Me gustan las mañanas. Entre más temprano mejor. Con un café en taza roja. Desde que me mudé a donde ahora vivo en Coyoacán, el café de casa desmerece al lado del express de máquina que venden justo bajo mi balcón. Por fortuna escucho cómo suben las cortinas de metal a las siete y media de la mañana y, apenas enfundada en chamarra y pants, pido mi lechero, dos. Vacío uno a la taza roja y más tarde me bebo el otro. Entonces puedo empezar, es un preámbulo obligado. Por eso, y porque en alguna vacación lo servían descafeinado, asunto del que me enteré tres días después cuando cabeza y piernas me dolieron, sé que soy adicta a la cafeína. Eso no quiere decir que necesite muchos cafés, ni cualquier café ni mucho menos frío. Ciertos cafés a cierta hora y a buena temperatura. Como todo. El espacio me importa, algunas veces a lo largo de mi vida he podido tener mi estudio, mi escritorio; no cuando mis hijas crecían y compartía el salón de televisión con el resto de la familia. Por ello las mañanas de escuela y según el empleo (el desempleo era mejor para ello) en turno se volvieron preciosas para la escritura, también porque después de las once de la noche soy un tanto inservible. Desde hace un año tengo la fortuna de haber encontrado un estudio fuera de casa, pero en los mismos edificios donde vivo. Es un cuarto piso y hay que subir escaleras (lo cual no está mal si uno va a pasar un rato largo sentado). Para mi sorpresa, una vecina me descubrió el secreto de este espacio cuando me preguntó al verme bajar: ¿Sabía usted que allí vivió Ibargüengoitia? No lo hubiera imaginado, pero las coordenadas embonaban, en otro de los departamentos vivió Felguérez, su amigo. Debió ser un breve tiempo en los años sesenta, y él solo, porque no hay mucho espacio. Desde entonces me halaga y me intimida la coincidencia. Intento imaginar en qué pared o hacia qué ventana estaba su mesa de trabajo.
Tengo manía por las libretas, y aunque mi letra manuscrita, cincelada a golpe de caligrafía Palmer, se ha desvirtuado hasta lo indescifrable (culpa de las computadoras y mi impaciencia), las atesoro porque me gusta apuntar en ellas. Una es para ideas de cuentos, otra acompaña a la novela en turno y está siempre al lado de la computadora sobre el escritorio, que ahora es grande y se inunda a placer. La que llevo en la bolsa recibe de todo, otra en el buró de la recámara es íntima y caótica. Pongo música al empezar a escribir, algo clásico o barroco, pero suave; luego me olvido. No me doy cuenta hace cuánto se ha terminado porque el texto me ha tomado para sí. Me prohíbo ver correos antes de una tanda de escritura: son tan peligrosos. Como si varias manos se agitaran llamando y uno no pudiera ser descortés. Tantas formas de boicotear la escritura que es preciso entrar en ella como quien se avienta a una alberca. Algunas veces me sirve caminar para ir delineando el fragmento de escritura del día, a veces es después de escribir y mientras la historia me habita que puedo planear lo que sigue. Así llego a abrir la tapa de la laptop, encontrar el archivo si es la novela, apenas leer unas líneas y tirarme de cabeza. Terrible costumbre: no miro hacia atrás. Eurídice es mi novela y la puedo perder. Ya lo haré cuando crea tener una versión, entonces detendré el brío, el aliento, el golpe de metralla que ha sido la escritura y resolveré la arquitectura fantástica con que aparece esa primera versión de la novela. Las escaleras llegarán a algún lado, los cuartos tendrán techos, los muros de sostén cumplirán su función (por lo menos eso intentaré). Siempre que logro tener una jornada de escritura, tres horas cuando menos, siento que he vencido a los demonios, que a pesar del sol que brilla en la acera, el agua que hay que ir a pagar a la Tesorería, las llamadas acumuladas, los mensajes, los encargos, las listas, las deudas: lo he logrado. He estado en otro sitio y si me va convenciendo el sitio, no está nada mal. Quiero volver. No pienso más que en volver.
En una residencia literaria en Banff, en Canadá, donde mi estudio era un reducido barco pesquero montado en medio del bosque, comprendí que basta un camarote para ponerse a escribir. Por eso sólo estoy atada al café (puedo prescindir de la taza roja), a las libretas y a la computadora portátil, y puedo ser una escritora itinerante. Si leer y escribir son una forma del viaje, me gustaría que mis tarjetas de presentación, como las de la entrañable Holly Golightly de Desayuno en Tiffany’s llevaran escrito: Mónica de viaje.
Tengo manía por las libretas, y aunque mi letra manuscrita, cincelada a golpe de caligrafía Palmer, se ha desvirtuado hasta lo indescifrable (culpa de las computadoras y mi impaciencia), las atesoro porque me gusta apuntar en ellas. Una es para ideas de cuentos, otra acompaña a la novela en turno y está siempre al lado de la computadora sobre el escritorio, que ahora es grande y se inunda a placer. La que llevo en la bolsa recibe de todo, otra en el buró de la recámara es íntima y caótica. Pongo música al empezar a escribir, algo clásico o barroco, pero suave; luego me olvido. No me doy cuenta hace cuánto se ha terminado porque el texto me ha tomado para sí. Me prohíbo ver correos antes de una tanda de escritura: son tan peligrosos. Como si varias manos se agitaran llamando y uno no pudiera ser descortés. Tantas formas de boicotear la escritura que es preciso entrar en ella como quien se avienta a una alberca. Algunas veces me sirve caminar para ir delineando el fragmento de escritura del día, a veces es después de escribir y mientras la historia me habita que puedo planear lo que sigue. Así llego a abrir la tapa de la laptop, encontrar el archivo si es la novela, apenas leer unas líneas y tirarme de cabeza. Terrible costumbre: no miro hacia atrás. Eurídice es mi novela y la puedo perder. Ya lo haré cuando crea tener una versión, entonces detendré el brío, el aliento, el golpe de metralla que ha sido la escritura y resolveré la arquitectura fantástica con que aparece esa primera versión de la novela. Las escaleras llegarán a algún lado, los cuartos tendrán techos, los muros de sostén cumplirán su función (por lo menos eso intentaré). Siempre que logro tener una jornada de escritura, tres horas cuando menos, siento que he vencido a los demonios, que a pesar del sol que brilla en la acera, el agua que hay que ir a pagar a la Tesorería, las llamadas acumuladas, los mensajes, los encargos, las listas, las deudas: lo he logrado. He estado en otro sitio y si me va convenciendo el sitio, no está nada mal. Quiero volver. No pienso más que en volver.
En una residencia literaria en Banff, en Canadá, donde mi estudio era un reducido barco pesquero montado en medio del bosque, comprendí que basta un camarote para ponerse a escribir. Por eso sólo estoy atada al café (puedo prescindir de la taza roja), a las libretas y a la computadora portátil, y puedo ser una escritora itinerante. Si leer y escribir son una forma del viaje, me gustaría que mis tarjetas de presentación, como las de la entrañable Holly Golightly de Desayuno en Tiffany’s llevaran escrito: Mónica de viaje.
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