por teléfono o escribir un relato. Siempre nos alimentamos de algo o nos defendemos de algo, y eso vale para el pan y el poema. «Yo pediría en cambio medio pan y un libro», dijo Lorca en su alocución de Fuente Vaqueros. Es evidente que nadie podrá jamás comerse un libro. Pero tampoco nos basta con comer para vivir. Por lo demás, la belleza –como fenómeno que estimula nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad– ya de por sí es útil.

Me tocó sentarme frente a la puerta de la Diputación, bajo un intenso sol que acabó haciendo hervir el portátil que me proporcionaron. Menos mal que, a media mañana, tuvieron la misericordia de desplazar mi escritorio bajo techo. Las peticiones fueron tan variopintas como los clientes, todos ellos amables en el trato y precisos en sus requerimientos: todos tenían claro ‘para qué’ querían un poema, un cuento, un aforismo. Una señora separada, llena de entusiasmo y de segunda juventud, fue mi primera clienta. Me encargó un poema en homenaje a su grupo de amigas, que según me explicó eran como su familia. ¿Mencionamos a alguien?, le pregunté. No, no, contestó ella muy convencida, quiero que sea así, en general, un poema dedicado a la amistad, sin alusiones personales. Es que son muchas, dijo la señora, y no quiero olvidarme de nadie.

La segunda petición fue peculiar: un señor extranjero (aunque hablaba un español impecable) que declaró llamarse Pepe y preferir que le dijeran Domingo, me entregó la moneda por adelantado y me contó que tenía una amiga que cantaba en un coro. Me hizo un breve retrato de ella, y después me pidió que escribiera lo que quisiese, siempre y cuando fuera un texto reflexivo y que invitase al optimismo. Al cabo de un rato, le entregué una serie de aforismos para ser cantados por un coro. La tercera petición fue la de un simpático estudiante de informática muy enamorado de su novia, Lola, que a su vez estudia química. También quería un poema, esta vez de amor. La siguiente fue una chica que quería un cuento, y convinimos que la historia versaría sobre el dibujo de su camiseta. Y así fueron desfilando los lectores, o sea los personajes: un periodista que quería un cuento que sucediese en su periódico, un chico que deseaba un haiku para Lilian, varias felicitaciones de cumpleaños, otro compañero de la prensa que deseaba la historia de un perro extraviado contada por él mismo, una dedicatoria en verso, una prosa para alguien que buscaba una brújula, una carta de agradecimiento a los padres. Fue una mañana inolvidable para mí, que aprendí de las palabras de cada uno de mis clientes. La escritura no es el retrato del ombligo del autor sino todo lo contrario: es la observación de lo desconocido, el conocimiento de los otros, el roce con la materia viva, urgente, que hay al otro lado del escritorio.

23 mar 2010

Aspectos del cuento

Puesto que voy a ocuparme de algunos aspectos del cuento como género literario, y es posible que algunas de mis ideas sorprendan o choquen a quienes las lean, me parece de una elemental honradez definir el tipo de narración que me interesa, señalando mi especial manera de entender el mundo.
Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado fantástico por falta de mejor nombre, y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa y efecto, de psicologías definidas, de geografía bien cartografiadas. En mi caso, la sospecha de otro orden más secreto y menos comunicable, y el fecundo descubrimiento de Alfred Jarry, para quien el verdadero estudio de la realidad no residía en las leyes sino en las excepciones a esas leyes, han sido algunos de los principios orientadores de mi búsqueda personal de una literatura al margen de todo realismo demasiado ingenuo. Por eso, si en las ideas que siguen encuentran ustedes una predilección por todo lo que en el cuento es excepcional, trátese de los temas o incluso de las formas expresivas, creo que esta presentación de mi propia manera de entender el mundo explicará mi toma de posesión y mi enfoque del problema. En último extremo podrá decirse que solo he hablado del cuento tal y como yo lo practico. Y sin embargo, no creo que sea así. Tengo la certidumbre de que existen ciertas constantes, ciertos valores que se aplican a todos los cuentos, fantásticos o realistas, dramáticos o humorísticos. Y pienso que tal vez sea posible mostrar aquí esos elementos invariables que dan a un buen cuento su atmósfera peculiar y su calidad de obra de arte.
La oportunidad de cambiar ideas acerca del cuento me interesa por diversas razones. Vivo en un país —Francia— donde este género tiene poca vigencia, aunque en los últimos años se nota entre escritores y lectores un interés creciente por esa forma de expresión. De todos modos, mientras los críticos siguen acumulando teorías y manteniendo enconadas polémicas acerca de la novela, casi nadie se interesa por la problemática del cuento. Vivir como cuentista en un país donde esta forma expresiva es un producto casi exótico, obliga forzosamente a buscar en otras literaturas el alimento que allí falta. Poco a poco, en sus textos originales o mediante traducciones, uno va acumulando casi rencorosamente una enorme cantidad de cuentos del pasado y del presente, y llega el día en que puede hacer un balance, intentar una aproximación valorativa a ese género de tan difícil definición, tan huidizo en sus múltiples y antagónicos aspectos, y en última instancia tan secreto y replegado en sí mismo, caracol del lenguaje, hermano misterioso de la poesía en otra dimensión del tiempo literario.
Pero además de ese alto en el camino que todo escritor debe hacer en algún momento de su labor, hablar del cuento tiene un interés especial para nosotros, puesto que casi todos los países americanos de lengua española le están dando al cuento una importancia excepcional, que jamás había tenido en otros países latinos como Francia o España. Entre nosotros, como es natural en las literaturas jóvenes, la creación espontánea precede casi siempre al examen crítico, y está bien que así sea. Nadie puede pretender que los cuentos sólo deban escribirse luego de conocer sus leyes. En primer lugar, no hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco incasillable; en segundo lugar los teóricos y los críticos no tienen por qué ser los cuentistas mismos, y es natural que aquellos sólo entren en escena cuando exista ya un acervo, un acopio de literatura que permita indagar y esclarecer su desarrollo y sus cualidades.
En América, tanto en Cuba como en México o Chile o Argentina, una gran cantidad de cuentistas trabaja desde comienzos de siglo, sin conocerse entre sí, descubriéndose a veces de manera casi póstuma. Frente a ese panorama sin coherencia suficiente, en el que pocos conocen a fondo la labor de los demás, creo que es útil hablar del cuento por encima de las particularidades nacionales e internacionales, porque es un género que entre nosotros tiene una importancia y una vitalidad que crecen de día en día. Alguna vez se harán las antologías definitivas —como las hacen los países anglosajones, por ejemplo— y se sabrá hasta dónde hemos sido capaces de llegar. Por el momento no me parece inútil hablar del cuento en abstracto, como género literario. Si nos hacemos una idea convincente de esa forma de expresión literaria, ella podrá contribuir a establecer una escala de valores para esa antología ideal que está por hacerse. Hay demasiada confusión, demasiados malentendidos en este terreno. Mientras los cuentistas siguen adelante su tarea, ya es tiempo de hablar de esa tarea en sí misma, al margen de las personas y de las nacionalidades. Es preciso llegar a tener una idea viva de lo que es el cuento, y eso es siempre difícil en la medida en que las ideas tienden a lo abstracto, a desvitalizar su contenido, mientras que a su vez la vida rechaza angustiada ese lazo que quiere echarle la conceptualización para fijarla y categorizarla. Pero si no tenemos una idea viva de lo que es el cuento habremos perdido el tiempo, porque un cuento, en última instancia, se mueve en ese plano del hombre donde la vida y la expresión escrita de esa vida libran una batalla fraternal, si se me permite el término; y el resultado de esa batalla es el cuento mismo, una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en una permanencia. Sólo con imágenes se puede trasmitir esa alquimia secreta que explica la profunda resonancia que un gran cuento tiene entre nosotros, y que explica también por qué hay muchos cuentos verdaderamente grandes.
Para entender el carácter peculiar del cuento se le suele comparara con la novela, género mucho más popular y sobre el cual abundan las preceptivas. Se señala, por ejemplo, que la novela se desarrolla en el papel, y por lo tanto en el tiempo de la lectura, sin otro límite que el agotamiento de la materia novelada; por su parte, el cuento parte de la noción de límite, y en primer término de límite físico, al punto que en Francia, cuando un cuento excede las veinte páginas, toma ya el nombre de nouvelle, género a caballo entre el cuento y la novela propiamente dicha. En ese sentido, la novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que una película es en principio un "orden abierto", novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación. No sé si ustedes han oído hablar de su arte a un fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido el que se exprese tal como podría hacerlo un cuentista en muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un Brasai definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad, fijándole determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara. Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el "clímax" de la obra, en una fotografía o en un cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos, sino que sean capaces de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucha más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento. Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out. Es cierto, en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran, y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como condenados, sometidos a una alta presión espiritual y formal para provocar esa "apertura" a que me refería antes. Basta preguntarse por qué un determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en literatura no hay temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas. Y así podemos adelantar ya que las nociones de significación, de intensidad y de tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la estructura misma del cuento.
Decíamos que el cuentista trabaja con un material que calificamos de significativo. El elemento significativo del cuento parecería residir principalmente en su tema, en el hecho de escoger un acaecimiento real o fingido que posea esa misteriosa propiedad de irradiar algo más allá de sí mismo, al punto que un vulgar episodio doméstico, como ocurre en tantos admirables relatos de una Katherine Mansfield o un Sherwood Anderson, se convierta en el resumen implacable de una cierta condición humana, o en el símbolo quemante de un orden social o histórico. Un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta. Pienso, por ejemplo, en el tema de la mayoría de los admirables relatos de Antón Chejov. ¿Qué hay allí que no sea tristemente cotidiano, mediocre, muchas veces conformista o inútilmente rebelde? Lo que se cuenta en esos relatos es casi lo que de niños, en las aburridas tertulias que debíamos compartir con los mayores, escuchábamos contar a los abuelos o a las tías; la pequeña, insignificante crónica familiar de ambiciones frustradas, de modestos dramas locales, de angustias a la medida de una sala, de un piano, de un té con dulces. Y, sin embargo, los cuentos de Katherine Mansfield, de Chéjov, son significativos, algo estalla en ellos mientras los leemos y nos proponen una especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la anécdota reseñada.
Ustedes se han dado ya cuenta de que esa significación misteriosa no reside solamente en el tema del cuento, porque en verdad la mayoría de los malos cuentos que todos hemos leído contienen episodios similares a los que tratan los autores nombrados. La idea de significación no puede tener sentido si no la relacionamos con las de intensidad y de tensión, que ya no se refieren solamente al tema sino al tratamiento literario de ese tema, a la técnica empleada para desarrollar el tema. Y es aquí donde, bruscamente, se produce el deslinde entre el buen y el mal cuentista. Por eso habremos de detenernos con todo el cuidado posible en esta encrucijada, para tratar de entender un poco más esa extraña forma de vida que es un cuento logrado, y ver por qué está vivo mientras otros, que aparentemente se le parecen, no son más que tinta sobre papel, alimento para el olvido.
Miremos la cosa desde el ángulo del cuentista y en este caso, obligadamente, desde mi propia versión del asunto. Un cuentista es un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del mundo, comprometido en mayor o en menor grado con la realidad histórica que lo contiene, escoge un determinado tema y hace con él un cuento. Este escoger un tema no tan es sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras veces siente como si el tema se le impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi caso, la gran mayoría de mis cuentos fueron escritos —cómo decirlo— al margen de mi voluntad, por encima o por debajo de mi consciencia razonante, como si yo no fuera más que un médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza ajena. Pero eso, que puede depender del temperamento de cada uno, no altera el hecho esencial, y es que en un momento dado hay tema, ya sea inventado o escogido voluntariamente, o extrañamente impuesto desde un plano donde nada es definible. Hay tema, repito, y ese tema va a volverse cuento. Antes que ello ocurra, ¿qué podemos decir del tema en sí? ¿Por qué ese tema y no otro? ¿Qué razones mueven consciente o inconscientemente al cuentista a escoger un determinado tema?
A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempre excepcional, pero no quiero decir con esto que un tema deba de ser extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito. Muy al contrario, puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y cotidiana. Lo excepcional reside en una cualidad parecida a la del imán; un buen tema atrae todo un sistema de relaciones conexas, coagula en el autor, y más tarde en el lector, una inmensa cantidad de nociones, entrevisiones, sentimientos y hasta ideas que flotan virtualmente en su memoria o su sensibilidad; un buen tema es como un sol, un astro en torno al cual gira un sistema planetario del que muchas veces no se tenía consciencia hasta que el cuentista, astrónomo de palabras, nos revela su existencia. O bien, para ser más modestos y más actuales a la vez, un buen tema tiene algo de sistema atómico, de núcleo en torno al cual giran los electrones; y todo eso, al fin y al cabo, ¿no es ya como una proposición de vida, una dinámica que nos insta a salir de nosotros mismos y a entrar en un sistema de relaciones más complejo y hermosos? Muchas veces me he preguntado cuál es la virtud de ciertos cuentos inolvidables. En el momento los leímos junto con muchos otros, que incluso podían ser de los mismos autores. Y he aquí que los años han pasado, y hemos vivido y olvidado tanto. Pero esos pequeños, insignificantes cuentos, esos granos de arena en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí, latiendo en nosotros. ¿No es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la mía, y podría dar algunos nombres. Tengo William Wilson de Edgar A. Poe; tengo Bola de sebo de Guy de Maupassant. Los pequeños planetas giran y giran: ahí está Un recuerdo de Navidad de Truman Capote; Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de Jorge Luis Borges; Un sueño realizado de Juan Carlos Onetti; La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi; Cincuenta de los grandes, de Hemingway; Los soñadores, de Izak Dinesen, y así podría seguir y seguir... Ya habrán advertido ustedes que no todos esos cuentos son obligatoriamente de antología. ¿Por qué perduran en la memoria? Piensen en los cuentos que no han podido olvidar y verán que todos ellos tienen la misma característica: son aglutinantes de una realidad infinitamente más vasta que la de su mera anécdota, y por eso han influido en nosotros con una fuerza que no haría sospechar la modestia de su contenido aparente, la brevedad de su texto. Y ese hombre que en un determinado momento elige un tema y hace con él un cuento será un gran cuentista si su elección contiene —a veces sin que él lo sepa conscientemente— esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de la condición humana. Todo cuento perdurable es como la semilla donde está durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá en nosotros, dará su sombra en nuestra memoria.
Sin embargo, hay que aclarar mejor esta noción de temas significativos. Un mismo tema puede ser profundamente significativo para un escritor, y anodino para otro; un mismo tema despertará enormes resonancias en un lector, y dejará indiferente a otro. En suma, puede decirse que no hay temas absolutamente significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado, así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y ciertos lectores. Por eso, cuando decimos que un tema es significativo, como en el caso de los cuentos de Chejov, esa significación se ve determinada en cierta medida por algo que está fuera del tema en sí, por algo que está antes y después del tema. Lo que está antes es el escritor, con su carga de valores humanos y literarios, con su voluntad de hacer una obra que tenga un sentido; lo que está después es el tratamiento literario del tema, la forma en que el cuentista, frente a su tema, lo ataca y sitúa verbal y estilísticamente, lo estructura en forma de cuento, y lo proyecta en último término hacia algo que excede el cuento mismo. Aquí me parece oportuno mencionar un hecho que me ocurre con frecuencia, y que otros cuentistas amigos conocen tan bien como yo. Es habitual que en el curso de una conversación, alguien cuente un episodio divertido o conmovedor o extraño, y que dirigiéndose luego al cuentista presente le diga: "Ahí tienes un tema formidable para un cuento; te lo regalo." A mí me han reglado en esa forma montones de temas, y siempre he contestado amablemente: "Muchas gracias", y jamás he escrito un cuento con ninguno de ellos. Sin embargo, cierta vez una amiga me contó distraídamente las aventuras de una criada suya en París. Mientras escuchaba su relato, sentí que eso podía llegar a ser un cuento. Para ella esos episodios no eran más que anécdotas curiosas; para mí, bruscamente, se cargaban de un sentido que iba mucho más allá de su simple y hasta vulgar contenido. Por eso, toda vez que me he preguntado: ¿Cómo distinguir entre un tema insignificante, por más divertido o emocionante que pueda ser, y otro significativo?, he respondido que el escritor es el primero en sufrir ese efecto indefinible pero avasallador de ciertos temas, y que precisamente por eso es un escritor. Así como para Marcel Proust el sabor de una magdalena mojada en el té abría bruscamente un inmenso abanico de recuerdos aparentemente olvidados, de manera análoga el escritor reacciona ante ciertos temas en la misma forma en que su cuento, más tarde, hará reaccionar al lector. Todo cuento está así predeterminado por el aura, por la fascinación irresistible que el tema crea en su creador.
Llegamos así al fin de esta primera etapa del nacimiento de un cuento, y tocamos el umbral de su creación propiamente dicha. He aquí al cuentista, que ha escogido un tema valiéndose de esas sutiles antenas que le permiten reconocer los elementos que luego habrán de convertirse en obra de arte. El cuentista está frente a su tema, frente a ese embrión que ya es vida, pero que no ha adquirido todavía su forma definitiva. Para él ese tema tiene sentido, tiene significación. Pero si todo se redujera a eso, de poco serviría; ahora, como último término del proceso, como juez implacable, está esperando al lector, el eslabón final del proceso creador, el cumplimiento o fracaso del ciclo. Y es entonces que el cuento tiene que nacer puente, tiene que nacer pasaje, tiene que dar el salto que proyecte la significación inicial, descubierta por el autor, a ese extremo más pasivo y menos vigilante y muchas veces hasta indiferente que se llama lector. Los cuentistas inexpertos suelen caer en la ilusión de imaginar que les basta escribir lisa y llanamente un tema que los ha conmovido, para conmover a su turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad de aquel que encuentra bellísimo a su hijo, y da por supuesto que todos los demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista capaz de superar esa primera etapa ingenua, aprende que en la literatura no bastan las buenas intenciones. Descubre que para volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con sus circunstancias de una manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse este secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más primordial. Lo que llamo intensidad en un cuento consiste en la eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de transición que la novela permite e incluso exige. Ninguno de ustedes habrá olvidado El barril de amontillado, de Edgar A. Poe. Lo extraordinario de este cuento es la brusca prescindencia de toda descripción de ambiente. A la tercera o cuarta frase estamos en el corazón del drama, asistiendo al cumplimiento implacable de una venganza. Los asesinos, de Hemingway, es otro ejemplo de intensidad obtenida mediante la eliminación de todo lo que no converja esencialmente al drama. Pero pensemos ahora en los cuentos de Joseph Conrad, de D. H. Lawrence, de Kafka. En ellos, con modalidades típicas de cada uno, la intensidad es de otro orden, y yo prefiero darle el nombre de tensión. Es una intensidad que se ejerce en la manera con que el autor nos va acercando lentamente a lo contado. Todavía estamos muy lejos de saber lo que va a ocurrir en el cuento, y sin embargo no podemos sustraernos a su atmósfera. En el caso de El barril de amontillado y de Los asesinos, los hechos despojados de toda preparación saltan sobre nosotros y nos atrapan; en cambio, en un relato demorado y caudaloso de Henry James —"La lección del maestro", por ejemplo— se siente de inmediato que los hechos en sí carecen de importancia, que todo está en las fuerzas que los desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los acompaña. Pero tanto la intensidad de la acción como la tensión interna del relato son el producto de lo que antes llamé el oficio de escritor, y es aquí donde nos vamos acercando al final de este paseo por el cuento.
En mi país, y ahora en Cuba, he podido leer cuentos de los autores más variados: maduros o jóvenes, de la ciudad o del campo, entregados a la literatura por razones estéticas o por imperativos sociales del momento, comprometidos o no comprometidos. Pues bien, y aunque suene a perogrullada, tanto en la Argentina como aquí los buenos cuentos los están escribiendo quienes dominen el oficio en el sentido ya indicado. Un ejemplo argentino aclarará mejor esto. En nuestras provincias centrales y norteñas existe una larga tradición de cuentos orales, que los gauchos se transmiten de noche en torno al fogón, que los padres siguen contando a sus hijos, y que de golpe pasan por la pluma de un escritor regionalista y, en una abrumadora mayoría de casos, se convierten en pésimos cuentos. ¿Qué ha sucedido? Los relatos en sí son sabrosos, traducen y resumen la experiencia, el sentido del humor y el fatalismo del hombre de campo; algunos incluso se elevan a la dimensión trágica o poética. Cuando uno los escucha de boca de un viejo criollo, entre mate y mate, siente como una anulación del tiempo, y piensa que también los aedos griegos contaban así las hazañas de Aquiles para maravilla de pastores y viajeros. Pero en ese momento, cuando debería surgir un Homero que hiciese una Ilíada o una Odisea de esa suma de tradiciones orales, en mi país surge un señor para quien la cultura de las ciudades es un signo de decadencia, para quien los cuentistas que todos amamos son estetas que escribieron para el mero deleite de clases sociales liquidadas, y ese señor entiende en cambio que para escribir un cuento lo único que hace falta es poner por escrito un relato tradicional, conservando todo lo posible el tono hablado, los giros campesinos, las incorrecciones gramaticales, eso que llaman el color local. No sé si esa manera de escribir cuentos populares se cultiva en Cuba; ojalá que no...

22 mar 2010

99% de talento... 99% de disciplina... 99% de trabajo

—¿Existe alguna fórmula que sea posible seguir para ser un buen novelista?
—99% de talento... 99% de disciplina... 99% de trabajo. El novelista nunca debe sentirse satisfecho con lo que hace. Lo que se hace nunca es tan bueno como podría ser. Siempre hay que soñar y apuntar más alto de lo que uno puede apuntar. No preocuparse por ser mejor que sus contemporáneos o sus predecesores. Tratar de ser mejor que uno mismo. Un artista es una criatura impulsada por demonios. No sabe por qué ellos lo escogen y generalmente está demasiado ocupado para preguntárselo. Es completamente amoral en el sentido de que será capaz de robar, tomar prestado, mendigar o despojar a cualquiera y a todo el mundo con tal de realizar la obra.
—¿Quiere usted decir que el artista debe ser completamente despiadado?
—El artista es responsable sólo ante su obra. Será completamente despiadado si es un buen artista. Tiene un sueño, y ese sueño lo angustia tanto que debe librarse de él. Hasta entonces no tiene paz. Lo echa todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad, la felicidad, todo, con tal de escribir el libro. Si un artista tiene que robarle a su madre, no vacilará en hacerlo...
—Entonces la falta de seguridad, de felicidad, honor, etcétera, ¿sería un factor importante en la capacidad creadora del artista?
—No. Esas cosas sólo son importantes para su paz y su contento, y el arte no tiene nada que ver con la paz y el contento.
—Entonces, ¿cuál sería el mejor ambiente para un escritor?
—El arte tampoco tiene nada que ver con el ambiente; no le importa dónde está. Si usted se refiere a mí, el mejor empleo que jamás me ofrecieron fue el de administrador de un burdel. En mi opinión, ese es el mejor ambiente en que un artista puede trabajar. Goza de una perfecta libertad económica, está libre del temor y del hambre, dispone de un techo sobre su cabeza y no tiene nada qué hacer excepto llevar unas pocas cuentas sencillas e ir a pagarle una vez al mes a la policía local. El lugar está tranquilo durante la mañana, que es la mejor parte del día para trabajar. En las noches hay la suficiente actividad social como para que el artista no se aburra, si no le importa participar en ella; el trabajo da cierta posición social; no tiene nada qué hacer porque la encargada lleva los libros; todas las empleadas de la casa son mujeres, que lo tratarán con respeto y le dirán "señor". Todos los contrabandistas de licores de la localidad también le dirán "señor". Y él podrá tutearse con los policías. De modo, pues que el único ambiente que el artista necesita es toda la paz, toda la soledad y todo el placer que pueda obtener a un precio que no sea demasiado elevado. Un mal ambiente sólo le hará subir la presión sanguínea, al hacerle pasar más tiempo sintiéndose frustrado o indignado. Mi propia experiencia me ha enseñado que los instrumentos que necesito para mi oficio son papel, tabaco, comida y un poco de whisky.
—¿Bourbon?
—No, no soy tan melindroso. Entre escocés y nada, me quedo con escocés.
—Usted mencionó la libertad económica. ¿La necesita el escritor?
—No. El escritor no necesita libertad económica. Todo lo que necesita es un lápiz y un poco de papel. Que yo sepa nunca se ha escrito nada bueno como consecuencia de aceptar dinero regalado. El buen escritor nunca recurre a una fundación. Está demasiado ocupado escribiendo algo. Si no es bueno de veras, se engaña diciéndose que carece de tiempo o de libertad económica. El buen arte puede ser producido por ladrones, contrabandistas de licores o cuatreros. La gente realmente teme descubrir exactamente cuántas penurias y pobreza es capaz de soportar. Y a todos les asusta descubrir cuán duros pueden ser. Nada puede destruir al buen escritor. Lo único que puede alterar al buen escritor es la muerte. Los que son buenos no se preocupan por tener éxito o por hacerse ricos. El éxito es femenino e igual que una mujer: si uno se le humilla, le pasa por encima. De modo, pues, que la mejor manera de tratarla es mostrándole el puño. Entonces tal vez la que se humille será ella.
—¿Trabajar para el cine es perjudicial para su propia obra de escritor?
—Nada puede perjudicar la obra de un hombre si éste es un escritor de primera, nada podrá ayudarlo mucho. El problema no existe si el escritor no es de primera, porque ya habrá vendido su alma por una piscina.
—Usted dice que el escritor debe transigir cuando trabaja para el cine. ¿Y en cuanto a su propia obra? ¿Tiene alguna obligación con el lector?
—Su obligación es hacer su obra lo mejor que pueda hacerla; cualquier obligación que le quede después de eso, puede gastarla como le venga la gana. Yo, por mi parte, estoy demasiado ocupado para preocuparme por el público. No tengo tiempo para pensar quién me lee. No me interesa la opinión de Juan Lector sobre mi obra ni sobre la de cualquier otro escritor. La norma que tengo que cumplir es la mía, y esa es la que me hace sentir como me siento cuando leo La tentación de Saint Antoine o el Antiguo Testamento. Me hace sentir bien, del mismo modo que observar un pájaro me hace sentir bien. Si reencarnara, sabe usted, me gustaría volver a vivir como un zopilote. Nadie lo odia, ni lo envidia, ni lo quiere, ni lo necesita. Nadie se mete con él, nunca está en peligro y puede comer cualquier cosa.
—¿Qué técnica utiliza para cumplir su norma?
—Si el escritor está interesado en la técnica, más le vale dedicarse a la cirugía o a colocar ladrillos. Para escribir una obra no hay ningún recurso mecánico, ningún atajo. El escritor joven que siga una teoría es un tonto. Uno tiene que enseñarse por medio de sus propios errores; la gente sólo aprende a través del error. El buen artista cree que nadie sabe lo bastante para darle consejos. tiene una vanidad suprema. No importa cuánto admire al escritor viejo, quiere superarlo.
—Entonces, ¿usted niega la validez de la técnica?
—De ninguna manera. Algunas veces la técnica arremete y se apodera del sueño antes que el propio escritor pueda aprehenderlo. Eso es tour de force y la obra terminada es simplemente cuestión de juntar bien los ladrillos, puesto que el escritor probablemente conoce cada una de las palabras que va a usar hasta el fin de la obra antes de escribir la primera. Eso sucedió con Mientras agonizo. No fue fácil. Ningún trabajo honrado lo es. Fue sencillo en cuanto que todo el material estaba ya a la mano. La composición de la obra me llevó sólo unas seis semanas en el tiempo libre que me dejaba un empleo de doce horas al día haciendo trabajo manual. Sencillamente me imaginé un grupo de personas y las sometí a las catástrofes naturales universales, que son la inundación y el fuego, con una motivación natural simple que le diera dirección a su desarrollo. Pero cuando la técnica no interviene, escribir es también más fácil en otro sentido. Porque en mi caso siempre hay un punto en el libro en el que los propios personajes se levantan y toman el mando y completan el trabajo. Eso sucede, digamos, alrededor de la página 275. Claro está que yo no sé lo que sucedería si terminara el libro en la página 274. La cualidad que un artista debe poseer es la objetividad al juzgar su obra, más la honradez y el valor de no engañarse al respecto. Puesto que ninguna de mis obras ha satisfecho mis propias normas, debo juzgarlas sobre la base de aquélla que me causó la mayor aflicción y angustia del mismo modo que la madre ama al hijo que se convirtió en ladrón o asesino más que al que se convirtió en sacerdote.
—¿Qué obra es ésa?
—El Sonido y la Furia. La escribí cinco veces distintas, tratando de contar la historia para librarme del sueño que seguiría angustiándome mientras no la contara. Es una tragedia de dos mujeres perdidas: Caddy y su hija. Dilsey es uno de mis personajes favoritos porque es valiente, generosa, dulce y honrada. Es mucho más valiente, honrada y generosa que yo.
—¿Cómo empezó El Sonido y la Furia?
—Empezó con una imagen mental. Yo no comprendí en aquel momento que era simbólica. La imagen era la de los fondillos enlodados de los calzoncitos de una niña subida a un peral, desde donde ella podía ver a través de una ventana el lugar donde se estaba efectuando el funeral de su abuela y se lo contaba a sus hermanos que estaban al pie del árbol. Cuando llegué a explicar quiénes eran ellos y qué estaban haciendo y cómo se habían enlodado los calzoncitos de la niña, comprendí que sería imposible meterlo todo en un cuento y que el relato tendría que ser un libro. Y entonces comprendí el simbolismo de los calzoncitos enlodados, y esa imagen fue reemplazada por la de la niña huérfana de padre y madre que se descuelga por el tubo de desagüe del techo para escaparse del único hogar que tiene, donde nunca ha recibido amor ni afecto ni comprensión. Yo había empezado a contar la historia a través de los ojos del niño idiota, porque pensaba que sería más eficaz si la contaba alguien que sólo fuera capaz de saber lo que sucedía, pero no por qué. Me di cuenta de que no había contado la historia esa vez. Traté de volver a contarla, ahora a través de los ojos de otro hermano. Tampoco resultó. La conté por tercera vez a través de los ojos del tercer hermano. Tampoco resultó. Traté de reunir los fragmentos y de llenar las lagunas haciendo yo mismo las veces de narrador. Todavía no quedó completa, hasta quince años después de la publicación del libro, cuando escribí, como apéndice de otro libro, el esfuerzo final para acabar de contar la historia y sacármela de la cabeza de modo que yo mismo pudiera sentirme en paz. Ese es el libro por el que siento más ternura. Nunca pude dejarlo de lado y nunca pude contar bien la historia, aun cuando lo intenté con ahínco y me gustaría volver a intentarlo, aunque probablemente fracasaría otra vez.
—¿Qué emoción suscita Benjy en usted?
—La única emoción que puedo sentir por Benjy es aflicción y compasión por toda la humanidad. No se puede sentir nada por Benjy porque él no siente nada. Lo único que puedo sentir por él personalmente es preocupación en cuanto a que sea creíble tal cual yo lo creé. Benjy fue un prólogo, como el sepulturero en los dramas isabelinos. Cumple su cometido y se va. Benjy es incapaz del bien y del mal porque no tiene conocimiento alguno del bien y del mal.
—¿Podía Benjy sentir amor?
—Benjy no era lo suficientemente racional ni siquiera para ser un egoísta. Era un animal. Reconocía la ternura y el amor, aunque no habría podido nombrarlos; y fue la amenaza a la ternura y al amor lo que lo llevó a gritar cuando sintió el cambio en Caddy. Ya no tenía a Caddy; siendo un idiota, ni siquiera estaba consciente de la ausencia de Caddy. Sólo sabía que algo andaba mal, lo cual creaba un vacío en el que sufría. Trató de llenar ese vacío. Lo único que tenía era una de las pantuflas desechadas de Caddy. La pantufla era la ternura y el amor de Benjy que éste podría haber nombrado, y sólo sabía que le faltaban. Era mugroso porque no podía coordinar y porque la mugre no significaba nada para él. Así como no podía distinguir entre el bien y el mal, tampoco podía distinguir entre lo limpio y lo sucio. La pantufla le daba consuelo aun cuando ya no recordaba la persona a la que había pertenecido, como tampoco podía recordar por qué sufría. Si Caddy hubiese reaparecido, Benjy probablemente no la habría reconocido.
—¿Ofrece ventajas artísticas el componer la novela en forma de alegoría, como la alegoría cristiana que usted utilizó en Una fábula?
—La misma ventaja que representa para el carpintero construir esquinas cuadradas al construir una casa cuadrada. En Una fábula, la alegoría cristiana era la alegoría indicada en esa historia particular, del mismo modo que una esquina cuadrada oblonga es la esquina indicada para construir una casa rectangular oblonga.
—¿Quiere decir que un artista puede usar el cristianismo simplemente como cualquier otra herramienta, de la misma manera que un carpintero tomaría prestado un martillo?
—Al carpintero del que estamos hablando nunca le falta ese martillo. A nadie le falta cristianismo, si nos ponemos de acuerdo en cuanto al significado que le damos a la palabra. Se trata del código de conducta individual de cada persona, por medio del cual ésta se hace un ser humano superior al que su naturaleza quiere que sea si la persona sólo obedece a su naturaleza. Cualquiera que sea su símbolo —la cruz o la media luna o lo que fuere—, ese símbolo es para el hombre el recordatorio de su deber como miembro de la raza humana. Sus diversas alegorías son los modelos con los que se mide a sí mismo y aprende a conocerse. La alegoría no puede enseñar al hombre a ser bueno del mismo modo que el libro de texto le enseña matemáticas. Le enseña cómo descubrirse a sí mismo, cómo hacerse de un código moral y de una norma dentro de sus capacidades y aspiraciones al proporcionarle un ejemplo incomparable de sufrimiento y sacrificio y la promesa de una esperanza. Los escritores siempre se han nutrido, y siempre se nutrirán de las alegorías de la conciencia moral, por la razón de que las alegorías son incomparables: los tres hombres de Moby Dick, que representan la trinidad de la conciencia: no saber nada, saber y no preocuparse, y saber y preocuparse. La misma trinidad está representada en Una fábula por el viejo aviador judío, que dice "Esto es terrible. Me niego a aceptarlo, aun cuando deba rechazar la vida para hacerlo"; el viejo cuartelmaestre francés, que dice: "Esto es terrible, pero podemos llorar y soportarlo"; y el mismo mensajero del batallón inglés que dice: "Esto es terrible, voy a hacer algo para remediarlo".
—¿Fueron reunidos en un solo volumen los dos temas no relacionados de Las palmeras salvajes con algún propósito simbólico? ¿Se trata, como sugieren algunos críticos, de una especie de contrapunto estético o de una simple casualidad?
—No, no. Aquello era una historia: la historia de Charlotte Rittenmeyer y Harry Wilbourne, que lo sacrificaron todo por el amor y después perdieron eso. Yo no sabía que iban a ser dos historias separadas sino después de haber empezado el libro. Cuando llegué al final de lo que ahora es la primera sección de Las palmeras salvajes, comprendí súbitamente que faltaba algo, que la historia necesitaba énfasis, algo que la levantara como el contrapunto en la música. Así que me puse a escribir El viejo hasta que Las palmeras salvajes volvió a ganar intensidad. Entonces interrumpí El viejo en lo que ahora es su primera parte y reanudé la composición de Las palmeras salvajes hasta que empezó a decaer nuevamente. Entonces volví a darle intensidad con otra parte de su antítesis, que es la historia de un hombre que conquistó su amor y pasó el resto del libro huyendo de él, hasta el grado de volver voluntariamente a la cárcel en que estaría a salvo. Son dos historias sólo por casualidad, tal vez por necesidad. La historia es la de Charlotte y Wilbourne.
—¿Qué porción de sus obras se basan en la experiencia personal?
—No sabría decirlo. Nunca he hecho la cuenta, porque la "porción" no tiene importancia. Un escritor necesita tres cosas: experiencia, observación e imaginación. Cualesquiera dos de ellas, y a veces una puede suplir la falta de las otras dos. En mi caso, una historia generalmente comienza con una sola idea, un solo recuerdo o una sola imagen mental. La composición de la historia es simplemente cuestión de trabajar hasta el momento de explicar por qué ocurrió la historia o qué otras cosas hizo ocurrir a continuación. Un escritor trata de crear personas creíbles en situaciones conmovedoras creíbles de la manera más conmovedora que pueda. Obviamente, debe utilizar, como uno de sus instrumentos, el ambiente que conoce. Yo diría que la música es el medio más fácil de expresarse, puesto que fue el primero que se produjo en la experiencia y en la historia del hombre. Pero puesto que mi talento reside en las palabras, debo tratar de expresar torpemente en palabras lo que la música pura habría expresado mejor. Es decir, que la música lo expresaría mejor y más simplemente, pero yo prefiero usar palabras, del mismo modo que prefiero leer a escuchar. Prefiero el silencio al sonido, y la imagen producida por las palabras ocurre en el silencio. Es decir, que el trueno y la música de la prosa tienen lugar en el silencio.
—Usted dijo que la experiencia, la observación y la imaginación son importantes para el escritor. ¿Incluiría usted la inspiración?
—Yo no sé nada sobre la inspiración, porque no sé lo que es eso. La he oído mencionar, pero nunca la he visto.
—Se dice que usted como escritor está obsesionado por la violencia.
—Eso es como decir que el carpintero está obsesionado con su martillo. La violencia es simplemente una de las herramientas del carpintero (sic). El escritor, al igual que el carpintero, no puede construir con una sola herramienta.
—¿Puede usted decir cómo empezó su carrera de escritor?
—Yo vivía en Nueva Orleáns, trabajando en lo que fuera necesario para ganar un poco de dinero de vez en cuando. Conocí a Sherwood Anderson. Por las tardes solíamos caminar por la ciudad y hablar con la gente. Por las noches volvíamos a reunirnos y nos tomábamos una o dos botellas mientras él hablaba y yo escuchaba. Antes del mediodía nunca lo veía. Él estaba encerrado, escribiendo. Al día siguiente volvíamos a hacer lo mismo. Yo decidí que si esa era la vida de un escritor, entonces eso era lo mío y me puse a escribir mi primer libro. En seguida descubrí que escribir era una ocupación divertida. Incluso me olvidé de que no había visto al señor Anderson durante tres semanas, hasta que él tocó a mi puerta —era la primera vez que venía a verme— y me preguntó: "¿Qué sucede? ¿Está usted enojado conmigo?". Le dije que estaba escribiendo un libro. El dijo: "Dios mío", y se fue. Cuando terminé el libro, La paga de los soldados, me encontré con la señora Anderson en la calle. Me preguntó cómo iba el libro y le dije que ya lo había terminado. Ella me dijo: "Sherwood dice que está dispuesto a hacer un trato con usted. Si usted no le pide que lea los originales. él le dirá a su editor que acepte el libro". Yo le dije "trato hecho", y así fue como me hice escritor.
—¿Qué tipo de trabajo hacía usted para ganar ese "poco dinero de vez en cuando"?
—Lo que se presentara. Yo podía hacer un poco de casi cualquier cosa: manejar lanchas, pintar casas, pilotar aviones. Nunca necesitábamos mucho dinero porque entonces la vida era barata en Nueva Orleáns, y todo lo que quería era un lugar donde dormir, un poco de comida, tabaco y whisky. Había muchas cosas que yo podía hacer durante dos o tres días a fin de ganar suficiente dinero para vivir el resto del mes. Yo soy, por temperamento, un vagabundo y un golfo. El dinero no me interesa tanto como para forzarme a trabajar para ganarlo. En mi opinión, es una vergüenza que haya tanto trabajo en el mundo. Una de las cosas más tristes es que lo único que un hombre puede hacer durante ocho horas, día tras día, es trabajar. No se puede comer ocho horas, ni beber ocho horas diarias, ni hacer el amor ocho horas... lo único que se puede hacer durante ocho horas es trabajar. Y esa es la razón de que el hombre se haga tan desdichado e infeliz a sí mismo y a todos los demás.
—Usted debe sentirse en deuda con Sherwood Anderson, pero, ¿qué juicio le merece como escritor?
—Él fue el padre de mi generación de escritores norteamericanos y de la tradición literaria norteamericana que nuestros sucesores llevarán adelante. Anderson nunca ha sido valorado como se merece. Dreiser es su hermano mayor y Mark Twain el padre de ambos.
—Y, ¿en cuanto a los escritores europeos de ese período?
—Los dos grandes hombres de mi tiempo fueron Mann y Joyce. Uno debe acercarse al Ulysses de Joyce como el bautista analfabeto al Antiguo Testamento: con fe.
—¿Lee usted a sus contemporáneos?
—No; los libros que leo son los que conocí y amé cuando era joven y a los que vuelvo como se vuelve a los viejos amigos: El Antiguo Testamento, Dickens, Conrad, Cervantes... leo el Quijote todos los años, como algunas personas leen la Biblia. Flaubert, Balzac —éste último creó un mundo propio intacto, una corriente sanguínea que fluye a lo largo de veinte libros—, Dostoyevsky, Tolstoy, Shakespeare. Leo a Melville ocasionalmente y entre los poetas a Marlowe, Campion, Jonson, Herrik, Donne, Keats y Shelley. Todavía leo a Housman. He leído estos libros tantas veces que no siempre empiezo en la primera página para seguir leyendo hasta el final. Sólo leo una escena, o algo sobre un personaje, del mismo modo que uno se encuentra con un amigo y conversa con él durante unos minutos.
—¿Y Freud?
—Todo el mundo hablaba de Freud cuando yo vivía en Nueva Orleáns, pero nunca lo he leído. Shakespeare tampoco lo leyó y dudo que Melville lo haya hecho, y estoy seguro de que Moby Dick tampoco.
—¿Lee usted novelas policíacas?
—Leo a Simenon porque me recuerda algo de Chéjov.
—¿Y sus personajes favoritos?
—Mis personajes favoritos son Sarah Gamp: una mujer cruel y despiadada, una borracha oportunista, indigna de confianza, en la mayor parte de su carácter era mala, pero cuando menos era un carácter; la señora Harris, Falstaf, el Príncipe Hall, don Quijote y Sancho, por supuesto. A lady Macbeth siempre la admiro. Y a Bottom, Ofelia y Mercucio. Este último y la señora Gamp se enfrentaron con la vida, no pidieron favores, no gimotearon. Huckleberry Finn, por supuesto, y Jim. Tom Sawyer nunca me gustó mucho: un mentecato. Ah, bueno, y me gusta Sut Logingood, de un libro escrito por George Harris en 1840 o 1850 en las montañas de Tennesse. Lovingood no se hacía ilusiones consigo mismo, hacía lo mejor que podía; en ciertas ocasiones era un cobarde y sabía que lo era y no se avergonzaba; nunca culpaba a nadie por sus desgracias y nunca maldecía a Dios por ellas.
—Y, ¿en cuanto a la función de los críticos?
—El artista no tiene tiempo para escuchar a los críticos. Los que quieren ser escritores leen las críticas, los que quieren escribir no tienen tiempo para leerlas. El crítico también está tratando de decir: "Yo pasé por aquí". La finalidad de su función no es el artista mismo. El artista está un peldaño por encima del crítico, porque el artista escribe algo que moverá al crítico. El crítico escribe algo que moverá a todo el mundo menos al artista.
—Entonces, ¿usted nunca siente la necesidad de discutir sobre su obra con alguien?
—No; estoy demasiado ocupado escribiéndola. Mi obra tiene que complacerme a mí, y si me complace entonces no tengo necesidad de hablar sobre ella. Si no me complace, hablar sobre ella no la hará mejor, puesto que lo único que podrá mejorarla será trabajar más en ella. Yo no soy un literato; sólo soy un escritor. No me da gusto hablar de los problemas del oficio.
—Los críticos sostienen que las relaciones familiares son centrales en sus novelas.
—Esa es una opinión y, como ya le dije, yo no leo a los críticos. Dudo que un hombre que está tratando de escribir sobre la gente esté más interesado en sus relaciones familiares que en la forma de sus narices, a menos que ello sea necesario para ayudar al desarrollo de la historia. Si el escritor se concentra en lo que sí necesita interesarse, que es la verdad y el corazón humano, no le quedará mucho tiempo para otras cosas, como las ideas y hechos tales como la forma de las narices o las relaciones familiares, puesto que en mi opinión las ideas y los hechos tienen muy poca relación con la verdad.
—Los críticos también sugieren que sus personajes nunca eligen conscientemente entre el bien y el mal.
—A la vida no le interesa el bien y el mal. Don Quijote elegía constantemente entre el bien y el mal, pero elegía en su estado de sueño. Estaba loco. Entraba en la realidad sólo cuando estaba tan ocupado bregando con la gente que no tenía tiempo para distinguir entre el bien y el mal. Puesto que los seres humanos sólo existen en la vida, tienen que dedicar su tiempo simplemente a estar vivos. La vida es movimiento y el movimiento tiene que ver con lo que hace moverse al hombre, que es la ambición, el poder, el placer. El tiempo que un hombre puede dedicarle a la moralidad, tiene que quitárselo forzosamente al movimiento del que él mismo es parte. Está obligado a elegir entre el bien y el mal tarde o temprano, porque la conciencia moral se lo exige a fin de que pueda vivir consigo mismo el día de mañana. Su conciencia moral es la maldición que tiene que aceptar de los dioses para obtener de éstos el derecho a soñar.
—¿Podría usted explicar mejor lo que entiende por movimiento en relación con el artista?
—La finalidad de todo artista es detener el movimiento que es la vida, por medios artificiales y mantenerlo fijo de suerte que cien años después, cuando un extraño lo contemple, vuelva a moverse en virtud de qué es la vida. Puesto que el hombre es mortal, la única inmortalidad que le es posible es dejar tras de sí algo que sea inmortal porque siempre se moverá. Esa es la manera que tiene el artista de escribir "Yo estuve aquí" en el muro de la desaparición final e irrevocable que algún día tendrá que sufrir.
—Malcom Cowley ha dicho que sus personajes tienen una conciencia de sumisión a su destino.
—Esa es su opinión. Yo diría que algunos la tienen y otros no, como los personajes de todo el mundo. Yo diría que Lena Grove en Luz de agosto se entendió bastante bien con la suya. Para ella no era realmente importante en su destino que su hombre fuera Lucas Birch o no. Su destino era tener un marido e hijos y ella lo sabía, de modo que fue y los tuvo sin pedirle ayuda a nadie. Ella era la capitana de su propia alma. Uno de los parlamentos más serenos y sensatos que yo he escuchado fue cuando ella le dijo a Byron Bunch en el instante mismo de rechazar su intento final, desesperado, desesperanzado, de violarla, "¿No te da vergüenza? ¡Podías haber despertado al niño!". No se sintió confundida, asustada ni alarmada por un solo momento. Ni siquiera sabía que no necesitaba compasión. Su último parlamento, por ejemplo: "No llevo viajando más que un mes y ya estoy en Tennesse. Vaya, vaya, cómo rueda uno". La familia Brunden, en Mientras agonizo, se las arregló bastante bien con su destino. El padre, después de perder a su esposa, necesitaba naturalmente otra, así que se la buscó. De un solo golpe no sólo reemplazó a la cocinera de la familia, sino que adquirió un fonógrafo para darles gusto a todos mientras descansaban. La hija embarazada no logró deshacerse de su problema esa vez, pero no se descorazonó. Lo intentó nuevamente, y aun cuando todos los intentos fracasaron, al fin y al cabo no fue más que otro bebé.
—¿Qué le sucedió a usted entre La paga de los soldados y Sartoris? Es decir, ¿cuál fue el motivo de que usted empezara a escribir la saga de Yoknapatawpha?
—Con La paga de los soldados descubrí que escribir era divertido. Pero más tarde descubrí que no sólo cada libro tiene que tener un designio, sino que todo el conjunto o la suma de la obra de un artista tiene que tener un designio. La paga de los soldados y Mosquitos los escribí por el gusto de escribir, porque era divertido. Comenzando con Sartoris descubrí que mi propia parcela de suelo natal era digna de que se escribiera acerca de ella y que yo nunca viviría lo suficiente para agotarla, y que mediante la sublimación de lo real en lo apócrifo yo tendría completa libertad para usar todo el talento que pudiera poseer, hasta el grado máximo. Ello abrió una mina de oro de otras personas, de suerte que creé un cosmos de mi propiedad. Puedo mover a esas personas de aquí para allá como Dios, no sólo en el espacio sino en el tiempo también. El hecho de que haya logrado mover a mis personajes en el tiempo, cuando menos según mi propia opinión, me comprueba mi propia teoría de que el tiempo es una condición fluida que no tiene existencia excepto en los avatares momentáneos de las personas individuales. No existe tal cosa como fue; sólo es. Si fue existiera, no habría pena ni aflicción. A mí me gusta pensar que el mundo que creé es una especie de piedra angular del universo; que si esa piedra angular, pequeña y todo como es, fuera retirada, el universo se vendría abajo. Mi último libro será el libro del Día del Juicio Universal, el Libro de Oro del Condado de Yoknapatawpha. Entonces quebraré el lápiz y tendré que detenerme.

18 mar 2010

La palabra

Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan... Me prosterno ante ellas... Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito... Amo tanto las palabras... Las inesperadas... Las que glotonamente se esperan, se acechan, hasta que de pronto caen... Vocablos amados... Brillan como piedras de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío... Persigo algunas palabras... Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema... Las agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes, ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas... Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto... Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola... Todo está en la palabra... Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció... Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces... Son antiquísimas y recientísimas... Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada... Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos... Éstos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo... Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas... Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra... Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes... el idioma. Salimos perdiendo... Salimos ganando... Se llevaron el oro y nos dejaron el oro... Se lo llevaron todo y nos dejaron todo... Nos dejaron las palabras.

17 mar 2010

El libro de mi vida

El profesor Nikola Koljevic tenía largos dedos de pianista. Aunque a fines de los ‘80 era profesor mío y de muchos más en la Universidad de Sarajevo, durante sus años de estudiante se había ganado la vida tocando jazz en los bares de Belgrado. Incluso llegó a formar parte de una orquesta circense: se sentaba a un costado de la arena, con una tragedia de Shakespeare abierta a manera de partitura, flexionando los dedos, ignorando a los leones, y esperando que los payasos hicieran su entrada.
Koljevic dictaba un curso de “Poesía y crítica”, en el que nos hacía analizar las propiedades inherentes a una obra literaria desechando todo lo que la rodeaba. El resto de los profesores impartía sus clases sin la menor pasión, poseídos por los demonios del aburrimiento académico, incapaces de exigir algo a sus alumnos. En el curso de Koljevic, en cambio, desenvolvíamos poemas como si fueran regalos de Navidad y la solidaridad creada por aquellos descubrimientos grupales invadía la caldeada atmósfera del aula en el ático de la facultad de filosofía. El profesor Koljevic era una persona increíblemente culta, que citaba de memoria tramos enteros de Shakespeare (y en inglés, cosa que nos impresionaba vivamente: todos nosotros queríamos tener todo leído y citar con esa facilidad). También dictaba un taller de ensayo, en el que leíamos a los clásicos y luego intentábamos producir algo propio, aunque a duras penas conseguíamos burdas imitaciones. De todos modos, nos hinchaba de orgullo que a sus ojos pudiéramos pertenecer, siquiera remotamente, al mismo mundo que Montaigne. Nos hacía sentir como si hubiésemos sido personalmente invitados al parnaso de la literatura.
Una tarde, Koljevic nos habló de un libro que su hija había comenzado a escribir a los cinco años. Lo había titulado El libro de mi vida, pero sólo tenía escrito el primer capítulo. Porque, según Koljevic, la niña había decidido acumular un poco más de vida antes de comenzar el segundo capítulo. Todos nos reímos, aunque cada uno de nosotros estaba también en los primeros capítulos del libro de nuestras vidas, sin sospechar siquiera la trama que se tejía a nuestro alrededor.
Después de graduarme, llamé a Koljevic para agradecerle lo que me había enseñado: el mundo que se podía conquistar a través de la lectura. Por aquel entonces, esa clase de llamados de un alumno a un profesor implicaba un acto de considerable intrepidez. Pero Koljevic, lejos de mostrarse distante, me invitó a caminar por la orilla del río Miljacka para hablar de literatura. Durante el trayecto, pasó su mano sobre mi espalda y yo sentí sus dedos como incómodos garfios en mi hombro, ya que era bastante más alto que él. Pero no dije nada: él había cruzado una frontera, y yo no quería, por nada del mundo, atentar contra esa cercanía.
Poco después de aquella caminata, comencé a trabajar para Nasi Dani, una revista independiente de Sarajevo. Por esa misma época, Koljevic se convirtió en uno de los miembros más acomodados del Partido Democrático, un partido virulentamente nacionalista liderado por Radovan Karadzic, un psiquiatra y poeta de nulo talento que se convertiría en el criminal de guerra más buscado del mundo. Debí cubrir como periodista muchas conferencias de prensa del partido, en las cuales escuché los furibundos discursos de Karadzic, pletóricos de paranoia y racismo. El profesor Koljevic estaba siempre ahí, sentado a su lado: pequeño y solemne detrás de sus enormes anteojos culo de botella, con su legendario saco de tweed emparchado en los codos y sus largos dedos de pianista blandamente entrelazados entre la plegaria y el aplauso. Siempre me acercaba a saludarlo, creyendo que todavía compartíamos el amor por los libros. “Manténgase alejado de todo esto”, me advirtió un día. “Limítese a la literatura.”
En 1992 hice un viaje a Estados Unidos que iba a ser breve. Cuando se desencadenó el ataque serbio a Bosnia y el sitio de Sarajevo, decidí no volver. A salvo en Chicago, vi las caras emaciadas de los prisioneros en los campos serbios, las expresiones aterrorizadas de quienes debían lanzarse a la calle bajo el fuego cruzado de los francotiradores (tratando en vano de reconocer rostros familiares entre las víctimas). Vi cómo masacraban a gente que hacía pacífica fila para comprar pan, y cómo disparaban a las rodillas a un hombre que trataba desesperadamente de escapar de un camión alcanzado por un misil. Vi la biblioteca de Sarajevo arder en impávidas llamas.
No se me escapaba la diabólica ironía de que un poeta (no importa cuán mediocre) y un catedrático causaran la destrucción de una biblioteca. Cada tanto, en los noticieros, veía la figura del profesor Koljevic detrás de Karadzic, quien negaba terminantemente todo lo que estaba pasando (según él, los hechos no eran más que “acciones defensivas” o, directamente, invenciones de la prensa extranjera). Ocasionalmente, el mismo Koljevic respondía a las preguntas de los periodistas, tomando con sorna toda referencia a los campos de concentración y aduciendo que los crímenes serbios no eran más que las desgracias intrínsecas a toda “guerra civil”. En The Troubles We’ve Seen, el documental de Marcel Ophuls sobre los reporteros extranjeros que cubrieron la guerra en Bosnia, aparece Koljevic –”el Shakespeare serbio”–, explicando en un inglés impecable a un periodista de la BBC que esos sonidos que se oían de fondo (los bombardeos serbios sobre Sarajevo) eran en realidad parte del ritual con que los ortodoxos celebran la Navidad. “Huelga decir que los serbios hacen esto desde tiempo inmemorial”, dijo. Y sonrió, disfrutando al parecer de su desvergonzado ingenio. El periodista de la BBC simplemente comentó: “Pero no estamos ni cerca de la Navidad”.
Koljevic se me convirtió en una obsesión. Trataba de rememorar el momento en que debí haber intuido sus inclinaciones genocidas. Reviví cada una de sus clases y de las conversaciones que mantuvimos. Desleí los libros que me enseñó a valorar –de Emily Dickinson a Danilo Kis, de Frost a Tolstoi–, desaprendiendo el modo en que me había hecho leerlos, abrumado de culpa, porque debería haberme dado cuenta, debería haber estado más atento. Enceguecido por la cercanía, había sido testigo mudo de los preparativos del vasto crimen que iba a cometer mi profesor favorito. Pero lo hecho no puede deshacerse. Ahora me resulta evidente que su maldad tuvo una influencia mucho más profunda en mí que sus enseñanzas literarias. Obligado a reconsiderar el libro de mi vida, descubrí que los capítulos intermedios tienen mucha más muerte y baños de sangre de lo que cándidamente imaginaba. Y la escritura está infusa de impaciencia hacia toda cháchara burguesa y teñida de una ira tan impotente como imposible de canalizar.
Hacia el final de la guerra, el profesor Koljevic cayó en desgracia con Karadzic y fue desplazado del riñón del poder. Dedicó su tiempo a beber copiosamente y a dar ocasionales reportajes a la prensa extranjera, despotricando contra las injusticias que habían sufrido el pueblo serbio y su propia persona. En 1997 se voló sus shakespeareanos sesos. Debió disparar dos veces: sus largos dedos de pianista aparentemente titubearon a la hora de apretar el gatillo.

16 mar 2010

Estoy aprendiendo qué tipo de escritora soy

Para un escritor, cada nueva novela es una corrección de la anterior. ¿Los lectores lo entienden? Es difícil saber qué piensan los lectores sobre los escritores. Tal vez crean que un autor ofrece su última novela al "público lector" con el siguiente espíritu triunfal: "Bueno, está bien, ¿no? Éste es el tipo de cosas que son incuestionablemente buenas. Lo que les ofrecí la última vez sin duda era muy bueno, pero ahora están de suerte, ¡y les daré algo realmente espléndido!". ¿Es esto lo que piensan los lectores?
Triunfante es como me imagino que se sentiría Unilever al anunciar al mundo un nuevo jabón en polvo que lave más blanco que ningún otro en el mercado: satisfacción garantizada. Pero con las novelas es difícil estar seguro de cómo lavarán o de quién quedará satisfecho, en especial el propio autor.
Cada nueva novela se asemeja bastante a un nuevo tropiezo que uno da en público. Corrección es el término que creo que más se ajusta. Cuando escribes, siempre piensas que puedes corregir tu rumbo y llegar a la novela perfecta. En este sentido, los lectores que hace mucho que sufren saben más que los escritores: no funciona así. Una corrección literaria es algo complicado de realizar. Mientras se deshace de viejos malos hábitos, el escritor se contagia de otros nuevos sin darse cuenta.
Supongamos que decide que odia la "ironía"; la echa por la borda, pero ahora ha perdido el sentido del humor. Decide deshacerse de una trama compleja y artificial... Vaya, no le queda historia que contar. O le da la espalda a la hipérbole y se vuelve tan sobrio que ya no dice gran cosa.
Es una peculiar lucha de revisiones y equilibrios. En algún lugar de la habitación, flota sobre ti la novela más increíble y platónica, y tu único trabajo -tal vez el trabajo de tu vida- consiste en intentar echarle el lazo al maldito libro, arrastrarlo a la Tierra hasta tu ordenador. Cuando un escritor se sienta para comenzar, siempre afronta las mismas dos preguntas: ¿qué tipo de novela quiero escribir? Y, más tarde: ¿la he escrito?
Mientras escribía Sobre la belleza, la pregunta que me preocupaba más era la primera, como siempre. Desde el principio, no tenía nada claro si era el tipo de novela que quería crear o ni siquiera la que me apetecía leer.
¿Un libro sobre una familia erudita que vive en Estados Unidos? ¿Con tres hijos? ¿Ambientada en un campus universitario? ¿Una comedia suburbana burguesa? ¿El marido es infiel? ¿Y ya está? ¿Me gustan este tipo de cosas? ¿Es esto lo que necesita alguien ahora mismo? (Ésta, por cierto, es la peor pregunta que cualquier escritor puede formular. Nadie necesita nada que uno vaya a escribir. La gente necesita queso, coches o vestidos de noche. En momentos de expansión o de recesión, en la paz o en el holocausto nuclear, tu novela siempre es absolutamente superflua, así que puedes escribir lo que te plazca).
Envié fragmentos de ella a todo el mundo que conozco, como siempre hago: amigos, escritores, directores, a mi madre, a mis ex alumnos, a extraños por Internet; no me gusta que me editen, me gusta que me editen por comité. La gente me sugirió cambios, y yo los acepté.
En varias ocasiones tuvieron que convencerme para que no abandonara por completo el libro. Es increíblemente difícil acallar la voz del gremlin literario: ¿por qué iba a querer alguien leer esto?
El mejor antídoto para esa sensación es entrar en una librería y recorrer las estanterías en busca de algo para leer; escrutar alfabéticamente: no, ése no, ni ése; ése ya lo he leído, y ése; ése me encantó; éste lo odio... Pero ¿qué estoy buscando?
Bueno, como casi todo el mundo, busco una novela que sea algo más... que tenga un argumento que no... con un diálogo que te haga desear... y gente que creas que... Y luego, si eres escritor, te das cuenta de que esto tan particular e idiosincrásico -un libro que te guste- es, por supuesto, lo que estás intentando escribir.
Cuando acabé Sobre la belleza y como una niña escribí FIN al final, me estremeció la sensación de que había escrito justamente el libro que esperaba. Lloré, bebí mucho, bailé en el jardín y me caí. Básicamente, lo disfruté mientras pude. No era tan tonta como para confiar en esa sensación: me sentí igual con el anterior y con el anterior a ése.
Esa sensación dura unas cuatro horas (quizá algo más en el caso de Norman Mailer), y es tan dichosa que es prácticamente trascendental, pero no es real: durante cuatro horas no eres tú, eres un genio, y este libro no es obra tuya, sino que ha caído de los cielos.
Pero el éxtasis no tarda en convertirse en odio, cuaja y se transforma en tolerancia y, unas semanas después, durante la edición, cae en una aburrida resignación. Después de todo, no es un libro caído del cielo. Es un libro escrito por ti, e incluye, en la proporción correcta, los diversos aspectos positivos y negativos de ti, las vicisitudes de tu personalidad, tu ambición, tu voluntad y tu talento.
Es tuyo, de acuerdo. Lo reconoces, del mismo modo en que conoces tus pretextos amorosos y tu temperamento. Cuando tienes 18 años (vale, cuando tenía 18 años), tienes la falsa idea de que si hubieras de convertirte en escritor, serías inagotable; cada uno de tus libros sería bastante distinto del anterior, y nunca te sorprenderían recorriendo los mismos temas e ideas, o dando vueltas obsesivamente por un terreno conocido y nostálgico como el pobre y viejo Philip Roth.
¡Eres joven! ¡No tienes límites! Y, de hecho, hay unos cuantos escritores fuera de lo común que prácticamente no parecen tener ego, que poseen el don keatsiano de la capacidad negativa; eligen una nueva temática, un nuevo mundo, en cada excursión. Son radicalmente cambiantes.
Graham Greene era un poco así, y saltaba de país en país (aunque con él, viajar era una constante). Más recientemente, Michael Faber se ha convertido en un inteligente camaleón literario.
Son excepciones. La mayoría de los escritores no tienen más posibilidades de huir de sí mismos en la página que en el diván del psiquiatra. Yo pensé "Dios mío" cuando recibí las galeradas de Sobre la belleza, donde cada página está representada exactamente con la misma tipografía que mis dos anteriores trabajos, Yo de nuevo.
Pero si hubo cierta decepción al concluir Sobre la belleza, se vio contrarrestada por grandes dosis de alegría al escribirlo. Me encuentro en un estadio tan temprano de mi vida como escritora (espero) que cada nueva novela supone, como quizá dirían en la sala de juntas de Unilever, una "pronunciada curva de aprendizaje". Estoy aprendiendo qué tipo de escritora soy.

15 mar 2010

EL TALENTO (1876)

¿Qué es el talento? El talento es, ante todo, una cosa muy útil. El literato de talento es capaz de expresarse bien allí donde otro se expresaría mal. Dices que, en primer término, hace falta una dirección, y después el talento. Conforme; yo no me proponía referirme al arte, sino tan sólo a algunas propiedades del talento, generalmente hablando. Las propiedades del talento, generalmente hablando, son muy diversas y, a veces, sencillamente insoportables. En primer lugar, «talento obliga...», ¿a qué, por ejemplo? Pues, a veces, a las cosas más feas. Aquí surge una cuestión insoluble: ¿es el talento el que domina al hombre o el hombre quien domina su talento? A mí, según las observaciones que he podido hacer sobre los talentos, vivos o muertos, se me antoja muy difícil que el hombre pueda dominar su talento, siendo este el que, por el contrario, gobierna a su poseedor y, por así decirlo, le tira de la manga (sí, así como suena), arrastrándolo a gran distancia del verdadero camino. En no sé qué pasaje de Gogol, un embustero se pone a contar no sé qué, y quizá dijera verdad; pero intercalaba tales pormenores en el relato, que no era posible que lo fuera. Cito esto únicamente a modo de símil, aunque hay talentos especialmente fraudulentos. El novelista Thackeray, describiendo un hombre de mundo, embustero y chistoso, de la buena sociedad y que se trataba con lores, dice que al salir de una reunión gustaba dejar detrás de sí un reguero de risas; es decir que se reservaba la gracia mejor para el final, con objeto de suscitar la risa. Esa misma preocupación puede acabar por hacerle perder toda seriedad a un hombre. Sin contar con que cuando la tal agudeza no sucede espontáneamente, es preciso idearla.

Me dirán que con tales exigencias se hace imposible la vida. Y es verdad. Pero convendrán conmigo también en qué raro es el talento que no presenta ese achaque, casi innoble, que siempre influye en el hombre más despejado.

12 mar 2010

Hablemos de langostas (fragmento)

" Algo que a mí me frustra rotundamente cuando estoy intentando leer a Kafka ante estudiantes universitarios es que me resulta casi imposible hacerles ver que Kafka es gracioso. O apreciar la forma en que el humor está entrelazado con la poderosa fuerza de sus relatos. Porque, por supuesto, sus relatos y los grandes chistes tiene mucho en común. Los dos dependen de lo que los teóricos de la comunicación llaman a veces ´exformación´, que es cierta cantidad de información vital eliminada de una comunicación, pero evocada por la misma de tal manera que causa una explosión de conexiones asociativas con el receptor (...) No es casual que Kafka hablara de la literatura como de ´un hacha con la que cortamos los mares congelados que tenemos dentro. "

11 mar 2010

El libro, hacha que rompe y quiebra

Vale la pena detenernos a pensar qué es lo que está pasando con nosotros. Si uno escribe libros y si entiende, como lo ha entendido Kafka, que el libro debe ser como una hacha que rompe y quiebra el mar helado que llevamos dentro de nuestra confianza -lo que no impide obviamente la existencia y la necesidad de una literatura de diversión-, pero si algún libro se propone a ser por lo menos esa hacha, entonces creo que la literatura se justifica.

10 mar 2010

Contar

¿Cómo contar una historia? ¿Y qué contar exactamente? La pregunta aquí ya no es retórica, ni siquiera poética. O, en todo caso, de esa verdadera clase de poética que es la ética.

Vuelvo a algunas de las preguntas del principio.

¿Qué derecho tengo de contar el final de esta historia? ¿De exponer su desgarramiento? ¿De exhibir su desequilibrio?

¿Puedo hacerlo?

¿Debo hacerlo?

¿La ficción o, más ampulosamente, el arte justifican esta maniobra? ¿No se tratará, más bien, de otra manera de resaltar la indiferencia?

¿Escribir el dolor no será, también, acaso, una forma de neutralizarlo?

¿Una simple justificación de mi distancia?

¿Ha de narrarse la degradación del amor paso a paso, como si se tratara de una secuencia de hechos tersa, impecable? ¿Cómo si observase, ya lo he dicho, a una bacteria bajo el microscopio?

¿O se vale alterar los hechos, protegerla con metáforas desligadas de lo vivido?

¿Qué historia nos pertenece? Y, repito, ¿cómo contarla?

9 mar 2010

Para qué he vivido

“Tres pasiones, simples pero irresistiblemente fuertes, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda de conocimiento, y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad. Estas pasiones me han llevado, como grandes vendavales, de aquí para allá, por un caprichoso camino, a través de un profundo océano de angustia, llegando al mismo borde de la desesperación.

He buscado el amor, primero, porque trae éxtasis, un éxtasis tan grande que a menudo habría sacrificado el resto de mi vida por unas pocas horas de esta alegría. Lo he buscado, en segundo lugar, porque mitiga la soledad, esa terrible soledad en la que nuestra temblorosa conciencia mira, más allá del límite del mundo, al frío, insondable y sin vida abismo. Lo he buscado, finalmente, porque en la unión del amor he visto, en una mística miniatura, una protovisión del cielo que los santos y los poetas han imaginado. Esto es lo que busqué, y aunque puede parecer demasiado bueno para la vida humana, esto es, al menos, lo que he encontrado.

Con igual pasión he buscado conocimiento. He deseado comprender el corazón de los hombres. He deseado saber por qué brillan las estrellas. Y he tratado de comprender el poder pitagórico mediante el cual el número domina el flujo. Un poco de esto, aunque no mucho, he logrado.

Amor y conocimiento me transportaron, tanto como fue posible, hacia los cielos. Pero la piedad siempre me trajo de regreso a la tierra. Reverberan en mi corazón ecos de los gritos de sufrimiento. Niños hambrientos, víctimas torturadas por opresores, ancianos desamparados que constituyen una odiada carga para sus hijos, y todo un mundo de soledad, pobreza y sufrimiento hacen que la vida parezca una burla de lo que debería ser. Ansío aliviar el mal, pero no puedo, y yo también sufro.

Ésta ha sido mi vida. He encontrado que merece la pena vivirla y alegremente la viviría de nuevo si me ofreciesen la oportunidad.”

8 mar 2010

Literatura en Peligro (Fragmento)

"Es preciso también que nos interroguemos sobre la finalidad última de las obras que consideramos dignas de ser estudiadas. En general, tanto ayer como hoy, el lector no profesional lee estas obras no para dominar mejor un método de lectura, ni para obtener información de la sociedad en la que se crearon, sino para encontrar en ellas un sentido que le permita entender mejor al hombre y el mundo, para descubrir en ellas una belleza que enriquezca su existencia. Y cuando lo hace se entiende mejor a sí mismo. El conocimiento de la literatura no es un fin en sí, sino una de las grandes vías que llevan a la realización personal. El camino por el que en la actualidad se ha adentrado la enseñanza de la literatura, que da la espalda a este horizonte ('esta semana hemos estudiado la metonimia, y la semana que viene pasaremos a la personificación'), corre el riesgo de conducirnos a un callejón sin salida, por no decir que difícilmente podrá desembocar en el amor a la literatura."

6 mar 2010

Sobre el lector

"Y a todo esto, ¿quién eres tú? Yo no te conozco. Puede que seas una buena persona, digna de todo respeto, a quien apreciaría si conociese; pero no te conozco. Entre yo, que escribo, y tú, que lees, no media lazo alguno, y si no tuviera en el mundo a nadie más que a ti, estaría tan solo como Robinson Crusoe en su isla. [...] Y no hablo sólo de mí, que puedo no ser digno de tu simpatía, sino de todos mis compañeros de pluma, que diariamente lanzan cartas al espacio, que es mudo y no responde. Jamás oímos tu voz, e ignoramos si eres amigo o enemigo, si te gustan o no te gustan nuestros escritos. [...]

No te conozco, lector. Mentalmente te incluyo en la categoría que me es familiar, de los profesores, doctores, abogados, estudiantes, fabricantes, negociantes, etc. Mentalmente soy amigo de una categoría de lectores y enemigo de otra; mentalmente escucho frases de aplauso o de crítica... Pero todo mentalmente. En otras palabras: que tan poco trabajo me cuesta imaginarme que hablo contigo como un habitante del planeta Marte. [...]

Pero si el lector es tan malo, ¿para quién escribo yo? Porque también lo que hoy digo espero que despierte la comprensión y la simpatía de alguien, ya que, en otro caso, no lo escribiría. Y así es, en verdad. Pero conste que no tengo yo en el pensamiento al lector, a ese lector que lee con indiferencia lo mismo una cosa que otra. Puede que haya una decena o dos de personas que me sean afines en ideas, sentimientos y carácter, y para ellas escribo. No sé ni dónde están ni quiénes sean, porque son tan calladas como las demás; pero en alguna parte existen, deben de existir.
Y para ellas escribo yo hoy."

5 mar 2010

Tantas palabras

Creo que cuanto mayor me hago me vuelvo menos indulgente con la palabrería. No sólo la de los otros: también la mía propia. En una librería algo desastrada de mi barrio de Nueva York, que cerró hace unos meses, como van cerrando tantas, veía siempre que entraba una frase de Hemingway escrita en grandes letras encima de una puerta. Un escritor debía poseer, dice Hemingway, a built-in bullshit detector: un detector innato de palabrería. Yo leía esa frase cada vez que entraba a la librería claramente destinada a la ruina y me preguntaba no sin aprensión si ese detector innato estaba entre las herramientas con las que hago mi trabajo, o si funciona siempre, o si algunas veces, aunque salte la alarma indicando la palabrería o la tontería, no habré dejado de escucharla. Uno encuentra tantos motivos para no estar alerta, o para permitirse una flaqueza con la esperanza de que el lector no la advertirá, o no le dará importancia. Miraba al librero y comprendía que su capacidad para admitir cualquier clase de bullshit menguaba a cada hora, cada día en que los clientes eran menos escasos y en el que se le amontonarían las deudas del alquiler y de la luz. En Nueva York la vida real es demasiado cruda para que la endulcen las palabras. Por esa acera de la parte alta de Broadway, cerca de la universidad de Columbia, pasaban los estudiantes en riadas, pero no se paraban casi nunca delante de la librería, ni siquiera hojeaban los libros de saldos dispuestos en cajones como una pobre tentación delante del escaparate, ni siquiera los robaban. Me acordé con remordimiento, casi con nostalgia, de cuando lo propio de los estudiantes era robar libros, muchas veces con el argumento oportuno de que la propiedad es un robo. Pero los estudiantes que pasaban por delante de la Morningside Bookstore ni siquiera apartaban los ojos de los iPods y los iPhones para mirar un momento aquellas antiguallas, en muchos casos con las cubiertas cuarteadas por la larga exposición al sol y a la intemperie.

Un escritor ha de poseer un detector innato de palabrería. De boludeces, dice una traducción argentina de bullshit; de pendejadas, dice una traducción mexicana, que sugiere de paso la variante española: gilipolleces. A Hemingway no es que le funcionara perfectamente su detector, o que le funcionara siempre. Los desmayos poéticos de El viejo y el mar están a un paso de Paolo Coelho, y en Las nieves del Kilimanjaro o en París era una fiesta es embarazoso asistir a tanta novelería narcisista y masculina, la autenticidad del gran machote cazador y bebedor que deja en ridícula evidencia a los que no le llegan a su altura, especialmente al pobre Scott Fitzgerald, que no sólo estaba fascinado por los ricos, como un papanatas, sino que además la tenía muy pequeña.

Pero uno quiere creer que los anglosajones son menos propensos a esa gran enfermedad hispánica, la vaguedad palabrera, la sobreabundancia, la concepción acústica del estilo, como decía Borges, que la atribuía sobre todo a los españoles. El inglés es una lengua más seca, mucho más monosilábica, un instrumento práctico adecuado para el comercio, la ciencia, la técnica, los manuales de instrucciones. Los traductores del español al inglés se quejan siempre de la longitud de nuestras frases. A muchos escritores españoles y latinoamericanos nos deslumbraron las parrafadas interminables de William Faulkner, su proliferación selvática de adjetivos y de frases subordinadas. Las imitamos sin darnos mucha cuenta, y para nuestra sorpresa esta misma desmesura nos vuelve exóticos para quienes leen y hablan en el mismo idioma que Faulkner manejó. Pero es que Faulkner, además, no es ese monarca de la literatura americana que nosotros imaginábamos, sino una figura más bien lateral, demasiado marcada por su aislamiento de las corrientes principales de la novela y por su pertenencia al mundo, culturalmente tan lejano, del Sur. Faulkner, tengo la impresión, sobrevive más como lectura en los departamentos universitarios de inglés que como ejemplo vivo para los escritores. Y a los americanos siempre les extraña que nosotros, los europeos, los latinoamericanos, nos interesemos tanto por un novelista tan marcadamente regional.

Quizás nos ha perjudicado el barroco. El barroco es el vendaval de palabrerías y formas desatadas de la Contrarreforma, el mareo de ángeles y nubes y santos con los ojos vueltos y dioses en el interior de las cúpulas de las iglesias romanas, el contoneo decorativo de las columnas salomónicas, la metástasis de los retablos con recovecos de dorados y de polvo, la gesticulación de los predicadores apostólicos proclamando saberes tan exclusivamente acústicos y palabreros como el misterio de la Santísima Trinidad. En el siglo XVII el inglés y el holandés eran usados para describir por primera vez el interior de una célula mirada a través del microscopio o para redactar severos contratos comerciales. El español se hinchaba prodigiosamente con el aire recalentado de la oratoria sagrada, de las fantasmagorías verbales de los leguleyos y los burócratas que intentaban regular minuciosamente, desde una covachuela del alcázar de Madrid, las geografías de continentes y océanos, la vida en las Indias, la navegación entre Acapulco y las Filipinas. La Declaración de Independencia de los Estados Unidos es un documento circunspecto que tiene algo de manual de instrucciones para poner en práctica el funcionamiento de un país. La historia constitucional de España y de América Latina es una torrentera de palabrerías que no ha cesado en dos siglos, una biblioteca de legislaciones fantásticas que pasaron a toda velocidad del pergamino al papel mojado. Los mandatarios han sido tan fértiles en la invención de bandas, condecoraciones, charreteras y uniformes como en el fragor de los discursos. En nuestros países, con acentos distintos, la política consiste sobre todo en levantar y derribar grandes edificios, catedrales barrocas de palabras.

La política y cualquier clase de solemnidad. Según los índices internacionales España es un país de productividad económica muy baja, pero si hubiera índices de productividad de discursos -su cantidad, su duración, el número de palabras per cápita- quizás estaríamos muy cerca de la cabecera del mundo. La generación del 27 se enamoró de Góngora y produjo una prosa tan vacua de palabrería que aún hay eruditos que pierden el juicio intentando descifrarla, o abarcarla. Cada momento del día, en cada lugar de España, en cada país de América, hay un alcalde, consejero, viceconcejal, caudillo, presidente vitalicio, académico, preboste, pronunciando un discurso, más o menos florido, más tosco o más recamado. Hasta un tirano tan desabrido como el general Franco segregaba discursos suficientes como para llenar una hilera de volúmenes en la biblioteca pública a la que yo iba de niño. El cantante Antonio Molina me contó hace muchos años que asistió al primer discurso de Fidel Castro en un teatro de La Habana, y que duró tanto y estaba el público tan apretado que se meó tres veces sin moverse del sitio.

Así que al escritor en español le cuesta mucho poner a punto su detector de palabrería. Debería uno palidecer cada vez que un lector bien intencionado lo elogia por escribir muy bien. Escribir bien es pedirle a la inteligencia el nombre exacto de las cosas. Pero ni siquiera el gran Juan Ramón Jiménez fue siempre inmune a la palabrería.

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