18 ago 2011

Escritura y tecnología



Hay personas que creen que la escritura, y en especial la escritura literaria, es del todo ajena a la tecnología. ¿Pero qué están escuchando ustedes? La voz de otra persona que lee mis palabras. Yo no pude venir a decirlas pero alguien más las pronuncia (y por eso, desde ahora, le doy las gracias).
Alguien más dice estas palabras y ustedes pueden observar este fenómeno curioso: como les es posible diferenciar entre esa persona y yo (incluso aunque yo no esté aquí), la identidad de quien habla y la de quien escribe (o escribió) pueden distinguirse. Mi presencia entre ustedes es virtual, pero no deja de ser presencia. Algo de mí: este texto, esta cadena de pensamientos, se encuentra entre ustedes.
Y si la forma en que describo estos hechos les parece extraña, les diré que no es nueva, en absoluto, porque la descripción es la del acto de leer. Daría lo mismo que cada uno de ustedes tuviera una copia de este texto y la leyera por cuenta propia. Leer nos permite descifrar los signos de una escritura y componer con ellos el discurso de alguien que no está con nosotros. El acto de escribir es inverso y complementario: fija nuestros pensamientos en signos que otros puedan leer luego, apostar a la posibilidad de que esos otros existan incluso aunque no estén frente a nosotros.
Y yo digo todo esto, por medio de la persona generosa que lee estas palabras, porque ambas tareas –leer y escribir– no son sólo dos de las actividades fundamentales inventadas por la especie humana, que se ha servido de ambas durante miles de años para incrementar su memoria y sus capacidades de comunicación y de abstracción mucho más allá de lo que podría lograr solamente atenida a las capacidades del cerebro y el resto del cuerpo.
Además, estas dos actividades son aplicaciones, usos de la tecnología: el conjunto de saberes que permiten fabricar objetos y modificar el medio ambiente, según dice la definición informal de la Wikipedia. Los objetos que fabricamos al escribir, ustedes y yo, son textos: pensamientos, como decía, fijados por medio de símbolos, aunque sea provisoriamente o en los materiales más frágiles; y ellos nos han permitido modificar nuestro entorno de innumerables formas diferentes, por igual nimias o terribles, a lo largo de los siglos.
De manera que la escritura depende de la tecnología. Puede ir mucho más allá de lo que el término “tecnología” significa hoy entre nosotros, puede volverse imperecedera, puede revelar lo más tremendo y lo más inesperado del lenguaje, la herramienta intangible con la que entendemos el mundo, pero siempre provendrá de acciones sobre el mundo físico: unos dedos que abren surcos en la arena, una punta entintada que rasca un papel, un teclado que se deja pulsar para que compongamos, por su medio, palabras y frases.
Quisiera que consideraran esto mientras paso a referirme a un solo aspecto, muy específico, de las relaciones entre la escritura y otra porción de la tecnología de nuestro tiempo.
1
En lo que va del siglo XXI, cada cierto tiempo aparece una nueva remesa de artículos y reportajes sobre los blogs en los diversos medios mexicanos. Muchos de esos textos se limitan a repetir lo que dijeron los anteriores, y por tanto se refieren a las bitácoras electrónicas como una alternativa o por lo menos una nueva herramienta para la literatura, y tienden a acercarse, para hacerle preguntas sobre la blogósfera, a los escritores (en el sentido tradicional del término) que nos hemos metido en ella, que hemos puesto o discutido sobre bitácoras. Pero actuar así es injusto: ni las posibilidades del blog se agotan la literatura o sus alrededores, ni los bitacoristas o blogueros o bloggers necesitan asumirse todos como literatos o habitantes del mundo “cultural”, ni las autoridades de un medio, de un estrato social o de un oficio, lo son necesariamente de otro.
La cuestión es compleja, y si de un lado se le simplifica en exceso, del otro también: por lo menos, en muchas bitácoras que frecuento o en las que me he detenido en varios años de paseos por esta región del ciberespacio, se describe a los escritores como una minoría vanidosa, petulante, que pretende convertirse en la élite de un medio al que no debería tener acceso en absoluto; que sólo emplea sus conexiones a Internet como extensiones de sus máquinas de escribir o sus procesadores de texto, y cuyos blogs, cuando se dignan tenerlos, son depósito de presunciones y arrogancias, de expresiones caducas y párrafos interminables, de textos que ya no dicen nada a quienes los leen impresos y menos dirán todavía desde una pantalla. O, peor todavía, son simples carteleras de eventos, anuncios de narcisista o de mercachifle. Para esas personas, en fin, los escritores parecemos menos interesados en participar en una comunidad que en presumir sabidurías dudosas o en luchar por un poder que casi con seguridad no existe y que, de tener alguna realidad, no la tiene en la red.
Pero esto no es verdad.
Una porción de este texto fue escrita, debo decirlo, hace tiempo: para ser presentada en una conferencia de blogueros que se celebró en el año 2005, y cuyos organizadores, según me dijeron, temían que no fuese a aceptar la invitación de hablar ante su público, por creer que yo a) estaba subido en una especie de pedestal de literato y b) jamás querría bajar de allí. ¿Por qué creían una cosa semejante? Por la distorsión que ha sufrido, en especial en nuestro país, la percepción del papel y el valor de los escritores.
2
El mito del escritor es de los más antiguos porque es anterior incluso a la escritura: es el mito del poeta o del contador de historias, del miembro de una comunidad que, para beneficio de ella, se dedicaba a crear o a preservar grandes historias, a expresar los hechos más tremendos y más conmovedores, a servir como depósito de una memoria fiel, capaz de vivir más que cualquier individuo y de preservar la identidad de su tribu, de su nación o de su pueblo.
Ahora, como sabemos, las cosas son distintas: la literatura no es la práctica más popular de la cultura de occidente ni de la especie humana, y no tiene el lugar privilegiado que tuvo en otros tiempos como memoria ni siquiera como entretenimiento, medio de comunicación o herramienta para comprender al mundo. (Hasta sus posibilidades de explorar la naturaleza humana, de articularla y plantearle preguntas, le podrían ser arrebatadas si “lo humano”, como se le entendía hasta el siglo XX, es una idea cuyo tiempo ya pasó y si, por lo tanto, las conferencias sobre arte y tecnología de aquí a un par de siglos serán presididas por cyborgs, inteligencias artificiales y sólo uno que otro ser de carne obsoleto y extraviado.)
No es posible negar que la mera especialidad del escritor: el trabajo con el lenguaje y la comprensión del lenguaje como creador de nuestras ideas sobre el mundo, sigue teniendo sentido; pero he dicho lo que antecede porque la relación de los escritores con el resto de las sociedades humanas, en especial en países como éste, se ha vuelto problemática. Sin el puesto de gran importancia que claramente era suyo en otro tiempo, muchas personas creen que dedicarse al lenguaje es poco o nada y consideran que los escritores somos inútiles. No “generamos” empleos, no producimos riqueza material y no tenemos poder por nosotros mismos; somos peso muerto, al igual que las masas sin empleo, las culturas “exóticas” y tantas otras cosas.
Peor todavía, tenemos esa mala fama que no siempre es injusta. Desde la antigüedad, el trabajo de ser “memoria de una cultura”, de “capacidad de articulación o expresión de una cultura”, ha sido mucho más accidentado que en la imagen ideal del mito, y numerosos narradores, poetas, creadores de todo tipo se han acercado, para sobrevivir aunque también para obtener privilegios, al poder: a los individuos o los grupos más encumbrados de su lugar y su tiempo. No todos, insisto, optan por ese camino, pero quienes lo siguen terminan por hablar sólo en nombre de unos cuantos o, peor todavía, de un programa político, una campaña, una serie de postulados ideológicos o mercantiles.
En México no han faltado personas en esa situación, y se han destacado mucho en la imaginación popular en el último siglo debido a que el sistema político mexicano, que durante tantas décadas fue una dictadura de partido único, se valió del trabajo de numerosos escritores para difundir e imponer su visión del país: de qué significaba ser mexicano y cuáles eran las actitudes, preocupaciones y convicciones apropiadas para todos.
Por esta razón, todavía ahora, con todo y globalización, se dice en México que los libros valen en tanto sean “reflejos fieles” de la realidad, y en especial de la realidad política; por eso la definición de intelectual en México (es decir, de quien cultiva el intelecto: el pensamiento) sigue siendo, palabras más o menos, la que dio Gabriel Zaid: la persona que opina sobre asuntos de interés público e influye sobre las élites.
3
La blogósfera está lejos de ser un medio perfectamente democrático, abierto por igual a todos. Pero está, junto con el resto de Internet, más cerca de ese ideal que cualquier otra invención de la especie: más cerca de ese regreso al origen mítico de las comunidades humanas, aquellas que tenían su poeta o su contador de historias. Además, la forma en la que se crean la mayoría de las bitácoras: en solitario y ante la pantalla blanca del computador, recuerda otro mito: el del trabajo solitario del escritor, quien se aparta del mundo para crear sus textos que hablan del mundo, que está y no está entre los otros. Los blogs han acabado con parte de la variedad y la experimentación de la red mundial en los últimos años del siglo XX, cuando cada página disponible se creaba artesanalmente; sin embargo, la metáfora que han vuelto casi unánime entre los escritores de la red para el desarrollo progresivo de sus textos tiene antepasados curiosos: todos publicamos un poco cada vez, como en los antiguos diarios y (desde luego) bitácoras escritas; y todos nos desplazamos por esas grandes listas de textos de arriba hacia abajo y viceversa, recordando el enrollar y desenrollar de los antiguos pergaminos.
Además, los escritores que nos aproximamos a las bitácoras podríamos sorprendernos mucho al reflexionar sobre las consecuencias a largo plazo del uso estas herramientas: todo es virtual, las gentes a las que se habla no están en parte alguna, pero no sólo esa virtualidad nos ha acompañado siempre. También da frutos nuevos: por ejemplo, por todos lados aparecen comunidades que de otra forma no se habrían formado, centradas en tableros de mensajes o en listas de comentarios, hablando alrededor de los dichos de uno o conversando desde grandes distancias, enlazados por puentes de texto y alertas mutuas.
Por otro lado, países como México parecen haber nacido bajo el mando de un poder monolítico, que alienta la pasividad y la indiferencia y que no ve con buenos ojos la transgresión de las barreras sociales. Y por esta razón, en relación con el tema que nos ocupa, muchos escritores ven a los blogs con malos ojos: porque sirve (o tal vez debería servir) como un medio para que haya más voces más diversas sobre los asuntos de interés público, sobre la definición de nuestro propio ser, sobre qué significa habitar una historia o un país. Por esta razón, además, las bitácoras que se crean desde una postura elitista, destinada a propiciar conversaciones eruditas y especializadas entre unos pocos elegidos, casi siempre duran poco: se extinguen porque el esfuerzo tiene sentido en las páginas de una revista, en conventículos o en fiestas de postín, pero no en la pobre blogósfera, en la que es tan fácil tropezarse al azar con cualquiera y tan difícil hacerse el inaccesible de manera exitosa.
Y por eso la discusión, en general, es tan pobre. La objeción más habitual que se hace, en esos ámbitos, a los creadores de blogs es la pobre calidad de lo que escriben, y que los más de nosotros no somos Cervantes, y muchos rondan lo ininteligible: el silencio. Pero debería ser posible hablar de algo más que de los malestares y los prejuicios habituales, y tal vez deberíamos intentarlo aquí.
Por último, me complace decir que no todas las personas interesadas en la literatura y en la escritura se meten en la blogósfera con la misma pedantería, ni todos los que simplemente se ponen a escribir, sin tener un programa ni una poética, son ilegibles. Vayan y busquen: sin duda encontrarán aunque sea unas pocas bitácoras, depósitos de textos, casa de presencias virtuales, cuyos acercamientos a la escritura recobran los mitos de los que he hablado, por interpósita persona, con imaginación y apertura. Tal vez algunos permitan hasta figurarnos, otra vez, muchas memorias, muchos acopios de lo que nos une todavía como especie.





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