9 jun 2010

Framentos de Cartas

Todas mis obras han surgido sin intenciones, sin tendencias. Pero si busco a posteriori en ellas una idea común, la encuentro evidentemente: desde «Camenzind» hasta «Der Steppenwolf» («El lobo estepario») y «Josef Knecht» pueden interpretarse todas como una defensa (a ratos también como un grito de socorro) de la persona, del individuo. El ser humano singular, único con sus herencias y posibilidades, sus cualidades e inclinaciones, es un ser frágil y delicado, que puede necesitar un defensor. Y del mismo modo que todas las grandes fuerzas están en contra suya —el Estado, la escuela, las Iglesias, las colectividades de todo tipo, los patriotas, los ortodoxos y católicos de todos los campos, sin olvidar los comunistas o fascistas—, yo, y mis libros, hemos tenido siempre a todas estas fuerzas en contra y hemos sufrido sus métodos de lucha, los correctos y los brutales y ruines. He podido constatar mil veces lo amenazado, indefenso y perseguido que está en el mundo el individuo, el independiente, y la necesidad que tiene de protección, aliento y amor. Pero al mismo tiempo he comprendido, a través de mis experiencias, que en todos los campos y en todas las comunidades, desde las cristianas hasta las comunistas y fascistas, existen muchos que a pesar de las ventajas y comodidades, no se conforman con integrarse y sufren bajo la ortodoxia. Y así, se enfrentan al rechazo y a los ataques masivos de las colectividades miles de preguntas y confesiones más o menos desconcertadas de individuos a los que mis libros (y naturalmente no sólo los míos) dan algo de calor, alivio y consuelo. Pero los individuos no siempre se sienten fortalecidos y animados, sino a menudo seducidos y confundidos, porque están acostumbrados al lenguaje de las Iglesias y los Estados, al lenguaje de las ortodoxias, de los catecismos, de los programas, a un lenguaje que no conoce la duda y que no espera ni tolera otra respuesta que la de la fe y la obediencia. Hay entre mis lectores muchos jóvenes que tras un breve entusiasmo por «Demian», por «Steppenwolf» o «Goldmund», desean volver a su catecismo o a su Marx, Lenin o Hitler. Y luego están aquellos que tras leer esos mismos libros creen que deben sustraerse a todas las afinidades y ataduras, y al hacerlo se apoyan en mí. Pero confío que habrá también otros muchos que asimilarán de nuestras obras lo que les permita su naturaleza, que aceptarán a un autor como yo, como a un defensor del individuo, del alma y de la conciencia, sin someterse a él como a un catecismo, una ortodoxia, una orden de marcha, y sin tirar por la borda los altos valores de la comunidad y de la convivencia. Porque esos lectores comprenden que no me interesa ni romper los órdenes y los lazos, sin los que es imposible una convivencia humana, ni la exaltación del individuo, sino una vida, en la que reinen amor, belleza y orden, una convivencia en la que el hombre no se convierta en un animal de rebaño, sino que pueda conservar la dignidad, la belleza y tragedia del carácter único de su vida. No dudo de que a veces me he equivocado y he cometido errores, que a veces he sido demasiado apasionado y habré desconcertado y puesto en peligro con mis palabras a algún lector joven. Pero si Usted contempla las fuerzas que en el mundo actual se oponen a que el individuo evolucione hacia la personalidad, hacia el ser total, si contempla al ser humano carente de fantasía, poco sensible, totalmente adaptado, obediente, integrado, que es el ideal de las grandes colectividades y sobre todo del Estado, no le resultará difícil tener comprensión y tolerancia con los ademanes combativos del pequeño Don Quijote contra los molinos de viento. La lucha parece inútil y absurda. A muchos hace reír. Y sin embargo, hay que luchar, y Don Quijote no tiene menos razón que los molinos de viento.
(Carta, 1954)

Igualmente me alegra que Usted haya encontrado que, a pesar de todo, ambas narraciones (a las que al fin y al cabo separan 14 años) congenian bien. Muchos lectores han opinado lo contrario, y hay también un número considerable que nunca ha perdonado que el autor del «Camenzind» y del «Knulp» haya degenerado en el «Demian» y el «Steppenwolf». Y yo mismo tampoco he sentido siempre la unidad de «Camenzind» y «Demian», de «Verlobung» («Compromiso») y «Klein und Wagner» («Klein y Wagner»), y me he rebelado interiormente contra el hecho de que no fuese posible volver del «Demian» a las inocentes narraciones suabias de mi juventud, y que hubiese tenido que sacrificar una cierta comodidad y un calor hogareño para alcanzar las etapas posteriores.
(Carta, 1951)

Dice Usted que ha leído «casi todos mis libros» y, sin embargo, en su carta hace como si yo hubiese escrito sólo el «Demian», «Steppenwolf» y «Goldmund», libros en los que el individuo se rebela contra el peso gigantesco del deber, y donde la naturaleza trata de salvaguardar sus derechos frente al espíritu. Pero también en estos libros aparece intacto el espíritu, está la exigencia de que el hombre haga lo máximo de sí mismo o que, al menos, respete ese mundo espiritual. Frente al «Steppenwolf» se hallan «Traktat» y «Lehre vom Geist und von den Unsterblichen» («La teoría del espíritu y de los inmortales»), frente a Goldmund, Narciso.
(Carta, 1954)

A lo largo de los siglos han existido mil «ideologías», partidos y programas, mil revoluciones, que han transformado el mundo y quizás lo han hecho progresar. Pero ninguno de sus programas, ninguno de sus dogmas ha sobrevivido a su tiempo. Los cuadros y las palabras de algunos verdaderos artistas, y también las palabras de algunos auténticos sabios y de aquellos que aman y se sacrifican, han sobrevivido a los tiempos y mil veces una palabra de Jesucristo o de un poeta griego ha alcanzado y despertado a las personas, aún al cabo de los siglos, y les ha abierto los ojos para el sufrimiento y el milagro de la humanidad. Ser en esta fila de amantes y testigos uno pequeño, uno entre miles, sería mi deseo y ambición, no que se me considerase «genial» o algo parecido.
(Carta, 1937)

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