8 ago 2011

“La clave de nuestra belleza son las cosas que nos asustan”





¿Cómo fue eso?
Me dieron una beca para escribir y el Subcomandante Marcos me dijo: “No puedes tener una beca del gobierno y estar aquí, con nosotros. ¿Qué quieres hacer de tu vida? ¿Quieres unirte al Ejército Zapatista o escribir?”. Si quería seguir con el trabajo de la biblioteca tenía que renunciar a la beca. Traté de convencerlo de que no era una contradicción, de que eran los impuestos de los mexicanos los que estaban pagando esa beca, no era dinero que recibía directamente del gobierno. La UNAM es una universidad pública, no depende del gobierno, sino del Estado.
¿El hecho de sentirse un “bicho raro” la llevó a leer y a escribir tempranamente?
Sí. En la primaria, estaba en una escuela activa en la que podía hacer lo que quería. Yo vivía escribiendo cuentos para vengarme de los niños de la escuela. Pasaban miles de cosas en Egipto y mis compañeros siempre sufrían calamidades (risas). Mi familia me metió en la cabeza que yo había venido a este mundo para escribir. Después, ya más en serio, a los quince años fui al primer taller literario. Era la primera vez que me enfrentaba al rigor de corregir un texto. El taller lo daba un escritor mexicano que ya murió, Rafael Ramírez Heredia, conocido como “el Rayo Macoy” por uno de sus personajes, un boxeador. Era muy escricto, de esos que te decía: “Este texto necesita de dos cortes: uno horizontal y otro vertical” (y con las manos en el aire, Nettel hace como si estuviera rompiendo un papel en dos pedazos). Después estuve tres años en el taller de Juan Villoro.
Cuando publicó su primera novela, El huésped, dijo que “escribir una novela es como recibir un huésped que no avisa cuando habrá de irse”. ¿Y escribir cuentos?
Escribir cuentos es como recibir una visita, pero más corta: no se queda varios días en la casa, toma un café o algo así y se va pronto. Para mí es mucho más placentero escribir cuentos porque me siento más tranquila: sé más o menos qué extensión va a tener, no me desbordo, rápidamente sé si voy a terminar la historia o si hay algo que la está obstaculizando. Escribir una novela es como lanzarse a una travesía transatlántica en un botecito, sin saber si vas a llegar a destino o no.
Tanto en su novela como en varios de los cuentos hay observaciones minuciosas respecto del mundo animal y vegetal aplicadas a los personajes. ¿Por qué apela a estas comparaciones?
No sé exactamente por qué, no sabría explicarlo, pero cuando era niña miraba a alguien y le preguntaba a mamá: “¿Verdad que ese señor tiene cara de pez?” (risas). Algunas plantas y animales tienen rasgos de personalidad muy marcados, que en los seres humanos están más disfrazados porque estamos llenos de códigos, la vestimenta, el peinado, el movimiento, el lenguaje. Cuando uno quiere enfatizar un rasgo de un personaje, la comparación con las plantas o los animales me parece una buena manera de hacerlo.
En su narrativa se percibe una matriz: el miedo. ¿Cómo explicaría esta obsesión?
Uno no puede estar negando las cosas que nos incomodan y nos molestan porque simplemente no estamos siendo enteros. Si queremos integridad, en el sentido de integrarnos, tenemos que mirar lo que más nos asusta de nosotros mismos. En el caso de la sociedad mexicana eran los indígenas y las condiciones de miseria en las que vivían, y de la que todos éramos responsables, porque las estábamos permitiendo. No querer mirar eso era negar una parte de nuestra identidad. El huésped sigue toda esa intuición: hay que buscar en nuestras profundidades cuáles son esas cosas que nos asustan y no queremos asumir. Si logramos verlas, encontraremos la clave de nuestra verdadera belleza, que es lo que insinúo en Pétalos.... La clave de nuestra verdadera belleza, eso que nos hace únicos e irrepetibles, son esas cosas que nos asustan. Por costumbre, creemos que la belleza está relacionada con ciertos tipos de medidas, de rostros, de cánones muy cuadrados, y justamente me parece que es lo contrario. La belleza en el arte la reconocemos en eso que es irrepetible, que incomoda, que nos toca afectiva o estéticamente.

La vida de las plantas

El cuento “Bonsai” –donde aparecen algunos de los personajes del escritor japonés Haruki Murakami, como la inolvidable Midori de Tokio Blues–, incluido en Pétalos..., fue una bisagra en la vida de Nettel. “Llevaba un año sin escribir nada, estaba en París haciendo la tesis de doctorado sobre la poesía y la obra de Octavio Paz y no me gustaba mi lenguaje académico, estaba harta, pero me sentía muy coartada porque tenía una responsabilidad”, recuerda la escritora. “Estaba leyendo un libro de Allen Ginsberg en donde él habla por primera vez con su psicoanalista y le dice que es homosexual, que quiere dejar su trabajo en la publicidad y que quiere dejar a su esposa para irse con Peter Orlowski. El psicoanalista le pregunta: ‘¿Por qué no lo hace?’. Entonces decidí mandar todo a la mierda, me senté a escribir y así surgió ‘Bonsai’, sobre estas personas contraídas que no están viviendo conforme a sus naturalezas”.
Uno de los personajes de “Bonsai” dice que los cactus son los outsiders del invernadero y admite que si hubiera nacido planta, pertenecería a ese género. ¿Qué planta sería usted?
Siempre me sentí outsider, pero creo que soy más parecida a un helecho, porque son expansivos, como las enredaderas, pero no te abrazan ni te asfixian, sino que mantienen cierta distancia. Se expanden, pero no crecen hacia arriba sino hacia abajo, y yo tengo algunas tendencias pesimistas y siento que me expando hacia las profundidades (risas).
En sus cuentos hay, por momentos, un tono muy irónico. ¿Qué busca en la ironía?
La ironía es imprescindible, me divierte muchísimo. La gente me pregunta: “¿Sufriste cuando escribiste El huésped?”. No, la verdad es que me moría de risa con las cosas siniestras que escribía, con el autoescarnio que tiene todo lo que escribo. La ironía es una forma risueña de liberarse. Me encanta el humor en la literatura; admiro a la gente que logra arrancar carcajadas con un texto.

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