31 ago 2011

Citas




Escribimos para hacernos eternos, incluso leemos para detener el tiempo. Todos tenemos la experiencia de haber querido volver atrás para cambiar algún hecho del pasado, y la única máquina del tiempo que conozco que funciona es la literatura, una máquina de palabras.

El deber del escritor es hablar de las cosas importantes, de las cosas que importan. El escritor no tiene que pensar en vender o no vender, eso vendrá por añadidura.

El escritor no tiene que decirle al lector cómo leer. Yo he intentado un modo de escribir en el que el silencio tenga el mismo valor que en la música, de modo que el lector rellene el silencio con sus imágenes y que el libro sea único para cada lector.

Todos los géneros son el mismo, igual que sólo hay un arte. Todos los géneros intentan comunicar algo así como un momento de revelación, una epifanía, en la que, de repente, en una página se le abre al lector un mundo nuevo.

La novela habla de las cosas que pudieron ser y no han sido, y de las cosas que han sido y debieron ser de otro modo. La ambigüedad, la sugerencia, ése es el terreno de la novela. A la literatura le conviene la tierra de nadie, el no estar nunca muy seguros de nada; la literatura no está hecha de certidumbres, sino de incertidumbres. Si estuviera muy segura no haría una novela.

Todos mis libros tratan de la segunda oportunidad, de si es posible empezar de nuevo en la vida. No hay grandes ni pequeñas historias, todo depende de la manera en que se cuenten. Es nuestro trabajo hacer que las historias sean apasionantes, si no, no las escribiríamos... Pero el escritor tiene que leer mucho para tener una voz propia y única, para no parecerse a nadie. Si no lee, se parecerá a quien no quiere.

30 ago 2011

Para qué sirve la lectura





Me llaman de una editorial
y me piden que escriba
cinco folios sobre la necesidad de la lectura

No pagan muy bien
¿quién podría pagar bien por un tema así?
pero de todos modos
necesito el dinero

así que enciendo el ordenador y me pongo a pensar
sobre la necesidad de la lectura
pero no se me ocurre nada

es algo que seguramente sabía cuando era joven
y leía sin parar
leía en la Biblioteca Nacional
y en las bibliotecas públicas

leía en las cafeterías
y en la consulta del dentista

leía en el autobús y en el metro

siempre andaba mirando libros

y me pasaba las tardes en las librerías de usados
hasta quedarme sin un duro en el bolsillo

tenía que volver a pie a casa

por haberme comprado un Saroyan o una Virginia Woolf

Entonces los libros parecían la cosa más importante de la vida

fundamental

y no tenía zapatos nuevos
pero no me faltaba un Faulkner o un Onetti
una Katherine Mansfield o una Juana de Ibarbourou


ahora la gente joven está en las discotecas
no en las bibliotecas

yo me hice una buena colección de libros
ocupaban toda la casa

había libros en todas partes
menos en el retrete

que es el lugar donde están los libros
de la gente que no lee

a veces tenía que seguirle durante mucho tiempo
las huellas a un libro que había salido en México
o en París

una larga pesquisa hasta conseguirlo

No todos valían la pena
es verdad
pero pocas veces me equivoqué
tuve mis Pavese mis Salinger mis Sartre mis Heidegger
mis Saroyan mis Michaux mis Camus mis Baudelaire
mis Neruda mis Vallejo mis Huidobro
para no hablar de los Cortázar o de los Borges
siempre andaba con papelitos en los bolsillos
con los libros que quería leer y no encontraba
por allí andaban los Pedro Salinas y los Ambrose Bierce
la infame turba de Dante

pero ahora no sabía decir para qué maldita cosa
servía haber leído todo eso

más que para saber que la vida es triste

cosa que hubiera podido saber sin necesidad de leerlos

Cuando habían pasado cinco horas yo todavía no había escrito
una sola línea
así que me puse a escribir este poema
Llamé a los de la editorial
y les dije creo que para lo único que sirve
la lectura
es para escribir poemas

no puedo decirles más que eso

entonces me dijeron que un poema no servía,

28 ago 2011

Mi propio cerebro


He aquí toda una crisis nerviosa en miniatura. Llegamos el martes. Me hundí en un sillón apenas pude levantarme; todo insípido; sin sabor, sin color. Enormes deseos de descansar. Miércoles, solo un deseo: estar sola al aire libre. El aire era delicioso; evité hablar; no podía leer. Pensé con veneración en mi capacidad de escribir, como si fuera algo increíble, perteneciente a otra persona, y que yo jamás volvería a tener. La mente en blanco. Me dormí en el sillón. Jueves. Vivir no me causa placer alguno, pero quizá me sentía un poco más adaptada a la existencia. Mis rasgos y características en cuanto a Virginia Woolf totalmente desaparecidos. Humilde y modesta. Dificultades en pensar en algo que decir. Leí automáticamente, como una vaca masticando pienso. Dormí en el sillón. Viernes, sensación de cansancio físico, pero con actividad mental. Comencé a fijarme en las cosas. Tracé uno o dos proyectos. Carente de la capacidad de formar frases. Dificultades en escribir a Lady Colefax. Sábado (hoy), mucho más clara y ligera. He pensado que podía escribir, pero me he resistido a hacerlo, o lo he encontrado imposible. El viernes comencé a experimentar el deseo de leer poesía. Esto me devuelve cierta sensación de mi propiedad individual. Leo un poco a Dante y a Bridges, sin tomarme la molestia de comprenderles, pero me producen placer. Ahora comienzo a sentir el deseo de escribir notas, pero no una novela todavía. Sin embargo, hoy los sentidos se afinan. Sin capacidad de <<inventar>> todavía; sin deseo de organizar escenas en mi libro. Vuelve la curiosidad por la literatura; quiero leer a Dante, a Haverlock Ellis y la autobiografía de Berlioz; y también construir un espejo con marco de conchas. A veces estos procesos han durado varias semanas.

26 ago 2011

Leer y Escribir (Fragmento)






La ficción me había llevado hasta su límite. Había ciertas cosas que ésta no podía tratar. No podía tratar mis años en Inglaterra: no había ninguna profundidad social en la experiencia; más bien parecía un asunto autobiográfico. Y no podía tratar mi conocimiento cada vez mayor del mundo más amplio. La ficción, por su naturaleza, al funcionar mejor dentro de ciertos límites sociales fijos, parecía empujarme hacia atrás a mundos -como el isleño, o el de mi infancia- más pequeños que el que yo habitaba. La ficción, que una vez me liberó y me iluminó, ahora parecía empujarme hacia algo más simple de lo que yo era. Durante algunos años -tres, tal vez cuatro- no supe cómo moverme; estaba bastante perdido. Casi toda mi vida adulta la había pasado en países donde yo era un extraño. Como escritor, no podía sobrepasar esa experiencia. Para ser sincero con esa experiencia, tenía que escribir acerca de personas en ese tipo de situación. Encontré maneras de hacerlo; pero nunca dejé de sentirlo como una restricción. Si hubiese tenido que depender sólo de la novela, probablemente pronto me habría encontrado sin medios para continuar, aunque tenía práctica en la narración en prosa y estaba lleno de curiosidad acerca del mundo y la gente. Pero había otras formas que cumplían mis necesidades. El azar, bastante al principio, me había llevado a una comisión para viajar a las anteriores colonias esclavistas del Caribe y los que habían sido mares españoles. Yo acepté por la posibilidad de viajar; no había pensado mucho acerca de la forma. Tenía la idea de que un libro de viajes podría ser un interludio vistoso en la vida de un escritor serio. Pero los escritores en quienes pensaba -y no podrían haber sido otros- era gente de la metrópolis: Huxley, Lawrence, Waugh. Yo no era como ellos. Ellos escribieron en tiempos del imperio; sea cual fuere su carácter en su país, inevitablemente en sus viajes se volvían medio imperiales, usando los incidentes del viaje para definir sus personalidades metropolitanas contra un telón de fondo extranjero. Mis viajes no eran así. Yo era un colono que viajaba en colonias de cultivo del Nuevo Mundo muy parecidas a aquella en la que yo había crecido. Mirar, como visitante, otras comunidades semiabandonadas en tierras saqueadas, en la gran escenografía romántica del Nuevo Mundo, era ver, como desde lejos, cómo habría sido la propia comunidad. Era estar fuera de uno mismo y las circunstancias inmediatas -el material de la ficción-, tener una nueva visión de donde uno había nacido, y tener un indicio de una secuencia de sucesos históricos muy remotos. Tenía dificultades con la forma. No sabía cómo viajar para un libro. Viajaba como si estuviera de vacaciones, y luego daba tropiezos, buscando la narración. Tenía dificultades con el "yo" del escritor del libro de viajes; pensaba que, como viajero y narrador, estaba incuestionablemente al mando y tenía que dar grandes opiniones. Con todos sus defectos, el libro, como los libros anteriores de ficción, era para mí una extensión de conocimiento y sentimiento. No habría sido posible que desaprendiera lo que había aprendido. La ficción, la exploración de las circunstancias inmediatas propias, me habían llevado por un largo camino. Los viajes me habían llevado más allá. 6 Fue otra vez el azar que me provocó hacer otro libro no de ficción. Un editor en Estados Unidos estaba publicando una serie para viajeros, y me pidió que escribiera algo sobre las colonias. Pensé que sería un trabajo sencillo: un poco de historia local, algunos recuerdos personales, algunas estampas en palabras.

Había pensado, con un extraño tipo de ingenuidad, que en nuestro mundo todos los conocimientos estaban disponibles, que toda la historia estaba almacenada en algún lugar y podría desenterrarse según las necesidades. Encontré ahora que no había historia local qué consultar. Había sólo unas guías en que se repetían algunas leyendas. La colonia no había sido importante; su pasado había desaparecido. En algunas de las guías se señalaba con humor que la colonia era un lugar donde nada notable había sucedido desde la visita de Sir Walter Raleigh en 1595. Tuve que ir a ver los registros. Había informes de viajeros, documentos oficiales británicos. En el Museo Británico había muchos grandes volúmenes de copias de registros españoles relevantes, desenterrados por el gobierno británico de los archivos españoles de la década de 1890, en la época de la disputa fronteriza entre Guyana británica y Venezuela. En los registros busqué a la gente y sus historias. Era la mejor manera de organizar el material y la única manera de escribir que yo conocía. Pero fue mucho trabajo: seleccionar entre los papeles y usar detalles de cinco o seis o más documentos para escribir un párrafo de narración. El libro que pensaba hacer en unos meses me llevó dos años intensos. Los registros me regresaron casi hasta el descubrimiento. Me mostraron a los aborígenes, amos del mar y el río, ocupados con sus propios asuntos, en posesión de todas las habilidades que habían necesitado en siglos anteriores, pero desvalidos frente a los recién llegados, y oprimidos durante los siguientes doscientos años hasta la anulación del ser, el alcoholismo, las reservas misioneras y la extinción. En esta selva hecha por el hombre, pues, a fines del siglo XVIII, se instalaron las plantaciones esclavistas, así como las líneas rectas de la nueva ciudad española. En la escuela, en la clase de historia, la esclavitud sólo era una palabra. Un día en el patio de la escuela, en la clase del señor Worm, cuando se habló un poco del asunto, recuerdo que traté de darle un significado a la palabra: miré hacia arriba a los cerros al norte de la ciudad y pensé que esos cerros alguna vez habrían sido mirados por gente que no era libre. La idea era demasiado dolorosa para retenerla. Ahora, muchos años después de aquel momento en el patio de la escuela, los documentos hicieron realidad esa época de esclavitud. Me permitieron vislumbrar la vida en las plantaciones. Una plantación estuvo muy cerca de la escuela; una calle no muy lejana todavía tenía el nombre francés -adaptado al inglés- del propietario del siglo XVIII. Encontré documentos -con frecuencia- en la cárcel de la ciudad, donde la ocupación principal del carcelero francés y su esclavo ayudante era castigar a los esclavos (los cargos dependían del castigo infligido y los hacendados pagaban) y donde había celdas calientes especiales, justo bajo el techo de tejamanil, para los esclavos considerados hechiceros. A través de los registros de un insólito juicio por asesinato -un esclavo había matado a otro en un velorio por una negra libre- me hice una idea de la vida de los esclavos de la calle en la década de 1790, y me di cuenta de que el tipo de calle en que nosotros habíamos vivido, y el tipo de calle que yo había estudiado desde lejos, eran muy cercanos a las calles y la vida de hacía ciento cincuenta años. Esa idea, de una historia o los antecedentes de la calle urbana, era nueva para mí. Lo que había conocido me había parecido común, no planeado, sólo allí, con nada que se pareciera a un pasado. Pero el pasado estaba ahí: en el patio de la escuela, en la clase del señor Worm, bajo el árbol de samán, nos parábamos tal vez en el sitio de la hacienda Bel-Air de Dominique Dert, donde en 1803 el commandeur esclavista, capataz de la hacienda, por un amor retorcido por su amo, había intentado envenenar a otros esclavos. Más perturbadora era la idea de los aborígenes desaparecidos, sobre cuya tierra y entre cuyos espíritus todos vivíamos. El pueblo rural en el que yo había nacido, y donde en un claro del cañaveral había visto nuestro Ramlila, tenía un nombre aborigen. Un día descubrí en el Museo Británico -en una carta de 1625 del rey de España al gobernador local- que era el nombre de una pequeña tribu fastidiosa de apenas más de mil personas. En 1617 habían funcionado como guías del río para los invasores ingleses. Ocho años después -España tenía una larga memoria-, el gobernador español había reunido suficientes hombres para infligir un castigo colectivo no especificado a la tribu; y su nombre había desaparecido de los registros. Esto era más que un dato sobre los aborígenes. En cierta medida, modificaba mi propio pasado. Ya no podía pensar en el Ramlila que había visto de niño, como si hubiese ocurrido al principio de todo. Imaginativamente tenía que hacerle lugar a gente de otro tipo en el suelo del Ramlila. La ficción por sí sola no me habría llevado a esta comprensión más amplia. No volví a hacer un libro así, sólo a partir de documentos. Pero la técnica que había adquirido de ver a través de múltiples impresiones una narración humana central- era algo que trasladé a los libros de viajes (o, mejor dicho, de búsqueda) que escribí durante los siguientes treinta años. Así, a medida que mi mundo se ampliaba, más allá de las circunstancias personales inmediatas que nutrían la ficción, y a medida que se ampliaba mi comprensión, las formas literarias que practicaba fluyeron de manera paralela y se apoyaban una a otra; y no podía decir que una forma fuese superior a otra. La forma dependía del material; todos los libros eran parte del mismo proceso de comprensión. A esto me había comprometido la carrera de escritor, al principio sólo una fantasía infantil, y luego un deseo más desesperado de escribir relatos. La novela era una forma importada. Para el escritor de la metrópolis era sólo un aspecto del conocimiento de sí mismo. A su alrededor había una masa de otros aprendizajes, otras formas imaginativas, otras disciplinas. Al principio, era todo para mí. Al contrario del escritor de la metrópolis, no tenía conocimiento de un pasado. El pasado de nuestra comunidad terminaba, para la mayoría de nosotros, con nuestros abuelos; más allá de eso no podíamos ver. Y la colonia de cultivo, como decían las guías humorísticas, era un sitio donde casi nada había sucedido. En la ficción sí sucedía algo, acerca de las circunstancias inmediatas propias, colgado en el vacío, sin contexto, sin el mayor conocimiento de uno mismo que siempre estaba implícito en una novela de la metrópolis. De niño, al tratar de leer, había sentido que dos mundos me separaban de los libros que me ofrecían en la escuela y en las bibliotecas: el mundo de la infancia de nuestra India recordada y el mundo más colonial de nuestra ciudad. Yo pensé que las dificultades tenían que ver con los problemas sociales y afectivos de mi infancia -esa sensación de haber entrado al cine mucho después de empezada la película- y que las dificultades se desvanecerían cuando yo creciera. Lo que no sabía, aun después de haber escrito mis primeros libros de ficción -que se referían sólo al argumento y a la gente y a tratar de llegar al final y a montar bien las bromas-, era que esas dos esferas de oscuridad se habían convertido en mi tema. La ficción, elaborando sus misterios, encontrando direcciones a través de indirecciones, me había llevado a mi tema. Pero no me había llevado hasta el final. 7 La India era el dolor más grande. Era un país sometido. También era el lugar de cuya inmensa pobreza nuestros abuelos tuvieron que escapar a fines del siglo XIX. Las dos Indias estaban separadas. La India política, del movimiento de la liberación, tenía sus grandes nombres. La otra India, más personal, era bastante oculta: desaparecía cuando se desvanecían los recuerdos. No era una India sobre la que pudiéramos leer. No era la India de Kipling ni de E.M. Forster ni de Somerset Maugham; y estaba lejos de la India algo elegante de Nehru y Tagore. (Había un escritor hindú, Premchand [1880-1936], cuyos cuentos en hindi y urdu nos habrían hecho más real nuestro pasado de pueblo de la India. Pero no lo conocíamos; no estábamos leyendo así a la gente.) A esta India personal, y no la de la independencia con sus grandes nombres, viajé cuando llegó el momento. Estaba muy nervioso. Pero nada me había preparado para el abandono que vi. Ningún otro país de los que yo conocía tenía tantas capas de miseria, y pocos países eran tan populosos. Sentí que estaba en un continente donde, separado del resto del mundo, había ocurrido una calamidad misteriosa. Pero lo que fue tan abrumador para mí, tan en primer plano, no se podía encontrar en la escritura moderna que yo conocía, ni hindú ni inglesa. En un cuento de Kipling, una hambruna en la India era el telón de fondo para un romance inglés; pero, por lo general, tanto en la escritura inglesa como en la hindú, la extraordinaria miseria de la India, cuando se reconocía, era como algo dado, eterno, algo que debía leerse sólo como telón de fondo. Y había, como siempre, quienes creían que podrían encontrar una cualidad espiritual en la miseria especial de la India. Sólo en la autobiografía de Gandhi, La historia de mis experimentos con la verdad, en los capítulos que tratan de su descubrimiento en la década de 1890 de la miseria de los trabajadores hindúes desamparados en Sudáfrica, encontré indirectamente, y no por mucho tiempo, una crudeza de dolor que se parecía a la mía en la India. Escribí un libro, después de haber desechado la idea. Pero no podía deshacerme del dolor. Me tomó tiempo abrirme paso a través del prejuicio y las fantasías de las ideas políticas hindúes acerca del pasado de la India. La lucha por la independencia, el movimiento contra los británicos, habían ocultado las calamidades ante los ingleses. Las pruebas de esas calamidades se encontraban por todos lados. Pero el movimiento de independencia era como la religión: no veía lo que no quería ver. Durante más de seiscientos años después del año 1000 de nuestra era, los invasores musulmanes habían devastado el subcontinente a su gusto. Habían establecido reinos e imperios y habían luchado entre sí. Habían arrasado con los templos de las religiones locales en el norte; habían penetrado al fondo del sur y allí habían profanado los templos. Para el nacionalismo hindú del siglo XX, esos siglos de derrota eran extraños. De manera que la historia se reajustó: gobernante y gobernado antes de los ingleses, conquistador y súbdito, creyente e infiel, se hicieron uno. Frente al gran poder británico, tenía cierto sentido. De todos modos, para promover la idea de la unidad de la India, era más fácil para los escritores nacionalistas remontarse hasta las épocas preislámicas, hasta los siglos V y VII, cuando para algunos este país era el centro del mundo, y los estudiosos budistas chinos venían como peregrinos a los centros budistas de aprendizaje en la India. Ibn Battuta, teólogo y viajero musulmán de Marruecos del siglo IV, no se acomodaba fácilmente a esta idea de la unidad de la India. Ibn Battuta deseaba viajar a todos los países del mundo musulmán. Adonde iba, vivía de las dádivas de los gobernantes musulmanes, y a cambio ofrecía pura piedad árabe. Vino a la India como si fuese una tierra musulmana conquistada. Se le concedieron los ingresos (o cosechas) de cinco pueblos, y luego -a pesar de una hambruna- de dos más; y se quedó allí durante siete años. Al final, sin embargo, tuvo que huir. El gobernante musulmán en Delhi, el mecenas mayor de Ibn Battuta, disfrutaba de la sangre, ejecuciones (y torturas) diarias en el umbral de su salón de audiencias, donde los cuerpos permanecían durante tres días. Incluso Ibn Battuta, aunque estaba acostumbrado a los modos de los déspotas musulmanes en todo el mundo, empezó a asustarse. Cuando se mandó a cuatro guardias para vigilarlo, consideró que había llegado su momento. Había estado molestando al gobernante y sus oficiales para esto y aquello, y quejándose de que los obsequios del gobernante disminuían en manos de los oficiales antes de que le llegaran. Ahora, con la inspiración del terror, se declaró un penitente que había renunciado al mundo. Hizo un ayuno de cinco días completos, leyendo el Corán de principio a fin cada día; y cuando volvió a aparecer frente al gobernante estaba vestido como mendigo. La renuncia del teólogo tocó el duro corazón del gobernante, le recordó cosas más elevadas y entonces permitió que Ibn Battuta partiera. En la narración de Ibn Battuta, la gente local sólo se ve de manera indirecta. Eran siervos en los pueblos (propiedad del gobernante, parte de las dádivas que podían ofrecerse al viajero) o simples esclavos (a Ibn Battuta le gustaba viajar con esclavas jóvenes). Las creencias de esta gente tenían un aspecto pintoresco, pero aparte de eso no tenían ningún interés para un teólogo musulmán; en Delhi sus ídolos habían sido literalmente derribados. La tierra había dejado de pertenecer a la gente local, y no tenía ningún sentido sagrado para el gobernante anterior. En Ibn Battuta es posible ver los principios del gran abandono de la India. Para los viajeros europeos del siglo XVII como Thomas Roe y Bernier, la miseria general de la gente -que vivía en chozas justo afuera de los palacios mogoles- ridiculizaba la pretensión de los gobernantes. Y según William Howard Russell -que informaba en 1858 y 1859 sobre el Motín de la India para The Times, y que viajó lentamente de Calcuta al Punjab-, la tierra en todas partes estaba en ruinas, mientras que la gente común medio muerta de hambre (de "muslos huecos") ciegamente desempeñaba su trabajo humilde, sirviendo a los ingleses como había servido a todos los gobernantes anteriores. Aunque no hubiese encontrado las palabras apropiadas, de niño había pensado en la unidad de la India. Ramlila -la obra de teatro al aire libre basada en el Ramayana que vimos actuada en un campo abierto justo afuera de nuestro pueblo- y nuestros ritos religiosos y todos nuestros modos privados eran parte de esa unidad; era algo que habíamos dejado atrás. Esta nueva idea del pasado, que me llegaba después de varios años, desenmarañó ese romance; me mostró que nuestra civilización ancestral -a la que habíamos pagado tributo de tantas maneras en nuestra colonia lejana, y que habíamos considerado antigua e ininterrumpida- había sido tan desvalida antes de los invasores musulmanes como los mexicanos y los peruanos lo fueron antes de los españoles; habían estado medio destruidos. 8 Para cada tipo de experiencia hay una forma adecuada, y no sé qué tipo de novela podría haber escrito sobre la India. La ficción funciona mejor en un área moral y cultural cerrada, donde las reglas son conocidas por la mayoría; y en esa área delimitada trata cosas -emociones, impulsos, ansiedades morales- que serían inasibles o quedarían incompletas en otras formas literarias. Mi experiencia había sido muy singular. Para escribir una novela acerca de ella, habría sido necesario crear a alguien como yo, alguien con mis ancestros y antecedentes, y elaborar algún asunto que hubiese llevado a esta persona a la India. Habría sido necesario más o menos duplicar la experiencia original, y no habría añadido nada. Tolstoi usó la ficción para acercar el estado de sitio de Sebastopol, para darle mayor realidad. Creo que si yo hubiese intentado escribir una novela sobre la India y hubiese montado todo ese aparato de invención, habría estado falsificando una experiencia preciada. El valor de la experiencia se encontraba en su singularidad. Tenía que presentarla tan fielmente como fuese posible. La novela de la metrópolis, tan atractiva, aparentemente tan fácil de imitar, viene con suposiciones metropolitanas acerca de la sociedad: la disponibilidad de una enseñanza más amplia, una idea de la historia, una preocupación por el conocimiento de uno mismo. Donde se equivocan esas suposiciones, donde falta o es imperfecta la enseñanza más amplia, no estoy seguro de que la novela pueda ofrecer más que lo externo de las cosas. Los japoneses importaron la forma de la novela y la añadieron a sus propias tradiciones literaria e histórica tan ricas; no hubo desajuste. Pero donde, como en la India, el pasado ha sido arrancado, y la historia es desconocida o imposible de conocer o negada, no sé si la forma prestada de la novela pueda transmitir más que una verdad parcial, una ventana apenas iluminada en una oscuridad general. Hace cuarenta o cincuenta años, cuando a los escritores hindúes no se les apreciaba tanto, el escritor R. K. Narayan era un consuelo y un ejemplo para quienes queríamos escribir (incluyo a mi padre y a mí). Narayan escribía en inglés acerca de la vida en la India. Esto en realidad es difícil de hacer, y Narayan resolvía los problemas pareciendo ignorarlos. Escribía de manera ligera, directa, con poca explicación de lo social. Su inglés era tan personal y fácil, tan carente de asociaciones sociales inglesas, que no había sensación de rareza; siempre parecía estar escribiendo desde dentro de su propia cultura. Escribía acerca de la gente en un pueblo del sur de la India: gente pequeña, conversaciones grandes, acciones pequeñas. Allí empezó; y allí estaba cincuenta años después. En cierta medida, esto reflejaba la vida de Narayan. Nunca se alejó de sus orígenes. Cuando lo conocí en Londres en 1961 -él había estado viajando y estaba a punto de regresar a la India- me dijo que necesitaba estar en su casa, hacer sus caminatas (con una sombrilla para el sol) y estar entre sus personajes. Verdaderamente poseía su mundo. Éste era completo y siempre estaba allí, esperándolo; y era lo suficientemente lejano del centro de las cosas para que los disturbios externos se apaciguaran antes de alcanzarlo. Incluso el movimiento de independencia, en las calientes décadas de 1930 y 1940, ya estaba lejano, y la presencia de los británicos estaba marcada sobre todo por los nombres de edificios y lugares. Ésta era una India que parecía desafiar a los vanagloriosos e irse por su propio camino. Las dinastías surgieron y cayeron. Los palacios y mansiones aparecieron y desaparecieron. Todo el país se derrumbó bajo el fuego y la espada del invasor, y se borró cuando el Sarayu [el río local] desbordó sus orillas. Pero siempre tuvo su renacimiento y su crecimiento. En esta visión (de uno de los libros más místicos de Narayan) el fuego y la espada de la derrota son como abstracciones. No hay verdadero sufrimiento, y el renacimiento es casi mágico. Esta gente pequeña de los libros de Narayan, que ganan dinero insignificante a cambio de trabajos insignificantes, y que están consolados y regidos por los rituales, parecen extrañamente aislados de la historia. Parece que se les dio la existencia con un soplo y al examinarlos no parecen tener ancestros. Sólo tienen un padre y tal vez un abuelo; no pueden alcanzar más atrás hacia el pasado. Van a templos antiguos; pero no tienen la confianza de esos constructores antiguos; ellos mismos no pueden construir nada que dure. Pero la tierra es sagrada, y tiene un pasado. A un personaje en esa misma novela mística se le concede una visión simple de ese pasado hindú, y le llega en escenas sencillas. La primera es del Ramayana (ca. 1000 a.C.); la segunda es del Buda, del siglo VI a.C.; la tercera es de Shankaracharya, filósofo del siglo IX, la cuarta es la llegada de los ingleses mil años después, y termina con el señor Shilling, gerente del banco local. Lo que omiten las escenas son los siglos de invasiones musulmanas y el reinado de los musulmanes. Narayan pasó una parte de su infancia en el estado de Mysore. Mysore tenía un maharajá hindú. Los ingleses lo pusieron en el trono después de que derrotaron al gobernante musulmán. El maharajá provenía de una familia ilustre; sus ancestros habían sido sátrapas del último gran reinado hindú del sur. El reino fue derrotado por los musulmanes en 1565, y su enorme ciudad capital (con el talento humano acumulado que la había sostenido) fue casi totalmente destruida, dejando una tierra tan empobrecida, casi sin recursos humanos creativos, que ahora es difícil ver cómo un gran imperio pudo surgir en ese sitio. Las terribles ruinas de la capital -que todavía cuatro siglos después hablaba de saqueos y odio y sangre y la derrota hindú, todo un mundo destruido- estaban tal vez a un día de distancia de la ciudad de Mysore. El mundo de Narayan no es, después de todo, tan arraigado y completo como parece. Su gente pequeña sueña simplemente en lo que creen ocurrió antes, pero no tienen un linaje personal; hay un gran vacío en su pasado. Sus vidas son pequeñas, como deben de ser: esta pequeñez es lo que ha tenido permiso de surgir de las ruinas, con las nuevas estructuras simples del orden colonial británico (escuela, calle, banco, juzgados). En los libros de Narayan, cuando se conoce la historia, hay menos la vida de una India hindú sabia y duradera, que una celebración de la redentora paz británica. Así, en la India, la forma prestada de la novela inglesa o europea, aun cuando ha aprendido a manejar bien lo externo de las cosas, a veces puede omitir su esencia terrible. También yo, como escritor de ficción, apenas comprendiendo mi mundo -nuestros antecedentes familiares, nuestra migración, la curiosa India medio recordada en la que vivimos durante una generación, la escuela del señor Worm, la ambición literaria de mi padre-, yo también pude empezar sólo con lo externo de las cosas. Para hacer más, apenas tuve que hacerlo, dado que no tenía idea o ilusión de un mundo completo que me esperara en algún lado, tuve que encontrar otras maneras. 9 Durante sesenta o setenta años en el siglo XIX, la novela en Europa, que se desarrolló con rapidez en manos de un relevo de grandes maestros, se convirtió en una herramienta extraordinaria. Hizo lo que no podía hacer ninguna otra forma literaria: ensayo, poema, teatro, historia. Le dio a la sociedad industrial o en proceso de industrialización o moderna una idea muy clara de sí misma. Mostraba con inmediatez lo que no se había mostrado antes; y cambiaba la visión. Algunas cosas en la forma se modificarían o recompondrían después, pero el esquema de la novela moderna se había establecido y su programa estaba determinado. Todos los que llegamos después somos derivados de ella. Ya nunca podremos ser los primeros. Podremos traer material de sitios lejanos, pero el programa que seguimos ha sido predefinido para nosotros. No podemos ser el equivalente en escritura a Robinson Crusoe en su isla, echando al aire "el primer disparo de pistola allí desde la creación del mundo". Ése (para mantener la metáfora) es el disparo que oímos cuando volteamos hacia los iniciadores. Ellos son los primeros; no lo sabían cuando empezaron, pero después (como Maquiavelo en sus Discursos y Montaigne en sus Ensayos) sí lo saben, y están llenos de entusiasmo por el descubrimiento. Ese entusiasmo llega hasta nosotros, y hay una energía irrepetible en la escritura. El largo fragmento que cito enseguida es del principio de Nicholas Nickleby (1838). Dickens tiene veintiséis años y está en su etapa más fresca. El material es común y corriente. Ésa es la intención. Parece que Dickens acaba de descubrir (después de Boz y Pickwick y Oliver Twist) que todo lo que ve en Londres le pertenece para que él lo escriba, y que el argumento puede esperar. El señor Nickleby cerró un libro de contabilidad que estaba sobre su escritorio y, echándose para atrás en la silla, miró con aire de abstracción a través de la ventana sucia. Algunas casas de Londres tienen atrás un melancólico lotecito de tierra, por lo general bardado con cuatro altas paredes encaladas, y observado con desagrado por montones de chimeneas, en los que languidece, año tras año, un árbol tullido, que hace un espectáculo de presentar unas cuantas hojas a fines del otoño, cuando los otros árboles dejan caer las suyas y, encorvándose por el esfuerzo, resiste, crujiente y reseco por el humo, hasta la siguiente estación... La gente a veces llama "jardines" a estos oscuros patios; no se supone que nunca se plantaran, sino más bien queson parcelas de tierra no reclamada, con la vegetación marchita del campo de ladrillos original. Nadie piensa en pasearse por ese sitio desolado, ni en convertirlo en nada. Unos cuantos canastos, media docena de botellas rotas, y otra basura por el estilo, pueden tirarse allí, cuando el inquilino acaba de mudarse, pero nada más; y allí permanecen hasta que éste se va: el mimbre húmedo tarda en pudrirse el tiempo que considere necesario: y se mezcla con la caja de desechos, las siempremuertas truncas y las macetas rotas, tristemente esparcidas por ahí: presas para intrusos de cara "negra" y polvo. Era un lugar así que el señor Ralph Nickleby observaba... Había fijado los ojos sobre un pino torcido, plantado por algún inquilino anterior en una tina que alguna vez había sido verde, y fue dejado allí, años antes, para que se pudriera poco a poco... Después de un largo rato sus ojos se volvieron hacia una ventanita sucia a la izquierda, a través de la cual apenas se veía la cara del oficinista; cuando ese notable volteó por casualidad, le hizo señas para que se presentara. Es delicioso, detalle por detalle, y podemos conservarlo porque sentimos, junto con el escritor, que esto nunca se había hecho antes. También significa que no puede hacerse otra vez con el mismo efecto. Perdería su aire de descubrimiento, que es su virtud. La escritura siempre tiene que ser nueva; todo talento siempre se va extinguiendo. Veintiún años después, en Historia de dos ciudades (1859), en la escena del tonel de vino, la observación intensa de Dickens se ha convertido en técnica, impresionante, pero retórica, con el detalle extrañamente fabricado, producto más de la mente y la costumbre que del ojo. Un gran tonel de vino se había caído y quebrado... y estaba tirado sobre las piedras justo afuera de la puerta de la vinatería, hecho añicos como una cáscara de nuez. Toda la gente que estaba cerca había suspendido sus asuntos, o su ocio, para correr al lugar y beber el vino. Las piedras ásperas e irregulares de la calle, que apuntaban hacia todos lados y parecían diseñadas expresamente para lisiar a todas las criaturas vivientes que se les acercaran, lo había encerrado con diques en pequeños charcos; éstos estaban rodeados, cada uno, por su propio grupo o multitud a empujones, según el tamaño. Algunos hombres se arrodillaban, ahuecaban sus dos manos juntas, y sorbían, o trataban de ayudar a las mujeres, inclinadas sobre su hombro, a sorber, antes de que el vino se hubiera escurrido entre sus dedos. Otros, hombres y mujeres, sumergían tarritos mutilados de barro en los charcos, o incluso pañoletas de las cabezas de las mujeres que luego exprimían en la boca de los bebés... Sólo la nuez hecha añicos y el tarro mutilado son como del joven Dickens. Los otros detalles no logran crear el París revolucionario (de setenta años antes); se van desarrollando más bien hacia el simbolismo de la caricatura política. La literatura es la suma de sus descubrimientos. Lo que es derivado puede ser impresionante e inteligente. Puede dar placer y tendrá su temporada, breve o larga. Pero siempre querremos regresar a los iniciadores. Lo que importa en la literatura, al fin de cuentas, lo que siempre está allí, es lo verdaderamente bueno. Y -aunque las formas llevadas a la práctica pueden producir juegos milagrosos, como La importancia de llamarse Ernesto o Decadencia y caída- lo que es bueno es siempre lo que es nuevo, tanto en forma como en contenido. Lo que es bueno olvida los modelos que puede haber tenido, y es inesperado; tenemos que atraparlo al vuelo. La escritura con esta calidad no puede enseñarse en un curso de escritura. La literatura, como todo arte vivo, siempre está en movimiento. Es parte de su vida que su forma dominante cambie constantemente. Ninguna forma literaria -la obra de Shakespeare, el poema épico, la comedia de la Restauración, el ensayo, el trabajo histórico- puede continuar durante mucho tiempo en el mismo tono de inspiración. Si todo talento creativo siempre se está extinguiendo, toda forma literaria siempre está llegando al límite de lo que puede hacer. La nueva novela dio a la Europa del siglo XIX cierto tipo de noticias. El final del siglo XX, saciado de noticias, culturalmente mucho más confundido, amenazando una vez más con estar tan lleno de movimientos tribales o tradicionales como durante los siglos del imperio romano, necesita otro tipo de interpretación. Pero la novela, que aún (a pesar de las apariencias) imita el programa de los iniciadores del siglo XIX, que aún se alimenta de la visión que ellos crearon, sutilmente puede distorsionar la desadaptada realidad nueva. Como forma, ahora es bastante común y lo suficientemente limitada para ser enseñable. Fomenta una multitud de pequeños narcisismos, lejanos y cercanos; éstos defienden la originalidad y dan a la forma una ilusión de vitalidad. Es una vanidad de la época (y de la promoción comercial) el que la novela siga siendo la expresión última y más elevada de la literatura. Aquí tengo que regresar al principio. A partir del pequeño cambio colonial del gran logro del siglo XIX, a fines de la década de 1920 llegó a mi padre -tal vez mediante un maestro o un amigo- el deseo de ser escritor. Sí se hizo escritor, aunque no de la manera que él quería. Hizo buenos trabajos; sus relatos le dieron un pasado a nuestra comunidad, que de otro modo se habría perdido. Pero había un desajuste entre la ambición que venía de fuera, de otra cultura, y nuestra comunidad, que no tenía una tradición literaria viva; y los relatos de mi padre, ganados a pulso, han encontrado muy pocos lectores entre la gente de quien trataban. Me heredó su ambición de escritura; y yo, que crecí en otra época, he logrado llevar a cabo esa ambición casi hasta el final. Pero recuerdo lo difícil que fue para mí, cuando era niño, leer libros serios; dos esferas de oscuridad me separaban de ellos. Casi toda mi vida imaginativa estaba en el cine. Todo allí estaba lejos, pero al mismo tiempo todo en ese curioso mundo operístico era accesible. Era un arte verdaderamente universal. No creo que exagero cuando digo que sin el Hollywood de las décadas de 1930 y 1940, espiritualmente habría estado bastante menesteroso. No puedo omitir esto de mi recuento de lectura y escritura. Y ahora debo preguntarme si el talento que alguna vez se invertía en la literatura imaginativa no se encontraba en este siglo en los primeros cincuenta años de la gloriosa cinematografía.

25 ago 2011

Diario (Fragmento)




1914

1º de abril. Pasé otro día espantoso. Nada me ayuda o podría ayudarme salvo una persona que pudiera adivinar. Fui a dar un paseo y tuvo cierta vaga alegría que me dieron unos niños y el ruido del agua como olas que se elevan.


1915

1º de enero. […] Para este año tengo dos deseos: escribir, ganar dinero. Consideremos. Con dinero podríamos marcharnos como queremos, tener una casa en Londres, ser libres como lo deseamos, y ser independientes y orgullosos con todos. Es sólo la pobreza la que nos mantiene unidos. […]


1916

22 de enero. [Villa Pauline, Bandol.] Ahora, realmente, ¿qué es lo que de verdad quiero escribir? Me lo pregunto. ¿Soy menos escritora que antes? ¿Es menos urgente la necesidad de escribir? ¿Aún me parece tan natural buscar esa forma de expresión? ¿La ha satisfecho el habla? ¿Pido algo más que relatar, recordar, asegurarme?

Hay veces en que estos pensamientos casi me asustan y casi me convencen. Me digo. Estás ahora tan realizada en tu propio ser, en estar viva, en vivir, en aspirar a un sentido mayor de la vida y un amor más profundo, que lo otro ha desaparecido de ti.

Pero no, en el fondo no estoy convencida, porque en el fondo nunca mi deseo fue tan ardiente. Sólo la forma que elegiría ha cambiado marcadamente. Ya no me siento intensada en el mismo aspecto de las cosas. La gente que vivió o a quien deseé introducir en mis historias ya no me interesan. Los argumentos de mis historias me dejan absolutamente fría. Aceptado que esa gente exista, y que todas las diferencias, complejidades y resoluciones sean verdaderas para ellos, ¿por qué debería yo escribir sobre ellos? No están cerca de mí. Todas las falsas cuerdas que me unen a ellos están cortadas del todo.

Ahora… ahora quiero escribir recuerdos de mi propio país. Sí, deseo escribir sobre mi propio país hasta que simplemente agote mis recuerdos. No sólo porque se trate de una “deuda sagrada” que le pague a mi país porque mi hermano y yo nacimos allá, sino también porque en mis pensamientos recorro con él todos los lugares recordados. Nunca me aparto de ellos. Deseo renovarlos por escrito.

Ah, la gente… la gente que amamos allá… de ellos, también, deseo escribir. Otra “deuda de amor”. Oh, quiero que por un momento nuestro país no descubierto salte ante los ojos del Viejo Mundo. Debe ser misterioso, como si flotara. Debe quitar el aliento. Debe ser “una de esas islas…” Lo diré todo, incluso el asunto de la canasta de la ropa. Pero todo debe ser contado con un sentido del misterio, con brillo, con un resplandor crepuscular, porque tú, mi pequeño sol de ese mundo, te has puesto. Te has caído por el enceguecedor borde del mundo. Ahora yo debo hacer mi parte.

Luego quiero escribir poesía. Siempre me siento temblando al borde de la poesía. El almendro, los pájaros, el bosquecito donde estás tú, las flores que no ves, la ventana abierta por la que me asomo y sueño que te reclinas contra mi hombro, y las veces que tu fotografía “parece triste”. Pero principalmente quiero escribir una especie de elegía a ti… tal vez no es poesía. Tal vez tampoco en prosa. Casi con seguridad en una especie deprosa especial.

Y, por último, deseo llevar una especie de libro de pequeñas notas, que se publique algún día. Eso es todo. Nada de novelas, nada de historias con problemas, nada que no sea simple, abierto.


1920

19 de diciembre.
Sufrimiento
Deseo que se acepte esto como mi confesión.

No hay límite para el sufrimiento humano. Cuando uno piensa:”Ahora he tocado el fondo del mar… ya no puedo ir más abajo”, uno se hunde más Y así es para siempre. El año pasado en Italia pensé: La mínima sombra más y sería la muerte. ¡Pero este año ha sido tanto más terrible que pienso en la Casetta con afecto! El sufrimiento es infinito, es la eternidad. Un remordimiento es el tormento eterno. El sufrimiento físico es… juego de niños ¡Tener el pecho aplastado por una gran piedra… uno podría reírse!

No quiero morir sin dejar asentada mi convicción de que el sufrimiento pueda superarse. Porque de verdad lo creo. ¿Qué se debe hacer? No tiene sentido lo que se denomina “ir más allá del dolor”. Eso es falso.

Uno debe rendirse. No resistirse. Aceptarlo. Dejarse abrumar. Aceptarlo por completo. Convertirlo en parte de la vida.

Todo lo que realmente aceptamos de la vida sufre un cambio. Así, el sufrimiento debe convertirse en Amor. Este es el misterio. Eso es lo que debo hacer. Debo pasar del amor personal al amor más grande. Debo darle a la totalidad de la vida lo que le di a uno. La presente agonía pasará… si no mata. No durará. Ahora soy como un hombre a quien le han arrancado el corazón… pero… ¡hay que soportarlo… hay que soportarlo! Tanto en el mundo físico como en el espiritual, el dolor no dura para siempre. Sólo que es tan agudo ahora. Es como si hubiera ocurrido un espantoso accidente. Si puedo dejar de revivir toda la conmoción y el horror del dolor, si ceso de recordarlo, me pondré más fuerte.

Aquí, por una extraña razón, surge la figura del doctor Sorapure. El era un buen hombre. Me ayudaba no sólo a soportar el dolor, sino que sugería que quizá la enfermedad física sea necesaria, sea un proceso reparador, y siempre me decía que consideraba cómo el hombre solo desempeñaba sólo una parte en la historia del mundo. Mi dolor simple y amable era puro de corazón, como Chéjov. Pero para estas enfermedades uno es el propio médico. Si el “sufrimiento” no es un proceso reparador, yo lo convertiré en tal. Aprenderé la lección que enseña. Estas no son palabras vanas. Estos no son los consuelos del enfermo.

La vida es un misterio. El dolor que atemoriza se atenuará. Debo dedicarme a mi trabajo. Debo poner mi agonía en algo, cambiarla. “La pena se convertirá en alegría”.

Es perderse de manera más total, amar más profundamente, sentirse parte de la vida, no separado.

¡Oh, Vida! Acéptame… hazme digna… enséñame.

Escribo eso. Levanto la vista. Las hojas se mueven en el jardín, el cielo está pálido, y me sorprendo a mí misma llorando. Es duro… es duro hacer una buena muerte…

Vivir… vivir… eso es todo. Y dejar la vida sobre esta tierra como la dejaron Chéjov y Tolstoi.

Después de una terrible operación, recuerdo que cuando pensaba en el dolor de estar toda tendida, me ponía a llorar. Cada vez volvía a sentirlo, y era insoportable.

Eso es lo que se debe controlar. ¡Extraño! Las dos personas que quedan son Chéjov, muerto, y el indiferente doctor Sorapure. Esos son los dos hombres buenos que he conocido.


1922

16 de enero. […] Hoy estoy en un cenagal de desaliento, y como todos los que están así, estoy fea, me siento fea. Es el triunfo de la materia sobre el espíritu. Esto no debe ser. Mañana, a toda costa (aquí lo juro) escribiré un cuento. Esta es mi primera resolución… en este diario. No me atrevo a deshacerla.


Octubre. Importante. Cuando podemos empezar a no tomarnos en serio nuestros fracasos, significa que estamos dejando de tenerles miedo. Es de suma importancia aprender a reírnos de nosotros mismos.

24 ago 2011

Dos Cartas





a Zelda Fitzgerald
Univ. Princeton
37 Park Avenue,
Baltimore (Maryland)
6-4-1934
Perdona que dicte esta carta en lugar de escribirla a mano, pero si vieras mi escritorio y la cantidad de cosas que han llegado lo comprenderías. Tienes que combatir cualquier tipo de derrotismo. No hay ninguna razón para el pesimismo. En realidad nunca has tenido un temperamento melancólico, sino que, como tu madre decía, siempre destacaste por tu vital actitud animosa, alegre y extrovertida. Me refiero sobre todo a que no compartes ninguno de los puntos de vista melancólicos que parecen integrar a Anthony y Marjorie. Tú y yo hemos pasado momentos maravillosos en el pasado, y el futuro aún está cargado de posibilidades si levantas la moral y procuras creerlo. El mundo exterior, la situación política, etcétera, siguen siendo oscuros e influyen en todos directamente, y es inevitable que te afecten indirectamente a ti, pero procura distanciarte de todo ello mediante alguna forma de higiene mental, inventándola, si es necesario.
Déjame repetirte que no quiero que te concentres demasiado en mi libro, que es una obra melancólica y parece haber obsesionado a casi todos los críticos. Me preocupa muchísimo que lo estés releyendo. Describe determinadas fases de la vida que ya están superadas. Ciertamente nos hallamos en una ola ascendente, aunque no sepamos a ciencia cierta hacia dónde va.
No tienes ningún motivo real de pesimismo. Tus cuadros han sido un éxito, tu salud ha mejorado mucho, según tus médicos, y la única tristeza es vivir sin ti, sin oír los tonos de tu voz con sus peculiares intimidades de inflexión.
Tú y yo hemos sido felices; y no lo hemos sido solo una vez, hemos sido felices miles de veces.
Las posibilidades de que la primavera, que llega para todos, como las canciones populares, nos pertenezca también, las posibilidades son muy halagüeñas en este momento porque, como siempre, puedo aguantar casi toda la opinión literaria contemporánea, liquidada, en el hueco de la mano, y cuando lo hago, veo al cisne flotando en ella y descubro que eres tú y sólo tú.
Pero, Cisne, flota suavemente porque eres un cisne, porque con la exquisita curva de tu cuello los dioses te concedieron un don especial, y aunque te lo fracturaras tropezando con algún puente construido por el hombre, se curaría y seguirías avanzando. Olvida el pasado, lo que puedas, y da la vuelta y nada de nuevo hasta mí, a tu refugio de siempre, aunque a veces parezca una cueva oscura iluminada con las antorchas de la furia. Es el mejor refugio para ti, da la vuelta despacio en las aguas en las que te mueves y regresa.
Todo esto parece alegórico pero es muy real. Te necesito aquí. La tristeza del pasado me acompaña siempre. Las cosas que hicimos juntos y las cicatrices atroces que nos convirtieron en el pasado en supervivientes de guerra persisten como una especie de atmósfera que rodea todas las casas que habito. Las cosas agradables y los primeros años juntos, los meses que pasamos hace dos años en Montgomery me acompañarán siempre y tienes que creer como yo que podemos recuperarlos, si no en una nueva primavera, en un nuevo verano. Te quiero, amor mío, cariño.
* * *
5521 Amestoy Avenue
Encino (California)
19-3-1940
Queridísima:
Creo que lo mejor es no precipitarse.
(a) Me gustaría que salieras con el beneplácito del doctor Carroll (te ha dedicado más horas de trabajo de las que merece un ser humano de otro; estarías de acuerdo si vieras las cartas que me ha escrito). Ha sido tu mejor amigo, después de Forel, incluso mejor que Meyer (aunque esto es ser injusto con Meyer que nunca pretendió ser un clínico, sino sólo un diagnosticador).
Pero al diablo todo eso, y la enfermedad.
(b) Sería también mejor que esperaras porque sin duda tendré más dinero dentro de tres semanas que en este momento, y
(c) Si todo sale bien, Scottie puede bajar a verte un día en las vacaciones; de lo contrario, no la verás hasta el verano. ¡Es una posibilidad!
Creo que no comprendes del todo las dimensiones de lo que Scottie ha conseguido en Vassar.
Decías bastante despreocupadamente en la carta que dos años bastaban, pero no es cierto.
Tiene un talento excepcional. No sólo se puso a la altura de las circunstancias y consiguió ingresar muy joven, sino que ha pasado de ser una alumna mediocre a ser una alumna muy aceptable; vendió un relato profesional a los dieciocho años; y además ha introducido con bastante esfuerzo un tono nuevo en una escuela tan intelectual y políticamente comprometida como Vassar. Ha escrito y producido una comedia musical y ha fundado un club llamado el Omgim para perpetuar la idea, casi igual que Tarkington cuando fundó en 1893 el Triangle en Princeton. Y lo consiguió enfrentándose a una gran oposición: chicas que no querían dejarla entrar en el consejo de redacción del diario porque, aunque sabía escribir, carecía de “conciencia política”.
Tenemos todos los motivos del mundo para apoyar a nuestra pequeña. Haría cualquier cosa con tal de no negarle los dos últimos años de universidad que se merece. Tiene más que talento: posee un auténtico genio para la organización.
Aquí no hay nada nuevo. Escribo los relatos de “Pat Hobby” y espero. Tengo una nueva idea ahora (una serie cómica que volvería a llevarme a las grandes revistas), pero, Dios mío, soy un hombre olvidado. Tuvieron que retirar Gatsby de la Modern Library porque no se vendía, lo cual fue un golpe.
Con mi cariño de siempre,
[Scott]



23 ago 2011

EL POEMA QUE SIGUE A LOS POEMAS


En tu estantería he puesto poemas,
poemas que para ti son “yo mismo”.
En mi estantería ningún poema,
y en los días sufridos ningún “yo mismo”.

En la vida de los que cantaron mejor
rasgos hay de tal sencillez
que cualquiera que, auténtico, la gustó,
sólo puede terminar en silencio.

Nacido del linaje de cuanto es,
pariente de un futuro que existe ya,
cómo no caer finalmente
en la herejía de la sencillez inaudita.

Me avergüenzo, cada días más,
de que en lo hondo de un siglo de tales sombras
subsista cierta enfermedad aguda:
la “enfermedad aguda de la poesía”.



21 ago 2011

El Talento



El pintor Yegor Savich, que se hospeda en la casa de campo de la viuda de un oficial, está sentado en la cama, sumido en una dulce melancolía matutina.
Es ya otoño. Grandes nubes informes y espesas se deslizan por el firmamento; un viento, frío y recio, inclina los árboles y arranca de sus copas hojas amarillas. ¡Adiós, estío!
Hay en esta tristeza otoñal del paisaje una belleza singular, llena de poesía; pero Yegor Savich, aunque es pintor y debiera apreciarla, casi no para mientes en ella. Se aburre de un modo terrible y sólo le consuela el pensar que al día siguiente no estará ya en la quinta.
La cama, las mesas, las sillas, el suelo, todo está cubierto de cestas, de sábanas plegadas, de todo género de efectos domésticos. Se han quitado ya los visillos de las ventanas. Al día siguiente, ¡por fin!, los habitantes veraniegos de la quinta e trasladarán a la ciudad.
La viuda del oficial no está en casa. Ha salido en busca de carruajes para la mudanza.
Su hija Katia, de veinte años, aprovechando la ausencia materna, ha entrado en el cuarto del joven. Mañana se separan y tiene que decirle un sinfín de cosas.
Habla por los codos; pero no encuentra palabras para expresar sus sentimientos, y mira con tristeza, al par que con admiración, la espesa cabellera de su interlocutor. Los apéndices capilares brotan en la persona de Yegor Savich con una extraordinaria prodigalidad; el pintor tiene pelos en el cuello, en las narices, en das orejas, y sus cejas son tan pobladas, que casi le tapan los ojos. Si una mosca osara internarse en la selva virgen capilar, de que intentamos dar idea, se perdería para siempre.
Yegor Savich escucha a Katia, bostezando. Su charla empieza a fatigarle. De pronto la muchacha se echa a llorar. Él la mira con ojos severos al través de sus espesas cejas, y le dice con su voz de bajo:
-No puedo casarme.
-¿Pero por qué? -suspira ella.
-Porque un pintor, un artista que vive de su arte, no debe casarse. Los artistas debemos ser libres.
-¿Y no lo sería usted conmigo?
-No me refiero precisamente a este caso... Hablo en general. Y digo tan sólo que los artistas y los escritores célebres no se casan.
-¡Sí, usted también será célebre, Yegor Savich! Pero yo... ¡Ah, mi situación es terrible!... Cuando mamá se entere de que usted no quiere casarse, me hará la vida imposible. Tiene un genio tan arrebatado... Hace tiempo que me aconseja que no crea en sus promesas de usted. Luego, aún no le ha pagado usted el cuarto... ¡Menudos escándalos me armará!
-¡Que se vaya al diablo su mamá de usted! Piensa que no voy a pagarle?
Yegor Savich se levanta y empieza a pasearse por la habitación.
-¡Yo debía irme al extranjero! -dice.
Le asegura a la muchacha que para él un viaje al extranjero es la cosa más fácil del mundo: con pintar un cuadro y venderlo...
-¡Naturalmente! -contesta Katia-. Es lástima que no haya usted pintado nada este verano.
-¿Acaso es posible trabajar en esta pocilga? -grita, indignado, el pintor-.
Además, ¿dónde hubiera encontrado modelos?
En este momento se oye abrir una puerta en el piso bajo. Katia, que esperaba la vuelta de su madre de un momento a otro, echa a correr. El artista se queda solo. Sigue paseándose por la habitación. A cada paso tropieza con los objetos esparcidos por el suelo. Oye al ama de la casa regatear con los mujiks cuyos servicios ha ido a solicitar. Para templar el mal humor que le produce oírla, abre la alacena, donde guarda una botellita de vodka.
-¡Puerca! -le grita a Katia la viuda del oficial- ¡Estoy harta de ti! ¡Que el diablo te lleve!
El pintor se bebe una copita de vodka , y las nubes que ensombrecían su alma se van disipando. Empieza a soñar, a hacer espléndidos castillos en el aire.
Se imagina ya célebre, conocido en el mundo entero. Se habla de él en la Prensa , sus retratos se venden a millares. Hállase en un rico salón, rodeado de bellas admiradoras... El cuadro es seductor, pero un poco vago, porque Yegor Savich no ha visto ningún rico salón y no conoce otras beldades que Katia y algunas muchachas alegres. Podía conocerlas por la literatura; pero hay que confesar que el pintor no ha leído ninguna obra literaria.
-¡Ese maldito samovar! -vocifera la viuda-. Se ha apagado el fuego. ¡Katia, pon más carbón!
Yegor Savich siente una viva, una imperiosa necesidad de compartir con alguien sus esperanzas y sus sueños. Y baja a la cocina, donde, envueltas en una azulada nube de humo, Katia y su madre preparan el almuerzo.
-Ser artista es una cosa excelente. Yo, por ejemplo, hago lo que me da la gana, no dependo de nadie, nadie manda en mí. ¡Soy libre como un pájaro! Y, no obstante, soy un hombre útil, un hombre que trabaja por el progreso, por el bien de la humanidad.
Después de almorzar, el artista se acuesta para «descansar» un ratito.
Generalmente, el ratito se prolonga hasta el obscurecer; pero esta tarde la siesta es más breve. Entre sueños, siente nuestro joven que alguien le tira de una pierna y le llama, riéndose. Abre los ojos y ve, a los pies del lecho, a su camarada Ukleikin, un paisajista que ha pasado el verano en las cercanías, dedicado a buscar asuntos para sus cuadros.
-¡Tú por aquí! -exclama Yegor Savich con alegría, saltando de la cama-
¿Cómo te va, muchacho?
Los dos amigos se estrechan efusivamente la mano, se hacen mil preguntas...
-Habrás pintado cuadros muy interesantes -dice Yegor Savich, mientras el otro abre su maleta.
-Sí, he pintado algo... ¿y tú?
Yegor Savich se agacha y saca de debajo de la cama un lienzo, no concluido, aún, cubierto de polvo y telarañas.
-Mira -contesta-. Una muchacha en la ventana, después de abandonarla el novio...
Esto lo he hecho en tres sesiones.
En el cuadro aparece Katia, apenas dibujada, sentada junto a una ventana, por la que se ve un jardincillo y un remoto horizonte azul.
Ukleikin hace un ligera mueca: no le gusta el cuadro.
-Sí, hay expresión -dice-. Y hay aire... El horizonte está bien... Pero ese jardín..., ese matorral de la izquierda... son de un colorido un poco agrio.
No tarda en aparecer sobre la mesa la botella de vodka.
Media hora después llega otro compañero: el pintor Kostilev, que se aloja en una casa próxima. Es especialista en asuntos históricos. Aunque tiene treinta y cinco años, es principiante aún. Lleva el pelo largo y una cazadora con cuello a lo Shakespeare. Sus actitudes y sus gestos son de un empaque majestuoso. Ante la copita de vodka que le ofrecen sus camaradas hace algunos dengues; pero al fin se la bebe.
-¡He concebido, amigos míos, un asunto magnífico! -dice-. Quiero pintar a Nerón, a Herodes, a Calígula, a uno de los monstruos de la antigüedad, y oponerle la idea cristiana. ¿Comprendéis? A un lado, Roma; al otro, el cristianismo naciente. Lo esencial en el cuadro ha de ser la expresión del espíritu, del nuevo espíritu cristiano.
Los tres compañeros, excitados por sus sueños de gloria, van y vienen por la habitación como lobos enjaulados. Hablan sin descanso, con un fervoroso, entusiasmo. Se les creería, oyéndoles, en vísperas de conquistar la fama, la riqueza, el mundo. Ninguno piensa en que ya han perdido los tres sus mejores años, en que la vida sigue su curso y se los deja atrás, en que, en espera de la gloria, viven como parásitos, mano sobre mano. Olvidan que entre los que aspiran al título de genio, los verdaderos talentos son excepciones muy escasas.
No tienen en cuenta que a la inmensa mayoría de los artistas les sorprende la muerte «empezando». No quieren acordarse de esa ley implacable suspendida sobre sus cabezas, y están alegres, llenos de esperanzas.
A las dos de la mañana, Kostilev se despide y se va. El paisajista se queda a dormir con el pintor de género.
Antes de acostarse, Yegor Savich coge una vela y baja por agua a la cocina.
En el pasillo, sentada en un cajón, con las manos cruzadas sobre las rodillas, con los ojos fijos en el techo, está Katia soñando...
-¿Qué haces ahí? -le pregunta, asombrado, el pintor- ¿En qué piensas?
-¡Pienso en los días gloriosos de su celebridad de usted! -susurra ella-. Será usted un gran hombre, no hay duda. He oído su conversación de ustedes y estoy orgullosa.
Llorando y riendo al mismo tiempo, apoya las manos en los hombros de Yegor Savich y mira con honda devoción al pequeño dios que se ha creado.








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