24 mar 2010

Utilidad de la Ficción

Este miércoles tuve la ocasión de vivir una curiosa experiencia literaria en Córdoba, gracias al estupendo festival Eutopía. El encargo era tan sencillo como original: cuatro escritores (Elena Medel, Joaquín Pérez Azaústre, Marta Sanz y yo) fuimos invitados a participar en ‘Escritores a sueldo’, actividad que consistía en sentarse frente a un ordenador en distintos lugares del centro y, por un euro y en el acto, escribir cualquier cosa que a los transeúntes se les ocurriera encargarnos. ¿Pero no es muy difícil enfrentarse así, de pronto, a la página en blanco?, me preguntó alguien. Y, aunque visto así pareciera difícil, en realidad no lo era. Porque, más que lectores, nuestros clientes eran los verdaderos personajes. El argumento solían darlo ellos o estar en ellos, en sus palabras, gestos y preocupaciones. Si me atascaba o perdía fluidez, no tenía más que hacerle un par de preguntas a mi lector-personaje, y gracias a su respuesta yo podía seguir escribiendo. En esta provechosa relación de vampirismo doble, no sé cuál de las dos partes era Scherezade.

Gracias a esta oportuna actividad, tuve la fortuna de sentir claramente algo que siempre he defendido: la literatura es útil. Hay una artesanal nobleza en la utilidad de las cosas, en sentir su beneficio entre las manos. Detesto que se diga que el arte es sólo belleza y por lo tanto inútil. Siempre hay un para qué en lo que hacemos, ya se trate de hacer la compra, llamar por teléfono o escribir un relato. Siempre nos alimentamos de algo o nos defendemos de algo, y eso vale para el pan y el poema. «Yo pediría en cambio medio pan y un libro», dijo Lorca en su alocución de Fuente Vaqueros. Es evidente que nadie podrá jamás comerse un libro. Pero tampoco nos basta con comer para vivir. Por lo demás, la belleza –como fenómeno que estimula nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad– ya de por sí es útil.

Me tocó sentarme frente a la puerta de la Diputación, bajo un intenso sol que acabó haciendo hervir el portátil que me proporcionaron. Menos mal que, a media mañana, tuvieron la misericordia de desplazar mi escritorio bajo techo. Las peticiones fueron tan variopintas como los clientes, todos ellos amables en el trato y precisos en sus requerimientos: todos tenían claro ‘para qué’ querían un poema, un cuento, un aforismo. Una señora separada, llena de entusiasmo y de segunda juventud, fue mi primera clienta. Me encargó un poema en homenaje a su grupo de amigas, que según me explicó eran como su familia. ¿Mencionamos a alguien?, le pregunté. No, no, contestó ella muy convencida, quiero que sea así, en general, un poema dedicado a la amistad, sin alusiones personales. Es que son muchas, dijo la señora, y no quiero olvidarme de nadie.

La segunda petición fue peculiar: un señor extranjero (aunque hablaba un español impecable) que declaró llamarse Pepe y preferir que le dijeran Domingo, me entregó la moneda por adelantado y me contó que tenía una amiga que cantaba en un coro. Me hizo un breve retrato de ella, y después me pidió que escribiera lo que quisiese, siempre y cuando fuera un texto reflexivo y que invitase al optimismo. Al cabo de un rato, le entregué una serie de aforismos para ser cantados por un coro. La tercera petición fue la de un simpático estudiante de informática muy enamorado de su novia, Lola, que a su vez estudia química. También quería un poema, esta vez de amor. La siguiente fue una chica que quería un cuento, y convinimos que la historia versaría sobre el dibujo de su camiseta. Y así fueron desfilando los lectores, o sea los personajes: un periodista que quería un cuento que sucediese en su periódico, un chico que deseaba un haiku para Lilian, varias felicitaciones de cumpleaños, otro compañero de la prensa que deseaba la historia de un perro extraviado contada por él mismo, una dedicatoria en verso, una prosa para alguien que buscaba una brújula, una carta de agradecimiento a los padres. Fue una mañana inolvidable para mí, que aprendí de las palabras de cada uno de mis clientes. La escritura no es el retrato del ombligo del autor sino todo lo contrario: es la observación de lo desconocido, el conocimiento de los otros, el roce con la materia viva, urgente, que hay al otro lado del escritorio.

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