26 abr 2013

LA RAZÓN DE SER DE LA LITERATURA


Ignoro si es el destino el que me ha traído a esta tribuna, pero bien podría asignar tal nombre al cúmulo de circunstancias que han hecho posible este acontecimiento fortuito. No entraré en disquisiciones acerca de la existencia de Dios; baste decir que, aun siendo ateo, siempre he profesado el más profundo respeto por lo desconocido.
Ningún ser mortal puede alcanzar la divinidad, y menos reemplazar a Dios. Si un superhombre rigiese este mundo, sólo lograría sembrar en él más caos, más infortunio: en el siglo posterior a Nietzsche, el hombre y los desastres producidos por él han dejado escritas las páginas más tenebrosas de la historia de la humanidad; superhombres de toda condición aclamados como líderes del pueblo, primeros mandatarios de Estado o jefes supremos de la nación no han dudado en recurrir a toda suerte de medios violentos para perpetrar crímenes que empequeñecen los delirios más extremos de cualquier filósofo narcisista. Pero no quiero abusar de esta tribuna consagrada a la literatura perdiéndome en divagaciones de orden político o histórico; lo único que deseo es aprovechar esta oportunidad para hacer oír la voz de un escritor que se expresa como individuo.
El escritor es una persona común y corriente, quizás algo más sensible que las demás y, por lo tanto, como suele ocurrir con esta clase de personas, más frágil. El escritor no habla como portavoz del pueblo o como encarnación de la justicia. Su voz es por fuerza débil, pero esta voz, la voz del individuo, es justamente la más auténtica.
Intento decir con ello que la literatura sólo puede ser la voz del individuo, y que siempre ha sido así. Cuando la literatura se convierte en canto de alabanza de un país, bandera de una nación, voz de un partido político o portavoz de una clase o un grupo puede, ciertamente, ser utilizada como poderoso y avasallador instrumento de propaganda, pero pierde su naturaleza intrínseca, deja de ser literatura para transformarse en sucedáneo del poder o de determinados intereses.
La literatura ha tenido quehacer frente a este infortunio en el siglo que acaba de concluir: la política y el poder han dejado en ella marcas más profundas que en cualquier época pasada, y los escritores han sido víctimas de una persecución sin precedentes.
Si la literatura quiere preservar su propia razón de ser sin convertirse en instrumento de la política debe retornar a la voz del individuo, ya que la literatura surge ante todo de la experiencia individual, es producto del sentir propio. Pero, del mismo modo que la literatura no debe inmiscuirse en la política, tampoco tiene necesariamente que desvincularse de ella. Las controversias en torno al carácter tendencioso o a las inclinaciones políticas del escritor fueron dolencias propias de la literatura del siglo pasado. Si el debate entre tradición y reforma se transformó en determinadas épocas en debate entre conservadurismo y revolución y toda cuestión literaria acabó convirtiéndose en lucha entre el progreso y la reacción, fue por culpa de la ideología. Y no puede haber mayor desastre para la literatura y para el individuo que la ideología unida al poder y transformada en fuerza real.
Las grandes catástrofes que se han abatido una y otra vez sobre la literatura china del siglo XX y en algún momento la han llevado al borde del exterminio son consecuencia de su sumisión al dictado de la política. Tanto la revolución literaria como la literatura revolucionaria la colocaron en un callejón sin salida, y la acción punitiva desatada contra la cultura tradicional china en nombre de la revolución desembocó al final en la prohibición y la quema pública de libros. El número de escritores asesinados, encarcelados, exiliados o condenados a trabajos forzados en los últimos cien años es incalculable, en proporciones no superadas en ningún otro período dinástico de la historia de China, y la composición literaria en chino ha tenido que afrontar enormes dificultades, por no hablar de la libertad creativa.
El escritor deseoso de conquistar su propia libertad de pensamiento no ha tenido otra opción que el silencio o la huida. Para un escritor cuyo único recurso es la lengua, el silencio prolongado es como un suicidio, y el que ha querido eludir esta muerte o la impuesta por el silenciamiento para expresarse con voz propia de individuo no ha tenido otra alternativa que el exilio. La historia de la literatura, sea en Oriente o en Occidente, nos muestra que siempre ha sido así: la misma e inevitable suerte han corrido cuantos poetas y escritores han intentado preservar su voz propia, desde Qu Yuan, Dante, Joyce y Thomas Mann hasta Solzhenitsin y los intelectuales chinos que se exiliaron en masa después de los incidentes sangrientos de Tian’anmen de 1989.
Pero ni siquiera la huida fue posible en los años en que Mao Zedong impuso su dictadura total. Los templos y monasterios de las montañas que en época feudal dieron cobijo a los hombres de letras fueron devastados, y escribir a escondidas era arriesgar la vida. Lo único que uno podía hacer para preservar su independencia intelectual era hablar consigo mismo, y tenía que hacerlo en el más estricto secreto. Debo decir que fue entonces, en esos momentos en que no se podía escribir literatura, cuando comprendí de verdad por qué era necesaria: porque permite a la persona preservar su conciencia.
Podríamos decir que hablar consigo mismo es el punto de partida de la literatura, y que el recurso a la lengua para comunicarse es secundario. La persona derrama sus sensaciones y pensamientos en una lengua que el concurso de la palabra escrita torna literatura. En ese momento no se hace cábalas sobre la utilidad de lo que escribe o la posibilidad de que algún día sea publicado, pero escribe a toda costa porque esa escritura le proporciona deleite, compensación, cierto consuelo. Si yo me puse a escribir La Montaña del Alma en el mismo momento en que otras obras mías, pasadas ya por el tamiz de la más estricta autocensura, eran prohibidas, fue simplemente para disipar mi soledad interior, para mí mismo, y no con la esperanza de que pudiese ser publicada.
Desde mi experiencia como escritor puedo decir que la literatura parte en esencia de la afirmación del valor de uno mismo refrendada en el propio acto de escribir. La literatura nace de la necesidad de autosatisfacción del escritor, y el posible impacto social de la obra surge después de su conclusión y no depende en modo alguno de los deseos del autor.
Son muchas las grandes obras imperecederas que, a lo largo de la historia de la literatura, no fueron publicadas en vida de su autor: ¿hubiesen escrito más obras estos autores de no colmar sus ansias de afirmación propia el simple acto de escribir? Al igual que ocurre con Shakespeare, aún hoy resulta difícil conocer la vida y los hechos de los cuatro genios literarios que escribieron Viaje a Occidente, A la orilla del agua, Jin Ping Mei y Sueño del pabellón rojo, las más grandes obras de la narrativa china. Lo único que nos queda es un prefacio de Shi Nai’an en el que confiesa escribir para consolarse; si no hubiese sido así, ¿habría dedicado las energías de toda una vida a componer una obra monumental por la que no esperaba recompensa alguna? ¿No ocurre lo mismo con Kafka, iniciador de la novela moderna, o Pessoa, el más profundo poeta del siglo veinte? Ninguno de ellos recurrió al lenguaje con la intención de transformar el mundo y, aun plenamente conscientes de la impotencia del individuo, no dudaron en manifestarse: tan fuerte es la fascinación del lenguaje.
La lengua es el fruto supremo de la civilización humana. Sutil, indomable, profunda y ubicua, penetra en la percepción humana y liga al hombre, al sujeto que percibe, con su propia comprensión del mundo. Y la palabra que lega la escritura lleva en sí la magia de trascender naciones y épocas para hacer posible la comunicación entre uno y otro individuo independiente. También es así como el presente que comparten la escritura y la lectura engarza con el valor espiritual eterno de la literatura.
El escritor actual que se empeña en dar relieve a una cultura nacional no puede, en mi opinión, sino despertar cierta sospecha. El lugar en que yo he nacido y la lengua de que me sirvo me hacen depositario natural de las tradiciones culturales chinas, y la estrecha y continua ligazón entre cultura y lengua configura modos peculiares y estables de percibir, pensar y expresar; pero si bien el escritor parte de lo ya dicho en su lengua, su creatividad se manifiesta en la narración de lo que aún no ha expresado suficientemente esa misma lengua: el escritor, en tanto que creador del arte del lenguaje, no tiene necesidad de colgarse una etiqueta nacional prefabricada que lo identifique a simple vista.
La obra literaria rebasa fronteras, rebasa idiomas gracias a la traducción, penetra y rebasa costumbres sociales y relaciones interpersonales que el espacio geográfico y la historia han tornado específicas, y las sensaciones profundas que revela son consustanciales a la especie humana. Todo escritor actual recibe, además, influencias de culturas diversas ajenas a la suya. Por ello, quien sólo pone el acento en el tipismo de una cultura nacional no puede sino levantar sospechas, a menos que lo haga por simple publicidad turística.
Si la literatura rebasa ideologías, fronteras y conciencias nacionales es porque la propia esencia del individuo rebasa toda doctrina, porque la propia condición existencial del hombre empequeñece toda teoría o especulación sobre su existencia. La literatura se preocupa de las vicisitudes universales de la existencia humana y nada para ella es tabú. Las restricciones que la agobian proceden siempre del exterior; la política, la sociedad, la ética o la tradición intentan recortarla a la medida del marco de sus intereses para hacer de ella un elemento decorativo.
Pero la literatura no es un adorno del poder ni una suerte de refinamiento social de moda, pues en ella laten criterios de valor propios, late un criterio estético. Y el único criterio estético insoslayable que acepta la obra literaria es el íntimamente ligado a las emociones humanas. Los criterios difieren de acuerdo con las diferentes emociones de los individuos, pero, por subjetivos que sean, reposan sobre supuestos universales: merced a su sensibilidad artística, producto de la educación literaria, el lector recrea lo poético y lo hermoso, lo sublime y lo ridículo, lo triste y lo absurdo, el humor y la ironía que el autor ha instilado en su obra.
El sentido poético no es producto de la simple plasmación de emociones y sensaciones. El narcisismo desbordado del autor es una suerte de enfermedad infantil irremediable que aqueja a todo Existen muchos grados de expresión de las emociones y las sensaciones, pero, por elevado que sea el elegido, jamás será comparable con el alcanzado mediante la observación objetiva y serena. Es aquí, en esta mirada distante, donde se oculta la poesía. Cuando esta mirada escruta al autor en su individualidad y se sitúa por encima de los personajes y de sí mismo para convertirse en un tercer ojo, en una mirada lo más neutral posible, el autor puede permitirse examinar detenidamente las catástrofes e inmundicias del mundo, y al evocar el dolor, la aversión o la náusea despierta sentimientos de piedad, afecto y aprecio a la vida.
Las modas literarias y artísticas cambian de año en año, pero el criterio estético enraizado en las emociones humanas es intemporal. La diferencia entre los criterios de valor que han de gobernar la literatura y la moda reside en que ésta sólo aprecia lo nuevo: así funciona el mercado, y el del libro no es excepción. Pero si el criterio estético del escritor se acomoda a las coyunturas del mercado, la literatura caminará hacia el suicidio. Por eso creo que hoy, inmersos en la que damos en llamar sociedad de consumo, debemos más que nunca recurrir a una literatura "fría".
Hace diez años, después de concluir La Montaña del Alma, cuya redacción me llevó siete años, escribí un artículo en que abogaba por esta clase de literatura: La literatura, por naturaleza, no tiene nada que ver con la política, pues es una actividad puramente individual: es un observar, una mirada retrospectiva sobre la experiencia, una serie de conjeturas y sensaciones, la expresión de cierto estado de ánimo, conjugado todo ello en la satisfacción de la necesidad de reflexionar.
El que llaman escritor no es más que un individuo que habla o escribe, y son los demás los que deciden si lo escuchan o leen. El escritor no es un héroe que intercede por la salvación del pueblo o alguien que merezca ser idolatrado, y menos aún un criminal o un enemigo del pueblo, y si a veces cae en desgracia en unión de sus escritos, es por colmar las exigencias de otros. Cuando el poder necesita fabricar unos cuantos enemigos para desviar la atención del pueblo, el escritor se convierte en víctima propiciatoria y, peor aún, cree gran honor su sacrificio si antes ha sucumbido al enajenamiento.
La única relación que en realidad existe entre el escritor y el lector es de índole espiritual: ninguno de ellos necesita conocer al otro ni permanecer en contacto con él, pues sólo se comunican a través de lo escrito. La literatura es una actividad humana irreprimible en la que participan de manera voluntaria el lector y el escritor, y por ello no tiene obligación alguna con las masas.
A esta literatura empeñada en recuperar su naturaleza intrínseca podríamos denominarla literatura «fría». Si existe, es sólo porque el género humano necesita buscar una actividad puramente espiritual que trascienda la simple satisfacción de los deseos materiales. No data de hoy día, como es obvio. Pero si en el pasado tenía que rechazar ante todo el poder político y la opresión de los usos sociales, hoy ha de oponerse al mercantilismo que impregna esta sociedad de consumo, y para poder sobrevivir se ve abocada a la soledad.
El escritor consagrado a esta literatura no puede vivir de ella y no tiene más remedio que buscar su subsistencia con otra actividad; por eso no puede ser considerada sino un lujo, una pura gratificación espiritual. Si esta literatura «fría» tiene la suerte de ser publicada y difundida, es gracias al esfuerzo del escritor y sus amigos. Ejemplos de ella son Cao Xueqin1 y Kafka, autores que no pudieron publicar en vida y menos aún crear algún movimiento literario o ser grandes celebridades; autores que vivieron en los márgenes e intersticios de la sociedad entregados de lleno a una actividad espiritual por la que no esperaban recompensa ni reconocimiento social alguno, que escribían por el propio placer de escribir.
La literatura "fría" es una literatura que se evade para sobrevivir, una literatura que no se deja asfixiar por la sociedad porque busca la propia salvación espiritual. La nación que no pueda dar cabida a esta literatura no utilitarista sumirá en el infortunio al escritor y será una nación triste.
Yo, sin embargo, he tenido la suerte de recibir en vida este galardón de la Academia Sueca, este inmenso honor, y en ello he sido ayudado por amigos de todo el mundo que, indiferentes a recompensas o dificultades, han traducido, publicado, representado y evaluado mis obras. Excuso citarlos aquí uno a uno para expresarles mi agradecimiento, pues la lista sería muy larga.
También debo agradecer a Francia su acogida. En este país que honra a la literatura y al arte he logrado las condiciones necesarias para crear con libertad, y en él también tengo lectores y espectadores. Por suerte no estoy solo, aunque me dedique a una labor, la creación literaria, bastante solitaria.
Quisiera también decir aquí que la vida no es una fiesta y que no todo el mundo disfruta de una paz semejante a la de Suecia, donde no ha habido guerras desde hace ciento ochenta años. El nuevo siglo no está inmunizado contra las catástrofes por el hecho de que haya habido tantas en el precedente, y la memoria no se transmite por herencia, como los genes. La humanidad está dotada de inteligencia pero no es lo bastante lista para aprender del pasado, y esa inteligencia puede incluso ser víctima de algún arrebato maligno que ponga en peligro la propia existencia del hombre.
La humanidad no camina necesariamente hacia el progreso. La historia -y aquí no puedo sino referirme a la historia de la civilización humana- y la civilización no avanzan al mismo paso. El anquilosamiento de la Europa medieval, el caos y la decadencia del continente asiático en época moderna o las dos guerras mundiales del siglo XX tan sólo testifican que los métodos de matar a la gente se han perfeccionado con el tiempo y que el progreso científico y tecnológico no ha hecho que la humanidad sea más civilizada.
Las interpretaciones de la historia basadas en pretendidos métodos científicos o las deducciones fundadas sobre una dialéctica irreal no han logrado explicar el comportamiento humano. El fanatismo utópico y la revolución permanente que han marcado más de un siglo hoy no son más que polvo: ¿cómo no van a sentir amargura los que han tenido la suerte de sobrevivir?
Así como la negación de una negación no equivale necesariamente a una afirmación, la revolución no echó raíces porque la utopía del nuevo mundo tenía como premisa la erradicación del antiguo. La doctrina de la revolución social también fue aplicada a la literatura, y convirtió lo que por naturaleza es un jardín de creación en un campo de batalla en el que eran derrotados los personajes del pasado y pisoteadas las tradiciones culturales: todo tenía que comenzar de cero, sólo lo nuevo era lo bueno, y la historia de la literatura pasó a ser contemplada como una suerte de subversión permanente.
El escritor no puede arrogarse el papel de Creador ni henchir su ego creyéndose Jesucristo, pues con ello marcharía por su pie a la enajenación mental, a una locura que le haría ver el mundo como una alucinación y cuanto se halla fuera de sí como un purgatorio, y así obviamente no podría seguir viviendo. Los otros bien pueden ser el infierno, pero ¿acaso no se consume en él quien pierde el control de su propio yo? De esta manera, no cabe decirlo, se está ofreciendo como víctima futura y pidiendo a los demás que lo acompañen en el sacrificio.
Mas no saquemos conclusiones precipitadas de la historia de este siglo XX, pues podríamos estar aún extraviados en las ruinas de alguna construcción ideológica, y en tal caso las conclusiones no servirían para nada y habrían de ser revisadas por las generaciones futuras.
Tampoco es el escritor un profeta, pues lo que más debe importarle es vivir el presente, liberarse de la falsedad, atajar la ilusión vana, contemplar con claridad el aquí y el ahora y examinar al mismo tiempo su propio yo: el propio yo también es caótico, y nada le impide reflexionar sobre sí mismo al tiempo que duda del mundo y de los demás. El desastre y la opresión provienen por lo general de fuera de uno mismo, es cierto, pero la cobardía y el desconcierto inherentes al ser humano pueden ahondar su sufrimiento y ser fuente de desdicha para los demás.
Si difícil es comprender el comportamiento humano, aún más lo es que el hombre se conozca a sí mismo: la literatura es sólo una manera de que el hombre dirija la mirada hacia sí mismo para que en ese proceso de observación hile alguna hebra de conciencia que ilumine su propio yo.
La literatura no intenta en absoluto subvertir, sino descubrir y revelar la verdad de un mundo que el hombre o bien raramente puede conocer, o bien apenas conoce, o bien cree conocer y en realidad no conoce. Quizás sea ésta, la verdad, la cualidad más básica e irrefutable de la literatura.
El nuevo siglo – dejemos ahora a un lado la cuestión de su novedad – ya ha comenzado, y lo más seguro es que, con el derrumbamiento de las ideologías, la revolución literaria y la literatura revolucionaria también acaben por sucumbir. El espejismo de la utopía social presente durante más de un siglo se ha disipado como el humo, y la literatura, una vez liberada de las ataduras de una y otra doctrina, tendrá que retornar a las vicisitudes de la existencia humana, a los problemas fundamentales y apenas cambiantes de la humanidad que constituyen su tema eterno.
En esta época no hay profecías ni promesas, y yo creo que es mejor así. El papel de juez y profeta que el escritor a veces se arroga tiene sus días contados, pues las muchas profecías que se hicieron en el siglo pasado han resultado falsas. Mejor esperar y ver en vez de fabricar nuevas supersticiones en torno al futuro. Y mejor también que el escritor recupere su papel de testigo y se esfuerce por exponer la verdad.
Mas ello no significa que la literatura haya de ser una simple relación de hechos. Los testimonios recogidos en las crónicas oficiales proporcionan, necesario es saberlo, pocos datos veraces y ocultan con frecuencia las causas y los móviles de los acontecimientos; pero cuando la literatura se ocupa de la verdad, todo, desde los pensamientos íntimos de la persona hasta el mismo curso de los acontecimientos, aparece expuesto sin omisión alguna: tal es la fuerza que adquiere la literatura cuando el escritor, en vez de inventar a su capricho, intenta revelar las verdaderas circunstancias de la naturaleza humana.
La calidad de la obra depende de la perspicacia del escritor para captar la verdad y no del mejor o peor uso de los juegos de palabras o las técnicas de redacción. De la verdad existen ciertamente toda clase de definiciones, y su tratamiento difiere con cada persona; pero un simple vistazo a un escrito basta para saber si su autor pretende embellecer los fenómenos de la existencia humana o, por el contrario, presentar los de manera cabal y directa. Reducir la distinción de lo verdadero y lo falso a una pura reflexión semántica es propio de cierta crítica literaria afín a determinadas ideologías, pero tales principios y dogmas tienen poco que ver con la creación literaria.
Más que ligada a su manera de crear, la cuestión de lo verdadero y lo falso se halla, en el escritor, íntimamente relacionada con su actitud para con la creación. La veracidad de su pluma depende también de su sinceridad al empuñarla: aquí la verdad es más que un simple criterio de valor literario, pues adquiere una dimensión ética. El escritor no se arroga la misión de educador moral, pero si quiere retratar en profundidad a los diversos personajes de toda condición que pueblan el universo, tendrá que poner al desnudo su propio yo, airear hasta sus más íntimos secretos. La verdad es para él casi una ética, la ética suprema de la literatura.
En manos del escritor que afronta la creación con actitud seria, hasta la ficción literaria se asienta en la premisa de exponer las verdades de la vida humana; aquí reside la vitalidad de las obras imperecederas legadas desde la antigüedad, y por ello la tragedia griega o Shakespeare nunca pasarán de moda.
La literatura no es una simple copia de la realidad, pues atraviesa las capas superficiales para penetrar hasta su mismo fondo; revela lo que es falsa apariencia y, remontándose a las alturas, navega por encima de las ideas comunes para mostrar, con visión macroscópica, las particularidades y pormenores de la situación.
La literatura, como es obvio, también se alimenta de la imaginación; mas esta suerte de viaje del espíritu no debe servir para dar rienda suelta al desvarío. La imaginación divorciada de la sensación verdadera o la ficción escindida de la base de la experiencia vital no generan sino productos anodinos y débiles, y difícilmente pueden conmover al lector obras que no convencen ni al propio autor. La literatura no sólo debe recurrir al acontecer cotidiano, ni el escritor hallarse limitado por lo que él ha vivido en carne propia, pues el vehículo de la lengua le permite transformar en sensación propia todo cuanto oye y ve y todo cuanto otros han expuesto en sus obras: tal es el poder de fascinación del lenguaje literario.
La lengua, como el exorcismo o la invocación, tiene el poder de agitar el cuerpo y el espíritu; hecha arte, permite al narrador transmitir sus sensaciones a otros y deja de ser un simple sistema de signos o un entramado semántico que se agota en sus propias estructuras gramaticales. Si olvidamos al hablante vivo que está detrás de la lengua, cualquier deducción de orden semántico se convierte fácilmente en un juego intelectual.
La lengua no es sólo vehículo de ideas y conceptos, pues concita sensaciones e intuiciones, y por ello los signos y señales no pueden reemplazar al habla del ser viviente. Para expresar la voluntad, la motivación, la entonación o la situación de ánimo aparejadas a las palabras y expresiones del hablante no basta la simple ayuda de la semántica y la retórica. Sólo la voz del ser vivo que habla es capaz de exteriorizar las connotaciones del lenguaje literario, y en consecuencia la literatura también se nutre del oído y no constituye un mero instrumento del pensar cerrado en sí mismo. El hombre necesita la lengua no sólo para transmitir significados, sino para escucharse y reafirmar su propia existencia.
Podríamos decir, parafraseando a Descartes: "Me expreso, luego existo". Pero este "yo" del escritor puede ser él mismo, o él mismo encarnado en narrador o transformado en personaje del libro; el sujeto que relata puede ser «él» o «tú», y por lo tanto es uno y trino. La exteriorización de las sensaciones y las percepciones comienza con la fijación de un pronombre personal que identifique al sujeto y conforme, a partir de él, los diferentes modos narrativos. Es aquí, en este proceso de búsqueda de un modo narrativo original, donde el escritor da cuerpo a sus sensaciones y percepciones.
En mis novelas sustituyo a los personajes ordinarios por pronombres personales, y me sirvo del "yo", "tú" y "él" para describir al protagonista o centrarme en él. Describir a un mismo personaje por medio de diferentes pronombres crea una sensación de distancia que, en el caso de la escena, proporciona a los actores un espacio interior más amplio, y por eso utilizo también este recurso en mis obras de teatro.
La narrativa o el teatro nunca han llegado ni llegarán a su fin, y los frívolos anuncios de la muerte de uno u otro género literario o artístico son pura fantasía.
Nacida con la civilización humana, la lengua es, como la vida, un prodigio que se manifiesta con fuerza inagotable, e incumbe al escritor descubrir y desarrollar su potencial latente. El escritor no es el Hacedor y no puede suprimir este mundo, por ajado que esté, ni crear uno nuevo ideal, por absurdo e incomprensible para el intelecto humano que sea el presente, pero sí puede crear en mayor o menor medida modos expresivos innovadores que complementen lo que otros ya han dicho o partan de donde otros se han detenido.
La subversión de la literatura no es más que fraseología propia de la revolución literaria: ni la literatura ha muerto, ni el escritor ha podido ser derrocado. Cada escritor tiene su sitio en las estanterías y seguirá vivo mientras sea leído. Nada más reconfortante para él que legar al vasto acervo literario de la humanidad un libro que pueda ser leído en el futuro.
Mas, para el escritor en tanto que autor o para el receptor en tanto que lector, la literatura sólo se materializa y adquiere interés en el presente. Escribir para la posteridad es engañarse a sí mismo y engañar a los demás, cuando no pura jactancia. La literatura es para el ser vivo y, aún más, por ella reafirma el ser vivo su presente. Es este presente eterno, esta afirmación vital del individuo la que constituye – si aún queremos buscar la razón de ser de tan magna profesión de independencia – la causa inmutable por la cual la literatura es literatura.
La literatura surge en toda su sazón cuando la creación literaria no es un medio de subsistencia o cuando su disfrute permite al escritor olvidar por qué y para quién escribe y la convierte en necesidad perentoria, en impulso ineludible. No reporta utilidad alguna, y es así por propia naturaleza; su profesionalización es fruto funesto de la división del trabajo en la sociedad moderna, un fruto muy amargo para el escritor.
En una época como la actual, dominada por la omnipresente economía de mercado, el libro es, más que nunca, una simple mercancía. En este mercado ciego e ilimitado no tiene cabida no ya el escritor aislado, sino las sociedades y los movimientos literarios del pasado: el escritor que no cede a su presión o no se rebaja a fabricar un producto cultural destinado a satisfacer los gustos de moda, no tiene más remedio que buscarse otros medios de vida. Pero la literatura no tiene relación alguna con los best-sellers o las listas de ventas, y la promoción en los medios de comunicación de algunos escritores es más bien pura publicidad comercial. La libertad de creación no responde a ninguna dádiva graciosa ni puede ser comprada, pues proviene de la propia necesidad interna del escritor.
Buda, como dicen, anida en tu corazón, pero sería mejor decir que es la libertad la que anida en él y de ti depende hacer o no uso de ella. Si truecas esta libertad por cualquier otra cosa, el pájaro de la libertad echará a volar: éste es el precio que habrás de pagar.
El escritor escribe lo que quiere sin atender a recompensas no sólo por afirmar su propio yo, sino, como es natural, para desafiar a la sociedad. Pero este desafío no debe ser afán de ostentación, pues el escritor no tiene necesidad de henchir su ego ejerciendo de héroe o de guerrero; los héroes y los guerreros luchan por una gran causa o para prestar algún servicio meritorio, y todo ello es ajeno a la obra literaria.
Si el escritor quiere desafiar de algún modo a la sociedad, ha de valerse de la lengua o de los personajes y circunstancias de su obra, o en caso contrario sólo logrará perjudicar a la literatura. La literatura no es un grito indignado ni puede convertir en denuncia la indignación del individuo. Las sensaciones del escritor como individuo únicamente se tornan literatura cuando se diluyen en su obra: sólo así pueden aguantar los estragos del tiempo, perdurar.
Cabría hablar, por consiguiente, no tanto del desafío del escritor a la sociedad, sino del desafío de su obra. La obra que perdura es, sin duda, una poderosa respuesta a la época y a la sociedad en que el escritor vive. El clamor del hombre y de sus actos puede desaparecer con el tiempo, pero con tal de que existan lectores, la voz de su obra seguirá hablando.
Si tal desafío no puede transformar la sociedad es porque se trata tan sólo de una actitud, la actitud nada llamativa de un individuo que intenta trascender los límites ordinarios del medio social. Pero es una actitud que, por salirse en cierta medida de lo común, infunde en el que la adopta el modesto orgullo de comportarse como persona. Sería muy triste que la historia de la humanidad dependiese tan sólo de leyes incognoscibles, del ciego vaivén de las corrientes y no prestase oído a la voz divergente del individuo. La literatura es, en este sentido, un complemento de la historia. Las grandes leyes de la historia imponen su dominio inapelable sobre las personas, y éstas han de dejar constancia de su propia voz. El hombre se halla al arbitrio de la historia, pero es capaz de legar literatura, y tal hecho permite a este ser inexistente preservar un mínimo de confianza necesaria en sí mismo.
Agradezco a los honorables académicos que hayan concedido este premio Nobel a la literatura, a una literatura resueltamente independiente que no elude el sufrimiento humano, que no elude la opresión política ni se halla al servicio de la política. Les agradezco que hayan otorgado el más prestigioso de los premios a obras apartadas de la especulación del mercado, a obras que han suscitado poca atención pero merecen ser leídas. Y también agradezco a la Academia Sueca el haberme permitido subir a una tribuna que es centro de atención mundial, el haber oído mis palabras, el haber dejado que un frágil individuo hable al mundo con voz débil y desabrida que no suele ser oída en los medios de comunicación. Pero creo que éste es justamente el objetivo del premio Nobel de literatura. A todos agradezco la oportunidad que me han dado. 

23 abr 2013

La lectura como cuerpo


La palabra se estira con cada movimiento de quien lee. Doblándote subrayas la longitud del verbo. Cuando elevas el libro, la atención se sostiene igual que un músculo. Me tienta imaginar el personaje al que te abrazas, en cuáles adjetivos te detienes. Celebro tus rodeos de asombro o de preguntaQuién pudiera de ti recibir esos ojos con idéntica hondura. Eres lo que hace falta. Gramática en acción. Un cuerpo de sintaxis. Esa última línea donde se hacen un nudo temblor e inteligencia.

18 abr 2013

Entrevista



Carlos Fuentes y Luce López Baralt lo definen como uno de los escritores más importantes de España. Sin embargo, usted se considera como un apátrida. ¿Puede explicarnos cómo se conjugan ambos extremos?
Yo creo que las dos cosas son ciertas. Por un lado, pertenezco totalmente a la cultura española. Por otro lado, por el hecho de vivir fuera, he sustituido la noción de tierra por la noción de cultura. No obstante, si me preguntan si me considero parte de la sociedad española digo que no. No comparto los valores de esta sociedad, me siento extraño a ella. Por otra parte, la mayoría de los escritores que admiro siempre actuaron a redopelo de la sociedad. Como decía de una manera muy expresiva Luis Cernuda, eran "españoles sin ganas". O sea, que las dos cosas son ciertas.
¿Existe una relación entre el exilio continuo y decidido y el centro nómada de su creación literaria?
Es posible. Hay escritores en los que el exilio acaba con su escritura. Escritores que podemos llamar costumbristas, que reflejan la sociedad en la que viven. Al quedar aislados de esta sociedad, su poder de creación literaria disminuye. También hay otros escritores que, por el contrario, convertirse en apátridas les enriquece. Yo siempre he dicho que la posibilidad de ver la propia cultura a la luz de otras culturas es muy importante, porque la escala de valores cambia completamente. Los que viven en España y sólo conocen la tradición española -suponiendo que la conozcan bien- aceptan los juicios, las ideas, las opiniones casi como por herencia; nunca las ponen en tela de juicio. En cambio, si uno vive fuera, puede establecer comparaciones y ver que cosas muy estimadas dentro de España, son en realidad fruto de imitaciones de otras culturas, mientras que hay obras que son absolutamente originales y no se les da importancia, aunque no se les encuentre el equivalente en ninguna otra lengua. En Europa no hay ninguna obra mudéjar comoEl Libro de Buen Amor , no hay ninguna obra con una carga tan explosiva como La Celestina . Tenemos que esperar a Shakespeare para encontrar algo de una fuerza tan extraordinaria. O no hay una Lozana andaluza , no hay un San Juan de la Cruz. Es decir, para mí, esta visión exterior es muy importante. Me parece bastante significativo como resultado de la discontinuidad cultural de España el que la mayor parte de estos autores no hayan ejercido influencia. La Celestina , aunque de grado menor, tuvo una descendencia a lo largo del siglo XVI. La Lozana andaluza es una obra que quedó enterrada en vida y aunque se redescubrió en el siglo XIX, nadie se atrevió a reeditarla, porque la consideraban obscena.
Cervantes fecundó la totalidad de la novela europea -la novela inglesa, francesa, en Rusia la influencia es clarísima, hasta en Portugal, pasando por Sterne, tenemos a Machado de Asís, que hizo una novela absolutamente moderna en el siglo XIX-. España, hasta el siglo XX, fue el país que más tardó en impregnar la novela. Esto fue, yo creo, gracias a la doble lectura por un lado de Américo Castro, a partir de El pensamiento de Cervantes , que es la primera obra que la descarga de todas las interpretaciones castizas -del tipo "es la Biblia de la nación española" como decían Unamuno o Maeztu-. Todos atribuían al Quijote una serie de cargas nacionalistas o místicas sin leer verdaderamente la obra. Luego yo diría que la lectura descondicionada de Borges demuestra la creatividad y la modernidad de la invención cervantina. Creo que a partir de esto ha surgido un grupo de escritores que, directa o indirectamente estamos influidos por Cervantes. Pienso en el caso claro de Carlos Fuentes, también en Tres tristes tigres de Cabrera Infante. La evolución de Julián Ríos no sería posible sin un conocimiento de Cervantes. Tenemos también el caso de San Juan de la Cruz. Hasta José Ángel Valente no ha habido ningún poeta español en el que haya influido. La manifestación de estos huecos, estos espacios en la cultura española, debería hacer que nos interrogáramos sobre qué ha pasado en nuestra cultura. Pero muy poca gente lleva a cabo este análisis.
Entonces, se puede decir que la distancia del exilio constituye la condición de la posibilidad de su obra narrativa.
En mi caso concreto, sí. Si yo me hubiera quedado en Barcelona, hubiese tenido los límites que tiene la mayor parte de los escritores de mi generación, que sólo parten de una experiencia local, de una limitación. Esta posibilidad del exiliado de ver una cultura a la vez con intimidad y con distancia me parece fundamental.
Carlos Fuentes definió hace tiempo, en un acto protocolario ante el rey Juan Carlos, que su patria era la lengua española. ¿Podemos decir que la suya sería la literatura de nuestro país?
Yo diría entonces que mi nacionalidad es cervantina. Si miro hacia atrás en mi vida veo que he pasado la mayor parte de mi tiempo hablando otros idiomas. Así el castellano ha sido el objeto de mi trabajo. Normalmente cuando estoy en Marraquech hablo árabe, cuando estoy en París hablo francés, cuando estaba en los Estados Unidos hablaba inglés. El español no lo practico tanto. Por ejemplo, a veces, cuando estoy en Marraquech paso bastante tiempo sin hablar castellano. Esto lo vio muy bien Vicente Llorens en uno de sus ensayos, cuando dijo que para el exiliado, al perder la tierra y la sociedad en la que vive, la lengua adquiere para él un valor importantísimo. Esto explica que algunos escritores se hayan convertido en grandes escritores en el exilio. Este es el caso claro de Cernuda. Él era un poeta más de su grupo y en el exilio se convirtió en el gran poeta de su generación.
¿Cree usted que hay una línea de escritores españoles exiliados?
Este fenómeno empieza con el reinado de los Reyes Católicos. Ya tenemos el ejemplo en los hermanos Valdés o en Vives. O en la gente que intentó salir y no pudo como Cervantes, al que le denegaron el permiso para emigrar a América. Por fortuna, ya que si se hubiera ido a las Américas, tal vez no habría escrito el Quijote. O en el propio Mateo Alemán, quien después de publicar el Guzmán de Alfarache , estaba en una situación insoportable. Márquez Villanueva descubrió los documentos en los que se explica cómo Mateo Alemán pudo ir a México, entregando a un funcionario corrupto la totalidad de sus bienes, incluidos los derechos de autor del Guzmán de Alfarache . Se fue con lo que llevaba puesto. Tendría una motivación muy urgente para huir de esta manera.
¿Dentro del grupo de exiliados podríamos incluir al anónimo autor del "Kamasutra español" editado por López Baralt?
Bueno, él fue un morisco expulsado. Lo que resulta significativo es que este manuscrito estuviese durante un siglo sin ser publicado. Hay que tener en cuenta la presión que ejerció la gente del medio académico, aquellos que pensaban que no convenía publicar esto y menos por parte de una señora. Es realmente notable el hecho de que se escriba en lengua castellana a principios del siglo XVII un tratado erótico. Es una muestra de que España no pertenece en su totalidad a la cultura occidental, como se pretende.
¿Para usted la estabilidad y la homogeneidad cultural destruyen la creatividad del autor?
Desconfío totalmente de las identidades fijas, de los nacionalismos de calidad y de las sociedades homogéneas, porque toda esta homogeneidad o identidad icónica es siempre el producto de la violencia hacia los individuos. Esto sólo puede existir dentro de sociedades totalitarias. Cuando nace la idea de España, para Américo Castro a partir del siglo XI, o cuando nace la literatura castellana, siempre están en el horizonte de lo cotidiano las tres comunidades: judíos, cristianos y musulmanes. Esta mirada crítica de unos hacia otros fue un fermento de cultura. El arte mudéjar es el mejor ejemplo de ello. Todo el mundo reconoce que el arte mudéjar es único. Pero sería absurdo que este mudejarismo se manifestara sólo en la arquitectura, se tenía que manifestar obviamente en la literatura: el Conde Lucanor , el Cantar del Mío Cid -desde Galmés de Fuentes queda muy claro que las fuentes no eran visigodas, como soñaba Menéndez Pidal, sino que eran fuentes árabes-, y el Libro de Buen Amor -el cual, como descubrió Américo Castro, es un libro mudéjar-.  El hecho fue que no había una sociedad homogénea, sino una variedad de culturas que a veces se llevaban bien y otras peor. Los reinos del norte de España adquirieron toda su cultura gracias a los mozárabes que no querían vivir en Al-Ándalus. Había una continua comunicación y lo vemos claramente en el ejemplo de Alfonso X el Sabio. El libro de Márquez Villanueva, El concepto cultural alfonsí es realmente extraordinario porque muestra un proyecto que se anticipa totalmente al Renacimiento. Él tenía muy claro que el latín era una lengua muerta -era la lengua de la Iglesia, pero no servía fuera del territorio puramente religioso- y que la ciencia venía a través de los árabes y de la cultura árabe. Los traductores, casi todos judíos, que vertían sus traducciones del árabe al castellano, fueron, de hecho, los que salvaron la cultura europea. Hay una influencia muy clara, como demostró Asín Palacios al descubrir el hecho -que le ganó la furia de la toda la clase intelectual italiana- de que el Libro de la Escala del Profeta era el que había inspirado La divina comedia de Dante. Así esta influencia no sólo se reducía a España. En la Sorbona, por ejemplo, se introdujo la idea de Avicena, según la cual los bienaventurados no podían tener una visión directa de la divinidad. Para combatir esta idea la Iglesia encargó a Santo Tomás de Aquino la réplica y, para ello, éste tomó los argumentos de Averroes. Es decir, cristianizaron una polémica que ya anteriormente había sido árabe. Todo esto se olvida a partir del Renacimiento.
Para mí el siglo XV es un tiempo de una riqueza extraordinaria en España. Ya aparece un precedente de Góngora en Juan de Mena. Todas las grandes creaciones del Siglo de Oro se pueden encontrar en germen en el siglo XV. En esta época, durante el reinado de Enrique IV de Castilla las ideas averroístas y el racionalismo habían pasado a ser completamente aceptadas en gran parte por los cristianos nuevos, recién convertidos, que habían perdido la religión judaica pero tampoco se habían hecho por ello católicos. Por ejemplo, existe ese famoso memorial escrito al rey en el que se le advierte que está rodeado de gentes que dicen "nascemos e morimos como bestias". Aquí está el germen de todo el mundo de La Celestina . El hecho es que Fernando de Rojas, cuya familia fue penitenciada por la Inquisición cuando era niño, vivía en este ambiente y gracias a esto pudo escribir La Celestina . Doy todos estos ejemplos para mostrar que la heterogeneidad es creadora de riqueza y siempre es más justa la visión del que está en la periferia de lo social que la del que está en el centro. Esto explica el que la gran mayoría de los creadores del Siglo de Oro fueran de origen cristiano nuevo, siempre situados en la periferia, y podían analizar la sociedad tal y como eran, mientras que los otros sentían una inmanencia española y no necesitaban dudar. No olvidemos que la literatura, por lo menos a partir de Cervantes, es el territorio de la duda. Esto se aplicaría a la posición marginal de Fray Luis de León a la de autores de una espiritualidad completamente nueva como Santa Teresa y San Juan de la Cruz o Juan de Ávila. Éste último es ahora santo de la Iglesia, pero en su tiempo dijo textualmente "los penitenciados por la Inquisición, mártires son".
¿Podría volver a ser España el puente natural entre Europa y el mundo musulmán, como ya lo fue en la Edad Media?
Debería ser el puente entre Europa, Iberoamérica y el mundo musulmán, por su situación geográfica, por su cultura. Desdichadamente no es así. Hay un rechazo muy grande no sólo dentro de la sociedad sino incluso dentro de los poderes culturales con respecto a la tradición árabe, con la excepción de un Al-Ándalus, como decía don Emilio García Gómez, "mitificado", "muerto". Claudio Sánchez Albornoz decía que la cultura de Al-Ándalus fue destruida por "las nubes de langosta africana", al hacer referencia a los almohades y almorávides, olvidando que, por ejemplo, habían edificado la Giralda de Sevilla o los palacios del reino nazarí de Granada. O sea, que eran unas langostas muy bien educadas. No olvidemos también que en esta época vivió Averroes. Hay una resistencia enorme a esta tradición.
Si me quedaba alguna ilusión era con respecto a Iberoamérica. Con motivo de ese lamentable Quinto Centenario yo propuse a la universidad organizar un cursillo sobre Blanco White, en especial sobre los artículos que había escrito en favor de la independencia de los países de Iberoamérica. Fue el único intelectual que, primero en El Español y después en El Mensajero de Londre, escribió una serie de artículos extraordinarios sobre el tema. En cualquier otro país, supongamos en Francia, estarían encantados de hablar de un escritor, de cara a los países colonizados, que demostrara la existencia de intelectuales que estuvieran a favor de la independencia, que tuvieran esta lucidez y esta honestidad. En España sigue siendo un traidor. Menéndez Pelayo dice de él que llevó su vileza hasta ensalzar la victoria de Bolívar y, por otra parte, dice que España es la madre espiritual de los hijos del cóndor. Se ve a la hora de la verdad que, en el momento de la guerra, al único intelectual español que tomó partido públicamente por la independencia, lo siguen marginando. Son las constantes de la historia española.
¿Usted tiene la impresión de que España no se ha dado cuenta todavía de su papel en cuanto a la formación de la identidad europea?
Yo entiendo el complejo de inferioridad que hubo en España a partir del siglo XVIII. Cuando empiezan la Ilustración y la Enciclopedia en Francia, para los escasos intelectuales españoles de aquel momento bastaba con cruzar los Pirineos para darse cuenta de que se trataba de otra cosa enteramente distinta. De ahí viene la frasecita de "L'Afrique commence aux Pirinées". Era un logro que estos intelectuales quisieran europeizarse, negando todo lo que en su pasado no era europeo. En el siglo XIX se encontraron con la paradoja de que eran los viajeros franceses y, en especial, ingleses como Borrow y Ford los que descubrían la maravilla de la Alhambra. Borrow cuenta con mucha gracia que él estaba deslumbrado por la Alhambra y la gente de Granada le hablaba de "esas cosillas de los moros que hay arriba". Era como un rechazo. España integrada en la actualidad, política, económica y culturalmente en la Unión Europea, debería perder ya todos los complejos de inferioridad y darse cuenta de que lo que puede aportar al acerbo europeo común es precisamente el mudejarismo, porque no existe en ningún otro lado. No hay el equivalente en ningún país europeo. Sería el momento de aceptar que esta diferencia que tenemos es la mayor aportación de España a la cultura europea. Esto está admitido en la arquitectura, pero no en el plano de las ideas ni en el de la literatura.
¿Es posible todavía en el siglo XX sentirse mudéjar?
Puede haber individualidades. En el terreno de la arquitectura, para mí Gaudí lo es. Gaudí, que es el arquitecto más genial del siglo XX, no existiría sin el mudejarismo y sin las ilustraciones que hizo para los viajes de Alí Bey, ni las imágenes de las mezquitas de Sudán o de Malí que él tenía en su cátedra. Basta ir por ejemplo a Malí y estás viendo a Gaudí por todos lados.
Yo creo que una parte, no la totalidad de mi obra, pero sí algunos libros lo son. La cuarentena es un ejemplo claro, pues aunque escrito en castellano existe en él un juego entre Dante e Ibn Arabi que se puede calificar de mudéjar. Las virtudes del pájaro solitario también.
¿Este mudejarismo es el que le lleva al concepto de la ciudad como confluencia de culturas, de lenguas y de pensamientos?  
Además de la literatura, y en el terrero personal la música, lo que siempre me ha interesado más es el urbanismo, la concepción de la cives , y he escrito bastantes textos sobre el espacio de la ciudad islámica. Cuando estuve hace dos años en Buenos Aires fui invitado a la vez por las facultades de Literatura y de Arquitectura y descubrí que algunos de los filmes de Alquibla los proyectaban allí. Da la casualidad de que un gran número de los arquitectos de aquella ciudad son árabes, nacidos ya en Argentina pero de origen sírio-libanés. Tenía tantos estudiantes en las conferencias que daba sobre urbanismo como en las que daba sobre literatura. Por esa razón me ha interesado siempre este barrio parisino, el Sentier, por el lado multiétnico. Mi experiencia en Nueva York, donde pasas en una manzana de casas de Little Italy al barrio chino, ha sido también determinante. Siempre me han interesado las ciudades donde se forman estos encuentros o ciudades muy vitales como Estambul.
Yo creo que el contacto con gente de otras culturas es necesario. En el ensayo que escribí sobre París como capital del siglo XXI me planteaba las dos alternativas: será una ciudad heterogénea desde el punto de vista cultural o se convertirá en un museo. Son las dos alternativas. Esta tendencia a la "museización" no existe ahora, por ejemplo, en Berlín, donde estuve pasando una temporada hace cinco años y donde se podía ver cómo los marginales estaban dejando Kreuzberg empujados por la especulación inmobiliaria y se pasaban a Berlín Este, donde llegaron los primeros centenares de judíos de origen alemán, que venían de los Estados Unidos, y que tuvieron la buena idea de volver y reconstituir su mundo dentro del nuevo Berlín. Era fascinante. Me impresionó mucho ver que se estaban gestando nuevas formas de vida y, por lo tanto, de cultura. Este Berlín me pareció que tenía el mismo dinamismo que encuentras en Nueva York.
Ya dije hace veinte años en una conferencia que los escritores más interesantes en lengua inglesa serían de las Antillas, de Pakistán, de India, los franceses serían del Magreb y de África y los alemanes serían turcos. Hubo una especie de risas celebrando mi ocurrencia, pero en Inglaterra ya está ocurriendo, en Alemania tenemos esta novela absolutamente maravillosa escrita por una mujer, Ozdamar, esta escritora turca que llegó a los dieciocho años en un tren de prostitutas a Alemania, y a los cuarenta y ocho años escribe una novela.
Yo he vivido siempre en el Sentier en París. Después del golpe militar en Turquía, este barrio se llenó de repente de turcos y al salir de casa veía carteles en turco, que yo no entendía, y me empecé a sentir como un poco extraño aquí. Hablé con un poeta comunista exiliado y le pregunté dónde podía aprender el turco y él me dirigió a un asociación política de emigrados. Era gente muy simpática que me preparaban cada tarde las lecciones. Así aprendí a hablar el turco. No digo que todo el mundo tenga que ponerse aquí a aprenderlo, pero por lo menos ya que han traído restaurantes turcos, pueden aprender la comida turca. Por desdicha no han traído "alhamas" o "hammames" turcos, que son una maravilla, y que serían una educación de su civilización. Siempre se puede aprender algo con la llegada de una cultura ajena. Mi actitud ha sido siempre la de sumar y no la de restar. Tener dos lengua y dos culturas es mejor que tener una. Tener tres mejor que tener dos. Tener cuatro mejor que tener tres. Por eso cuando veo que quieren imponer el monolingüismo en Cataluña o en el País Vasco no lo entiendo. Los catalanes que son bilingües tienen una suerte mayor al tener dos culturas en vez de una. ¿Para qué mutilar una? ¿para qué restar? Hay que sumar.
¿No cree que en este proceso de descentralización de la literatura europea también la cultura hispánica fue una avanzadilla, ya que el "boom" de la literatura hispanoamericana ha sido anterior al surgimiento de la literatura india o turca? España no tomó el boom hispanoamericano como algo que viene del inferior, sino del igual. Para nosotros Carlos Fuentes, Borges o Paz son grandes escritores de nuestra lengua, mientras que para un inglés o un francés todavía es difícil reconocer que un autor de África o de Asia es un gran escritor en su lengua.  
No han tenido aún grandes figuras como las de Iberoamérica. Fueron también unos años excepcionales, los años sesenta y setenta. Lo que se escribió en esa época en Iberoamérica sólo puede compararse a lo que se escribió en el Siglo de Oro.
¿No piensa que esto es un orgullo para nosotros?  
Claro que sí.
En Francia y en Gran Bretaña ha habido un interés científico muy importante por estudiar y aprender de sus colonias, formando el orientalismo, pero nosotros hemos tenido un resultado mucho más interesante.  
También Portugal tiene el mismo resultado, en lo que respecta a Brasil. Guimaraes Rosa es una maravilla por ejemplo.
A nosotros nos sorprende siempre la leyenda negra de España (y a veces de Portugal también) según la cual hemos sido los grandes invasores y destructores de las Indias. Sin embargo los ingleses y franceses han pretendido dar una imagen más amable de su proceso colonizador.
La diferencia es que los españoles necesitaban la población indígena para trabajar y que la población era mucho mayor y no pasó lo que ocurrió en Canadá y en Estados Unidos, donde se acabó con el mundo mesoamericano. Los españoles y los portuguesas, por distintas razones históricas, lograron crear esta mezcla.
¿Hacia qué modelo de convivencia cree usted que se dirige Europa?  
Hay que ver las cosas clarísimas, no sólo desde la perspectiva de lo que puede llamarse el planeta de los ricos. Hace bastantes años escribí que Europa debía elegir entre ser una fortaleza o un ejido. No podemos, en nombre del neoliberalismo y del pensamiento único, permitir la libre circulación de capitales y de mercancías y vetar la de las personas. Hay que tener en cuenta la diferencia del nivel de vida entre el continente europeo y todo su entorno africano y asiático. Además está la influencia de la televisión. Ahora tienen metida en cada casa la visión exagerada, mitificada y embellecida de la realidad europea. Esto significa que esta gente quiera a toda costa llegar a Europa. Por un lado, hay trabajos que los europeos no quieren hacer. Por otro, no hay un aumento de la natalidad, es una población que envejece. La naturaleza tiene horror al vacío. Lo que está vacío se llena. Es decir, la llegada de gente de otros mundo seguirá y aumentará. Europa tiene que plantearse el problema de aceptar la convivencia, dentro de unas reglas naturalmente. El anfitrión tiene que poner las reglas del estado de los ciudadanos. Una vez aceptadas estas reglas -por ejemplo, la prohibición de costumbres como la de la ablación, que se practica en el valle del Nilo-, pueden preservar su cultura, mientras no sea agresiva. Ha de ser una forma de diversidad dentro de la ciudadanía. Estoy en contra de todas las identidades exclusivas y agresivas que niegan a los demás. Un país que tenga una variedad de culturas, dentro del marco de ciudadanía, me parece idóneo.
El concepto de ciudadano está dirigido al individuo, pero en Europa tenemos también el problema de las minorías que se definen con respecto al grupo. ¿No le parece a usted que hay una contradicción entre la política que va dirigida a los individuos y ese sentimiento de grupo?  
Yo creo que son dos cosas distintas. Toda minoría tiene derecho a existir, siempre que no lo haga de una forma opresiva para los individuos que la componen. Las minorías me parecen absolutamente respetables y deben ser defendidas, pero no a costa de que opriman a los individuos que la componen. Esto ha de quedar muy claro.
Nos gustaría que nos hablara un poco sobre el papel que juega la risa como hilo conductor en su obra.  
Siempre se podrán citar autores en los que la risa o la ironía no desempeña ningún papel -pienso en el caso de Dostoievski-, pero creo que en la tradición cervantina el humor y la parodia desempeñan un papel importante. Hay mucha parodia en Juan sin tierra , también en Makbara y, sobre todo, en Paisajes después de la batalla . Esta última es una obra en la que todas las teorías posibles se contradicen y se deshacen. La diferencia entre una obra literaria y un libro de pensamiento es que el segundo siempre se puede contradecir, pero tú no puedes contradecirPaisajes ... porque en él están todas las ideas y al mismo tiempo la negación de estas ideas. Es la duda total. Es enseñar al lector a dudar. En La saga de los Marx , en el capítulo de la televisión, se plantea la duda del estatuto del autor, si está hablando con Marx o con el personajes de su novela o con el del folletín de la televisión. Es decir, meter al lector en un terreno que siempre es dudoso. Al mismo tiempo incluyo las teorías acerca de Marx, como las de un tercermundista, la de un neoliberal, la de una feminista, etc. Cada una de estas teorías tienen razón pero al oponerlas todo queda relativizado. Esta una demostración más de mi lealtad a Cervantes y la ambigüedad que produce su lectura del mundo.
Nosotros, como lectores, vemos en su actitud ante la risa tres etapas bastante claras: la primera desde Señas de identidad hasta Makbara, en la que la risa es más una forma de lucha; la segunda, después de Makbara, en la que el humor es menos negro y un poco más amable; y la tercera, a partir de La saga de los Marx, el humor se convierte en un tema nuclear y reviste un carácter más optimista y fresco.  
Desde luego el humor es mucho más agresivo en Juan sin Tierra y en Makbara. A partir dePaisajes... es un humor más universal. No hay agresividad porque es la duda y la ironía de quien duda de todo. En mis últimos libros hay un proceso de desautorización al meter dentro de la estructura toda la ironía y la parodia. Por ejemplo, no se sabe quién ha escrito El sitio de los sitios, cada nuevo texto deshace lo que dice el anterior, el que se cree autor descubre que es un personaje. Toda esta ambigüedad la llevo ya a su fin en Las semanas del jardín , donde no hay autor pero sí veintiocho personas y cada uno cuenta desde su punto de vista. El lector se ve obligado a no ver el primer nivel, sino ir observando que cada afirmación es relativa y que es contradicha por la siguiente.
Da la impresión de que hasta Makbara toda su obra fue como una apisonadora y a partir de aquí empieza a crecer, a desarrollarse. Es como si necesitase limpiar el terreno para empezar a construir su obra novelesca.
Efectivamente, era una forma de preparar el terreno. Fue una construcción a partir de una destrucción.
Para nosotros La reivindicación del conde don Julián es el punto álgido del proceso de destrucción, mientras que La cuarentena sería el de la construcción y liberación, los dos polos opuestos pero necesarios de su obra.
Las virtudes del pájaro solitario y La cuarentena están dentro de esta tradición que podríamos llamar mudéjar y donde hay algo de humor, pero no mucho. Es más bien dolor, en los dos casos. Para mí van muy ligadas ambas obras. Son como piezas de un rompecabezas. Una es San Juan de la Cruz y la mística sufí y la otra es Ibn Arabí.




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