30 jun 2010

Les Voleurs

Los escritores trabajan con palabras y voces, como los pintores trabajan con colores. ¿De dónde vienen esas palabras y esas voces? Muchas fuentes: conversaciones escuchadas y oídas al vuelo, películas y radio, periódicos, revistas, sí: y otros escritores. Una frase llega a la cabeza desde una vieja historia del oeste leída años atrás en una revista de segunda, no puedo recordar dónde o cuándo: “Él la miró tratando de leer su mente pero sus ojos eran viejos, sin subterfugios, ilegibles”. Ésta es una que levanté.
 
La secuencia del Funcionario del Condado en Almuerzo desnudo viene del contacto con el Funcionario del Condado en Cold Spring, Texas. Es de hecho una elaboración de su monólogo que en aquél momento me parecía meramente aburrido, porque todavía no sabía que yo era un escritor. De cualquier modo, no hubiera habido ningún funcionario del condado si me hubiera quedado con el culo sentado, esperando por “mis verdaderas propias palabras”.
 
Todos nos hemos encontrado alguna vez con el publicista que va a salir de la dura rutina, encerrarse en una cabina y escribir la Gran Novela Americana. Siempre le digo: “no cortes tu suministro B.J.: podrías necesitarlo”.
 
Muchas veces me he quedado estancado en una línea de la historia sin poder ver adónde iría desde ahí. Luego alguien cae por casa y me cuenta de un pez en Brasil que sólo se alimenta de frutas. Saqué un capítulo entero de esto.
 
O comprar un libro para leer en el avión y que ahí esté la respuesta; y que ahí haya una frase buena también: “voces dulcemente inhumanas”. Tuve un sueño con esas voces antes de leer El gran salto de Leigh Brackett y encontrar esa frase.
 
Miren el bigote surrealista de Mona Lisa. ¿Sólo una broma tonta? Piensen adónde puede llevar esa broma. He estado trabajando con Malcon McNeill por cinco años en un libro titulado Ah Pook is here. Usamos la misma idea: Hieronymus Bosch como fondo de escenas, y personajes tomados de los códices mayas y transformados en símiles modernos. Esa cara en el Códice Maya de Dresde sería en esta escena la camarera y podíamos usar el Dios Buitre sobre ella. El Bosco, Miguel Ángel, Renoir, Monet, Picasso, no robaron nada, en apariencia. ¿Quieres alguna luz sobre tu escena? Róbala de Manet. ¿Quieres un telón de fondo de los años 30? Usa Hooper.
 
Lo mismo se aplica a la escritura. Joseph Conrad hizo una soberbia descripción de paisajes de selvas, agua, clima ¿por qué no usarlos tal cual, palabra por palabra, como escenario de una novela que se sitúe en el trópico? Continuidad por Fulano de tal, descripción y escenario fílmico de Conrad. Y por supuesto que podemos secuestrar algunos personajes más y ponerlos en un escenario diferente. La amplia gama de pintura, escritos, música y films son tuyos: para usar. Toma el monólogo de Molly Bloom y dáselo a tu heroína. De cualquier modo, ocurre todo el tiempo. Cuántas veces hemos tenido a Romeo y Julieta prestándonos su servicio. Y Calille ganó 40 millones en Los jóvenes amantes. Entonces, déjalo aflorar abiertamente y roba con libertad.
 
Mi primera aplicación de este principio fue en Almuerzo Desnudo.
 
El encuentro entre Carl Peterson y el doctor Benway está modelado sobre el encuentro entre Razumov y el Consejero Mikulin en Bajo la mirada de occidente de Conrad. Seguramente no hay semejanza entre Benway y Mikulin, pero la forma del encuentro, la treta de Mikulin de las oraciones incompletas, su método elíptico y la conclusión del encuentro son definitiva y conscientemente usadas.
 
En su momento no alcancé a ver las miles de implicaciones.
 
Brion Gysin llevó el proceso más lejos en una escena inédita de su novela El Proceso. Tomó a la letra un tramo de diálogo de una novela de ciencia ficción y lo usó en una escena similar. (La novela de ciencia ficción, como corresponde, trataba sobre un científico loco que inventó un agujero negro en el que desapareció). Confieso que quedé algo shockeado por tan evidente y rastreableplagio. No había abandonado completamente el fetiche de la originalidad aunque, desde luego, el sublime concepto global de robo total está implícito en los cuts ups y en el montaje.
 
Había estado condicionado por la idea de palabras como propiedad -las “verdaderas propias palabras”- y, en consecuencia, por una profunda repugnancia por el pecado negro del plagio. La originalidad era la gran virtud. Recuerdo un chico que fue descubierto copiando un ensayo de un artículo de periódico y este horrible caso discutido en susurros … Por primera vez la oscura palabra plagio.
 
¿Por qué en una obra de Jack London un escritor se mata cuando descubre que sin saberlo había plagiado el trabajo de otro escritor?: No tenía el coraje de ser un escritor.
 
Por suerte estoy hecho de un material más duro o, al menos, más adaptable.
 
Brion me hizo notar que yo había estado robando por años. “¿De dónde viene esto… “Ojos, viejos, sin subterfugios, ilegibles”? ¿Y esto… “inflexible autoridad”? ¿Y esto … “ manera artística, no principios”?¿Y esto? … ¿Y esto?… ¿ Y esto?. . . “ Me miró implacable”
 
¿Vous etes un voleur honteux . . . un ladrón secreto ? Entonces tracemos un manifiesto.
 
Les Voleurs
 
Fuera lo privado en museos, bibliotecas, monumentos arquitectónicos, salas de conciertos, librerías, estudios de grabación y de cine de todo el mundo.
 
Todo pertenece al inspirado y dedicado ladrón.
 
Todos los artistas de la historia, desde los pintores de las cuevas hasta Picasso, todos los poetas y escritores, los músicos y arquitectos ofrecen sus productos, presionando al ladrón como vendedores callejeros.
 
Le suplican desde sus aburridas mentes de niños de escuela, desde la prisión de la veneración acrítica, desde museos muertos y polvorientos archivos. Las esculturas extenderán sus brazos de mármol para recibir la vivificante transfusión de carne y las extremidades separadas injertadas en Mister América.
 
Mais le voleur n’ est pas pressé –el ladrón no tiene prisa. Antes de otorgar el honor supremo y bendito del robo, debe asegurarse de la calidad de la mercancía y de la adaptabilidad para su fin.
 
Palabras, colores, luces, sonidos, piedra, madera, bronce, pertenecen al artista vivo. Pertenecen a cualquiera que pueda usarlo. ¡Saquea el Louvre! A bas l’ originalité, el estéril y aseverativo yo que aprisiona lo que crea. Vive le vol , puro, desvergonzado, total. No somos responsables. Roba todo lo que esté a tiro.

29 jun 2010

El Arma del Escritorio

El problema de estar bien y de sentirme bien es que quiero leer todos los libros, incluso los que ya he leído, y quiero correr todas las aventuras, incluso las que sé que me sería imposible correr, como la de leer todos los libros, por ejemplo, los llevaría en barco en un viaje tan largo como la lectura sin fin requiriera y, al regresar, a donde fuera que regresara, los comentaría uno tras otro, regresaría sabia y contenta, cargada de un tesoro, y me sentaría a escribir, cuando un escritor tiene algo que dar, debe encontrar la manera de darlo. Ten la conciencia tranquila en cuanto a los privilegios que te confiere tu oficio de escritor, escribió Danilo Kis en los ochentas en uno de sus mandamientos o Consejos a un joven escritor, que Jesús García acaba de publicar en su Colección Visor de Poesía y que leí en estos días, lectura que me condujo a averiguar quién era Kis, que se me adelantó a llamar privilegiada la vida del escritor, cuyo privilegio es el de dar lo que tiene. Todos llevamos vidas difíciles, pero a los escritores nos corresponde hacer algo con esas vidas, es nuestro deber rescatarlas en nuestro privilegiado trabajo. Kis sostuvo que lo que él observaba era lo que se podía ver a simple vista, y que sin embargo la gente era incapaz de ver.
Kis nació en Yugoslavia en 1935 y murió en París en 1989. Su padre fue inspector de ferrocarriles que durante la Segunda Guerra Mundial fue asesinado en un campo de concentración nazi. Danilo perteneció a la primera promoción de licenciados en literatura comparada de la Universidad de Belgrado, y trabajó como traductor. Tradujo al serbio a autores franceses, rusos, húngaros e incluso ingleses, de Baudelaire a Anna Ajmátova, de Verlaine, Lautréamont y Queneau a Aleksandr Blok. Los traducía al mismo tiempo que escribía sus propias novelas, la primera con el título romántico de La buhardilla. Cuando ganó el prestigioso Premio Nin lo devolvió por motivos políticos. Se fue a vivir a Francia, donde fue nombrado Caballero de las Artes y las Letras.Letras Libres publicó un breve ensayo suyo en 2000, titulado El último baluarte de la cultura, en el que se refiere a la literatura como el campo de una realidad no real, con el mismo sentido, me parece a mí, con el que observa que si el gobierno aplaude lo que escribe el escritor, el escritor no debe desconfiar del gobierno, sino de lo que él escribe, o con el sentido con el que le aconseja al escritor no ser profeta, porque su arma debe ser la duda. En defensa del serbocroata, sostenía que su idioma era un instrumento que no cambiaría por ningún otro, lo que ejemplificó al comparar la adopción que hiciera de una lengua ajena, al cambio que Menuhin hiciera de su Stradivarius por un piano Bösendorfer, Menuhin lo podría tocar, pero de forma tímida y ciertamente sin alegría.
Kis sostiene que traducir es un excelente ejercicio de estilo para un escritor, es una manera de aprender la receta. Paralelamente a su trabajo de ensayista y narrador, Sergio Pitol ha sido un ejemplar traductor a lo largo de los años, ha traducido del inglés, el francés, el italiano, el ruso y el polaco, y ahora la Universidad Veracruzana publica la colección Sergio Pitol/Traductor con todos sus títulos, de autores de culto que Pitol ha puesto en las manos de sus lectores durante por lo menos 50 años, los conoce, los tiene, los quiere, nos los da. Nos da a Kazimierz Brandys, a Joseph Conrad, a Boris Pilniak, a Anton Chéjov, a Malcolm Lowry, a Witold Gombrowicz, a Ronald Firbank, a Luigi Malerba, a Robert Graves, a Jerzy Andrzejewski, colección que Ramón López Quiroga puso en mis manos y que leeré por las tardes en el camarote del barco de mi largo viaje hacia la luz, que es hacia donde apuntaría la educación según la línea de pensamiento de Eliot, que en 1950 dio una cátedra con el tema en la Universidad de Chicago, conferencias a las que me habría fascinado asistir, pero que espero que los ministros de educación de todos los países por lo menos conozcan a fondo.
Para designar a un ministro de educación, yo propondría a los candidatos el requisito de escribir un ensayo sobre el asunto. Qué significa la educación, hacia donde ha de dirigirse, desde qué momento habría que empezar a inculcar sus principios (¿cuáles serían, señores ministros?) y de qué manera emprenderían su aplicación.

28 jun 2010

EL CUENTO

A media tarde el hombre se sienta ante su escritorio, coge una hoja de papel en blanco, la pone en la máquina y empieza a escribir. La frase inicial le sale enseguida. La segunda también. Entre la segunda y la tercera hay unos segundos de duda.
Llena una página, saca la hoja del carro de la máquina y la deja a un lado, con la cara en blanco hacia arriba. A esta primera hoja agrega otra, y luego otra. De vez en cuando relee lo que ha escrito, tacha palabras, cambia el orden de otras dentro de las frases, elimina párrafos, tira hojas enteras a la papelera. De golpe retira la máquina, coge la pila de hojas escritas, la vuelve del derecho y con un bolígrafo tacha, cambia, añade, suprime. Coloca la pila de hojas corregidas a la derecha, vuelve a acercarse la máquina y reescribe la historia de principio a fin. Una vez ha acabado, vuelve a corregirla a mano y a reescribirla a máquina. Ya entrada la noche la relee por enésima vez. Es un cuento. Le gusta mucho. Tanto, que llora de alegría. Es feliz. Tal vez sea el mejor cuento que ha escrito nunca. Le parece casi perfecto. Casi, porque le falta el título. Cuando encuentre el título adecuado será un cuento inmejorable. Medita qué título ponerle. Se le ocurre uno. Lo escribe en una hoja, a ver qué le parece. No acaba de funcionar. Bien mirado, no funciona en absoluto. Lo tacha. Piensa otro. Cuando lo relee también lo tacha.
Todos los títulos que se le ocurren le destrozan el cuento: o son obvios o hacen caer la historia en un surrealismo que rompe la sencillez. O bien son insensateces que lo echan a perder. Por un momento piensa en ponerle Sin Título, pero eso lo estropea todavía más. Piensa también en la posibilidad de realmente no ponerle título, y dejar en blanco el espacio que se le reserva. Pero esta solución es la peor de todas: tal vez haya algún cuento que no necesite título, pero no es éste; éste necesita uno muy preciso: el título que, de cuento casi perfecto, lo convertiría en un cuento perfecto por completo: el mejor que haya escrito nunca.

Al amanecer se da por vencido: no hay ningún título suficientemente perfecto para ese cuento tan perfecto que ningún título es lo bastante bueno para él, lo cual impide que sea perfecto del todo. Resignado (y sabiendo que no puede hacer otra cosa), coge las hojas donde ha escrito el cuento, las rompe por la mitad y rompe cada una de esas mitades por la mitad; y así sucesivamente hasta hacerlo pedazos.

26 jun 2010

EL MUCHACHO QUE ESCRIBIA POESIA

Poema tras poema fluía de su pluma con pasmosa facilidad. Le llevaba poco tiempo llenar las treinta páginas de uno de los cuadernos de la Escuela de los Pares. ¿Cómo era posible, se preguntaba el muchacho, que pudiera escribir dos o tres poemas por día? Una semana que estuvo enfermo en cama, compuso: "Una semana: Antología". Recortó un óvalo en la cubierta de su cuaderno para destacar la palabra "poemas" en la primera página. Abajo, escribió en inglés: "12th.‑18th: May, 1940".
Sus poemas empezaban a llamar la atención de los estudiantes de los últimos años. La algarabía es por mis 15 años. Pero el muchacho confiaba en su genio. Empezó a ser atrevido cuando hablaba con los mayores. Quería dejar de decir "es posible", tenía que decir siempre "sí".
Estaba anémico de tanto masturbarse. Pero su propia fealdad no había empezado a molestarle. La poesía era algo aparte de esas sensaciones físicas de asco. La poesía era algo aparte de todo. En las sutiles mentiras de un poema aprendía el arte de mentir sutilmente. Solo importaba que las palabras fueran bellas. Todo el día estudiaba el diccionario.
Cuando estaba en éxtasis, un mundo de metáforas se materializaba ante sus ojos. La oruga hacía encajes con las hojas del cerezo; un guijarro lanzado a través de robles esplendorosos volaba hacia el mar. Las garzas perforaban la ajada sábana del mar embravecido para buscar en el fondo a los ahogados. Los duraznos se maquillaban suavemente entre el zumbido de insectos dorados; el aire, como un arco de llamas tras una estatua, giraba y se retorcía en torno a una multitud que trataba de escapar. El ocaso presagiaba el mal: adquiría la oscura tintura del yodo. Los árboles de invierno levantaban hacia el cielo sus patas de madera. Y una muchacha estaba sentada junto a un horno, su cuerpo como una rosa ardiente. El se acercaba a la ventana y descubría que era una flor artificial. Su piel, como carne de gallina por el frío, se convertía en el gastado pétalo de una flor de terciopelo.
Cuando el mundo se transformaba así era feliz. No le sorprendía que el nacimiento de un poema le trajera esta clase de felicidad. Sabía mentalmente que un poema nace de la tristeza, la maldición o la desesperanza del seno de la soledad. Pero para que este fuera su caso, necesitaba un interés más profundo en sí mismo, algún problema que lo abrumara. Aunque estaba convencido de su genio, tenía curiosamente muy poco interés en sí mismo. El mundo exterior le parecía más fascinante. Sería más preciso decir que en los momentos en que, sin motivo aparente era feliz, el mundo asumía dócilmente las formas que él deseaba.
Venía la poesía para resguardar sus momentos de felicidad, ¿o era el nacimiento de sus poemas lo que la hacía posible? No estaba seguro. Sólo sabía que era una felicidad diferente de la que sentía cuando sus padres le traían algo que había deseado por mucho tiempo o cuando lo llevaban de viaje, y que era una felicidad únicamente suya.
Al muchacho no le gustaba escrutar constante y atentamente el mundo exterior o su ser interior. Si el objeto que le llamaba la atención no se convertía de pronto en una imagen ‑si en un mediodía de mayo el brillo blancuzco de las hojas recién nacidas no se convertía en el oscuro fulgor de los capullos nocturnos del cerezo‑ se aburría al instante y dejaba de mirarlo. Rechazaba fríamente los objetos reales pero extraños que no podía transformar: "No hay poesía en eso".
Una mañana en que había previsto las preguntas de un examen, respondió rápidamente, puso las respuestas sobre el escritorio del profesor sin mirarlas siquiera, y salió antes que todos sus compañeros. Cuando cruzaba los patios desiertos hacia la puerta, cayó en sus ojos el brillo de la esfera dorada del asta de la bandera. Una inefable sensación de felicidad se apoderó de él. La bandera no estaba alzada. No era día de fiesta. Pero sintió que era un día de fiesta para su espíritu, y que la esfera del asta lo celebraba. Su cerebro dio un rápido giro y se encaminó hacia la poesía. Hacia el éxtasis del momento. La plenitud de esa soledad. Su extraordinaria ligereza. Cada recodo de su cuerpo intoxicado de lucidez. La armonía entre el mundo exterior y su ser interior...
Cuando no caía naturalmente en ese estado, trataba de usar cualquier cosa a mano para inducir la misma intoxicación. Escudriñaba su cuarto a través de una caja de cigarrillos hecha con una veteada caparazón de tortuga. Agitaba el frasco de cosméticos de su madre y observaba la tumultuosa danza del polvo al abandonar la clara superficie del líquido y asentarse suavemente en el fondo.
Sin la menor emoción usaba palabras como "súplica", "maldición" y "desdén". El muchacho estaba en el Club Literario. Uno de los miembros del comité le había prestado una llave que le permitía entrar a la sede solo y a cualquier hora para sumergirse en sus diccionarios favoritos. Le gustaban las páginas sobre los poetas románticos en el "Diccionario de la literatura mundial": En sus retratos no tenían enmarañadas barbas de viejo, todos eran jóvenes y bellos.
Le interesaba la brevedad de las vidas de los poetas. Los poetas deben morir jóvenes. Pero incluso una muerte prematura era algo lejano para un quinceañero. Desde esta seguridad aritmética el muchacho podía contemplar la muerte prematura sin preocuparse.
Le gustaba el soneto de Wilde, "La tumba de Keats": "Despojado de la vida cuando eran nuevos el amor y la vida / aquí yace el más joven de los mártires". Había algo sorprendente en esos desastres reales que caían, benéficos, sobre los poetas. Creía en una armonía predeterminada. La armonía predeterminada en la biografía de un poeta. Creer en esto era como creer en su propio genio.
Le causaba placer imaginar largas elegías en su honor, la fama póstuma. Pero imaginar su propio cadáver lo hacía sentirse torpe. Pensaba febrilmente, que viva como un cohete. Que con todo mi ser pinte el cielo nocturno un momento y me apague al instante. Consideraba todas las clases de vida y ninguna otra le parecía tolerable. El suicidio le repugnaba. La armonía predeterminada encontraría una manera más satisfactoria de matarlo.
La poesía empezaba a emperezar su espíritu. Si hubiera sido más diligente, habría pensado con más pasión en el suicidio.
En la reunión de la mañana el monitor de los estudiantes pronunció su nombre. Eso implicaba una pena más severa que ser llamado a la oficina del maestro. "Ya sabes de qué se trata", le dijeron sus amigos para intimidarlo. Se puso pálido y le temblaban las manos.
El monitor, a la espera del muchacho, escribía algo con una punta de acero en las cenizas muertas del "hibachi". Cuando el muchacho entró, el monitor le dijo "siéntese", cortésmente. No hubo reprimenda. Le contó que había leído sus poemas en la revista de los egresados. Después le hizo muchas preguntas sobre la poesía y sobre su vida en el hogar. Al final le dijo: "Hay dos tipos: Schilla y Goethe. Sabe quién es Schilla, ¿no es cierto?"
""Schiller quiere decir?"
"Sí. No trate nunca de convertirse en un Schiller. Sea un Goethe".
El muchacho salió del cuarto del monitor y se arrastró hasta el salón de clase, insatisfecho y frunciendo el ceño. No había leído ni a Goethe ni a Schiller. Pero conocía sus retratos. "No me gusta Goethe. Es un viejo. Schiller es joven. Me gusta más".
El presidente del Club Literario, un joven llamado R que le llevaba cinco años, empezó a protegerlo. También a él le gustaba R, porque era indudable que se consideraba un genio anónimo, y porque reconocía el genio del muchacho sin tener para nada en cuenta su diferencia de edades. Los genios tenían que ser amigos.
R era hijo de un Par. Se daba los aires de un Villiers de l'Isle Adam, se sentía orgulloso del noble linaje de su familia y empapaba su obra con una nostalgia decadente de la tradición aristocrática de las letras. R, además, había publicado una edición privada de sus poemas y ensayos. El muchacho sintió la envidia.
Intercambiaban largas cartas todos los días. Les gustaba esta rutina. Casi las mañanas llegaba a casa del muchacho una carta de R en un sobre al estilo occidental, del color del melocotón. Por largas que fueran las cartas no pasaban de un cierto peso; lo que le encantaba al muchacho era esa voluminosa ligereza, esa sensación de que estaban llenas pero de que flotaban. Al final de la carta copiaba un poema reciente, escrito ese mismo día, o si no había tenido tiempo, un poema anterior.
El contenido de las cartas era trivial. Empezaban con una crítica del poema que el otro había enviado en la última carta, a la que seguía una palabrería inacabable en la que cada cual hablaba de la música que había escuchado, los episodios diarios de su familia, las impresiones de las muchachas que le habían parecido bellas, los libros que había leído, las experiencias poéticas en las que una palabra revelaba mundos, y así sucesivamente. Ni el joven de veinte años ni el muchacho de quince se cansaban de este hábito.
Pero el muchacho reconocía en las cartas de R una pálida melancolía, la sombra de un ligero malestar que sabía no estaba nunca presente en las suyas. Un recelo ante la realidad, una ansiedad de algo a lo que pronto tendría que enfrentarse le daban a las cartas de R un cierto espíritu de soledad y de dolor. El tranquilo muchacho percibía este espíritu como una sombra sin importancia que nunca caería sobre él.
¿Veré alguna vez la fealdad? El muchacho se planteaba problemas de esta clase; no los esperaba. La vejez, por ejemplo, que rindió a Goethe después de soportarla muchos años. No se le había ocurrido nunca pensar en algo como la vejez. Hasta la flor de la juventud, bella para unos fea para otros, estaba todavía muy lejos. Olvidaba la fealdad que descubría en sí mismo.
El muchacho estaba cautivado por la ilusión que confunde al arte con el artista, la ilusión que proyectan en el artista las muchachas ingenuas y consentidas. No le interesaba el análisis y el estudio de ese ser que era él mismo, en quien siempre soñaba. Pertenecía al mundo de la metáfora, al interminable calidoscopio en el que la desnudez de una muchacha se convertía en una flor artificial. Quien hace cosas bellas no puede ser feo. Era un pensamiento tercamente enraizado en su cerebro, pero inexplicablemente no se hacía nunca la pregunta más importante: ¿Era necesario que alguien bello hiciera cosas bellas?
¿Necesario? El muchacho se hubiera reído de la palabra. Sus poemas no nacían de la necesidad. Le venían naturalmente; aunque tratara de negarlos, los poemas mismos movían su mano y lo obligaban a escribir. La necesidad implicaba una carencia, algo que no podía concebir en sí mismo. Reducía, en primer lugar, las fuentes de su poesía a la palabra "genio", y no podía creer que hubiera en él una carencia de la que no fuera consciente. Y aunque lo fuera, prefería llamarlo "genio" y no carencia.
No que fuera incapaz de criticar sus propios poemas. Había, por ejemplo, un poema de cuatro versos que los mayores alababan con extravagancia; le parecía frívolo y le daba pena. Era un poema que decía: así como el borde transparente de este vidrio tiene un fulgor azul, así tus límpidos ojos pueden esconder un destello de amor.
Los elogios de los demás le encantaban al muchacho, pero su arrogancia no le permitía ahogarse en ellos. La verdad era que ni siquiera el talento de R le impresionaba mucho. Claro que R tenía suficiente talento como para distinguirse entre los estudiantes avanzados del Club Literario, pero eso no quería decir nada. Había un rincón frígido en el corazón del muchacho. Si R no hubiera agotado su tesoro verbal para alabar el talento del muchacho, quizás el muchacho no hubiera hecho ningún esfuerzo para reconocer el de R.
Se daba perfecta cuenta de que el premio a su gusto ocasional por ese tranquilo placer era la ausencia de cualquier brusca excitación adolescente. Dos veces al año, las escuelas tenían series de béisbol que llamaban los "Juegos de la Liga". Cuando la Escuela de los Pares perdía, los estudiantes de penúltimo año que habían vitoreado a los jugadores durante el partido los rodeaban y compartían sus sollozos. El nunca lloraba. Ni se sentía triste. "¿Para qué sentirse triste? ¿Porque perdimos un partido de béisbol?" Le sorprendían esas caras llorosas, tan extrañas. El muchacho sabía que sentía las cosas con facilidad, pero su sensibilidad se encaminaba en una dirección diferente a la de todos los demás. Las cosas que los hacían llorar no tenían eco en su corazón. El muchacho empezó a hacer cada vez más que el amor fuera el tema de su poesía. Nunca había amado. Pero le aburría basar su poesía solamente en las transformaciones de la naturaleza, y se puso a cantar las metamorfosis que de momento a momento ocurren en el alma.
No le remordía cantar lo que no había vivido. Algo en él siempre había creído que el arte era esto exactamente. No se lamentaba de su falta de experiencia. No había oposición ni tensión entre el mundo que le quedaba por vivir y el mundo que tenía dentro de sí. No tenía que ir muy lejos para creer en la superioridad de su mundo interior; una especie de confianza irracional le permitía creer que no había en el mundo emoción que le quedara por sentir. Porque el muchacho pensaba que un espíritu tan agudo y sensible como el suyo ya había aprehendido los arquetipos de todas las emociones, aunque fuera algunas veces como puras premoniciones, que toda la experiencia se podía reconstruir con las combinaciones apropiadas de estos elementos de la emoción. Pero, ¿cuáles eran estos elementos? El tenía su propia y arbitraria definición: "Las palabras".
No que el muchacho hubiera llegado a una maestría de las palabras que fuera genuinamente suya. Pero pensaba que la universalidad de muchas de las palabras que encontraba en el diccionario las hacía variadas en su significado y con distinto contenido y, por lo tanto, disponibles para su uso personal, para un empleo individual y único. No se le ocurría que solo la experiencia podía darle a las palabras color y plenitud creativa.
El primer encuentro entre nuestro mundo interior y el lenguaje enfrenta algo totalmente individual con algo universal. Es también la ocasión para que un individuo, refinado por lo universal, por fin se reconozca. El quinceañero estaba más que familiarizado con esta indescriptible experiencia interior. Porque la des armonía que sentía al encontrar una nueva palabra también le hacía sentir una emoción desconocida. Lo ayudaba a mantener una calma exterior incompatible con su juventud. Cuando una cierta emoción se apoderaba de él, la des armonía que despertaba lo llevaba a recordar los elementos de la des armonía que había sentido antes de la palabra. Recordaba entonces la palabra y la usaba para nombrar la emoción que tenía ante sí. El muchacho se hizo práctico en disponer así de las emociones. Fue así como conoció todas las cosas: la "humillación", la "agonía", la "desesperanza", la execración", la "alegría del amor", la "pena del desamor".
Le hubiera sido fácil recurrir a la imaginación. Pero el muchacho dudaba en hacerlo. La imaginación necesita una clase de identificación en la que el ser se duele con el dolor de los demás. El muchacho, en su frialdad, no sentía nunca el dolor de los demás. Sin sentir el menor dolor se susurraba: "Eso es dolor, es algo que conozco".
Era una soleada tarde de mayo. Las clases se habían acabado. El muchacho caminaba hacia la sede del Club Literario para ver si había alguien allí con quien pudiera hablar camino a casa. Se encontró con R, quien le dijo: "Estaba esperando que nos encontráramos. Charlemos".
Entraron al edificio estilo cuartel en el que los salones de clase habían sido divididos con tabiques para alojar los diferentes clubes. El Club Literario estaba en una esquina del oscuro primer piso. Alcanzaban a oir ruidos, risas y el himno del colegio en el Club Deportivo, y el eco de un piano en el Club Musical. R. metió la llave en la cerradura de la sucia puerta de madera. Era una puerta que aún sin llave había que abrir a empujones.
El cuarto estaba vacío. Con el habitual olor a polvo. R entró y abrió la ventana, palmoteó para quitarse el polvo de las manos y se sentó en un asiento desvencijado.
Cuando ya estaban instalados el muchacho empezó a hablar. "Anoche vi un sueño en colores". (El muchacho se imaginaba que los sueños en colores era prerrogativa de les poetas). "Había una colina de tierra roja. La tierra era de un rojo encendido, y el atardecer, rojo y brillante, hacía su color más resplandeciente. De la derecha vino entonces un hombre arrastrando una larga cadena. Un pavo real cuatro o cinco veces más grande que el hombre iba atado a su extremo y recogía sus plumas arrastrándose lentamente frente a mí. El pavo real era de un verde vivo. Todo su cuerpo era verde y brillaba hermosamente. Seguí mirando el pavo real a medida que era arrastrado hacia lo lejos, hasta que no pude verlo más... Fue un sueño fantástico. Mis sueños son muy vívidos cuando son en colores, casi demasiado vívidos. ¿Qué querría decir un pavo real verde para Freud?"
"Qué querría decir?"
R no parecía muy interesado. Estaba distinto que siempre. Estaba igual de pálido, pero su voz no tenía su usual tono tranquilo y afiebrado, ni respondía con pasión. Había aparentemente escuchado el monólogo del muchacho con indiferencia. No, no lo escuchaba.
El afectado y alto cuello del uniforme de R estaba espolvoreado de caspa. La luz turbia hacía que refulgiera el capullo de cerezo de su emblema de oro, y alargaba su nariz, de por sí bastante grande. Era de forma elegante pero un tris más grande de lo debido, y mostraba una inconfundible expresión de ansiedad. La angustia de R parecía manifestarse en su nariz.
Sobre el escritorio había unas viejas galeras cubiertas de polvo y reglas, lápices rojos, laca, volúmenes empastados de la revista de los egresados y manuscritos que alguien había empezado. El muchacho amaba esta confusión literaria. R revolvió las galeras como si estuviera ordenando las cosas a regañadientes, y sus dedos blancos y delgados se ensuciaron con el polvo. El muchacho hizo un gesto de burla. Pero R chasqueó la lengua en señal de molestia, se sacudió el polvo de las manos y dijo:
"La verdad es que hoy quería hablar contigo de algo".
"De qué?"
"La verdad es...". R vaciló primero pero luego escupió las palabras. "Sufro. Me ha pasado algo terrible".
"¿Estás enamorado?" preguntó fríamente el muchacho.
"Sí".
R explicó las circunstancias. Se había enamorado de la joven esposa de otro, había sido descubierto por su padre, y le habían prohibido volver a verla. El muchacho se quedó mirando a R con los ojos desorbitados. "He aquí a alguien enamorado. Por primera vez puedo ver el amor con mis ojos". No era un bello espectáculo. Era más bien desagradable.
La habitual vitalidad de R había desaparecido; estaba cabizbajo. Parecía malhumorado. El muchacho había observado a menudo esta expresión en las caras de personas que habían perdido algo o a quienes había dejado el tren.
Pero que un mayor tuviera confianza en él era un halago a su vanidad. No se sentía triste. Hizo un valeroso esfuerzo por asumir un aspeeto melancólico. Pero el aire banal de una persona enamorada era difícil de soportar.
Por fin halló unas palabras de consuelo.
"Es terrible. Pero estoy seguro que de ello saldrá un buen poema".
R respondió débilmente: "Este no es momento para la poesía".
"¿Pero no es la poesía una salvación en momentos como este?"
La felicidad que causa la creación de un poema pasó como un rayo por la mente del muchacho. Pensó que cualquier pena o agonía podía ser eliminada mediante el poder de esa felicidad.
"Las cosas no funcionan así. Tú no comprendes todavía".
Esta frase hirió el orgullo del muchacho. Su corazón se heló y planeó la venganza.
"Pero si fueras un verdadero poeta, un genio, ¿no te salvaría la poesía en un momento como este?"
"Goethe escribió el Werther", respondió R, "y se salvó del suicidio. Pero sólo pudo escribirlo porque, en el fondo de su alma, sabía que nada, ni la poesía, lo podría salvar, y que lo único que quedaba era el suicidio".
"Entonces, ¿por qué no se suicidó Goethe? Si escribir y el suicidio son la misma cosa, ¿por qué no se suicidó? ¿Porque era un cobarde? ¿O porque era un genio?"
"Porque era un genio".
"Entonces..."
El muchacho iba a insistir en una pregunta más, pera ni él mismo la comprendía. Se hizo vagamente a la idea de que lo que había salvado a Goethe era el egoísmo. La idea de usar esta noción para defenderse se apoderó de él.
La frase de R, "Tú no comprendes todavía", lo había herido profundamente. A sus años no había nada más fuerte que la sensación de inferioridad por la edad. Aunque no se atrevió a pronunciarla, una proposición que se burlaba de R había surgido en su mente: "No es un genio. Se enamora".
El amor de R era sin duda verdadero. Era la clase de amor que un genio nunca debe tener. R, para adornar su miseria, recurría al amor de Fujitsubo y Gengi, de Peleas y Melisande, de Tristán e Isolda, de la Princesa de Cleves y el duque de Némours como ejemplos del amor ilícito.
A medida que escuchaba, el muchacho se escandalizaba de que no había en la confesión de R ni un solo elemento que no conociera. Todo había sido escrito, todo había sido previsto, todo había sido ensayado. El amor escrito en los libros era más vital que éste. El amor cantado en los poemas era más bello. No podía comprender por qué R recurría a la realidad para tener sueños sublimes. No podía comprender este deseo de lo mediocre.
R parecía haberse calmado con sus palabras, y ahora empezó a hacer un largo recuento de los atributos de la muchacha. Debía de ser una belleza extraordinaria, pero el muchacho no se la podía imaginar. "La próxima vez te muestro su retrato", dijo R. Luego, no sin vergüenza, terminó dramáticamente:
"Me dijo que mi frente era realmente muy hermosa".
El muchacho se fijó en la frente de R, bajo el pelo peinado hacia atrás. Era abultada y la piel relucía débilmente bajo la luz opaca que entraba por la puerta; daba la impresión de que tenía dos protuberancias, cada una tan grande como un puño.
"Es un cejudo" , pensó el muchacho. No le parecía nada hermoso. Mi frente también es abultada, se dijo. Ser cejudo y ser bien parecido no son la misma cosa.
En ese momento el muchacho tuvo la revelación de algo. Había visto la ridícula impureza que siempre se entremete en nuestra conciencia del amor o de la vida, esa ridícula impureza sin la cual no podemos sobrevivir ni en ésta ni en aquel: es decir, la convicción de que el ser cejijuntos nos hace bellos.
El muchacho pensó que también él, quizás, de un modo más intelectual, estaba abriéndose camino en la vida gracias a una convicción parecida. Algo en ese pensamiento lo hizo estremecerse. "¿En qué piensas?" preguntó R, suavemente, como de costumbre.
El muchacho se mordió los labios y sonrió. El día se estaba oscureciendo. Oyó los gritos que llegaban desde donde practicaba el Club de Béisbol. Percibió un eco lúcido cuando una pelota golpeada por bate fue lanzada hacia el cielo. Algún día, tal vez, yo también deje de escribir poesía, pensó el muchacho por primera vez en su vida. Pero todavía le quedaba por descubrir que nunca había sido poeta.

24 jun 2010

Verdad y mentira en la creación literaria

Todo escritor que crea, es un mentiroso; la literatura es mentira, pero de esa mentira sale una recreación de la realidad. Recrear la realidad es uno de los principios fundamentales de la creación.
Considero que hay tres pasos; así como en la sintaxis hay tres puntos de apoyo: sujeto, verbo y complemento, así también, en la imaginación, hay tres pasos: el primero de ellos, es crear el personaje; el segundo, crear el ambiente en donde ese personaje se va a mover; y el tercero, es cómo va a hablar ese personaje, cómo se va a expresar, es decir, darle forma. Estos tres puntos de apoyo son todo lo que se requiere para contar una historia. Ahora, yo sí le tengo temor a la hoja en blanco, y sobre todo a lápiz, porque yo escribo a mano.

Cuando empiezo a escribir no creo en la inspiración, el asunto de escribir es un asunto de trabajo: ponerse a escribir a ver qué sale y llenar páginas y páginas, para que de pronto aparezca una palabra que nos dé la clave de lo que hay que hacer, de lo que va a ser aquello. A veces resulta que escribo cinco, seis o diez páginas y no aparece aquel personaje que yo quería que apareciera, aquel personaje vivo que tiene que moverse por sí mismo; cuando de pronto aparece y surge, uno lo va siguiendo, uno va tras él. En la medida en que el personaje adquiera vida se puede entonces ver hacia dónde va; seguirlo, lo lleva a uno por caminos desconocidos, pero que estando vivo conducen a una realidad o a una irrealidad, si se quiere. Al mismo tiempo, se logra crear lo que, al final, parece que sucedió o pudo haber sucedido o pudo suceder, pero nunca ha sucedido. Entonces creo yo que en esta cuestión de la creación es fundamental saber perfectamente que uno va a decir mentiras, que si se entra en la verdad, en la realidad de las cosas conocidas, en lo que uno ha visto o ha oído, está haciendo historia, reportaje.

A mí me han criticado mucho mis paisanos porque cuento mentiras, porque no hago historia o porque todo lo que platico o escribo -dicen- nunca ha sucedido; y así es. Para mi lo primordial es la imaginación. Dentro de estos tres puntos de apoyo de que hablábamos antes está la imaginación circulando; la imaginación es infinita, no tiene límites, y hay que romper donde se cierra el círculo; hay una puerta, puede haber una puerta de escape, y por esa puerta hay que desembocar, hay que irse. Así aparece otra cosa que se llama intuición; la intuición lo lleva a uno a adivinar algo que no ha sucedido, pero que está sucediendo en la escritura.

Concretando: se trabaja con imaginación, intuición y una verdad aparente; cuando esto se consigue, entonces se logra la historia que uno quiere dar a conocer. Creo que eso es, en principio, la base de todo cuento, de toda historia que se quiere contar.

23 jun 2010

Diario

1 ENERO, 1948. Queens, New York. Hoy leí entera mi novela (“The Town and The City”) Veo que ya casi está terminada. ¿Cuál es mi opinión? Es la suma de mí mismo, fui tan lejos como puede llegar la palabra escrita, ¡y mi opinión es la misma que tengo sobre mí mismo! — alegre y afectuoso un día, oscuro y disgustado al otro. Escribí 2500 palabras hasta que Allen Ginsberg me interrumpió; llegó a las cuatro de la mañana para decirme que está volviéndose loco, pero que una vez que esté curado, podrá comunicarse como ningún otro ser humano pudo hacerlo alguna vez –completa, dulce, naturalmente. Me describió su terror y parecía estar a punto de tener un ataque en mi casa. Cuando se calmó, le leí partes de mi novela y anunció osadamente que era “más grande que Melville, en el sentido de una Gran Novela Americana.” No creí una sola palabra de lo que dijo.
Algún día me quitaré la máscara y diré todo sobre Allen Ginsberg, todo lo que es en carne “viva.” Me parece que es solamente otro ser humano y que eso lo lleva al límite de su desesperación. ¿Cómo ayudar a un hombre que quiere ser un monstruo en un momento y en el siguiente un dios?
 
 
17 ABRIL, 1948. Fui a N.Y, discutí con una chica toda la noche. Incluso Ginsberg se puso demente y me rogó que lo golpeara – lo cual ya roza un límite, ya que le es bastante difícil mantenerse sano sin visitar el asilo cada semana. Quería saber “qué cosa” tenía yo que hacer en el mundo que no lo incluyese. Le dije que tenía un inconsciente deseo de golpearlo pero que más tarde se alegraría de que no lo hubiera hecho.
Ya he pasado por todas estas insensateces cuando peleaba con Edie [Edith Parker, primera esposa de Kerouac] y trepaba a los árboles con Lucien [Carr], pero estos ginsbergs se creen que nadie más ha tenido visiones de cataclismo emocional y tratan de endilgárselas a los demás. Fui un mentiroso y un furtivo enclenque al fingir que era amigo de toda esta gente— Ginsberg, Joan, Carr, Burroughs, incluso Kammerer— cuando debí haber sabido que ninguno le cae bien al otro y estamos gesticulando incesantemente en una comedia maliciosa. Un hombre debe darse cuenta de sus límites o nunca será nada.
 
 
2  JUNIO, 1948. Luego de almorzar cayó Ginsberg, traía el resto del manuscrito que, según dijo, terminaba de forma “grandiosa, profunda.” Cree que voy a volverme rico ahora, pero lo que le preocupa es saber cómo seré con dinero; o sea, no puede imaginarme con dinero (ni yo puedo). Cree que soy un auténtico Myshkin, Dios lo bendiga… La locura ya ha abandonado a Allen y me gusta más que nunca.
 
 
3 JUNIO, 1948. Trabajé en un matematical e intricado asunto que determina a qué ritmo voy pasando en limpio y corrigiendo mi novela. Es demasiado complicado para explicarlo, pero alcanza con decir que ayer batí el .246 y que después del trabajo de hoy mi “promedio” roza el .306. El asunto es que tengo que batear como un campeón, tengo que estar a la altura de Ted Williams (que generalmente tenía una media de .392 en baseball). Si puedo alcanzarlo, Junio será el último mes de trabajo con “The Town and The City.”
 
 
17 JUNIO, 1948. Loca y dolorosamente solo a causa de una mujer en estas noches, y en ellas trabajo. Veo que pasan afuera y me vuelvo loco.  ¿Cómo es que un hombre que intenta acometer un gran trabajo, solo y pobre, no puede hallar una mujer que le dé su tiempo y su amor? Alguien como yo, saludable, sexual, muerto de deseo por cualquier chica que veo, aunque incapaz de hacer el amor ahora, en la juventud, mientras desfilan indistintamente en mi ventana — ¡maldita sea, no está bien! Por Dios, Esta experiencia acabará amargándome.
Me fui a la cama con un promedio de .350.
 
 
3 JULIO, 1948. Gran fiesta en Harlem, en casa de Allen y Russell Durgin. Pasé nuevamente tres días sin comer o dormir, sólo bebí, bizqué y sudé. Había una chica muy viva, como salida de los años veinte, pelo rojo, consternada, frígida sexualmente (eso aprendí). Caminé 3 millas y media bajo el calor de la Segunda Avenida hasta su apartamento italiano “aerodinámico,” donde me acosté sobre el suelo, somnoliento, mirando el cielorraso. Pareciera que ya he sentido todo esto antes. Era la angustia y la hermosa fealdad de la gente y Huncke diciéndome que había visto a Edie en Detroit y que le había contado que yo aún la amaba. ¿Aún la amo? ¿La esposa de mi juventud? Esta noche, creo que sí. En el regocijo de mis fantasías no hay luces marinas ni confusión, tan solo el viento de una mañana de octubre, soplando por la ventana de la cocina.
 
 
17 AGOSTO, 1948. Ayer murió Babe Ruth y me pregunté “¿Dónde estará su padre?” ¿Quién pudo engendrar a alguien así? ¿Qué hombre, dónde, qué pensaría cuando sucedió? Nadie lo sabe. Es un misterio Americano.
Le dije a mi madre que tendría que irse a vivir al Sur con la familia, en vez de perder el tiempo como una esclava, trabajando en fábricas de zapatos. En Rusia son esclavos del Estado, aquí esclavos de los Gastos. La gente se apresura para llegar día a día a empleos insignificantes, los ves tosiendo en el subterráneo al amanecer. Dilapidan sus almas en cosas como “renta,” “ropa decente,” “gas y electricidad,” “seguro,”actuando como provincianos recién llegados del campo,abrumadoramente felices porque pueden comprar chucherías en las tiendas.
Mi vida será la de una granja que pueda alimentarme. No haré nada más que sentarme bajo un árbol mientras crecen los cultivos, tomo vino casero, escribo novelas que formen mi alma, juego con los niños y apunto con mi nariz hacia la desdicha. Lo próximo que sabremos será que todos marcharán a otra guerra aniquiladora, llevada adelante por sus líderes para mantener las apariencias. Me cago en los Rusos, me cago en los Americanos, me cago en todos ellos.
Tengo en mente otra novela –“On The Road”-, continúo pensando en ella: dos tipos haciendo dedo hasta California, buscando algo que no van a encontrar, perdiéndose en el camino y haciendo el camino de regreso deseosos de algo más.
 
 
9 SEPTIEMBRE, 1948. Recibí una carta de rechazo de Macmillan’s. Me enojo y me vuelvo más confiado cada vez que esto sucede, ya que sé que “The Town and The City” es un gran libro en su peculiaridad. Y voy a venderlo. Estoy listo para la batalla que sea. Incluso si tengo que salir y morir de hambre en el camino, no voy a dar por vencida la idea de que debo de hacerme una vida con este libro: estoy convencido de que le gustará a la gente, más allá de que todo un edificio de editores, críticos y publicistas lo tiren abajo. Son ellos mis enemigos, no la “oscuridad” o la “pobreza.”
 
 
3 ENERO, 1949. San Francisco. La Saga de la Bruma (New York hasta New Orleans). N.Y a través del túnel hasta New Jersey — la “noche de Jersey” de Allen Ginsberg. Nosotros, jubilosos, en el auto, frente al tablero de una cupé Hudson del 49’… hacia el Oeste. Embelesado por algo que tengo que recordar. Neal [Cassady] y yo y Louanne [Henderson] hablando del costo de la vida mientras aceleramos: “¿Adónde vas, tú, América, por la noche, en tu auto reluciente?” Rara vez estuve tan contento. Era agradable sentarse junto a Louanne. En el asiento de atrás, Al y Rhoda hacían el amor. Y Neal conducía con el bebop que sonaba en la radio, chillando.
Neal se perdió al salir de Baltimore y se hundió ridículamente en un angosto camino en el bosque (estaba intentado encontrar un atajo). “Esta no se parece mucho a la Ruta Uno,” dijo afligido. Fue un comentario gracioso. Cerca de Emporia, Va,, levantamos a un loco que hacía dedo; nos dijo que era Judío (Herbet Diamond) y que iba haciéndose la vida golpeando en las puertas de las casa judías de todo el país, pidiendo dinero. “¡Soy Judío!— Denme dinero” “¡Qué huevos!” gritó Neal.
Conduje por South Carolina, que es llana y oscura en la noche (con caminos estrellados y cierta opacidad sureña dando vueltas en algún lado). Al salir de Mobile, Ala., empezamos a escuchar los rumores de New Orleans y “Chicken, jazz ‘n’ gumbo”, el programa de radio, y el jazz de los salvajes callejones; gritamos de alegría en el auto.
“¡Huelan la gente!” dijo Neal en una estación de servicio de Algiers, antes de llegar hasta la casa de Bill Burroughs. Nunca olvidaré la salvaje expectativa del momento — las calles desvencijadas, las palmeras, las grandes nubes del ocaso sobre el Mississippi, las chicas que pasaban, los niños, los lívidos pañuelos agitándose en el aire con el aroma, el aroma de la gente y de los ríos.
Dios es aquello que yo amo.
 
 
1 FEBRERO, 1949. California, de Richmond a Frisco. (Yendo a Frisco pasando por Richmond en una noche lluviosa, en el Hudson, rebotando en el asiento de atrás.)
 
¡Oh, los retorcijones de estar viajando! ¡La espiritualidad del hashish!
 
Vi a Neal – bueno, vi a Neal al volante, una salvaje maquinaria de emociones, inhalaciones y risas maníacas, una suerte de perro humano; y luego lo vi a Allen Ginsberg como un poeta del siglo diecisiete de vestimenta oscura, de pie en un cielo de oscuridad rembrandtsiana; y luego a mí mismo, como Slim Gaillard, sacando la cabeza por la ventana con los ojos de Billie Holiday, ofreciendo mi alma a todo el mundo – grandes ojos tristes, como esas putas en una choza de barro de Richmond. Vi cuánto tengo de genio también. Cuán hosca y rotundamente me odia Louanne. Lo poco importante que soy para ellos; y la estupidez de mis propósitos para con ella; y mi traición a todos mis amigos hombres.
 
 
6 FEBRERO, 1949. Spokane. De Porland a Butte. Dos vagabundos mendigos en la parte de atrás de un autobús, al salir a medianoche, me contaron que iban hacia The Dalles –una pequeña ciudad granjera y maderera- a ganarse uno o dos dólares. Borracho – “¡Me cago en Dios, no dejes que nos tiren en el Río Hood!”
“¡Gánense el dinero con el chofer!”
 
Rodamos a través de la gran oscuridad del Valle del Río de Columbia, en la ventisca. Me desperté luego de una siesta y tuve una charla con uno de los vagabundos. (Dijo que podría haber sido un marginal de los viejos tiempos si J. Edgar Hoover no se hubiera declarado en contra de la ley de robos. Mentí y dije que conducía un auto robado, desde N.Y hasta Frisco.)
Desperté en Tonompah Falls: a cientos de pies de altura, un fantasma encapuchado me lanzó agua desde su enorme y helada frente. Estaba asustado ya que no podía ver qué sucedía en la oscuridad, más allá de la cortina de agua – ¿qué horrores espeluznantes, qué noche?
El conductor se sumió largamente en locas crestas. Luego hacia el noroeste, a través de Connell, Sprangue, Cheney (tierras de ganado y trigo como en el este de Wyoming) en un vendaval de ventiscas, hacia Spokane.
 
 
 
7 FEBRERO, 1949. Miles City. Visiones de Montana. De Coeur d’Alene a Miles City. Pasamos por la cama de agua que forma el río de Coeur d’Alene hasta llegar Cataldo. Vi puñados de casas sobre las salvajes montañas. Alcanzamos la cima, nevada y gris; debajo de un barranco estalló una pálida luz. Dos muchachos casi se caen de la cresta al intentar apartarse, cuando pasaba nuestro autobús.
En Butte dejé mi bolsa en una casilla. Un indio borracho quería que fuera a beber con él, pero decliné cautamente la invitación. Una corta caminata por las calles en pendiente (clima de bajo cero en la noche) me demostró que en Butte todo el mundo está borracho. Era domingo por la noche – añoré que los saloonsestuvieran abiertos hasta que me hartara de ellos. Cerraban al amanecer, después de todo. Encontré unsaloon de juego indescriptible: grupos de indios huraños (Pies negros) bebiendo whiskey rojo en el baño, todo tipo de hombres jugando a las cartas y un viejo apostador profesional que me partió el corazón ya que se parecía mucho a mi padre –grande, lentes verdes, el pañuelo saliéndosele del bolsillo trasero del pantalón, un gran rostro angélico, marcado y áspero – y la tristeza asmática y laboriosa de tipos así. No podía dejar de mirarlo. Mi concepto de “On The Road” cambiaba mientras lo miraba.
Un viejo de ojos entornados, al que los demás llamaban “John,” jugó serenamente a las cartas hasta el amanecer; había estado jugando cartas en lossaloons de Montana (aquellos en los que había salivaderas), fumando y bebiendo whiskey desde 1880 (días de invierno en los que el ganado es arrastrado a Texas). Ah, mi amado Padre.
BIGTIMBER (Montana) Una destartalada posada de veteranos (en medio de la nevada pradera) – jugando a las cartas junto a viejas estufas, por la tarde. Un muchacho de unos 20 años al que le faltaba un brazo se sentó entre ellos. ¡Qué triste! – y qué hermoso era ya que no podía trabajar y debía sentarse entre veteranos y lamentarse porque sus amigos empuajaban vacas afuera. Pero qué protegido se siente por Montana. En ningún otro lugar del mundo diría que habría sitio para un joven así, con un solo brazo. Nunca olvidaré a ese muchacho que parecía sentirse en casa.
En Billings vi a las tres chicas más hermosas que he visto en toda mi vida, comiendo en una suerte de comedor escolar con sus enormes novios. Si pueden tenerse orgías utópicas, yo escogería tener una en Montana.
 
 
 
9 FEBRERO, 1949. North Dakota. De Montana a Minnesota. El loco chofer del autobús casi se sale de la carretera de golpe en un ventisquero. Esto no lo desconcertó hasta que pasamos por otros ventisqueros infranqueables, a una milla de la salida de Dickinson: luego, un embotellamiento en la negra Dakota, a medianoche, maldita por los vientos que llegan de los montes, desde Saskatchewan Plain. Había luces y muchos pastores trabajando duramente con palos, y confusión – y el frío más amargo que pueda haber, unos 25ª bajo cero, juzgué conservadoramente. Otro autobús se embotelló también entre muchísimos autos. La causa de la congestión fue el contenedor de un pequeño camión que llevaba máquinas tragamonedas a Montana. Algunos muchachos entusiastas se acercaron con palos desde la pequeña ciudad de Dickinson, la mayoría de ellos vestían gorras rojas de baseball, liderados por el Sheriff,, un alegre muchacho de unos veinticinco años. Algunos de los muchachos tendrían catorce años, doce inclusive. Pensé en sus madres y esposas, esperándolos en casa con café caliente, como si el embotellamiento por la nieve fuese una emergencia que afectara a todo Dickinson. ¿Es éste el “aislamiento” del Medio Oeste? ¿En qué lugar del decadente Este los hombres ayudaban a los demás por nada, en la medianoche, con un temporal helado y aullante?
Nosotros, en el autobús, observándolo todo. De vez en cuando un muchacho subía a calentarse un poco. Al final, chofer, un buen hombre, algo maniático, decidió arremeter contra el duro ventisquero, poniéndose el Diesel al hombro. Viramos bruscamente y eludimos el contenedor: creí que casi nos sacábamos el primer premio. Luego eludimos un Ford nuevo del 49’. ¡Wham! ¡Wham! Finalmente, luego de una hora de esfuerzo, llegamos a tierra firme. El café estaba atestado en Dickinson, lleno de excitación de viernes por la noche a causa del embotellamiento. Ojalá hubiese nacido y me hubiese criado en Dickinson, North Dakota.
El viaje a través de la soleada y llana Minnesota no tuvo incidentes. Qué aburrido era estar en el Este otra vez: nada de tiernas esperanzas, todo el mundo está muy satisfecho aquí.
 
 
 
25 FEBRERO, 1949. New York. Lo triste de las pequeñas y modernas ciudades americanas como Poughkeepsie es que no tienen nada del vigor de la metrópolis y su fea mezquindad. Calles funestas, vidas funestas. Miles de borrachines en los bares. Pero más allá de las ruinas se yergue un auténticoCleophas – el Negro que conocí allí esta semana. El futuro de América se encuentra en negros como Cleo… Ahora lo sé. Es su simpleza y su vigor desnudo, levantándose sobre la tierra americana, lo que nos salvará.
 
 
17 ABRIL, 1949. Espero la palabra de Robert Giroux para empezar a revisar “The Town and The City.” Tengo ganas de trabajar. Incluso me gusta la idea de que vayamos a “trabajar en su oficina en las tardes” — con café y en magas de camisa (buenas camisas Arrows), quizás una pinta de whiskey, charlas, la gran ciudad en las noches de abril y mayo, las ventanas que dan a Harcourt Brace y al brillo del viejo Broadway.
Finalmente el libro va a imprimirse en un gran volumen negro, indicando la oscura y solitaria alegría que precisó su escritura.
Después de todo, estoy feliz con la idea de un éxito mundial.
Mientras tanto tengo grandes ideas para mi futura carrera en Hollywood. Imagino hacer “Look Homeward, Angel,” “Heart of Darkness” y “A passage to India.”
 
 
23 ABRIL, 1949. La semana pasada arrestaron a Bill, a Allen y a Huncke y los metieron en la cárcel. Bill por narcóticos, en New Orleans; los otros por robo y etc. en N.Y.
Es tiempo de empezar a trabajar en “On The Road.” Por primera vez en años, quiero empezar una nueva vida.
Dentro de un año vamos a mudarnos a Colorado– toda la familia [Kerouac, su madre, su hermana Nin y su cuñado Paul]. Y en dos años voy a casarme con una joven señorita. Mi propósito es escribir, hacer dinero y comprar una gran granja de trigo.
Este es el punto crucial, el fin de mi “juventud” y el principio de mi madurez. Qué triste.
4 JULIO, 1949. Denver. Hoy fue uno de los días más tristes que he vivido. Mis ojos están pálidos. En la mañana llevamos a mi mamá hasta el depósito, trayéndonos al bebé en pañales [sobrino de Kerouac] de regreso. Un día caluroso. Las tristes, vacías calles de fiesta del centro de Denver y ningún fuego artificial. El bebé jugó en los pisos de mármol del depósito. Sus chillidos se mezclaba con el “rugir del tiempo” en la bóveda. Revisé la maleta de mi madre para anticiparme al paseo de despedida hasta el bar, pero tan solo nos sentamos tristemente. El pobre Paul leía la revista Mechanix. Luego vino el tren.  Mientras escribo esto, a medianoche, ella está en algún lugar de Omaha.

22 jun 2010

¿Qué es el lenguaje?

Responder a esta pregunta nos lleva al meollo de la problemática que, desde siempre, ha sido la del estudio del lenguaje. Cada época o cada civilización, conforme al conjunto de sus conocimientos, de sus creencias y de su ideología, responde de diferente manera y considera el lenguaje en función de los moldes que la constituyen. Así, pues, la época cristiana, hasta el siglo xviii, tenía una visión teológica del lenguaje, preguntándose ante todo por el problema de su origen o, como mucho, por las reglas universales de su lógica; el siglo xix, dominado por el historicismo, consideraba el lenguaje en tanto que desarrollo, cambio, evolución a través del tiempo. Hoy en día, predominan las visiones de lenguaje en tanto que sistema y los problemas de funcionamiento de dicho sistema. De modo que, para aprender el lenguaje, tendríamos que seguir la huella del pensamiento que, en el transcurso del tiempo, e incluso antes de la constitución de la lingüística en cuanto que ciencia particular, ha ido esbozando las distintas visiones del lenguaje. La pregunta: «¿Qué es el lenguaje?» podría y debería ser sustituida por otra; «¿Cómo ha podido ser pensado el lenguaje?» Si planteamos así el problema, nos negaremos a buscar una supuesta «esencia» del lenguaje y presentaremos la praxis lingüística mediante el proceso que la acompañó: la reflexión que ha suscitado, la representación que se ha ido haciendo de aquélla.
Se imponen, sin embargo, algunas puntualizaciones previas para situar en su generalidad el problema del lenguaje y para facilitar la comprensión de las representaciones sucesivas que fue concibiendo la humanidad.

21 jun 2010

ENTREVISTA / SUSAN SONTAG ESCRITORA ESTADOUNIDENSE

Quiero ser más sabia, por eso me hago las cosas difíciles
COMODO LLEGAR HASTA CIERTO PUNTO Y QUEDARSE CON CIERTAS IDEAS
Hace 32 años la autora de Viaje a Hanoi visitó México para participar en un coloquio en la Facultad de las Ciencias Políticas de la UNAM. La entrevistadora recuerda su primer encuentro con "la mujer más inteligente de EU"
ELENA PONIATOWSKA/I
Hace dos meses en Nueva York, Susan Bergholz me dijo: "Susan Sontag está muy enferma con una leucemia muy avanzada, la tienen totalmente aislada, nadie, salvo su hijo, la puede ver. Hablo con frecuencia con David Reiff, su único hijo". Resulta que Susan había sido baby sitter de David cuando niño, se querían mucho y ambos estaban desolados.
Ahora los desolados somos nosotros porque con Susan Sontag desaparece la conciencia crítica de Estados Unidos, la combatiente del gobierno de Bush, la feminista y la preocupada por el dolor de los demás.
En 1972, Susan Sontag vino a México a dar una serie de conferencias. Primero la vi en la dirección de la facultad de Ciencias Políticas de la UNAM. Allí estaban Víctor Flores Olea y Meche, su mujer, Francisco López Cámara, Carlos Fuentes y Margarita García Flores. Cada vez entraba más gente al auditorio. Susan Sontag llegó a la UNAM con Raúl Ortiz, su traductor. También hizo irrupción el cineasta Louis Malle y los dos cayeron en brazos el uno del otro. Si Susan venía a México a dar conferencias Louis Malle quería hacer una película sobre los grupos paramilitares y fuimos a la Cuchilla del Tesoro, cercana a San Juan de Aragón, a buscar el campamento donde se entrenaban los halcones. Naturalmente la Secretaría de Gobernación se opuso al proyecto y Louis Malle filmó en Francia Lucien Lelong, sobre un mercenario.
En ésa época, Susan venía a México atraída por Ivan Illich, entonces en Cuernavaca. Se quedaba en el CIDOC de tres a cinco días. En Ivan Illich encontraba a un interlocutor verdadero. Allá estaban, además de Illich, Sergio Méndez Arceo y Lemmercier quien mandó sicoanalizar a todos sus monjes a la sombra del autor de El miedo de amar, Erich Fromm. Dos temas apasionaban a Susan: Illich (su idea de la "no escuela") y el cine. Por eso se fue a cenar esa misma noche con el director de Los amantes, El fuego fatuo, El soplo en el corazón, Ascensor para el cadalso y Viva María, filmada en México con Jeanne Moreau y Brigitte Bardot.
"Un momentito -decía Susan Sontag a los que querían retratarla o hablarle- tengo que dar una entrevistita de cinco minutos": yo era la de los cinco minutos. Nos sentamos en un sofá entre conversaciones y flashes. Luego entró el noticiero 24 Horas, con la parafernalia que arrastra tras de sí la televisión y un cuerito (una muchachita bonita) entrevistó a Susan sobre la liberación de la mujer. Carlos Fuentes, que durante todo ese tiempo había tratado de contener los ímpetus de mi hijo Felipe (entonces de 3 años y medio), lo soltó exhausto, y Felipe cruzó frente a las cámaras pegando gritos como de indio sioux en batalla, y aullando al final: "šMamá!". El camarógrafo me echó una mirada asesina. Total, así fue nuestro primer encuentro: el despiporre. Sin embargo conservo algunas de las cosas que me dijo en medio del ajetreo, media hora antes de su conferencia en el auditorio de la facultad de Ciencias:
-Yo sé mucho de Francia, (vivo en París con Nicole Stéphane) sé mucho de Estados Unidos, pero sé muy poco de México. Por eso estoy aquí, para aprender, para que ustedes me enseñen. Sé algunas cosas sobre México pero hay muchas más que desconozco. Creo que es interesante que los mexicanos sepan cómo se les ve fuera de México. Para los extranjeros, México es un país pintoresco con mucha gente floja, envuelta en sarapes; un país de violencia en el que permanece un gobierno curiosamente estable. Es un país de turismo, es un país de folclor y de violencia Esto es lo que mucha gente desde fuera piensa de México.
- por qué vives en París, Susan?
-Porque estoy volviendo a pensar en todo aquello en lo que siempre pensé y es un lugar muy tranquilo para pensar.
-Nada sucede en París?
-Sí, muy poco pasa allí; por eso vivo en París.
-Y en Estados Unidos no podrías vivir?
-Sí, cómo no! Podría vivir muy bien, pero quiero hacer las cosas difíciles para mí misma.
-Y por qué quieres hacerte la vida difícil?
-Porque quiero seguir creciendo, quiero desarrollarme, quiero volverme más sabia. (Todo esto lo dice con la cabeza gacha y una media sonrisa en su hermoso rostro.) Creo que es demasiado fácil instalarse en una serie de ideas después de una cierta edad, y pasarse el resto de la vida con las mismas ideas. No quiero hacer eso.
-Pero, por qué dices "después de una cierta edad"?
-Porque eso es lo que le sucede a la mayoría de la gente, dejan de crecer después de una cierta edad. Cuando son jóvenes están abiertos y cuando llegan a una cierta edad se detienen y no hacen esfuerzos ni se ponen reto alguno.
La mujer más inteligente
de Estados Unidos
-Eres muy abierta, pareces ser muy receptiva sobre todo con los jóvenes...
-Pues trabajo en ello, pero me cuesta mucho. Es mucho más fácil llegar hasta un cierto punto y conformarse con un velicito lleno de ideas.
-Y, qué piensas, Susan, de lo que dijo Sartre: que tú eres la mujer más inteligente de Estados Unidos?
-Sartre?
-Sartre lo dijo, sí, y se publicó no sé cuántas veces.
-Es la primera vez que oigo esto. No lo sabía. Nunca lo leí. Yo sabía que alguna otra gente había dicho eso, pero no pensé que era Sartre; en realidad no sé ni quién lo dijo, alguien lo dijo, no sé. No lo recuerdo. Sabes, Elena, cada vez que a uno lo entrevistan, corre uno el riesgo, en el sentido de que uno se pone en las manos de alguien, porque incluso si después se corrige algún concepto, el impacto de lo dicho primero ya hizo efecto y la corrección hecha o la carta rectificadora ya no causan la impresión que hizo la entrevista original. Claro, hay algunas personas a quienes no les importa y dan entrevistas con tal de figurar, digan lo que digan, se distorsionen o no sus palabras, no importa cómo suenen las campanas con tal de que suenen, pero considero que en mi caso dar una entrevista es un acto de confianza en el entrevistador. Yo quiero que tú justifiques mi confianza. Hace dos o tres meses di en París una entrevista acerca de mi trabajo como cineasta y el periodista puso en mi boca una crítica que jamás hice sobre cierto director. Por eso casi nunca doy entrevistas. En ese caso particular me molestó mucho que me atribuyeran esa declaración porque incluso me gusta el trabajo de ese director.
En la conferencia de la UNAM, Susan Sontag iba a hablar de la liberación de la mujer. La recuerdo muy alta, las uñas muy cortas -porque se las comía-, los dientes levemente manchados -de allí su boquilla en la que encaja cigarro tras cigarro porque no deja de fumar un solo instante-, muy delgada, muy fina. Susan Sontag se veía tan guapa como en los retratos de la contraportada de sus libros, los únicos dos en español: Estuche de muerte y Viaje a Hanoi. Incluso se veía más joven, más frágil, dispuestísima a aprender, a escuchar a los jóvenes, a buscarlos, a crecer, como ella decía. Preguntaba, inquiría, quería ver. El ambiente universitario estaba que ni mandado hacer para ella y en él se movía como pez en el agua. En cambio, en las recepciones o conferencias de prensa su rostro se endurecía y trataba a los preguntones con cierta altanería. Al día siguiente de su primera conferencia regresó a la universidad a las 10 de la mañana como lo había ofrecido, se sentó en el pasto frente a la Facultad de Ciencias Políticas como con cien personas y respondió a cuanta pregunta se le hizo. El diálogo duró hasta las tres de la tarde. Rió a carcajadas cuando un estudiante más atrevido que los demás le dijo: "Nosotros queremos que las mujeres se liberen, pero mírelas, son ellas las que no quieren".
Opositora y crítica
Susan Sontag siempre estuvo en contra de la guerra de Vietnam; participó en manifestaciones y marchas, firmó manifiesto tras manifiesto, hizo discursos, y escribió su espléndido libro Viaje a Hanoi. En mayo de 1968, Susan Sontag fue invitada a Hanoi y el relato de su viaje no es un tratado político o un simple reportaje, sino la respuesta que puede dar un observador crítico e inteligente a un mundo por completo extraño a las concepciones occidentales. Pero este mundo está también hecho a la medida del hombre y Susan Sontag, dueña de una gran cultura, dijo entre otras cosas algo que me llamó poderosamente la atención: "Los vietnamitas operan con una idea de la educación diferente a la que nosotros estamos acostumbrados, y ello implica un cambio en el significado de la honradez y la sinceridad. La honradez entendida como tal por los vietnamitas se parece muy poco al sentido de honradez sublimado por la cultura secular occidental virtualmente por encima de todos los demás valores. En Vietnam la honradez y la sinceridad son funciones de la dignidad del individuo".
Voluntad de comunicarse
Después nos dirigimos al auditorio de la Facultad de Ciencias. No cabía ya un alfiler. En el presidium se sentaron Susan Sontag, Raúl Ortiz, Ernest Mandel (el marxista heredero de Isaac Deutscher que había dado conferencias días antes), Victor Flores Olea, Francisco López Cámara, Carlos Fuentes, Louis Malle, y Antonio Gonzalez de León. A otros nos tocó en el suelo entre estudiantes que hablaban de los 30 detenidos en Sinaloa, de la toma de la universidad por la policía, de la protesta que iban a hacer. Como Mandel se dirigió a los estudiantes en español, Susan Sontag comenzó su conferencia diciendo: "No tengo las dotes linguísticas maravillosas de Mandel, sólo puedo leer y entender un poco el español. Fui profesora universitaria, enseñé filosofía, después escribí y ahora me dedico a hacer películas. Empecé a enseñar en 1964 cuando los estudiantes eran buenos, pasivos, no discutían ni hacían preguntas. Durante esos años quise establecer un diálogo e intercambio de ideas con ellos pero me di cuenta de que los demás profesores no venían a discutir sino a asentar sus premisas. La situación académica era de dominio y sobre ella tengo reservas. Ayer, sentada entre ustedes en la sala, escuché a Mandel y debo decirles que lo admiro y creo que es uno de los pensadores más interesantes que puedan encontrarse, comparto sus ideas, pero me di cuenta de que su lenguaje está destinado más a la imprenta que a la alocución. Su ensayo seguramente se imprimirá pero podría decirlo en Japón o en Singapur, en donde fuera, él lo dijo en México. Estoy en contra de este tipo de enseñanza porque es abstracta. Por eso me sentí incómoda y hoy me siento incómoda ante ustedes porque me parece que éste es un ejemplo, un símbolo de la actitud autoritaria. Quisiera que me entendieran, no estoy en contra de la teoría o del pensamiento abstracto, despersonalizado. Insisto, me opongo al pensamiento abstracto cuando se sustrae del contexto humano".
Susan respalda sus ideas con actitudes ya que anoche no le importó acostarse a las tres de la mañana con tal de quedarse a hablar con dos jovenes cineastas y levantarse a las seis para ver sus películas. Luis Terán consigna que discutió con Víctor Sanen, Francisco Taibo, (será nuestro Paco Ignacio) Carlos de Hoyos, Ramón Vilar, Eduardo Carrasco Zanini, José Carlos Mendez, Tomás Pérez Turrent, crítico de cine. El día que voló a Nueva York de regreso no tuvo empacho en salir de su hotel a las 6:30 de la mañana para presenciar el rodaje de El Mago, en el callejón de Dolores, dirigida por Carlos Castañón. Si esto no es buena voluntad y deseos de comunicarse con los demás, no sé cómo pueda llamarse.

19 jun 2010

Palabras

No puede haber conferencia de prensa sin palabras, normalmente muchas, algunas veces demasiadas. Pilar insiste en recomendarme que dé respuestas breves, fórmulas sintéticas capaces de concentrar largos discursos que estarían fuera de lugar. Tiene razón, pero mi naturaleza es otra. Pienso que cada palabra necesita siempre por lo menos de otra que le ayude a explicarse. La cosa ha llegado a tal punto que, desde hace un tiempo hasta ahora, logro anticiparme a las preguntas que supuestamente me harán, procedimiento facilitado por el conocimiento previo que vengo acumulando acerca del tipo de asuntos que a los periodistas más les suelen interesar. Lo divertido del caso está en la libertad que asumo al iniciar una exposición de esas. Sin tener que preocuparme con los encuadramientos temáticos que cada pregunta específica necesariamente establecería, aunque no fuese esa su intención declarada, lanzo la primera palabra, y la segunda, y la tercera, como pájaros a los que se les abre la puerta de la jaula, sin saber muy bien, o sin saberlo del todo, hacia donde me llevarán. Hablar se convierte entonces en una aventura, comunicar se convierte en la búsqueda metódica de un camino que me acerca a quien esté escuchando, teniendo siempre presente que ninguna comunicación es definitiva e instantánea, que muchas veces es necesario volver atrás para aclarar lo que solo sumariamente ha sido enunciado. Pero lo interesante de todo esto es descubrir que el discurso, en lugar de limitarse a iluminar y dar visibilidad a lo que yo mismo creía saber acerca de mi trabajo, acaba invariablemente revelando lo oculto, lo apenas intuido o presentido, que de repente se transforma en una evidencia irrefutable de la que soy el primero en sorprenderme, como alguien que estaba en lo oscuro y acaba de abrir los ojos hacia una súbita luz. En fin, voy aprendiendo con las palabras que digo. He aquí una buena conclusión, talvez la mejor, para este discurso. Finalmente breve.

18 jun 2010

Orígenes de la Poesía

Pensad cómo nace un artista. Nace un niño. Parece difícil imaginar a Dante niño o a Shakespeare o a Cervantes, esto es, los mundos que estos nombres representan, en su infancia. Casi se creería despojarlos de su valor. A Dante, Shakespeare, Cervantes niños se procura prestarles dotes especiales; se piensa: habrán sido niños prodigios. Y nada es más falso. Un espíritu que, llegado a su madurez, será capaz de síntesis originales, es decir, de expresar un peculiar sentimiento suyo de la vida al través de los modos de arte, situaciones y personajes, que dimanarán de su concepción de la vida, la cual se habrá formado en él con la experiencia y con la reflexión, experiencia de dolor y reflexión hecha de rebelión contra aquel dolor y de victorias nunca jamás decisivas, no puede tener en un principio la habilidad que en un niño sorprenden a los adultos. Para llegar donde llegará es necesario una escuela de la vida tan inadecuada para los hábitos como eficaz para cierta clase de espíritus vírgenes y pacientes: espíritus verdaderamente infantil en el comienzo y buen escolar, no digo en la escuela, sino en la vida, buen escolar, que necesita en primer lugar una buena fe plena con respecto a las cosas que aprende. Esta buena fe es la ingenuidad misma en su fondo, de donde la necesidad de creer en los aspectos de la vida; así como la atención continua y la seriedad íntima con las cuales se sigue y considera las enseñanzas, significa un humilde y amoroso concepto del pequeño espíritu vivo con respecto a las grandes cosas vivas que poco a poco tornase propiedad suya. Buena fe, credulidad y respeto absolutamente necesarios para acumular amargos desengaños, crueles desilusiones, golpes feroces y todos los errores de la inocencia, por los cuales las experiencias devienen válidas, y la educación del espíritu, logra a sí a expensas propias, sirve para hacerlo crecer, manteniéndolo puro, desarrollando sólo sus aptitudes adecuadas, y para dejarlo, como es justo que sea un artista, inadaptada la vida. En efecto, él deberá crear, con la ilusión de crearse, aquella vida que siente y en la cual puede creer.
Crear formas de vida o formas vivas, que es lo mismo, es obra ingenua y natural a la cual no podría conducir habilidad ninguna y es fuerza que al artista quede desde su infancia, calidad del niño que él fue. Con esto me guardo mucho de decir que sea preciso indagar en los primeros años de un artista para encontrar la clave de la vida expresada por él: digo más que, en mi opinión, ningún hombre a sido nunca niño más verdadero, y por ende incomprensible, que un artista, ninguno más que él privado de medios para hacerse valer e incapaz de adoptar fácilmente los modos aconsejados por las conveniencias. Niño tan interesado en sí y en todas las cosas de la vida circunstante, en las personas casos, ambientes, países; tan atento, y tardo y distraído y jamás con el mismo humor y tan inepto para dejar bien librados a sus genitores, que verdaderamente no podía interesar a nadie, porque todos nos interesamos en cambio, como es justo, en los niños ágiles, vivos bien educados, desenvueltos, que nos permiten comunicarnos con los pensamientos y los gustos de su edad, naturalmente ilusionándolo, aunque sin quererlo. Estos niños descuidan enseguida cultivar sus verdaderos pensamientos y gustos, salvo cuando tropiezan con el capricho, y no teniendo un sentido verdaderamente puro de la vida no están solicitados por la necesidad de orientarse en el misterio, pueden aceptar en todo la guía de los adultos y por explicaciones suficientes, las respuestas genéricas, distraídas o cautelosas que damos a sus porqués. La vida verdaderamente humana, la del Espíritu, no recomienza en ellos desde los orígenes.
Creerán ya encaminados a campos bien conocidos de la actividad humana, ya limitados, ya prontos a tomar de la vida lo que es justo y tal vez aún lo que no es justo. También éstos creerán, porque el hombre, aunque humilde y pobre de espíritu, posee siempre este poder y debe necesariamente usarlo: en realidad, no se gana la vida, sino que vive siempre, de un modo o de otro, su historia. No obstante su creación, aun la de su vida, no desinteresada como la del arte, antes bien enderezada a fines de utilidad práctica y particular, no está ni quiere estar fuera de su tiempo ni valedera más allá del círculo limitado de las personas con las cuales él tendrá contacto, y por eso con aquel tiempo pasará y terminará en aquel círculo.
El niño que un día se expresará en el arte sabe ya encontrar y con placer arcano el sentido de sí en un punto secreto de su espíritu: soledad segura, con un poco de susto y de espanto, que da sólo una leve ansia, como ante la inminencia de una revelación que no puede efectuarse porque el tiempo se ha parado. Y sólo en este misterioso sentido de sí cree el niño. Las cosas verdaderas y vivas deberán inspirarle aquel sentido, deberán persuadirlo de que más allá de cuanto él pueda comprender de ellas, hay en ellas un misterio que nadie, ni aun los “grandes”, le podrán explicar, el mismo de la vida. El lado más importante, el misterio.
Quien va hacia la vida para vivirla, es bueno que procure olvidarlo. El sentido del misterio es generalmente poco útil. Puede servir a los hombres de buena voluntad sólo para tener cierto punto de referencia y para hallar el equilibrio de la conciencia, pero de noche, antes de dormir. En cambio, es la materia prima para la obra de los santos y de los artistas. Nuestro niño se lo encuentra siempre entre los pies. No sabe, en realidad, qué hacer con él, porque es claro que él no puede conocer lo que la vida querrá de él. Es un niño y nada más, el niño más embrollado en las incertidumbres y en el trabajo de la infancia que sea posible imaginar. En medio de las cosas, y empeñado en no dejarse subyugar por ellas, es decir, en no permanecer incapaz de pronunciar una palabra secreta suya ante cada una, aunque sea creada atolondradamente, una palabra de la cual no puede servirse sino consigo mismo, puesto que no sabría explicar a los demás el sentido que le da, ha empezado ya realmente a expresar, pero en un lenguaje hermético, de iniciados. Conoce perfectamente las palabras usuales con las cuales se designan las cosas: nada tiene que hacer con las que él crea así, no para designar, sino para expresar el sentido secreto que las cosas tienen para él, su fuego deslumbrante o el abismo de tinieblas que llevan en sí: el punto vivo. Por lo común, iniciado en aquel lenguaje hermético permanece solo: y así se explica que gran número de artistas perezcan en esos años.
Se puede salvar para el arte el niño que en virtud del ingenuo y formidable valor de iniciar en aquel su lenguaje a otro niño, o amiguito o a un hermano, a una hermana o mejor a una amiguita de la hermana, logra comunicar - lo cual es un milagro - el sentido preciso de palabras que poseen uno inexpresable, adquiriendo así el modo de poder hablar de sus descubrimientos del mundo: fantasías maravillosas que harán comulgar a ambos en un fervor de vida tan intenso y embriagador como acaso no lo será aquel que de jóvenes gozarán en el amor. Es el primer lenguaje creativo, el primer fruto del amor a la vida, amor desinteresado, actividad pura del espíritu que concentra todas sus facultades, voluntad, sentimientos, intelecto y fantasía en expresarse, sólo por necesidad de hacerlo por nada más.
Lo más justo de pensar tocante a este primer creador es que todos los hombres, más o menos, lo poseyeron en sus primeros años. Y que el hecho de lograr comunicarlo, condición que juzgamos necesaria para el porvenir artístico del niño, sea no obstante, cosa muy distinta que suficiente para asegurárselo. Muchos hombres, que más tarde no llegaron a ser artistas, recuerdan haber hablado de aquel modo con sus amiguitos. Todo depende entonces, es decir, mientras dura la infancia, en el interés que el espíritu tome en sus medios de comunicación con los demás: si poco a poco, aun habiendo experimentado la alegría exaltaste de expresar de cualquier modo el sentido de las cosas, empieza a descuidarla por el placer más sosegado y fructuoso de entrar en comunicación con los demás por medio del lenguaje usual, con el cual se designan los conceptos de las cosas; o si, por el contrario, permanece ligado a la necesidad de comunicar su sentido secreto. Es decir, si se le ocurriera como posible y viable la solemne locura de llegar a hablar ante todos como habla en secreta intimidad de su espíritu, sólo para sí y para su pequeño confidente. Una verdadera locura, si se piensa que por la mente del niño no puede cruzar la idea de que en realidad existe para el hombre un medio de hablar de aquel modo, es decir, el arte. Del arte nada sabe.
Si así sucede, empezará pronto para él el febril trabajo de solucionar con las palabras comunes los ideogramas de que se servía cuando hablaba consigo mismo o con el amiguito iniciado en su lenguaje hermético, y descubrirá que las palabras comunes se impregnarán con ese trabajo de sentidos nuevos hasta formar un lenguaje suyo, una vez más, pero esta vez adaptado también a los demás y tanto más cuando más se ingenie en ajustarlo, en verificarlo, explorándolo en varios sentidos, definiendo y aclarando para sí mismo el valor en cada momento.

17 jun 2010

Método de composición

En una nota que en estos momentos tengo a la vista, Charles Dickens dice lo siguiente, refiriéndose a un análisis que efectué del mecanismo de Barnaby Rudge: "¿Saben, dicho sea de paso, que Godwin escribió su Caleb Williams al revés? Comenzó enmarañando la materia del segundo libro y luego, para componer el primero, pensó en los medios de justificar todo lo que había hecho".
    Se me hace difícil creer que fuera ése precisamente el modo de composición de Godwin; por otra parte, lo que él mismo confiesa no está de acuerdo en manera alguna con la idea de Dickens. Pero el autor de Caleb Williams era un autor demasiado entendido para no percatarse de las ventajas que se pueden lograr con algún procedimiento semejante.
 Si algo hay evidente es que un plan cualquiera que sea digno de este nombre ha de haber sido trazado con vistas al desenlace antes que la pluma ataque el papel. Sólo si se tiene continuamente presente la idea del desenlace podemos conferir a un plan su indispensable apariencia de lógica y de causalidad, procurando que todas las incidencias y en especial el tono general tienda a desarrollar la intención establecida.
      Creo que existe un radical error en el método que se emplea por lo general para construir un cuento. Algunas veces, la historia nos proporciona una tesis; otras veces, el escritor se inspira en un caso contemporáneo o bien, en el mejor de los casos, se las arregla para combinar los hechos sorprendentes que han de tratar simplemente la base de su narración, proponiéndose introducir las descripciones, el diálogo o bien su comentario personal donde quiera que un resquicio en el tejido de la acción brinde la ocasión de hacerlo.
 A mi modo de ver, la primera de todas las consideraciones debe ser la de un efecto que se pretende causar. Teniendo siempre a la vista la originalidad (porque se traiciona a sí mismo quien se atreve a prescindir de un medio de interés tan evidente), yo me digo, ante todo: entre los innumerables efectos o impresiones que es capaz de recibir el corazón, la inteligencia o, hablando en términos más generales, el alma, ¿cuál será el único que yo deba elegir en el caso presente?
 Habiendo ya elegido un tema novelesco y, a continuación, un vigoroso efecto que producir, indago si vale más evidenciarlo mediante los incidentes o bien el tono o bien por los incidentes vulgares y un tono particular o bien por una singularidad equivalente de tono y de incidentes; luego, busco a mi alrededor, o acaso mejor en mí mismo, las combinaciones de acontecimientos o de tomos que pueden ser más adecuados para crear el efecto en cuestión.
He pensado a menudo cuán interesante sería un artículo escrito por un autor que quisiera y que pudiera describir, paso a paso, la marcha progresiva seguida en cualquiera de sus obras hasta llegar al término definitivo de su realización.
Me sería imposible explicar por qué no se ha ofrecido nunca al público un trabajo semejante; pero quizá la vanidad de los autores haya sido la causa más poderosa que justifique esa laguna literaria. Muchos escritores, especialmente los poetas, prefieren dejar creer a la gente que escriben gracias a una especie de sutil frenesí o de intuición estática; experimentarían verdaderos escalofríos si tuvieran que permitir al público echar una ojeada tras el telón, para contemplar los trabajosos y vacilantes embriones de pensamientos. La verdadera decisión se adopta en el último momento, ¡a tanta idea entrevista!, a veces sólo como en un relámpago y que durante tanto tiempo se resiste a mostrarse a plena luz, el pensamiento plenamente maduro pero desechado por ser de índole inabordable, la elección prudente y los arrepentimientos, las dolorosas raspaduras y las interpolación. Es, en suma, los rodamientos y las cadenas, los artificios para los cambios de decoración, las escaleras y los escotillones, las plumas de gallo, el colorete, los lunares y todos los aceites que en el noventa y nueve por ciento de los casos son lo peculiar del histrión literario.
Por lo demás, no se me escapa que no es frecuente el caso en que un autor se halle en buena disposición para reemprender el camino por donde llegó a su desenlace.
 Generalmente, las ideas surgieron mezcladas; luego fueron seguidas y finalmente olvidadas de la misma manera.
En cuanto a mí, no comparto la repugnancia de que acabo de hablar, ni encuentro la menor dificultad en recordar la marcha progresiva de todas mis composiciones. Puesto que el interés de este análisis o reconstrucción, que se ha considerado como un desiderátum en literatura, es enteramente independiente de cualquier supuesto ideal en lo analizado, no se me podrá censurar que salte a las conveniencias si revelo aquí el modus operandi con que logré construir una de mis obras. Escojo para ello El cuervo debido a que es la más conocida de todas. Consiste mi propósito en demostrar que ningún punto de la composición puede atribuirse a la intuición ni al azar; y que aquélla avanzó hacia su terminación, paso a paso, con la misma exactitud y la lógica rigurosa propias de un problema matemático.
Puesto que no responde directamente a la cuestión poética, prescindamos de la circunstancia, si lo prefieren, la necesidad, de que nació la intención de escribir un poema tal que satisficiera al propio tiempo el gusto popular y el gusto crítico.
 Mi análisis comienza, por tanto, a partir de esa intención.
 La consideración primordial fue ésta: la dimensión. Si una obra literaria es demasiado extensa para ser leída en una sola sesión, debemos resignarnos a quedar privados del efecto, soberanamente decisivo, de la unidad de impresión; porque cuando son necesarias dos sesiones se interponen entre ellas los asuntos del mundo, y todo lo que denominamos el conjunto o la totalidad queda destruido automáticamente. Pero, habida cuenta de que coeteris paribus, ningún poeta puede renunciar a todo lo que contribuye a servir su propósito, queda examinar si acaso hallaremos en la extensión alguna ventaja, cual fuere, que compense la pérdida de unidad aludida. Por el momento, respondo negativamente. Lo que solemos considerar un poema extenso en realidad no es más que una sucesión de poemas cortos, es decir, de efectos poéticos breves. Es inútil sostener que un poema no es tal sino en cuanto eleva el alma y te reporta una excitación intensa: por una necesidad psíquica, todas las excitaciones intensas son de corta duración. Por eso, al menos la mitad del "Paraíso perdido" no es más que pura prosa: hay en él una serie de excitaciones poéticas salpicadas inevitablemente de depresiones. En conjunto, la obra toda, a causa de su extensión excesiva, carece de aquel elemento artístico tan decisivamente importante: totalidad o unidad de efecto.
En lo que se refiere a las dimensiones hay, evidentemente, un límite positivo para todas las obras literarias: el límite de una sola sesión. Ciertamente, en ciertos géneros de prosa, como Robinson Crusoe, no se exige la unidad, por lo que aquel límite puede ser traspasado: sin embargo, nunca será conveniente traspasarlo en un poema. En el mismo límite, la extensión de un poema debe hallarse en relación matemática con el mérito del mismo, esto es, con la elevación o la excitación que comporta; dicho de otro modo, con la cantidad de auténtico efecto poético con que pueda impresionar las almas. Esta regla sólo tiene una condición restrictiva, a saber: que una relativa duración es absolutamente indispensable para causar un efecto, cualquiera que fuere.
Teniendo muy presentes en mí ánimo estas consideraciones, así como aquel grado de excitación que nos situaba por encima del gusto popular y por debajo del gusto crítico, concebí ante todo una idea sobre la extensión idónea para el poema proyectado: unos cien versos aproximadamente. En realidad cuenta exactamente ciento ocho.
 Mi pensamiento se fijó seguidamente en la elevación de una impresión o de un efecto que causar. Aquí creo que conviene observar que, a través de este trabajo de construcción, tuve siempre presente la voluntad de lograr una obra universalmente apreciable.
Me alejaría demasiado de mi objeto inmediato presente si me entretuviese en demostrar un punto en que he insistido muchas veces: que lo bello es el único ámbito legítimo de la poesía. Con todo, diré unas palabras para presentar mi verdadero pensamiento, que algunos amigos míos se han apresurado demasiado a disimular. El placer a la vez más intenso, más elevado y más puro no se encuentra —según creo— más que en la contemplación de lo bello. Cuando los hombres hablan de belleza no entienden precisamente una cualidad, como se supone, sino una impresión: en suma, tienen presente la violenta y pura elevación del alma —no del intelecto ni del corazón— que ya he descrito y que resulta de la contemplación de lo bello. Ahora bien, yo considero la belleza como el ámbito de la poesía, porque es una regla evidente del arte que los efectos deben brotar necesariamente de causas directas, que los objetos deben ser alcanzados con los medios más apropiados para ello —ya que ningún hombre ha sido aún bastante necio para negar que la elevación singular de que estoy tratando se halle más fácilmente al alcance de la poesía. En cambio, el objeto verdad, o satisfacción del intelecto, y el objeto pasión, o excitación del corazón, son mucho más fáciles de alcanzar por medio de la prosa aunque, en cierta medida, queden también al alcance de la poesía.
En resumen, la verdad requiere una precisión, y la pasión una familiaridad (los hombres verdaderamente apasionados me comprenderán) radicalmente contrarias a aquella belleza, que no es sino la excitación -debo repetirlo- o el embriagador arrobamiento del alma.
De todo lo dicho hasta el presente no puede en modo alguno deducirse que la pasión ni la verdad no puedan ser introducidas en un poema, incluso con beneficio para éste; ya que pueden servir para aclarar o para potenciar el efecto global, como las disonancias por contraste. Pero el auténtico artista se esforzará siempre en reducirlas a un papel propicio al objeto principal que se pretenda, y además en rodearlas, tanto como pueda, de la nube de belleza que es atmósfera y esencia de la poesía. En consecuencia, considerando lo bello como mi terreno propio, me pregunté entonces: ¿cuál es el tono para su manifestación más alta? Éste había de ser el tema de mi siguiente meditación. Ahora bien, toda la experiencia humana coincide en que ese tono es el de la tristeza. Cualquiera que sea su parentesco, la belleza, en su desarrollo supremo, induce a las lágrimas, inevitablemente, a las almas sensibles. Así, pues, la melancolía es el más idóneo de los tonos poéticos.
 Una vez determinados así la dimensión, el terreno y el tono de mi trabajo, me dediqué a la busca de alguna curiosidad artística e incitante, que pudiera actuar como clave en la construcción del poema: de algún eje sobre el que toda la máquina hubiera de girar; empleando para ello el sistema de la introducción ordinaria. Reflexionando detenidamente sobre todos los efectos de arte conocidos o, más propiamente, sobre todo los medios de efecto —entendiendo este término en su sentido escénico—, no podía escapárseme que ninguno había sido empleado con tanta frecuencia como el estribillo. La universalidad de éste bastaba para convencerme acerca de su intrínseco valor, evitándome la necesidad de someterlo a un análisis. En cualquier caso, yo no lo consideraba sino en cuanto susceptible de perfeccionamiento; y pronto advertí que se encontraba aún en un estado primitivo. Tal como habitualmente se emplea, el estribillo no sólo queda limitado a las composiciones líricas, sino que la fuerza de la impresión que debe causar depende del vigor de la monotonía en el sonido y en la idea. Solamente se logra el placer mediante la sensación de identidad o de repetición. Entonces yo resolví variar el efecto, con el fin de acrecentarlo, permaneciendo en general fiel a la monotonía del sonido, pero alterando continuamente el de la idea: es decir, me propuse causar una serie continua de efectos nuevos con una serie de variadas aplicaciones del estribillo, dejando que éste fuese casi siempre parecido.
Habiendo ya fijado estos puntos, me preocupé por la naturaleza de mi estribillo: puesto que su aplicación tenía que ser variada con frecuencia, era evidente que el estribillo en cuestión había de ser breve, pues hubiera sido una dificultad insuperable variar frecuentemente las aplicaciones de una frase un poco extensa. Por supuesto, la facilidad de variación estaría proporcionada a la brevedad de una frase. Ello me condujo seguidamente a adoptar como estribillo ideal una única palabra. Entonces me absorbió la cuestión sobre el carácter de aquella palabra. Habiendo decidido que habría un estribillo, la división del poema en estancias resultaba un corolario necesario, pues el estribillo constituye la conclusión de cada estrofa. No admitía duda para mí que semejante conclusión o término, para poseer fuerza, debía ser necesariamente sonora y susceptible de un énfasis prolongado: aquellas consideraciones me condujeron inevitablemente a la o larga, que es la vocal más sonora, asociada a la r, porque ésta es la consonante más vigorosa.
  Ya tenía bien determinado el sonido del estribillo. A continuación era preciso elegir una palabra que lo contuviese y, al propio tiempo, estuviese en el acuerdo más armonioso posible con la melancolía que yo había adoptado como tono general del poema. En una búsqueda semejante, hubiera sido imposible no dar con la palabra nevermore (nunca más). En realidad, fue la primera que se me ocurrió.
El siguiente fue éste: ¿cual será el pretexto útil para emplear continuamente la palabra nevermore? Al advertir la dificultad que se me planteaba para hallar una razón válida de esa repetición continua, no dejé de observar que surgía tan sólo de que dicha palabra, repetida tan cerca y monótonamente, había de ser proferida por un ser humano: en resumen, la dificultad consistía en conciliar la monotonía aludida con el ejercicio de la razón en la criatura llamada a repetir la palabra. Surgió entonces la posibilidad de una criatura no razonable y, sin embargo, dotada de palabra: como lógico, lo primero que pensé fue un loro; sin embargo, éste fue reemplazado al punto por un cuervo, que también está dotado de palabra y además resulta infinitamente más acorde con el tono deseado en el poema.
 Así, pues, había llegado por fin a la concepción de un cuervo. ¡El cuervo, ave de mal agüero!, repitiendo obstinadamente la palabra nevermore al final de cada estancia en un poema de tono melancólico y una extensión de unos cien versos aproximadamente. Entonces, sin perder de vista el superlativo o la perfección en todos los puntos, me pregunté: entre todos los temas melancólicos, ¿cuál lo es más, según lo entiende universalmente la humanidad? Respuesta inevitable: ¡la muerte! Y, ¿cuándo ese asunto, el más triste de todos, resulta ser también el más poético? Según lo ya explicado con bastante amplitud, la respuesta puede colegirse fácilmente: cuando se alíe íntimamente con la belleza. Luego la muerte de una mujer hermosa es, sin disputa de ninguna clase, el tema más poético del mundo; y queda igualmente fuera de duda que la boca más apta para desarrollar el tema es precisamente la del amante privado de su tesoro.
 Tenía que combinar entonces aquellas dos ideas: un amante que llora a su amada perdida. Y un cuervo que repite continuamente la palabra nevermore. No sólo tenía que combinarlas, sino además variar cada vez la aplicación de la palabra que se repetía: pero el único medio posible para semejante combinación consistía en imaginar un cuervo que aplicase la palabra para responder a las preguntas del amante. Entonces me percaté de la facilidad que se me ofrecía para el efecto de que mi poema había de depender: es decir, el efecto que debía producirse mediante la variedad en la aplicación del estribillo.
      Comprendí que podía hacer formular la primera pregunta por el amante, a la que respondería el cuervo: nevermore; que de esta primera pregunta podía hacer una especie de lugar común, de la segunda algo menos común, de la tercera algo menos común todavía, y así sucesivamente, hasta que por último el amante, arrancado de su indolencia por la índole melancólica de la palabra, su frecuente repetición y la fama siniestra del pájaro, se encontrase presa de una agitación supersticiosa y lanzase locamente preguntas del todo diversas, pero apasionadamente interesantes para su corazón: unas preguntas donde se diesen a medias la superstición y la singular desesperación que halla un placer en su propia tortura, no sólo por creer el amante en la índole profética o diabólica del ave (que, según le demuestra la razón, no hace más que repetir algo aprendido mecánicamente), sino por experimentar un placer inusitado al formularlas de aquel modo, recibiendo en el nevermore siempre esperado una herida reincidente, tanto más deliciosa por insoportable.
Viendo semejante facilidad que se me ofrecía o, mejor dicho, que se me imponía en el transcurso de mi trabajo, decidí primero la pregunta final, la pregunta definitiva, para la que el nevermore sería la última respuesta, a su vez: la más desesperada, llena de dolor y de horror que concebirse pueda.
Aquí puedo afirmar que mi poema había encontrado su comienzo por el fin, como debieran comenzar todas las obras de arte: entonces, precisamente en este punto de mis meditaciones, tomé por vez primera la pluma, para componer la siguiente estancia:
¡Profeta! Aire, ¡ente de mal agüero! ¡Ave o demonio, pero profeta siempre!
Por ese cielo tendido sobre nuestras cabezas, por ese Dios que ambos adoramos,
di a esta alma cargada de dolor si en el Paraíso lejano
podrá besar a una joven santa que los ángeles llaman Leonor,
besar a una preciosa y radiante joven que los ángeles llaman Leonor.
El cuervo dijo: “¡Nunca más!”
      Sólo entonces escribí esta estancia: primero, para fijar el grado supremo y poder de este modo, más fácilmente, variar y graduar, según su gravedad y su importancia, las preguntas anteriores del amante; y en segundo término, para decidir definitivamente el ritmo, el metro, la extensión y la disposición general de la estrofa, así como graduar las que debieran anteceder, de modo que ninguna aventajase a ésta en su efecto rítmico. Si, en el trabajo de composición que debía subseguir, yo hubiera sido tan imprudente como para escribir estancias más vigorosas, me hubiera dedicado a debilitarlas, conscientemente y sin ninguna vacilación, de modo que no contrarrestasen el efecto de crescendo.
 Podría decir también aquí algo sobre la versificación. Mi primer objeto era, como siempre, la originalidad. Una de las cosas que me resultan más inexplicables del mundo es cómo ha sido descuidada la originalidad en la versificación. Aun reconociendo que en el ritmo puro exista poca posibilidad de variación, es evidente que las variedades en materia de metro y estancia son infinitas: sin embargo, durante siglos, ningún hombre hizo nunca en versificación nada original, ni siquiera ha parecido desearlo.
Lo cierto es que la originalidad -exceptuando los espíritus de una fuerza insólita- no es en manera alguna, como suponen muchos, cuestión de instinto o de intuición. Por lo general, para encontrarla hay que buscarla trabajosamente; y aunque sea un positivo mérito de la más alta categoría, el espíritu de invención no participa tanto como el de negación para aportarnos los medios idóneos de alcanzarla.
Ni qué decir tiene que yo no pretendo haber sido original en el ritmo o en el metro de El cuervo. El primero es troqueo; el otro se compone de un verso octómetro acataléctico, alternando con un heptámetro cataléctico que, al repetirse, se convierte en estribillo en el quinto verso, y finaliza con un tetrámetro cataléctico. Para expresarme sin pedantería, los pies empleados, que son troqueos, consisten en una sílaba larga seguida de una breve; el primer verso de la estancia se compone de ocho pies de esa índole; el segundo, de siete y medio; el tercero, de ocho; el cuarto, de siete y medio; el quinto, también de siete y medio; el sexto, de tres y medio. Ahora bien, si se consideran aisladamente cada uno de esos versos habían sido ya empleados, de manera que la originalidad de El cuervo consiste en haberlos combinado en la misma estancia: hasta el presente no se había intentado nada que pudiera parecerse, ni siquiera de lejos, a semejante combinación. El efecto de esa combinación original se potencia mediante algunos otros efectos inusitados y absolutamente nuevos, obtenidos por una aplicación más amplia de la rima y de la aliteración.
 El punto siguiente que considerar era el modo de establecer la comunicación entre el amante y el cuervo: el primer grado de la cuestión consistía, naturalmente, en el lugar. Pudiera parecer que debiese brotar espontáneamente la idea de una selva o de una llanura; pero siempre he estimado que para el efecto de un suceso aislado es absolutamente necesario un espacio estrecho: le presta el vigor que un marco añade a la pintura. Además, ofrece la ventaja moral indudable de concentrar la atención en un pequeño ámbito; ni que decir tiene que esta ventaja no debe confundirse con la que se obtenga de la mera unidad de lugar.
En consecuencia, decidí situar al amante en su habitación, en una habitación que había santificado con los recuerdos de la que había vivido allí. La habitación se describiría como ricamente amueblada: con objeto de satisfacer las ideas que ya expuse acerca de la belleza, en cuanto única tesis verdadera de la poesía.
      Habiendo determinado así el lugar, era preciso introducir entonces el ave: la idea de que ésta penetrase por la ventana resultaba inevitable. Que al amante supusiera, en el primer momento, que el aleteo del pájaro contra el postigo fuese una llamada a su puerta era una idea brotada de mi deseo de aumentar la curiosidad del lector, obligándole a aguardar; pero también del deseo de colocar el efecto incidental de la puerta abierta de par en par por el amante, que no halla más que oscuridad, y que por ello puede adoptar en parte la ilusión de que el espíritu de su amada ha venido a llamar... Hice que la noche fuera tempestuosa, primero para explicar que el cuervo buscase la hospitalidad; también para crear el contraste con la serenidad material reinante en el interior de la habitación.
Así, también, hice posarse el ave sobre el busto de Palas para establecer el contraste entre su plumaje y el mármol. Se comprende que la idea del busto ha sido suscitada únicamente por el ave; que fuese precisamente un busto de Palas se debió en primer lugar a la relación íntima con la erudición del amante y en segundo término a causa de la propia sonoridad del nombre de Palas.
Hacia mediados del poema, exploté igualmente la fuerza del contraste con el objeto de profundizar la que sería la impresión final. Por eso, conferí a la entrada del cuervo un matiz fantástico, casi lindante con lo cómico, al menos hasta donde mi asunto lo permitía. El cuervo penetra con un tumultuoso aleteo.
No hizo ni la menor reverencia, no se detuvo, no vaciló ni un minuto;
pero con el aire de un señor o de una dama, colgóse sobre la puerta de mi habitación.
      En las dos estancias siguientes, el propósito se manifiesta aun más:
Entonces aquel pájaro de ébano, que por la gravedad de su postura y la severidad
de su fisonomía inducía a mi triste imaginación a sonreír:
"Aunque tu cabeza", le dije, "no lleve ni capote ni cimera,
ciertamente no eres un cobarde, lúgubre y antiguo cuervo partido de las riberas de la noche.
¡Dime cuál es tu nombre señorial en las riberas de la noche plutónica!
El cuervo dijo: “¡Nunca más!”.
Me maravilló que aquel desgraciado volátil entendiera tan fácilmente la palabra,
si bien su respuesta no tuvo mucho sentido y no me sirvió de mucho;
porque hemos de convenir en que nunca más fue dado a un hombre vivo
el ver a un ave encima de la puerta de su habitación,
a un ave o una bestia sobre un busto esculpido encima de la puerta de su habitación,
llamarse un nombre tal como “¡Nunca más!”.
      Preparado así el efecto del desenlace, me apresuro a abandonar el tono fingido y adoptar el serio, más profundo: este cambio de tono se inicia en el primer verso de la estancia que sigue a la que acabo de citar:
Mas el cuervo, posado solitariamente en el busto plácido, no profirió..., etc.
      A partir de este momento, el amante ya no bromea; ya no ve nada ficticio en el comportamiento del ave. Habla de ella en los términos de una triste, desgraciada, siniestra, enjuta y augural ave de los tiempos antiguos y siente los ojos ardientes que le abrasan hasta el fondo del corazón. Esa transición de su pensamiento y esa imaginación del amante tienen como finalidad predisponer al lector a otras análogas, conduciendo el espíritu hacia una posición propicia para el desenlace, que sobrevendrá tan rápida y directamente como sea posible. Con el desenlace propiamente dicho, expresado en el jamás del cuervo en respuesta a la última pregunta del amante —¿encontrará a su amada en el otro mundo?—, puede considerarse concluido el poema en su fase más clara y natural, la de simple narración. Hasta el presente, todo se ha mantenido en los límites de lo explicable y lo real.
      Un cuervo ha aprendido mecánicamente la única palabra jamás; habiendo huido de su propietario, la furia de la tempestad le obliga, a medianoche, a pedir refugio en una ventana donde aún brilla una luz: la ventana de un estudiante que, divertido por el incidente, le pregunta en broma su nombre, sin esperar respuesta. Pero el cuervo, al ser interrogado, responde con su palabra habitual, nunca más: palabra que inmediatamente suscita un eco melancólico en el corazón del estudiante; y éste, expresando en voz alta los pensamientos que aquella circunstancia le sugiere, se emociona ante la repetición del jamás. El estudiante se entrega a las suposiciones que el caso le inspira; mas el ardor del corazón humano no tarda en inclinarle a martirizarse, así mismo y también por una especie de superstición a formularle preguntas que la respuesta inevitable, el intolerable “nunca más”, le proporcione la más horrible secuela de sufrimiento, en cuanto amante solitario. La narración en lo que he designado como su primera fase o fase natural, halla su conclusión precisamente en esa tendencia del corazón a la tortura, llevada hasta el último extremo: hasta aquí, no se ha mostrado nada que pase los límites de la realidad.
Pero, en los temas manejados de esta manera, por mucha que sea la habilidad del artista y mucho el lujo de incidentes con que se adornen, siempre quedan cierta rudeza y cierta desnudez que dañan la mirada de la persona sensible. Dos elementos se exigen eternamente: por una parte, cierta suma de complejidad, dicho con mayor propiedad, de combinación; por otra cierta cantidad de espíritu sugestivo, algo así como una vena subterránea de pensamiento, invisible e indefinido. Esta última cualidad es la que le confiere a la obra de arte el aire opulento que a menudo cometemos la estupidez de confundir con el ideal. Lo que transmuta en prosa —y prosa de la más baja estofa—, la pretendida poesía de los que se denominan trascendentalistas, es justamente el exceso en la expresión del sentido que sólo debe quedar insinuado, la manía de convertir la corriente subterránea de una obra en la otra corriente, visible en la superficie.
 Convencido de ello, añadí las dos estancias que concluyen el poema, porque su calidad sugestiva había de penetrar en toda la narración antecedente. La corriente subterránea del pensamiento se muestra por primera vez en estos versos:
Arranca tu pico de mi corazón y precipita tu espectro lejos de mi puerta.
El cuervo dijo: “Nunca más”.
   Quiero subrayar que la expresión “de mi corazón” encierra la primera expresión poética. Estas palabras, con la correspondiente respuesta, jamás, disponen el espíritu a buscar un sentido moral en toda la narración que se ha desarrollado anteriormente.
Entonces el lector comienza a considerar el cuervo como un ser emblemático pero sólo en el último verso de la última estancia puede ver con nitidez la intención de hacer del cuervo el símbolo del recuerdo fúnebre y eterno.
Y el cuervo, inmutable, sigue instalado, siempre instalado
sobre el busto plácido de Palas, justo encima de la puerta de mi habitación;
y sus ojos parecen los ojos de un demonio que medita;
y la luz de la lámpara, que le chorrea encima, proyecta su sombra en el suelo;
y mi alma, fuera del círculo de aquella sombra que yace flotando en el suelo,
no podrá elevarse ya más, ¡nunca más!

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