17 ago 2011

La Pereza


El filósofo Raoul Vaneigem escribió un hermoso y subversivo texto sobre la pereza (Eloge de la paresse affinee, 1996). Precisamente para no caer en un contrasentido, Vaneigem escribió un elogio, unas cuantas páginas, y no un tratado que le hubiera exigido una cantidad de trabajo inverosímil para un filósofo que defiende con tanto ahínco la pereza. Para abrir boca este filósofo belga tira esta bomba sobre ese concepto intocable y sacrosanto de la civilización occidental que se llama El Trabajo: “una alquimia involutiva que transforma en un saber de plomo el oro de la riqueza existencial”. Ese oro, al cabo de unas cuantas líneas, comienza a encontrarlo Vaneigem en la disponibilidad frente a la existencia que regala, a una persona, un buen rato de pereza. “La única utilidad que se le reconoce ahora al trabajo se limita a garantizar un salario a la mayoría y una plusvalía a la oligarquía burocrática internacional. El primero se gasta en bienes de consumo y en servicios de una mediocridad creciente; la segunda se invierte en especulaciones bursátiles que, cada vez más, prestan a la economía un carácter parasitario”.
Al no hacer nada estamos rigurosamente con nosotros mismos y desde ese estado pueden hacerse apuntes trascendentales, imaginar proyectos, bosquejar golpes cruciales de timón o pueden establecerse, con otros perezosos, conversaciones de gran calado. “Las múltiples obligaciones que, desde el nacimiento a la muerte, hacen de la vida una frenética producción de nada (…) El trabajo ha desnaturalizado la pereza. La ha convertido en su puta, del mismo modo en que el poder patriarcal veía en la mujer el reposo del guerrero”. Sobre ese sistema que hace del trabajador medio un hombre que tiene que pasar un año completo en una fábrica, o en una oficina, para poder destinar una semana de vacaciones a la pereza, Vaneigem opina: “Pagar el descanso con la servidumbre es, sin duda, un trabajo innoble. Hay demasiada belleza en la pereza como para convertirla en la prebenda de los clientelismos”. Y un poco más adelante siembra esta pista: “El tiempo, repentinamente vaciado de su contabilidad dineraria, se vuelve tiempo muerto; apenas existe. Es preciso haber perdido, más que el sentido de la moral, el sentido de la rentabilidad para pretender penetrar en él e instalarse allí sin vergüenza”. A lo largo de este revolucionario elogio, Raoul Vaneigem cita el pays de Cocagne, ese territorio mitológico, muy popular en los textos medievales, donde había montañas de queso, ríos de vino y árboles de los que, además de frutas, colgaban lechones ya cocinados. Los habitantes de Cocagne, o Cucaña, no padecían, desde luego, la tiranía del trabajo. “Planea sobre la pereza tal sentimiento de culpa que pocos se atreven a reivindicarla como una parada saludable que permite reconquistarse y no ir más allá en el camino por el que el viejo mundo se desliza(…) La culpabilidad degrada y pervierte la pereza, prohíbe su estado de gracia, la despoja de su inteligencia”.
A veces una intensa actividad mental, una tormenta que pone patas arriba el intelecto, tiene la apariencia física de la pereza; pero a lo que hay que aspirar verdaderamente es a la pereza pura y dura, sin tormentas mentales que enturbien ese espacio diáfano, de calma chicha, donde pueda manifestarse cualquier cosa, desde un puente de hierro forjado hasta una novela de ochocientas páginas; durante un estado prolongado de pereza se está siempre a las puertas de algo.

La pereza es goce de uno mismo o no es nada. No esperen que les sea concedida por sus amos o sus dioses. A ella se llega por una natural inclinación a buscar el placer y evitar su contrario. Una simpleza que la edad adulta se empeña en complicar”.



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