5 feb 2014

La narración chillona


¿Qué postura es más digna de sospecha: la de quien se hace fama de sufrir por narrar o la de quien se ahorra los lloriqueos?
Es preciso sufrir para escribir? La pregunta brota de cuando en cuando, con esa ingenuidad que guarda la esperanza una vez que se torna expectativa. Antes que de la duda verdadera, nace de un morbo antiguo y pertinaz que da por hecho una respuesta positiva —similar a esos casos en los que el juez inquiere al criminal si acaso se arrepiente de lo que hizo— de manera que si uno responde otra cosa que un sí evidente y rotundo, tendrá que hacer malabares verbales para justificarse y persuadir a su interlocutor de que no es un farsante ni un advenedizo.
Siempre hay un tiempo para hacerse cliente de aquel cliché romántico del creador atormentado que levanta su obra sobre las ruinas mismas de su sino. Siempre, también, abunda el público para esa función. A la gente de pronto le entretiene creer que toda gran creación se deriva de la autodestrucción; sobran quienes encuentran sospechosa la salud mental en quien tendría que joderse la existencia para hacer verosímil su vocación. Llega el día, no obstante, en que ya no es posible representarse como autor maldito sin echar mano de ciertas dotes histriónicas.
No sé si sea preciso sufrir o haber sufrido para poder contar el curso de una historia. En todo caso es claro que la buena escritura abomina de pompa y gravedad. Nada tan engorroso y aburrido como aguantar el plomo de quien se asume víctima de la existencia y ya sólo por eso reclama el reflector de nuestra devoción. Hay una suerte de irritante rectitud en el show del perpetuo sufridor, parecería que leemos sus historias nada más que por compromiso moral. Es decir, por estricta obligación. Nada muy diferente a esas parejas que permanecen juntas en nombre de un principio, una promesa antigua o unos cuantos preceptos en teoría valiosos. Pues la dicha oficial no es menos farisea que el descontento protocolario: en uno y otro caso, quien se hace con la pose sabe que no se puede salir del papel. Ha firmado contrato con el qué dirán, es rehén permanente de los ojos ajenos.
El vicio más nocivo de quien escribe historias consiste en pretenderse más importante que sus personajes y competir con ellos en vistosidad. Mal empieza, transcurre o termina la novela si nos es dado ver al autor o avizorar su pura mano negra: señas a todas luces inequívocas no sólo de que todo es un engaño, sino que encima es un pésimo engaño, pues el perpetrador no se ocupa siquiera de borrar sus huellotas de la escena. Pero claro, se trata de un espíritu atormentado, condición que de acuerdo a sus dolientes no permite la artificialidad y está orgullosa de su transparencia. De ahí que existan libros cuyos méritos tienen que ver no tanto con su mérito, como con las penurias de quien los escribió. Para ciertos lectores, por ejemplo, existe un atractivo irresistible en recorrer las líneas de un suicida.
El sufrimiento, dicen, es opcional. Los fracasos, en cambio, son indispensables. No es posible escribir una línea tantito interesante si no se ha fracasado cientos, miles de veces. Cierto es que fracasar sistemáticamente implica un cierto sufrimiento periódico, pero hay que ser fanático del melodrama para pensar que dentro del sufrimiento no existe una semilla de alegría capaz de suprimirlo y suplantarlo. No escribe uno a pesar de las dificultades que el oficio plantea de por sí, sino precisamente en busca de ellas. Se trata de meterse en camisa de once varas, y eso también explica que el victimismo sea la afección infantil de la escritura.
Mentiría como un pordiosero mañoso si dijera que espero a la desdicha para sentarme a contar una historia. Al contrario, se trata de espantarla. Cierto es que a media pena sabe uno que más tarde o más temprano se atreverá a rascar en esa herida para volver con unos buenos párrafos, pero encuentro de menos sospechoso el acto de exhibir en lo alto a la desgracia, igual que una bandera o un ideario. Nada raro será que el desdichado falle en su autopromoción y termine culpando a esa misma desgracia de la suerte infeliz que le persigue.
No sólo la escritura hace sufrir a quien la cultiva. El amor, por ejemplo, pega más fuerte y en zonas más blandas a quien osa caer en su sortilegio. Y ya se sabe cómo y cuánto maltratan los amores al victimista, sin que por ello pueda pavonearse de ganar experiencia en el asunto. Se escribe, como se ama, con el destino entero por apuesta. No hay sitio para quejas ni capitulaciones. No hay vuelta atrás, ni madre que te envuelva si todo sale mal. No hay más que ese vibrante romance con la vida: pobre del infeliz que se siente a llorar.

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