29 jul 2011

Sobre la Poesìa

Venimos hoy a hablarles de la poesía. El tema está de moda. Es admirable que en una época que sabe ser a un tiempo práctica y disipada, y que podríamos creer bastante distanciada de las cosas especulativas, se dedique tanto interés no sólo a la poesía misma sino también a la teoría poética.

Por lo tanto hoy voy a permitirme ser un poco abstracto; pero, de ese modo, me será posible ser breve. Les propondré una determinada idea de la poesía, con la firme intención de no decir nada que no sea pura constatación y que todo el mundo no pueda observar en sí o por sí mismo o, al menos, hallar con un razonamiento fácil.

Comenzaré por el comienzo. El comienzo de esta exposición de ideas sobre la poesía consistirá necesariamente en la consideración de ese nombre, tal y como se emplea en el discurso habitual. Sabemos que esa palabra tiene dos sentidos, es decir, dos funciones bien distintas. Designa en primer lugar un cierto género de emociones, un estado emotivo particular, que puede ser provocado por objetos o circunstancias muy diferentes. Decimos de un paisaje que es poético, lo decimos de una circunstancia de la vida, lo decimos a veces de una persona.

Pero existe una segunda acepción de ese término, un segundo sentido más estricto. Poesía, en ese sentido, nos hace pensar en un arte, en una extraña industria cuyo objeto es reconstituir esa emoción que designa el primer sentido de la palabra. Restituir la emoción poética a voluntad, fuera de las condiciones naturales en las que se produce espontáneamente y mediante los artificios del lenguaje, tal es el propósito del poeta, y tal es la idea unida al nombre de poesía, tomada en el segundo sentido.

Entre esas dos nociones existen las mismas relaciones y las mismas diferencias que las que se encuentran entre el perfume de una flor y la operación del químico que se aplica para reconstruirlo por completo.

Sin embargo, se confunden a cada instante las dos ideas, y de ello se deduce que un gran número de juicios, de teorías e incluso de obras están viciadas en su principio por el empleo de una sola palabra para dos cosas muy diferentes, aunque relacionadas.

Hablemos primero de la emoción poética, del estado emocional esencial.

Ustedes saben lo que la mayoría de los hombres sienten con mayor o menor fuerza y pureza ante un espectáculo natural que les impone. Las puestas de sol, los claros de luna, los bosques y el mar nos conmueven. Los grandes acontecimientos, los puntos críticos de la vida afectiva, los males del amor y la evocación de la muerte son otras tantas ocasiones o causas inmediatas de resonancias íntimas más o menos intensas y más o menos conscientes.

Esa clase de emociones se distingue de todas las demás emociones humanas. ¿Cómo se distingue? Es lo que a nuestro actual propósito le interesa buscar. Es importante oponer tan claramente como sea posible la emoción poética a la emoción ordinaria. La separación es bastante delicada de realizar, pues nunca se ha cumplido en los hechos. Siempre encontramos mezclados con la emoción poética esencial la ternura o la tristeza, el furor, el temor o la esperanza; y los intereses y los efectos particulares del individuo no dejan de combinarse con esta sensación de universo, que es característica de la poesía.

He dicho: sensación de universo. He querido decir que el estado o emoción poética me parece que consiste en una percepción naciente, en una tendencia a percibir un mundo, o sistema completo de relaciones, en el cual los seres, las cosas, los acontecimientos y los actos, si bien se parecen, todos a todos, a aquellos que pueblan y componen el mundo sensible, el mundo inmediato del que son tomados, están, por otra parte, en una relación indefinible, pero maravillosamente justa, con los modos y las leyes de nuestra sensibilidad general. Entonces esos objetos yesos seres conocidos cambian en alguna medida de valor. Se llaman unos a otros, se asocian de muy distinta manera que en las condiciones ordinarias. Se encuentran -permítanme esta expresión musicalizados, convertidos en conmensurables, resonantes el uno por el otro. Así definido, el universo poético presenta grandes analogías con el universo de los sueños.

Ya que la palabra sueños se ha introducido en mi discurso, diré de paso que en los tiempos modernos, a partir del Romanticismo, se ha producido una confusiónbastante explicable, aunque bastante lamentable, entre la noción de poesía y la de sueño. Ni el sueño ni la ensoñación son necesariamente poéticos. Pueden sedo; pero las figuras formadas al azar sólopor azar son figuras armónicas.

No obstante, el sueño nos hace comprender mediante una experiencia común y frecuente, que nuestra consciencia puede ser invadida, henchida, constituida por un conjunto de producciones notablemente diferente de las reacciones y de las percepciones ordinarias del espíritu. Nos aporta el ejemplo familiar de un mundo cerrado en el que todas las cosas realespueden estar representadas, pero en el que todas las cosas aparecen y se modifican únicamente por las variaciones de nuestra sensibilidad profunda. Es aproximadamente así como el estado poético se instala, se desarrolla y se disgrega en nosotros. Lo que equivale a decir que es perfectamente irregular, inconstante, involuntario y frágil, y que lo perdemos lo mismo que lo obtenemos, por accidente. Hay períodos de nuestra vida en los que esta emoción y esas formaciones tan preciosas no se manifiestan. Ni siquiera pensamos que sean posible. El azar nos las da, el azar nos las retira.

Pero el hombre solamente es hombre por la voluntad que tiene de restablecer lo que le interesa sustraer a la disipación natural de las cosas. Así el hombre ha hecho por esta emoción superior lo que ha hecho o ha intentado hacer por todas las cosas perecederas o dignas de añoranza. Ha buscado, ha encontrado medios para fijar y resucitar a voluntad los estados más bellos y más puros de sí mismo, para reproducir, transmitir y guardar durante siglos las fórmulas de su entusiasmo, de su éxtasis, de su vibración personal; y, por una afortunada y admirable consecuencia, la invención de esos procedimientos de conservación le ha dado al mismo tiempo la idea y el poder de desarrollar y enriquecer artificialmente los fragmentos de vida poética de los que su naturaleza le hace por instantes el don. Ha aprendido a extraer del transcurso del tiempo, a separar de las circunstancias, esas formaciones, esas maravillosas percepciones fortuitas que se habrían perdido sin retorno si el ser ingenioso y sagaz no hubiera acudido a ayudar al ser instantáneo, a prestar el socorro de sus invenciones al yo puramente sensible. Todas las artes han sido creadas para perpetuar, cambiar, cada una según su esencia, un momento de efímera delicia en la certidumbre de una infinidad de instantes deliciosos. Una obra no es otra cosa que el instrumento de esta multiplicación o regeneración posible. Música, pintura y arquitectura son los diversos modos correspondientes a la diversidad de los sentidos. Ahora bien, entre esos medios de producir o de reproducir un mundo poético, de organizado para la duración y de amplificado mediante el trabajo reflexivo, el más antiguo, quizá, el más inmediato, y sin embargo el más complejo, es el lenguaje. Pero el lenguaje, debido a su naturaleza abstracta, a sus efectos más especialmente intelectuales -es decir, indirectos-, y a sus orígenes o a sus funciones prácticas, propone al artista que se ocupa de consagrado y ordenado para la poesía, una tarea curiosamente complicada. Nunca hubiera habido poetas si se hubiera tenido conciencia de los problemas a resolver. (Nadie podría aprender a andar si para andar hubiera que representarse y poseer en el estado de ideas claras todos los elementos del menor paso).

Pero no estamos aquí para hacer versos. Tratamos por el contrario de considerar los versos como imposibles de hacer, para admirar más lúcidamente los esfuerzos de los poetas, concebir su temeridad y sus fatigas, sus riesgos y sus virtudes, maravillamos de su instinto.

Voy a intentar en pocas palabras darles una idea de esas dificultades.

Lo he dicho anteriormente: el lenguaje es un instrumento, una herramienta, o mejor una colección de herramientas y de operaciones formada por la práctica y sojuzgada a ella. Es por lo tanto un medio necesariamente burdo, que cada cual utiliza, acomoda a sus necesidades actuales, deforma de acuerdo con las circunstancias, ajusta a su persona fisiológica y a su historia psicológica.

Ustedes saben a qué pruebas lo sometemos a veces. Los valores, los sentidos de las palabras, las reglas de sus acordes, su emisión, su trascripción son para nosotros juguetes e instrumentos de tortura a un tiempo. Sin duda tenemos en alguna consideración las decisiones de la Academia; y sin duda, el cuerpo docente, los exámenes, principalmente la vanidad, oponen algunos obstáculos al ejercicio de la fantasía individual. En los tiempos modernos, además, la tipografía interviene muy poderosamente en la conservación de esas convenciones de la escritura. De ese modo, se retrasan en cierta medida las alteraciones de origen personal; pero las cualidades del lenguaje más importantes para el poeta, que evidentemente son sus propiedades o posibilidades musicales, por una parte, y sus valores significativos ilimitados (los que dirigen la propagación de las ideas derivadas de una idea), por la otra; son también las menos protegidas del capricho, las iniciativas, las acciones y las disposiciones de los individuos. La pronunciación de cada uno y su «experiencia» psicológica particular introducen en la transmisión mediante el lenguaje, una incertidumbre, posibilidades de error, y un imprevisto, del todo inevitables. Observen bien estos dos puntos: al margen de su aplicación a las necesidades más simples y comunes de la vida, el lenguaje es todo lo contrario de un instrumento de precisión. Y al margen de ciertas coincidencias rarísimas, de determinados aciertos de expresión y de forma sensibles, combinadas, no es para nada un medio poético.

En resumen, el destino amargo y paradójico del poeta le impone utilizar una fabricación del uso corriente y de la práctica para fines excepcionales y no prácticos; tiene que tomar medios de origen estadístico y anónimo para cumplir su propósito de exaltar y de expresar su persona en aquello que tiene de más puro y singular.

Nada hace captar mejor toda la dificultad de su tarea que comparar sus elementos iniciales con aquellos de los que dispone el músico. Observen lo que se le ofrece a uno y a otro en el momento en que van a poner manos a la obra y a pasar de la intención a la ejecución.

¡Afortunado el músico! La evolución de su arte le ha proporcionado una condición sumamente privilegiada. Sus medios están bien definidos, la materia de su composición está completamente elaborada ante él. Podemos compararle a la abeja cuando sólo tiene que inquietarse por su miel. Las secciones regulares y los alveolo s de cera ya están hechos. Su tarea es medida y se limita a lo mejor de sí misma. Lo mismo le sucede al compositor. Se puede decir que la música preexiste y le espera. ¡Hace mucho tiempo que está constituida!

¿Cómo tuvo lugar esta institución de la música? Vivimos gracias al oído en el universo de los ruidos. De su conjunto se separa el conjunto de ruidos particularmente simples, es decir, reconocible s por el oído y que le sirven de referencia: son los elementos cuyas relaciones recíprocas son intuitivas; percibimos esas relaciones exactas y extraordinarias tan nítidamente como sus propios elementos. El intervalo entre dos notas nos resulta tan sensible como una nota.

De ese modo, esas unidades sonoras, esos sonidos, son aptos para formar combinaciones continuas, sistemas sucesivos o simultáneos cuya estructura, encadenamientos, implicaciones y entrecruzamientos se nos presentan y se imponen. Distinguimos claramente el sonido del ruido, y percibimos un contraste entre ellos, impresión de gran consecuencia pues ese contraste es el de lo puro y de lo impuro, que se reduce al del orden y el desorden, que está a su vez sujeto, sin duda, a
los efectos de ciertas leyes energéticas. Pero no vamos tan lejos.

Así, este análisis de los ruidos, ese discernimiento que ha permitido la constitución de la música como actividad separada y explotación del universo de los sonidos, se ha realizado, o al menos controlado, unificado, codificado, gracias a la intervención de la ciencia física, que se ha descubierto a sí mismo en esta ocasión y se ha reconocido como ciencia de las medidas, y que ha sabido, desde la Antigüedad, adaptar la medida a la sensación sonora de manera constante e idéntica, por medio de instrumentos que son, en realidad, instrumentos de medida.

Por lo tanto el músico se encuentra en posesión de un conjunto perfecto de medios bien definidos, que hacen corresponder exactamente sensaciones con actos; todos los elementos de su juego están presentes, enumerados y clasificados, y este conocimiento concreto de sus medios, de los que no sólo está informado sino penetrado e íntimamente armado, le permite prever y construir sin preocupación- alguna respecto a la materia y la mecánica general de su arte.

De ello se deduce que la música posee un dominio propio, absolutamente suyo. El mundo del arte musical, mundo de los sonidos, está bien separado del mundo de los ruidos.

Es tanto que un ruido se limita a evocar en nosotros un acontecimiento aislado cualquiera, un sonido que se produce evoca por sí solo todo el universo musical. En esta sala en la que hablo, en la que ustedes perciben el ruido de mi voz y diversos incidentes auditivos, si de golpe se dejara oír una nota, si se pusiera a vibrar un diapasón o un instrumento bien afinado, apenas afectados por ese ruido excepcional, que no puede confundirse con los otros, tendrían de inmediato la sensación de un comienzo. En el acto se crearía una atmósfera completamente distinta, se impondría un estado particular de espera, se anunciaría un orden nuevo, un mundo, y su atención se organizaría para acogerlo. Más aún, tendería de alguna forma a desarrollar por sí misma esas premisas, y a engendrar sensaciones ulteriores de la misma clase, de la misma pureza que la sensación recibida.

Y la contraprueba existe.

Si en una sala de conciertos, mientras resuena y domina la sinfonía, cae una silla, tose una persona, o se cierra una puerta, de inmediato tenemos la impresión de una ruptura. Se ha roto o quebrado algo indefinible, una especie de hechizo o de cristal.

Ahora bien, esa atmósfera, ese hechizo poderoso y frágil, ese universo de los sonidos, se le ofrece a cualquier compositor por la naturaleza de su arte y por las adquisiciones inmediatas de ese arte.

Muy distinta, infinitamente menos afortunada, es la dotación del poeta. Al perseguir un objeto que no difiere excesivamente del del músico, se ve privado de las inmensas ventajas que acabo de indicarles. Ha de crear y recrear a cada instante lo que el otro encuentra hecho y preparado.

¡En qué estado desfavorable o desordenado encuentra las cosas el poeta! Tiene ante sí ese lenguaje ordinario, ese conjunto de medios tan burdos que todo conocimiento que se precisa lo rechaza para crearse sus instrumentos de pensamiento; ha de tomar prestada esa colección de términos y reglas tradicionales e irracionales, modificadas por cualquiera, caprichosamente introducidas, caprichosamente interpretadas, caprichosamente codificadas. Nada menos adecuado a los propósitos del artista que ese desorden esencial del que debe extraer a cada instante los elementos del orden que desea producir. Para el poeta no ha habido físico que haya determinado las propiedades constantes de esos elementos de su arte, sus relaciones, sus condiciones de emisión idéntica. Ni diapasones, ni metrónomo s, ni constructores de gamas, ni teóricos de la armonía. Ninguna certidumbre, de no ser la de las fluctuaciones fonéticas y significativas del lenguaje. Ese lenguaje, además, no actúa como el sonido sobre un sentido único, sobre el oído, que es el sentido por excelencia de la espera y de la atención. Constituye, por el contrario, una mezcla de excitaciones sensoriales y físicas perfectamente incoherentes. Cada palabra es una reunión instantánea de efectos sin relación entre si. Cada palabra reúne un sonido y un sentido. Me equivoco: es a la vez varios sonidos y varios sentidos. Varios sonidos, tantos sonidos como provincias hay en Francia y casi hombres en cada provincia. Es esta una circunstancia muy grave para los poetas, en quienes los efectos musicales que habían previsto quedan corrompidos o desfigurados por el acto de sus lectores. Varios sentidos, pues las imágenes que nos ,sugiere cada palabra generalmente son bastante diferentes y sus imágenes secundarias infinitamente diferentes.

La palabra es cosa compleja, es combinación de propiedades a un tiempo vinculadas en el hecho e independientes por su naturaleza y su función. Un discurso puede ser lógico y cargado de sentido, pero sin ritmo y sin compás alguno; puede ser agradable al oído y perfectamente absurdo o insignificante; puede ser claro y vano, vago y delicioso... Pero basta, para hacer imaginar su extraña multiplicidad, con nombrar todas las ciencias creadas para ocuparse de esta diversidad y explotar cada uno de sus elementos. Puede estudiarse un texto de muchas maneras independientes, pues es sucesivamente justiciable por la fonética, por la semántica, por la sintaxis, por la lógica y por la retórica, sin omitir la métrica, ni la etimología.

He ahí al poeta enfrentado con esa materia moviente y demasiado impura; obligado a especular por turno sobre el sonido y sobre el sentido, a satisfacer no sólo a la armonía, al período musical, sino también a condiciones intelectuales variadas: lógica, gramática, sujeto del poema, figuras y ornamentos de todos los órdenes, sin contar con las reglas convencionales. Observen el esfuerzo que supone la empresa de llevar a buen fin un discurso en el que tantas exigencias han de satisfacerse milagrosamente al mismo tiempo.

Aquí comienzan las inciertas y minuciosas operaciones del arte literario. Pero este arte nos ofrece dos aspectos, hay dos grandes modos que, en su estado extremo, se oponen, pero que, sin embargo, se reúnen y encadenan por una multitud de grados intermedios. Existe la prosa y existe el verso. Entre ellos, todos los tipos de su [146] mezcla; pero hoy los consideraré en sus estados extremos. Podría ilustrarse esta oposición de los extremos exagerando un poco: decirse que el lenguaje tiene por límites la música, por un lado, el álgebra, por el otro.

Recurriré a una comparación que me es familiar para que sea más fácil captar lo que tengo que decir sobre este tema. Hablando un día de todo esto en una ciudad extranjera, y habiéndome servido de esta misma comparación, uno de mis oyentes me hizo una cita notable que me descubrió que la idea no era nueva. No lo era al menos nada más que para mí.

Esta es la cita. Se trata de un extracto de una carta de Racan a Chapelain, en la que Racan nos cuenta que Malherbe asimilaba la prosa a la marcha, la poesía a la danza, como voy a hacerlo yo enseguida:

«Den, dice Racan, el nombre que gusten a mi prosa, el de galante, ingenua o festiva. Estoy decidido a mantenerme en los preceptos de mi primer maestro Malherbe y no buscar nunca ni número, ni cadencia a mis períodos, ni otro ornamento que la nitidez que puede expresar mis pensamientos. Ese buen hombre (Malherbe) comparaba la prosa al andar ordinario y la poesía a la danza, y decía que debemos tolerar alguna negligencia a las cosas que nos vemos obligados a hacer pero que es ser ridículo el ser mediocres en las que hacemos por vanidad. Los cojos y los gotosos no pueden dejar de andar, pero nada les obliga a bailar el vals o los cinco pasos».

La comparación que Racan adjudica a Maleherbe, y que yo por mi parte había advertido fácilmente, es inmediata. Les demostraré que es fecunda. Se desarrolla muy lejos con una curiosa precisión. Es quizá algo más que una similitud de apariencias.

La marcha lo mismo que la prosa tiene siempre un objeto concreto. Es un acto dirigido hacia un objeto y nuestra finalidad es alcanzado. Las circunstancias actuales, la naturaleza del objeto, la necesidad que tengo, el impulso de mi deseo, el estado de mi cuerpo, el del terreno, son los que imponen el paso a la marcha, le prescriben su dirección, su velocidad y su término. Todas las propiedades de la marcha se deducen de esas condiciones instantáneas que se combinan singularmente en cada ocasión, de tal manera que no hay dos desplazamientos de esta clase que sean idénticos, que hay cada vez creación especial, pero, cada vez, es abolida y como absorbida en el acto realizado.

La danza es algo muy distinto. Es, sin duda, un sistema de actos, pero que tienen un fin en sí mismos. No va a ninguna parte. Si persigue alguna cosa, no es más que un objeto ideal, un estado, una voluptuosidad, un fantasma de flor, o algún encantamiento de sí misma, un extremo de vida, una cima, un punto supremo del ser... Pero por diferente que sea del movimiento utilitario, tomen nota de esta advertencia esencial aunque infinitamente simple, que usa los mismos miembros, los mismos órganos, huesos, músculos y nervios que la marcha misma.

Exactamente lo mismo sucede con la poesía que usa las mismas palabras, las mismas formas y los mismos timbres que la prosa.

Por consiguiente la poesía y la prosa se distinguen por la diferencia de ciertas leyes o convenciones momentáneas de movimiento y de funcionamiento aplicadas a elementos y a mecanismos idénticos. Razón por la cual hay que evitar razonar sobre la poesía como se hace con la prosa. Lo que es verdad de una deja de tener sentido, en muchos casos, si se quiere encontrar en la otra. Y es por lo que (por elegir un ejemplo), es fácil justificar inmediatamente el uso de las inversiones; pues esas alteraciones del orden acostumbrado y, en cierto modo, elemental de las palabras en francés, fueron criticadas en diversas épocas, a mi entender muy ligeramente, por motivos que se reducen a esta fórmula inaceptable: la poesía es prosa.

Llevemos un poco más lejos nuestra comparación, que soporta ser profundizada. Un hombre anda. Se mueve de un lugar a otro, conforme a un camino que es siempre un camino de mínima acción. Observemos que la poesía sería imposible si estuviera sujeta al régimen de la línea recta. Nos enseñan: ¡digan que llueve si quieren decir que llueve! Pero el objeto de un poeta no es nunca ni puede serlo el enseñamos que llueve. No es necesario un poeta para persuadimos de coger nuestro paraguas. Observen en qué se convierte Ronsard, en qué se convierte Hugo, en qué se convierten la rima, las imágenes, las consonancias, los versos más hermosos del mundo, si someten la poesía al sistema ¡Digan que llueve!Solamente por una burda confusión de los géneros y de los momentos se le pueden reprochar al poeta sus expresiones indirectas y sus formas complejas. No vemos que la poesía implica una decisión de cambiar la función del lenguaje.

Vuelvo al hombre que anda. Cuando ese hombre ha realizado su movimiento, cuando ha alcanzado el lugar, el libro, el fruto, el objeto que deseaba, la posesión anula de inmediato todo su acto, el efecto devora la causa, el fin absorbe el medio, y cualesquiera que hayan sido las modalidades de su acto y de su paso, sólo queda el resultado. Los cojos, los gotosos de los que hablaba Malherbe, una vez que han alcanzado penosamente la butaca a la que se dirigían, no están menos sentados que el hombre más alerta que hubiera llegado a ese asiento con un paso vivo y ligero. Lo mismo sucede con el uso de la prosa. El lenguaje del que me acabo de servir, que expresa mi propósito, mi deseo, mi mandato, mi opinión, mi pregunta o mi respuesta, ese lenguaje que ha cumplido su función, se desvanece apenas llega. Lo he emitido para que perezca, para que irrevocablemente se transforme en ustedes, y sabré que fui comprendido por el hecho relevante de que mi discurso ha dejado de existir. Es reemplazado enteramente y definitivamente por su sentido, o al menos por un ciertosentido, es decir, por imágenes, impulsos, reacciones o actos de la persona a quien se habla; en suma, por una modificación o reorganización interior de ésta. Pero quien no ha comprendido, conserva y repite las palabras. El experimento es fácil...

Verán que la perfección de ese discurso, cuyo único destino es la comprensión, consiste en la facilidad con la que se transforma en algo muy distinto, en no lenguaje. Si han comprendido mis palabras, mis mismas palabras ya no les sirven de nada, han desaparecido de sus mentes, mientras que poseen su contrapartida, ustedes poseen bajo forma de ideas y de relaciones, con qué restituir el significado de esas palabras, bajo una forma que puede ser muy diferente.

Dicho de otro modo, en los empleos prácticos o abstractos del lenguaje que es específicamente prosa, la forma no se conserva, no sobrevive a la comprensión, se disuelve en la claridad, ha actuado, ha hecho comprender, ha vivido.

Pero, por el contrario, el poema no muere por haber servido; está expresamente hecho para renacer de sus cenizas y volver a ser indefinidamente lo que acaba de ser.

En este sentido la poesía se reconoce por este efecto notable por el que podríamos definirla: que tiende a reproducirse en su forma, que provoca a nuestras mentes para reconstituirla tal cual. Si me permitiera una palabra sacada de la tecnología industrial, diría que la forma poética se recupera automáticamente.

Esta es una propiedad admirable y característica entre todas. Me gustaría ofrecerles una imagen simple. Imaginen un péndulo que oscila entre dos puntos simétricos. Asocien a uno de esos puntos la idea de la forma poética, de la potencia del ritmo, de la sonoridad de las sílabas, de la acción física de la declamación, de las sorpresas psicológicas elementales que les producen las aproximaciones insólitas de las palabras. Asocien al otro punto, al punto conjugado del primero, el efecto intelectual, las visiones y los sentimientos que para ustedes constituyen el «fondo», el «sentido» del poema en cuestión, y observen entonces que el movimiento de su alma, o de su atención, cuando está sometida a la poesía, completamente sumisa y dócil a los impulsos sucesivos del lenguaje de los dioses, va del sonido hacia el sentido, del continente hacia el contenido, ocurriendo todo primero como en la costumbre habitual de hablar; pero a continuación, a cada .verso, sucede que el péndulo viviente es llevado a su punto de partida verbal y musical. El sentido que se propone encuentra como única salida, como única forma, la forma misma de la que procedía. De este modo, se dibuja una oscilación, una simetría, una igualdad de valor y de poderes entre la forma y el fondo, entre el sonido y el sentido, entre el
poema y el estado de poesía.

Este intercambio armónico entre la impresión y la expresión es a mi modo de ver el principio esencial de la mecánica poética, es decir, de la producción del estado poético mediante la palabra. El poeta hace profesión de encontrar por suerte y de buscar por industria esas formas singulares del lenguaje cuya práctica he intentado analizarles.

La poesía así entendida es radicalmente distinta a cualquier prosa: en particular, se opone nítidamente a la descripción y a la narración de acontecimientos que tienden a producir la ilusión de la realidad, es decir, a la novela y al cuento cuando su objeto es dar verosimilitud a los relatos, retratos, escenas y otras representaciones de la vida real. Diferencia que tiene incluso marcas físicas fácilmente observables. Consideren las actitudes comparadas del lector de novelas y del lector dé poemas. Puede ser el mismo hombre, pero difiere excesivamente de sí mismo cuando lee una u otra obra. Observen al lector de novela cuando se sumerge en la vida imaginaria que le provoca su lectura. Su cuerpo deja de existir. Se sostiene la frente con las dos manos. Únicamente es, se mueve, actúa y padece con el espíritu. Está absorbido por lo que devora; no puede contenerse pues una especie de demonio le presiona para avanzar. Quiere la continuación, y el fin, es presa de una especie de alienación: toma partido, triunfa, se entristece, ya no es él mismo, ya no es más que un cerebro separado de sus fuerzas exteriores, es decir, librado a sus imágenes, atravesando una especie de crisis de credulidad.

Muy distinto es el lector de poemas.

Si la poesía actúa verdaderamente sobre alguien no es dividiéndolo en su naturaleza, comunicándole las ilusiones de una vida de ficción y puramente mental. N o le impone una falsa realidad que exige la docilidad del alma y la abstención del cuerpo. La poesía debe extenderse a todo el ser; excita su organización muscular con los ritmos, libera o desencadena sus facultades verbales de las que exalta el juego total, le ordena en profundidad, pues trata de provocar o reproducir la unidad y la armonía de la persona viviente, unidad extraordinaria, que se manifiesta cuando el hombre es poseído por un sentimiento intenso que no deja de lado ninguna de sus potencias.

En suma, entre la acción del poema y la del relato ordinario la diferencia es de orden psicológico. El poema se despliega en un campo más rico de nuestras funciones de movimiento, exige de nosotros una participación que está más próxima a la acción completa, en tanto que el cuento y la novela nos transforman más bien en sujetos del sueño y de nuestra facultad para ser alucinados.

Pero repito que existen grados, innumerables formas de paso entre esos términos extremos de la expresión literaria.

Tras intentar definir el dominio de la poesía, debería ahora tratar de considerar la operación misma del poeta, los problemas de la factura y de la composición. Pero sería entrar en una vía muy espinosa. Encontramos tormentos infinitos, disputas que no pueden tener fin, adversidades, enigmas, preocupaciones e incluso desesperaciones que convierten el oficio del poeta en uno de los más inseguros y de los más cansados que existen. El propio Malherbe al que ya he citado, decía que después de acabar un buen soneto el autor tiene derecho a tomarse diez años de descanso. Admitía con ello que esas palabras: un soneto acabado significan algo... En cuanto a mí, yo no las entiendo... Las traduzco por soneto abandonado.

Tratemos superficialmente esta difícil cuestión:

Hacer versos...

Pero todos ustedes saben que hay un medio sumamente simple de hacer versos.

Basta con estar inspirado y las cosas van por sí solas. Me gustaría que fuera así. La vida sería soportable. Aceptemos, no obstante, esta ingenua respuesta, pero examinemos las consecuencias.

Aquel que se contenta tiene que admitir o bien que la producción poética es un puro efecto del azar o bien que procede de una especie de comunicación sobrenatural; una y otra hipótesis reducen al poeta a un papel miserablemente pasivo. Hacen de él o una especie de urna en la que se agitan millones de bolas o una tabla parlante en la que se aloja un espíritu. Tabla o cubeta, en resumen, pero no un dios; lo contrario de un dios; lo contrario de un Yo.

Y el infortunado autor, que ya no es autor, sino signatario, y responsable como un gerente de periódico, se ve obligado a decirse:

«En tus obras, querido poeta, lo que es bueno no es tuyo, lo que es malo te pertenece sin ningún género de duda.»

Resulta extraño que más de un poeta se haya contentado -si es queno se ha enorgullecido- con no ser más que un instrumento, un momentáneo medium.

Ahora bien, la experiencia lo mismo que la reflexión nos demuestran, por el contrario, que los poemas cuya compleja perfección y afortunado desarrollo impondrían con mayor fuerza a sus maravillados lectores la idea de milagro, del golpe de suerte, de realización sobrehumana (debido a una conjunción extraordinaria de las virtudes que se pueden desear pero no esperar encontrar reunidas en una obra), son también obras maestras de trabajo, son, además, monumentos de inteligencia y de trabajo continuado, productos de la voluntad y del análisis, que exigen cualidades demasiado múltiples para poder reducir se a las de un aparato registrador de entusiasmos o de éxtasis. Ante un bello poema de alguna longitud percibimos que hay ínfimas posibilidades de que un hombre haya podido improvisar de una vez, sin otro cansancio que el de escribir o emitir lo que le viene a la mente, un discurso singularmente seguro de sí, provisto de continuos recursos, de una armonía constante y de ideas siempre acertadas, un discurso que no cesa de encantar, en el que no se encuentran accidentes, señales de debilidad y de impotencia, en el que faltan esos molestos incidentes que rompen el encantamiento y arruinan el verso poético del que les hablaba anteriormente.

No es que no haga falta, para hacer un poeta, algo más, alguna virtud que no se descompone, que no se analiza en actos definibles y en horas de trabajo. El Pegaso-Vapor, el Pegaso-Hora todavía no son unidades legales de potencia poética.

Hay una cualidad especial, una especie de energía individual propia del poeta. Aparece en él y se le revela a sí mismo en ciertos instantes de infinito valor.

Pero no son más que instantes, y esta energía superior (es decir, es tal que todas las otras energías del hombre no la pueden componer y reemplazar), no existe o no puede actuar más que mediante manifestaciones breves y fortuitas.

Es preciso añadir -esto es bastante importante- que los tesoros que ilumina a los ojos de nuestra mente, las ideas o las formas que nos produce a nosotros mismos están bien lejos de tener igual valor para las miradas extrañas.

Esos momentos -de un valor infinito, esos instantes que dan una especie de dignidad universal a las relaciones y a las intuiciones que engendran, son no menos fecundos en valores ilusorios o incomunicables. Lo que vale solo para nosotros no vale nada. Es la ley de la Literatura. Esos estados sublimes son en realidad ausencias en las que se encuentran maravillas naturales que solamente se hallan allí, pero tales maravillas son siempre impuras, quiero decir mezcladas con cosas viles o vanas, insignificantes o incapaces de resistir la luz exterior, o si no imposibles de retener, de conservar. En el resplandor de la exaltaci6n no es oro todo lo que reluce.

En suma, ciertos instantes nos descubren profundidades en las que reside lo mejor de nosotros mismos, pero en parcelas introducidas en una materia informe, en fragmentos de figura rara o burda. Hay pues que separar esos elementos de metal noble de la masa y preocuparse por fundirlos juntos y dar forma a alguna Joya.

Si nos entretuviéramos en desarrollar con rigor la doctrina de la inspiraci6n pura, deduciríamos consecuencias bien extrañas. Por ejemplo, encontraríamos necesariamente que ese poeta que se limita a transmitir lo que recibe, a entregar a desconocidos lo que retiene de lo desconocido, no tiene ninguna necesidad de comprender lo que escribe bajo el misterioso dictado.

No actúa sobre ese poema del que él no es la fuente. Puede ser completamente ajeno a lo que fluye a través suyo. Esta consecuencia inevitable me hace pensar en lo que, antaño, era creencia general sobre el tema de la posesión diabólica. Leemos en los documentos de otro tiempo que relatan los interrogatorios n materia de brujería, que con frecuencia se convenci6 a personas de estar habitadas por el demonio, y se las condenó sobre esa base por, siendo ignorantes e incultas, haber discutido, argumentado y blasfemado durante sus crisis en griego, en latín e incluso en hebreo ante los horrorizados inquisidores (no era latín sin lágrimas, pienso).

¿Es eso lo que se le exige al poeta? Sin duda, una emoción caracterizada por la potencia expresiva espontánea que desencadena es la esencia de la poesía. Pero la tarea del poeta no puede consistir en contentarse con experimentada. Esas expresiones, salidas de la emoción, sólo son puras accidentalmente, llevan consigo muchas escorias, contienen cantidad de defectos cuyo efecto sería obstaculizar el desarrollo poético e interrumpir la resonancia prolongada que finalmente se trata de provocar en un alma extraña. Pues el deseo del poeta, si el poeta apunta a lo más elevado de su arte, no puede ser otro que introducir algún alma extraña en la divina duración de su vida armónica, durante la cual se componen y se miden todas las formas y durante la cual se intercambian las respuestas de todas sus potencias sensitivas y rítmicas.

Pero es al lector a quien corresponde y a quien está destinada la inspiración, lo mismo que corresponde al poeta hacer pensar, hacer creer, hacer lo necesario para que solamente podamos atribuir a los dioses una obra demasiado perfecta o demasiado conmovedora para salir de las inseguras manos de un hombre. Precisamente el objeto mismo del arte y el principio de sus artificios es comunicar la impresión de un estado ideal en el que el hombre que lo lograra sería capaz de producir espontáneamente, sin esfuerzo, sin debilidad, una expresión magnífica y maravillosamente ordenada de su naturaleza y de nuestros destinos.



28 jul 2011

6 consejos para escritores


1) Abandona la idea de que terminarás algún día. Pierde la cuenta de las 400 páginas y escribe una página diaria, eso ayuda. Después, cuando hayas terminado, siempre te sorprenderás.


2) Escribe libremente y tan rápido como sea posible, echando todo el papel. No corrijas o reescribas hasta que hayas escrito todo el libro. Las correcciones hechas durante el principio de la creación son, por lo general, excusas para no seguir adelante. Además, influyen en el flujo y el ritmo, que solo pueden ser fruto de una especie de asociación inconsciente con el tema.

3) Olvida a tu auditorio general. Primero, ese auditorio anónimo y sin rostro te atemorizará terriblemente y, segundo, a diferencia del teatro, ese auditorio no existe. Al escribir, tu auditorio es un lector único; he descubierto que a veces resulta útil escoger a una persona: una persona real a la que conoces o una persona imaginaria y escribir dirigiéndose a ella.

4) Si una escena o parte te parece difícil y aun así piensas que la quieres incluir, déjala y continúa. Cuando termines de escribir la totalidad podrás regresar y quizá encuentres que había presentado tantas dificultades porque no se encontraba en su lugar.

5) Desconfía de una escena que te guste demasiado, más que las otras. Por lo general resulta ser una imposición.

6) Si escribes diálogos, repítelos en voz alta a medida que los vayas escribiendo. Sólo entonces obtendrás el sonido del diálogo.

27 jul 2011

Así escribo - José Agustín



Toda mi vida he escrito de noche. Hola, oscuridad, vieja amiga, de nuevo te saludo. Empecé a los once años de edad, y mi madre se escandalizaba al descubrirme tecleando a las cuatro de la mañana. Bueno, en realidad, yo escribía a todas horas, por lo general a mano, con mi pluma fuente Esterbrook de puntas intercambiables y tinta morada, en cuadernos sin raya y de forma “francesa”; o en la Olivetti de la casa. Era como un juego que además podía practicar en parques, cafeterías, autobuses, en la escuela, o en mi casa, donde me instalaba en la sala entre gente que entraba y salía. Me daban ganas de escribir y lo hacía, por el puro gusto, sin esperar nada; a menudo se me borraba la realidad y yo me ubicaba en una especie de estado de trance. Qué maravilla. Mi fertilidad parecía inagotable, aunque, claro, como casi todos, después tuve que escribir mis ondas en medio de los empleos y robándome tiempo. Quizá por eso me volví night tripper. En 1967, a los veintidós años, me prometí no aceptar nunca más chambas de ocho horas para tener la libertad de elegir mis propias limitaciones.

A partir de entonces produje mucho, un tanto caóticamente, sin horarios fijos, entre estrepitosos reventones y múltiples trabajos: di clases, escribí en periódicos y revistas, hice teatro, televisión y sobre todo guiones de cine, que también me apasionaban. Hasta la fecha nunca he escrito por obligación ni por compromisos. Acepto encargos, pero si los proyectos no me prenden, no los hago. En verdad, para bien o para mal, he podido hacer lo que me gusta. Así fue hasta que di clases en universidades gringas y tuve que ajustarme a otros tiempos, lo cual no se me dificultó, pues en realidad se trataba de empleos nobles, con cómodos y ajustables horarios. De cualquier manera, se reforzó mi sentido de la disciplina y de la responsabilidad. Aprendí muchísimo en la vida académica. Durante los años 1980, de nuevo en México, ya sólo trabajé en la televisión, con mi propio programa “Letras Vivas”, y cada vez tuve más tiempo para escribir literatura. Ya en la década siguiente, a casi treinta años de mi primera publicación, las regalías me dieron una base económica que cubría mis necesidades más apremiantes y era suficiente para dedicarme tan sólo a los libros. Qué maravilla poder vivir, al fin, de escribir, de mi único y verdadero trabajo.

Para entonces se asentó en mí otro modo de vivir y nuevos sistemas para trabajar. En las mañanas atendía cuestiones de la casa o me ponía a leer. Dormía una siestecita después de comer y escribía a partir de las cinco o seis de la tarde; le paraba a las ocho, hacía yoga y meditaba, mientras mis hijos le daban a sus tareas y veían tele; después cenaba y regresaba a la máquina. A la medianoche me hallaba mejor que nunca, así es que me seguía, metidísimo, sin sentir el tiempo, hasta las tres, cuatro o cinco de la mañana. Con frecuencia veía amanecer.

Este vuelo me duró hasta que cumplí sesenta años, justo al concluir mi novela 
Vida con mi viuda. Comprendí entonces que la edad me pesaba y que cada vez aguantaba menos las desveladas. Tenía que dejar la escritura nocturna y aprender a trabajar de día. Se trataba de un cambio sustancial, que me obligaba a modificar los hábitos de toda la vida. Me resultó dificilísimo. Además, en los últimos años había producido mucho y quizás pateé a la musa más de la cuenta. Después de Armablanca, otra novela “nocturna”, en 2006 varios problemas de salud me enfrentaron a la realidad del inicio de la vejez y, claro, obstruyeron mi escritura. De cualquier manera, tenía varios proyectos en mente y me propuse realizarlos.

En los últimos años no he parado, y lo mismo me he visto como un cazador dispuesto, bien equipado, sólo que por desgracia se situó en un lugar donde no hay nada que cazar; o como quien da alcance a la caza y obtiene presas para su propia alimentación, para compartir con los demás y para ofrendar a los dioses. La perseverancia trae buena fortuna, de cualquier manera, y ahora estoy a punto de concluir una obra en la que aposté mi vida, pensando que en esta fase debo dar todo. Escribir no ha acabado conmigo, o quizás es un “suave que me estás matando”. O de plano me revitaliza. El cuerpo, renuente, a veces ya no quiere, pero no impide que mi espíritu siga intacto, incluso más enriquecido.

De alguna forma creo que puedo rebasar esta crisis de iniciación a la vejez y emprender un nuevo ciclo, otro 
ring of fire, y seguir vivo, es decir, escribiendo. Mi gran problema ahora es administrar la energía. Aún no lo logro enteramente, pero ahí la llevo. Si ya no puedo, no me quejo, escribir me ha colmado de plenitud, recompensas y un surtido rico de experiencias “fuertecitas”. He vivido otras vidas, tiempos diversos, distintos universos. Sin embargo, quisiera seguir, aunque me consuma. La idea de que la literatura me lleve a la muerte no me desagrada en lo más mínimo, así sería como un gran erotómano que fallece en un orgasmo, o como Huxley, que se fue entre los misterios transfigurantes de la mescalina.


25 jul 2011

Reflexión sobre el ajuste del tema a la forma

Los cuentistas inexpertos suelen caer en la ilusión de imaginar que les bastará escribir lisa y llanamente un tema que los ha conmovido, para conmover a su turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad de aquél que encuentra bellísimo a su hijo, y da por supuesto que los demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista capaz de superar esa primera etapa ingenua, aprende que en literatura no bastan las buenas intenciones. Descubre que para volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que ese oficio consis­te, entre otras cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con su circunstancia de una manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse ese secuestro momentáneo del lector es me­diante un estilo basado en la intensidad y en la tensión, den su forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más primordial. un estilo en el que los elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más primordial.
Pienso que el tema comporta necesariamente su forma. Aunque a mí no me gusta hablar de temas; prefiero hablar de bloques. Repentinamente hay un conjunto, un punto de partida. Hice muchos de mis cuentos sin saber cómo iban a terminar, de la misma manera que no sabía lo que había en la popa del barco de Los premios, y eso vale para todo lo que he escrito.
Es lo que me interesa más: guardar esa especie de inocencia –una inocencia muy poco inocente, si usted quiere, porque finalmente soy un veterano de la escritura– como actitud fundamental frente a lo que va a ser escrito.
No sé si usted ha hecho la experiencia, pero hay escritores que proyectan escribir un libro y se lo cuentan a usted en detalle, en un café, todo está listo, todo plantea­do: cuando lo escriben, generalmente es un mal libro.


22 jul 2011

Carta bajo la cama

Querido Florencio:
Estoy pasando unos días en Aldington, en casa de unos amigos. Aldington está situado en un lugar del sur de Inglaterra, bello, anegado y solitario, donde crían ovejas. Desde aquí se ve, en una lejana franja, el mar, que podría ser un río. El paisaje me recuerda un poco el nuestro, salvo la ondulación natural del suelo, la moderación del canto de los pájaros, el absoluto silencio y la oscuridad perfecta de las noches. Es probable que en otras noches se oiga el croar de las ranas y que brille una luz extraordinaria ¿pero qué espera el tiempo para volver exuberante a la naturaleza? Estamos en pleno verano.
Hay en mí una mezcla de nostalgia y de goce que no sabría explicar. La similitud y disimilitud del lugar, comparado con mi tierra, provoca alborozo en mi ánimo cuando vago al atardecer por los caminos sinuosos que llevan al pueblo. No muy lejos de aquí, un campamento de gitanos, rubios, altos y feroces, con carros pintados de colores violentos, con manijas, bisagras y guardabarros de bronce, llamó mi atención. La primera vez que lo vi fue el día del año en que los gitanos lavan la ropa: la habían tendido alrededor de las carpas, ocupando casi una manzana.
Hay un bosque, de abundante vegetación con muchas flores rosadas; creo que te gustaría como a mí. Dos veces logré perderme en él, en su oscuridad, que me fascina. Observamos con mis amigos que de trecho en trecho (sin quitarle belleza, pero dándole quizá un aspecto lúgubre), se abren hoyos en el suelo, con visibles restos de raíces rotas; diríase que alguien, un jardinero de prisa, hubiera sacado plantas con el terrón de tierra para trasplantarlas. Junto a algún hoyo queda una arpillera raída y húmeda, una colilla o una lata vacía. Me atrae ese bosque y secretamente deseo que la noche me sorprenda alguna vez perdida en él, para que yo me vea obligada a quedarme entre las flores rosas y los helechos, sobre el musgo, acostada, con ese miedo que me agrada, como suele agradarle a los niños.
Me dijiste que el miedo fue siempre una de mis favoritas distracciones. Esas locuras mías son las que gustan más, porque demuestran que aún queda en mí un resto de infancia. No soy valiente, pero en mi inconciencia jamás rehuyo el peligro; lo busco para jugar con él. No lo olvides: he quedado sola en este desamparado lugar de Inglaterra, en una casa sin persianas, con ventanales de vidrio, alejada de otras viviendas, sin ni siquiera un perro para cuidarme. Mis amigos se fueron a Londres. Es claro que el sitio es tranquilo y la gente tan buena, que al salir ponemos la llave sobre el soporte del farol de entrada, de modo que el almacenero, el lechero o el cartero puedan dejar paquetes o cartas adentro de la casa. Todo el pueblo sabe dónde está la llave de la puerta de entrada.
Debo confesarte que en el primer momento vacilé ante la idea de quedar sola aquí. Me gusta compartir el miedo aunque sea con un perro o un gato, pero ¿qué placer podría sentir? La picadura de una avispa en la pierna izquierda, que me dio fiebre (me duele todavía), los discos maravillosos que no he oído bastante en el fonógrafo, la lectura de Rómulo Magno de Dürrenmatt y cierta inercia me indujeron a quedarme. Luego, cuando quedé sola, y empezó a caer la tarde, una angustia intolerable me sobrecogió. Tuve que tomar pastillas de Ampliactil, como esas mujeres de las cuales te burlas. Todo eso sucedió ayer. El cielo, donde buscaba los Siete Cabritos, las Tres Marías, la Cruz del Sur, porque no conozco otro cielo y porque me parece que todos los cielos tendrán que ser como el nuestro, se cubrió de nubes. Una tormenta, que podía competir con las de mi provincia se desencadenó. El mar, a lo lejos, parecía colérico. La noche sobrevino más temprano, por suerte; digo por suerte, porque la oscuridad me daba menos miedo, tal vez, que las imágenes que estaba viendo, pues aunque busque el miedo, éste excedía mi deseo. Acurrucada en un sillón, el más alejado de la ventana, me puse a leer, mientras el cielo organizaba truenos y relámpagos, y la lluvia, con su cortina espesa y fría, sin protegerme, me separaba del mundo.
Esta mañana me desperté feliz de haber vencido esa parte tan vulnerable de mi ser. Caminando fui de nuevo al bosque: me perdí entre las flores rosadas y los crujientes árboles: "Sola, sola, sola", repetía, regocijándome con mi soledad. "Estoy sola".
¿Qué es el miedo? Ciertamente cada ser tiene su propio miedo, un miedo que nace con él. En mi caso no guarda proporción con el peligro que me acecha. Hoy, por ejemplo, ¿por qué no tengo el miedo de ayer? La misma soledad absoluta me circunda. Las ovejas grises que pastan a lo lejos son como piedras grises que se mueven. ¿Por qué no me dan miedo?
Temprano, tres veces por semana, viene una mujer reumática a hacer la limpieza de la casa; todavía estoy durmiendo cuando oigo sus cantos desafinados, como un zumbido. El jardín se cuida él mismo. Nada cuida mejor un jardín que la humedad. Los dueños de la casa dicen que se encargan de regarlo, cuando vienen a vivir aquí, pero hay tanta humedad natural que no han de regarlo nunca, por más que se jacten de ello.
Interrumpí esta carta para preparar una taza de té. Esta cocinita de gas es muy práctica: en dos minutos todo está listo. Mientras te escribo, bebo el té. Escribirte con la pluma en la mano derecha y sostener con la izquierda la taza en que bebo un manjar que preparo tan bien, es una felicidad que no cambio por ninguna otra. No, aunque no lo creas: no cambio esta felicidad por ninguna otra, ni por estar a tu lado. ¡El amor es tan complicado con todos sus ritos! No me vengo de ti. El poniente ha iluminado los vidrios de rojo. Ahora estoy sentada frente al ancho ventanal del dormitorio, desde donde diviso el campo y una franja lejana, como otro campo, de mar. No comprendo mi temor de ayer. La soledad se intensifica a esta hora. El zumbido de un moscardón golpea los vidrios: abro la ventana para que se vaya.
Nunca oí tantos silencios juntos: el de la casa, el del campo, el del cielo. Con cuidado pongo la taza sobre el plato de porcelana. Cualquier ruido sería estruendoso. Recuerdo un poema de Verlaine, titulado "Circunspección": "No interrumpamos el silencio de la naturaleza, una diosa taciturna y feroz" decía un verso.
Desde hace unos instantes oigo un ruido, un ruido que me trae algún recuerdo de infancia, el ruido que hace una pala (hermana del rastrillo) en la tierra húmeda. ¿Pero quién puede trabajar a estas horas? ¿Una pala invisible? Si pienso un poco puedo asustarme. ¿Prefiero que esa pala que golpea rítmicamente la tierra sea invisible? Involuntariamente, de un misterio elijo la versión que más me asusta. Me vuelvo hacia el este donde está el otro ventanal, que no tiene mayor atractivo. Hay una bolsa en el suelo. La bolsa se mueve: es un hombre arrodillado. Está cavando la tierra. ¿Por qué está arrodillado? Hace un esfuerzo inaudito con los brazos. Para cavar la tierra, habitualmente los jardineros hincan la pala con la ayuda del pie. La postura del hombre es extraña. ¿Será un vecino que viene a robar plantas? ¿Qué plantas? Hay alverjillas rosas, salvias, dalias, nardos, caléndulas, brincos ¡qué sé yo! Pero no hay plantas grandes. ¿Para qué está cavando ese hoyo? ¿Para qué? Habrán mandado una planta de algún vivero. ¿Por qué no me avisaron? Pero a esta hora nadie trabaja. Dentro de un rato, ese hombre tendrá que irse y podré acurrucarme en un sillón tranquilamente para oír los discos. Ahora no puedo interrumpir con otro sonido el ruido de esa pala. Cerrando los ojos sueño que vivimos en esta casa, que es nuestra y que tenemos un jardinero, que está trabajando afuera. Se acerca la hora de la cena, hora en que volverás. Soy feliz.
Sospecho que el comienzo de esta carta no fue del todo sincero. Te extraño. No tengo motivo para ocultártelo, salvo este orgullo que me oprime el cuello, como si tuviera manos para estrangularme.
A través del vidrio del ventanal, el hombre ¿será un hombre? se mueve pesadamente. Miro mis brazos y compruebo que tengo frío, por consiguiente miedo. Al alcance de mi mano está el televisor. Muevo los diales. Con avisos, imágenes (aunque sean para niños), música, noticias, cualquier noticia, llegaré a no oír el silencio, que encuadra mi susto. El hombre me mira mientras hinca la pala: ahora lo advierto. No sé si la sombra es negra o su cara, debajo del sombrero raído. Su figura corpulenta se pierde en la oscuridad de la noche, que va cayendo del cielo. Diríase que sólo la tierra está iluminada, con los últimos reflejos del poniente.
Si en esta casa hubiera una jaula con un pájaro, o un animalito cualquiera, sentiría menos miedo. El televisor tarda en funcionar. ¿Le faltará la antena? Oigo el ruido de la pala. Muevo los diales: la pantalla se ilumina intensamente. ¿Antes de llegar a enfocar las imágenes tendré que morir? El esfuerzo me calma un poco. Como verás, manejo los diales con la mano izquierda. Podrías creer que no estoy escribiendo con la mano derecha ¡tan temblorosa es ahora mi letra! Las imágenes aparecen nítidas. En sus casas miles de señoras estarán tejiendo, dando de comer a sus hijos o comiendo ellas mismas; más bien, habrán terminado de comer, los hijos estarán durmiendo (pues aquí se come muy temprano), viendo tranquilamente lo que estoy viendo; propagandas de trajes de baño, de aceite bronceador, de cepillos Kent con su peine elástico, de jabones para el cutis, de supositorios para infantes que ríen en vez de llorar. Luego las noticias policiales. Oigo la voz que da los informes: un hombre peligroso, portugués de cuarenta años, corpulento asesino, llamado Fausto Sendeiro, alias Laranja, que trabaja de jardinero, asesina y mutila a mujeres, para abonar las plantas que distribuye caprichosamente. ¿Cómo no se descubrió antes?, dice el locutor. Parece que dos mujeres lo secundan, vestidas con trajes anticuados, vendiendo baratijas. Fausto Sendeiro, durante el atardecer, cava los hoyos donde arroja a sus víctimas para plantar encima arbolitos que saca de los bosques. Jamás existió asesino tan trabajador. ¿Cuántas mujeres habrá matado? ¿Cómo? El primer jardín donde hizo las excavaciones, por pura casualidad aparece en la pantalla. Una bolsa quedó olvidada, con las impresiones digitales. Veo el jardín macabro, con las excavaciones y unas pobres plantas en el suelo. Desconecto el televisor. El ruido de la pala continúa. No puedo casi moverme. Estoy paralizada. El hoyo se agranda; es un agujero negro. Junto al agujero vislumbro una planta tirada en el suelo. ¿Dónde podré esconderme? Estoy en una casa de vidrio, y el hombre me mira continuamente. No hay teléfono. Arrastrándome como un gusano podría tal vez llegar hasta la puerta de entrada o hasta el dormitorio, donde está mi cama, sin ser vista. ¿Pero si al verme hacer esos movimientos deja su trabajo y viene corriendo hacia mí, para clavarme el cuchillo que llevará en el cinto, o para estrangularme con sus manos enormes? ¿En cuántos pedazos me cortará suponiendo que lleva un cuchillo en el cinto, y en cuántos minutos me estrangulará, suponiendo que oprima mi cuello con sus manos enormes? No puedo alzar la vista hacia la puerta: las dos mujeres están allí. Ya entraron: sin golpear. Una de ellas tiene un sombrero con lentejuelas, plumas y gasa, la otra un gorro de paja con cerezas; visten faldas almidonadas, negras, y llevan cada una de ellas una valija de cuero. Musitan a un tiempo: "Venimos, señora, a venderle unas cositas interesantes" (es la única frase que saben decir). De las valijas sacan blusas de nylon, medias, prendedores, fotografías de árboles y de buques, y frascos de bombones que me ofrecen.
—Acabo en seguida con estas cuentas —les digo—. Mis gastos.
Se sientan, para esperarme, ofreciéndome un bombón, entre sus dedos largos. ¿Ese bombón contendrá un soporífero? Son mujeres piadosas. Se miran y ríen.
—¿Pronto serviré de abono a una planta? —les pregunto.
No saben lo que quiere decir abono, ni planta, ni pronto. Tomo el bombón y lo llevo a la boca: tiene gusto a chocolate, al último bombón, a la última etapa del miedo, que me comunica con Dios. Siento un agradable sopor que me vuelve atrevida.
—¿No quieren tomar té? —les pregunto, sin dejar de escribir. Con el índice de la mano izquierda señalo la taza que está sobre la mesa, y la tetera.
—Sí —responden al mismo tiempo, mirándose de soslayo—. ¿Cha cha?
Mientras tomen el té pondré a salvo mi carta. La dirección ya está en el sobre y...
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21 jul 2011

Entrevista - Valérie Mrején


-Hace un trabajo interdisciplinario, ¿qué define la elección del soporte?-Lo que suscita las ganas de pasar de uno a otro es que siempre hay una falta. A veces prefiero trabajar con un equipo, pensar en imágenes y en posibles puestas en escena; pero cuando estoy cansada de las filmaciones y de trabajar con cincuenta personas alrededor me gusta estar sola en casa con mi computadora. De hecho me parece bueno tener estos dos polos, estos dos modos totalmente diferentes de trabajar que para mí se complementan.
-Qué viene primero, ¿la palabra o la imagen?

-Para mí la palabra, porque la forma y las ganas de hacer una película o un video vienen de la falta o el problema de ejercitar el lenguaje. Sin embargo, he hecho películas que surgen de imágenes, como 
Hors saison, o Manufrance. Pero es verdaderamente la escritura lo principal. En ville, por ejemplo, la película que acabo de terminar, es muy dialogada.
-En relación al lenguaje parecería haber, tanto en sus videos como en sus relatos, un estilo que se acerca al neutro, una especie de grado cero de la escritura. ¿Es una de sus preocupaciones?

-Creo que en mis tres primeros libros hay muchas historias que tienen que ver con lo personal, con lo íntimo, lo familiar. Este estilo es una forma de poner distancia con una parte de mi historia, convertirla en un objeto, un relato. Además me permite convertir algunas anécdotas terribles, cosas que no son divertidas para nada, en cosas humorísticas. Este minimalismo hace que finalmente en cada palabra, en cada expresión elegida, yo trate de encontrar un equilibrio un poco extraño entre lo neutro y lo familiar.

-En el corto “Jocelyn” una mujer cuenta una experiencia personal casi sin emoción ni expresión, pero el contenido es terrible.

-Quise poner a este personaje en la situación de tener que declarar en una oficina, donde cuenta una historia traumática con una objetividad total. No me interesaba el sufrimiento, la queja, sino la forma de describir los hechos. Es una escena de amor que sin ser erótica, es violenta, y que ella burocratizó completamente. Porque al final el relato ya está separado de ella. Me interesaba compartir esa forma de desprendimiento con un relato propio.

-Es una forma que evidencia una crítica a la burguesía.

-En realidad no busco hacer una crítica, de hecho yo misma vengo de ese ambiente. A veces me gusta burlarme de aquello que conozco bien. No es tanto una crítica sino una descripción de un mundo conocido. Hay un déficit en la palabra, no importa el ambiente social en el que uno se mueva. Es esa relación con el vacío del lenguaje que para mí cambia de sentido en tales contextos.

-En otro corto, “Une noix”, se muestra una escena entre una niña y su abuela grabando una canción. Me hizo pensar en Herzog, sobre todo en la manera de trabajar el registro documental y la ficción.

-Cuando filmé ese video todavía no conocía los documentales de Herzog, donde hay una forma de trabajar que se parece a sus películas de ficción, sobre todo cuando mezcla los dos registros. Creo que la semejanza viene de trabajar las tensiones entre los personajes, aunque en mi corto esto es un poco más soft. Pero hay cierta histeria (por eso trabajo sobre la familia, que es una suerte de teatro de lo salvaje) que se juega entre los personajes. Algo bastante violento.

-¿Todas sus obras trabajan el choque entre ficción y documental?

-Sí, por supuesto, me encanta ese límite problemático. Tiene un poco que ver con que trabajo a la vez con libros, películas, video. Soy un poco escritora, un poco directora. Es algo bueno saber en qué categoría ubicar un trabajo, pero al mismo tiempo este límite es una forma de juego: en las historias verdaderas hay cosas muy locas, me gusta explorar ese problema. Y el documental siempre me interesó como forma.

-Otro de los límites problemáticos es el que hay entre autobiografía y ficción, ¿verdad?

-Sí, la forma más evidente para mí es escribir en primera persona. La narradora de
Mi abuelo El agrio es un poco yo, pero desde el instante en que eso entra en el espacio de la escritura o la puesta en escena, es, sin duda, ficción. En la elección al contar una historia de cierta manera, en los elementos, en cómo se transforman a través de mi recuerdo, allí hay una interpretación.
-¿Se identifica con su generación de artistas franceses?

-Tengo la impresión de que hay un movimiento, de que hay gente unida por intereses en común. Escritores que escriben teatro, cine o hacen performance. Me gusta esa interdisciplinaridad, que la gente no esté obligada a inscribirse en la tradición de la gran literatura francesa. No hay un grupo constituido, pero sí hay una suerte de familia grande que se reconoce en esta forma de transversalidad, de interés en otras disciplinas.

-En esa transversalidad, ¿cuál es su pregunta o el interrogante a la hora de producir?

-Hay que preguntarse si la obra es realmente necesaria.

-¿Hay respuesta para eso?

-La obra es necesaria cuando veo que mis ganas o energía me impulsan, cuando no se trata sólo de alimentar la máquina. Creo que ésa es una pregunta muy importante



20 jul 2011

Cita sobre el rol del lector

Laurence Sterne, en Tristam Shandy, afirma:
ʻ...ningún autor que comprenda los justos límites del decoro y de la buena educación presumiría de pensar en todo: el respe­to más verdadero que puede profesarse a la comprensión del lector es compartir este asunto amigablemente, y dejar algo para que él, por su parte, al igual que uno mismo, despliegue su imaginación. Por lo que a mí respecta, jamás ceso de ofre­cerle invitaciones en este sentido, y hago todo lo que está a mi alcance para mantener su imaginación tan ocupada como la mía propia”.

La concepción de Sterne de un texto literario es la de algo parecido a un terreno en el cual lector y autor participan de un juego de la imaginación. Si al lector se le diera la historia completa y no se le dejara hacer nada, entonces su imaginación nunca entraría en competición, siendo el resultado el aburrimiento, que inevitablemente aparece cuando un fruto se arranca y se marchita ante nosotros. Un texto literario debe por tanto concebirse de tal modo que comprometa la imaginación del lector, pues la lectura únicamente se convierte en un placer cuando es activa y creativa. En este proceso de creatividad, puede que el texto se quede corto o bien que vaya demasiado lejos, de modo que podemos decir que el aburrimiento y el agotamiento forman los límites más allá de los cuales el lector abandonará el terreno del juego. 

19 jul 2011

El grafógrafo

Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo.

18 jul 2011

Sobre los cuentos

Si a uno le gustan las novelas, escribe novelas; si le gustan los cuentos, uno escribe cuentos. Como a mí me ocurre lo último, escribo cuentos. Pero no tantos: seis en nueve años, ocho en doce. Y así.

Los cuentos que uno escribe no pueden ser muchos. Existen tres, cuatro o cinco temas; algunos dicen que siete. Con esos debe trabajarse.

Las páginas también tienen que ser sólo unas cuantas, porque pocas cosas hay tan fáciles de echar a perder como un cuento. 

Diez líneas de exceso y el cuento se empobrece; tantas de menos y el cuento se vuelve una anécdota y nada más odioso que las anécdotas demasia­do visibles, escritas o conversadas.

La verdad es que nadie sabe cómo debe ser un cuento. El escritor que lo sabe es un mal cuentista, y al segundo cuento se le nota que sabe, y entonces todo suena falso y aburrido y fullero. Hay que ser muy sabio para no dejarse tentar por el saber y la seguridad.

15 jul 2011

Entrevista - Lucía Puenzo


Wakolda es tu quinta novela y será tu tercera película. ¿Reconocés un estilo propio tanto en las novelas como en las películas?
Creo que manejo tonos y climas distintos en lo que escribo y en lo que filmo: diálogos más desmesurados en la literatura, escenas más silenciosas en el cine; un registro humorístico que aparece en fragmentos de mis novelas y jamás en mis películas… Me pregunto porqué me pasa eso, me intriga. Creo que tiene que ver con lo lúdico, con la literatura se me da por jugar de una manera y en el cine la búsqueda es por otro lado. Hay veces que lo único que tengo claro es hacia donde no quiero ir. No es la teoría ni lo temático lo que me impulsa en un primer momento. Suele ser algún detalle: un personaje que me resulta magnético, una escena a la que quiero llegar, un clima, algo que parece menor pero no lo es. Me gusta la literatura que se deja llevar por las asimetrías y las digresiones. La literatura también es eso: música y ritmo. A veces una frase suena bien aunque no tenga sentido. A partir de ahí va apareciendo la historia, en general de manera bastante misteriosa.

Pero las historias comparten zonas de interés.
Tengo la impresión de que hay un trabajo similar en el punto de vista. Desde dónde se cuenta y en qué lugar está parado el lector/espectador. Tiene que ver con una construcción del punto de vista de cierta virginidad, con ver algo por primera vez. En este caso fue el personaje de Lilith el que me llevaba de la mano.

¿Esto de ver algo por primera vez tiene relación con la presencia habitual de chicos en tus novelas?
De alguna manera sí porque justamente los chicos y adolescentes están en un momento de descubrimiento casi constante. En Wakolda, me interesó cómo y cuándo empieza a formarse una consciencia política en un adolescente. Sobre todo, lo complejo que puede ser el proceso de formación política de adolescentes que construyen una ideología distinta a la de sus padres, o la de los círculos en los que fueron formados. Nunca me gustaron ni las novelas ni las películas que tienen un punto de vista autoral separadísimo del espectador/lector, que juzgan lo que ven desde cierta distancia. Me gustan las historias que me imponen caminar de la mano con el protagonista, aunque esa caminata sea incómoda, que provoquen empatía aunque sea con un monstruo como Hannibal Lecter o como el protagonista de Taxi Driver. El primer plano, con lo incómodo y asfixiante que puede ser, me interesa más que el plano general.


Mencionás a Hannibal Lecter: la pregunta, entonces, es cómo llegaste a una ficción con Mengele.
Con los avances de la medicina estamos entrando en terrenos delicados en cuestiones de ética médica, que pueden poner al médico en el lugar de quien decide entre la vida y la muerte, o de quien cruza los límites de la experimentación. Probablemente la máxima expresión del costado más oscuro de la medicina sea Mengele, como tantos otros médicos alemanes que estuvieron al servicio del régimen nazi. Pero Mengele no fue el típico doctor de la SS… Fue un ideólogo y un fanático que se veía a sí mismo como un visionario con una extraordinaria oportunidad histórica: la de modelar genéticamente una nación entera. La esencia del movimiento nazi era lograr la perfección biológica, y destruir todo lo que pudiera interferir con esa perfección. Esta visión biomédica no era tangencial al movimiento bélico, por el contrario: estaba en el corazón del Nazismo. Pero el nazismo no solamente tenía una ideología totalitarista y asesina, sino también un misticismo. En El triunfo de la voluntad queda claro el misticismo trascendental que promulgaban, y que los médicos fueron invitados a participar de esto. El objetivo era limpiar a la nación de toda amenaza contra la pureza de la raza. Un importante médico nazi una vez confesó que se sumó al Nazismo después de escuchar un discurso de Rudolf Hess en el que decía que el Nacional Socialismo no era otra cosa que biología aplicada. Mengele se sentía en la cúspide de las ideas sobre raza y herencia.

El caso es que la construcción de Mengele en la novela lo hace un personaje casi querible.
Estos monstruos eran más temibles aún porque su envase era muchas veces el de hombres cultos, gentiles y refinados. Muchos de los testimonios de gente que conoció a Mengele y a otros jerarcas nazis en la Argentina reiteran estas cualidades. Lo que me interesaba de construir un personaje como Mengele era escaparle al estereotipo… Estos tipos, sacados del contexto de los campos de concentración en el que podían mostrar abiertamente su cara más perversa, eran aún más monstruosos porque socialmente eran muy carismáticos, muy cultos. Tenían un halo de seducción a su alrededor. No tenían pegado en la frente el cartel de “soy un hijo de puta”. Muchas corazas recubrían al monstruo. Por eso tantos miembros de la comunidad barilochense defendieron a Erich Priebke… Decían que era un vecino ejemplar, un viejito adorable.

Si bien uno sabe quién es el alemán de la novela por cuestiones que rodean a la publicación, notas de prensa, etcétera, recién en la página 80 se menciona el apellido. ¿La intención era sostenerlo como persona anónima?
De todas mis novelas, ésta es la que necesitó más bordado, más tiempo. Durante meses, desde la primera página él era Mengele. Pero era una marca demasiado fuerte en un texto que justamente trabaja un punto de vista mucho más cercano a la información que maneja esa familia con la que él se encuentra en medio de una ruta desierta, antes quienes se presenta simplemente como José. Lamentablemente la contratapa del libro lo dice, pero quería que aunque sea la diégesis del relato no revelara su identidad de inmediato. La toma de consciencia de la familia de Lilith sobre la identidad del hombre con el conviven está en el corazón del relato, y tiene que ver con un proceso que a mí me intrigaba particularmente: las cadenas de complicidades. Para que tantos cuadros nazis hayan podido no solo entrar al país, sino (en muchos casos) evaporarse sin dejar rastros, no fue únicamente el gobierno de Perón el que le abrió las puerta y promulgó la Ley de Amnistía por la que volvieran a usar sus verdaderos nombres (Mengele aparecía con su nombre en la guía de teléfonos, tuvo durante años una farmacéutica en Bs. As, y vivía con total tranquilidad)…. Para que esto ocurriera fueron también cientos de civiles los que, con mayor o menor consciencia de quiénes eran estos hombres, miraron para otro lado, permanecieron en silencio o directamente colaboraron con sus fugas. Esto demuestra que no hay una barrera absoluta entre el bien y el mal. Cualquier de nosotros puede, en ciertas situaciones, encontrarse muy cerca -o en función- del Mal.

Parecería que todas las acciones de Mengele están teñidas de cierta ambigüedad o ambivalencia: ¿por qué?
Cuando empecé a escribir Wakolda, más que la fascinación por el costado bélico del nazismo, me interesaba su obsesión por la genética. No es un hecho menor que un fanático de la pureza como Mengele desembarcara en un país mestizo, con todo tipo de mezcla en nuestra sangre y nuestros genes. Muchos de sus estudios, desmesurados y perversos como eran, tienen puntos de contacto con los principales avances de la genética actual. Por darte un ejemplo, el tratamiento con hormonas de crecimiento que Mengele le hace a Lilith -dicho por endocrinólogos a los que entrevisté- no es muy distinto al tratamiento que le hicieron a Messi para crecer. La base de la hormona de crecimiento es la misma. Claro que Mengele lo hace con absoluta impunidad, sin cuidar valores ni cantidades, y hoy se hace con más mesura y todo tipo de controles. Pero algo del juego de los cuerpos perfectos, de la pureza racial, de intervenir en los individuos hasta lograr la perfección, sigue presente en los tiempos modernos.


Es curioso, porque en términos de suspensión de la moral, como lector uno no puede juzgarlo a Mengele.
Varios lectores me dijeron que los incomodaba que en muchas situaciones se identificaran con Mengele. Lo que le pasa al lector es similar a lo que le pasa a Lilith, sus padres y hermanos… Tardan en ver al monstruo detrás de ese hombre que los tiene encandilados. El golpe es más duro por eso. Quería llegar al punto en el que Mengele se moviera con total impunidad, como un dios entre los sanos y enfermos. Los médicos son descendientes de los chamanes del mundo pre-moderno. Son personajes que se mueven en los bordes, en los umbrales entre la vida y la muerte. En la antigüedad, sus acciones eran percibidas como magia. Podían mantener a la gente con vida o decidir que murieran.  Tanto los chamanes como los doctores brujos tenían una función mítica que entraba en contacto con fuerzas sobrenaturales, mediando entre la vida y la muerte. El costado más oscuro de los médicos puede hacer contacto con este costado de sanadores místicos que pueden decidir sobre la vida y la muerte. Por eso es tan difícil entender que un médico, cuya función es sanar, pueda estar interesado en matar.

¿A qué dificultades te enfrentaste en la escritura de la novela?
Creo que lo más trabajoso fue que todo el tiempo tenía la intuición de que había algo en la trama de la muñeca mapuche –por eso tiene ese título– que desde un lugar muy irracional e inconsciente me parecía fundamental, pero como no me detenía a pensar la estructura dramática y el tema detrás de la trama y los desvíos, no terminada de puntualizar porqué… Por qué era tan central esa muñeca, qué escondía en su vientre. No tenía dudas de que la novela se llamaba Wakolda, pero era una certeza insólita porque esa muñeca parecía muy lateral. Eso me generaba cierta incomodidad. Pero a medida que escribía empecé a entender que en el mestizaje está el corazón de la novela… Todos nosotros somos de sangre mezclada. Lo había escrito en la primera página: Ahí está la verdadera guerra: pureza o mezcla. En esa frase estaba escondido el tema, y hasta las dos partes en las que la novela se divide, que son Wakolda (una muñeca mestiza) y Herlitzka (una muñeca aria). Evidentemente había algo en el vientre de esa muñeca embarazada que era central en la historia. Pero eso también es parte de la diversión: no tener tan fuertes las riendas de lo que estás escribiendo.

¿Comenzaste Wakolda como un proyecto novela-película?
No, en lo más mínimo. De hecho estaba con otra película mucho más encaminada, pero por algún motivo no terminaba de hacer contacto y empujar esa película; finalmente no la voy a hacer. Mientras tanto escribía Wakolda sin parar, todos los días de lunes a domingo. En algún momento, ya llegando al final de la primera escritura, empecé a intuir que esta iba a ser la tercera película que iba a filmar. El proyecto está bastante encaminado pero no sé si llego a filmar a fin de año o a principios del próximo: la filmaré cuando se pueda. No empecé a escribir el guión hasta entregar la novela a la editorial, porque me imaginaba que iba a ser complejo tener las dos cosas abiertas. Una vez que entregué la novela me metí con el guión y todavía estoy reescribiendo, voy por una quinta o sexta versión, y es bien distinto lo que aparece. Cada vez más.

¿El guión te hace pensar en reescribir la novela?
Hay cosas que van apareciendo que me hubiera gustado sumar, pero me alegra que ya esté publicada… Es la única manera de poder pensar en una versión cinematográfica. Si no estaría más pegada al tono y a la trama, y no podría hacer lo que hago, que es imaginar algo completamente diferente.


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