15 abr 2011

Fogwill versus Fogwill

Fogwill.- Discípulos: hace muchos años que tengo un solo alumno. Casi nunca falta, siempre paga y parece ir envejeciendo a la par mía. Soy yo, su manager, mi preceptor, su personal trainer, mi mentor secretísimo. Le enseño y él aprende y olvida a la par. Le digo que mi maestro anterior estableció que escribir es filmar directamente contra la pantalla. Y tratando de que filme directamente contra su pantalla le repito que, de ahora en más, escribir, para él, será conseguir que cualquier cosa que se le vaya ocurriendo pase directamente al texto sin romper su ilusión de continuidad. He tratado por todos lo medios que aprenda a oír a la gente haciéndose escuchar. Creo que ya casi aprendió a poner títulos a sus sonetos y sus letras de rock. No es nada fácil.
Cómo titular


¿Cuál será mi mejor título? 
En general se me conoce por Muchacha Punk, Los Pichiciegos, Vivir Afuera, Restos Diurnos y con Partes del Todo que no casualmente son cinco títulos pentasílabos. También se me vincula a tres libros a los que deliberadamente impuse un título heptasílabo: La experiencia sensible, En otro orden de cosas y Los libros de la guerra. Este último también me pertenece, pero al libro no lo escribí yo: lo compuso Francisco Garamona, de editorial Mansalva, a partir de varias resmas de fotocopias de diarios y revistas que circularon con mi firma y en cuyo rescate y agrupamiento contribuyeron la doctora María Pía López –gran atesoradora de cosas– y los infatigables Mica, Gustavo, Alejo y Sebastián. “Infatigable” también es un pentasílabo y, a la hora de titular libritos vale la pena detenerse a medir el número de sílabas y la ubicación de los acentos.

Acentos
Bien acentuadas, las sucesiones de cinco o siete sílabas, como las de once bien organizadas prometen un discurso más fluido que el que predomina en el habla y en el periodismo, aunque después el libro –como siempre me ocurre– termine frustrando cualquier expectativa de fluidez. Decía mi maestro que en la ficción hay que saber mentir bien desde el comienzo: el título. Mi maestro soy yo y por eso jamás titularía una obra “el presente”, “el futuro” ni “el pasado” que, por tetrasílabos, en la lectura muda se oyen como dos nombres (Elfu Turo) ninguno de los cuales significa nada y, por simétricos (Tá-tá/Tá-ta) preanuncian una escritura tan moralista y escolar como los tiempos de conjugación verbales en los que se inspiran.


Comienzo
Algunos escritores comienzan sus novelas por el título. No es mala idea. Un día encuentro a Sergio Bizzio y me cuenta que está escribiendo su segunda o tercera novela llamada “Más allá del bien y lentamente”. Como me pareció un buen título que prometía el relato de un larguísimo acto sexual en cuyo curso podría aparecer todo lo que vale la pena contar en la vida y todo lo que se pueda reflexionar sobre la moral, le pregunté de qué trataba y me respondió que no lo sabía porque aún no había salido del primer párrafo. No es una mala manera de empezar: aquel proyecto de Bizzio se convirtió en el guión de cine que soñaba filmar, después una obra de teatro (¡representada por perros!) y, finalmente, sin mayor esfuerzo generó una novela que hasta fue publicada. Sólo una vez comencé por el título. Fue en 1977 y a mis pocos cuentos –dos o tres que acababa de escribir y que nunca publicaría– ansiaba agregar otros tantos para componer ¡un libro!, el soñado destino de cada escritor y me senté frente a la máquina, cargué la hoja que sería la página sesenta de mi librito soñado y escribí con mayúsculas la palabra “MÚSICA”, con la esperanza de que, tironeando de ella, emergiese alguna trama, o un imaginario acontecimiento poético de esos que a veces precipita el azar. Me llevó tres años imaginar el relato y otros dos escribirlo. Música se publicó dos veces y aunque casi nadie lo recuerde es uno de mis relatos menos malos.


Alcancías
Hay libros alcancía. Suele suceder con las novelas. El autor no sabe hacia dónde ir y cada día vuelve a depositar en él sus pequeños ahorros de energía procurando continuar y agrandar lo escrito en la víspera. Otro día, cuando encontré a Bizzio contar que ya estaba a punto de terminar el cuarto capítulo de su quinta o sexta novela, se me revelaron las virtudes del Gran Método de las Moneditas, que es eficaz a condición de que el que escribe sepa borrar las huellas de las ilusiones mezquinas y el espíritu de ahorro y consumo diferido que lo animó. Obvio: si el pequeño ahorrista es capaz de ocultar las huellas de su tesón es un verdadero escritor, tan verdadero como si pudiese sobreponerse a cualquier otra vulgaridad que lo asalte en su lucha diaria por la subsistencia y la fama. Yo compuse tres o cuatro novelas-alcancía y no son las peores de mi obra.


Un propósito
Cuando unos escritores (¡de izquierda!) que habían participado del proyecto de lanzamiento del Partido de la Democracia Social de Massera me contaron que su almirante negociaba con Isabel Perón reponerla en el poder para organizar la transición a la democracia, me propuse imaginar la intimidad de la ex bailarina y presidenta y por eso escribí aquel mal libro que se llamó Una Pálida Historia de Amor. Evidentemente, no nací para cumplir propósitos, pero ahora ando con el propósito de reciclar aquella escena de erotismo lesbiano pedófilo entre la protagonista y la hijita de otra figura de su época, que debe ser lo único rescatable de tanta pálida de mi novela mala.


Novelas malas
Caí en la trampa mediática: comencé pensando sobre literatura y a poco de empezar ya estaba escribiendo acerca de novelas. Héctor Viel Temperley y Juan Gelman han escrito no menos de diez libros verdaderos y buenos sin infligirnos siquiera una sola novela y ninguna novela mala. Ignoro qué significa “novela mala”. Ha de ser algo así como la electricidad, una cosa imprescindible, que todos usamos, que muy pocos podrían definir qué es y muchos menos alcanzar a entender lo que significa para la vida habitar un mundo dependiente de ella. Es algo así como esos “escritores verdaderos” que mencioné en el quinto párrafo. No vale definirlos por la inversa, enumerando casos de “escritores falsos” que tanto abundan. De modo que, a menos que uno crea en la democracia –que no es mi caso ni el de los que pensamos que la democracia, bien entendida, sólo transmite el veredicto de los mercados–, debe seguir arreglándose con sus propios criterios de bueno, malo, verdadero y falso. Habitar estos ejes platónicos del bien y la verdad es la ideología espontánea del escritor. Su paradoja es llevar a moverse en un plano delimitado por cuatro entidades que, bien se sabe, son inexistentes. La paradoja del editor es andar siempre a la caza de un libro bueno –paga fortunas por los que lo parecen– sabiendo que su mejor negocio es fabricar libros malos: los libros que se tiran a la basura, los libros que se olvidan rápidamente, los que no son irremplazables son, por puro fáciles de reemplazar, la realización sobre papel de la fórmula de la obsolescencia planificada que fortalece al capitalismo predador, abarrotador y contaminador que sostiene el modo de vida que preferimos. Y entonces: ¿qué es una novela mala? No lo sé: sólo sé que soy malo y que estoy condenado a manejarme con ideas tan caprichosas como la creencia de que una novela buena es la que nos sorprende con una verdad que su propio autor ignoraba hasta el momento de escribirla. ¿Que él mismo lo ignoraba? No me interesa la verdad: aún mejor sería la novela si él lo supiese desde siempre sin que nadie llegue a sospecharlo en momento alguno de la lectura. Sigo en la trampa, refiriéndome a novelas como si olvidara que son una pequeña parte, tal vez la menos importante de la literatura: hay canción, mito, dichos, fábulas, juegos de la lengua, oraciones religiosas, cuentos, poemas, y ensayos, y la novela, el género más reciente, es el único configurado a medida de los mercados en la modalidad con que ahora los conocemos. En las mismas semanas en que se distribuyó la obra completa del poeta y narrador Ricardo Zelarayán, las subsidiarias locales de las dos editoras más importantes de la lengua –Alfaguara y Mondadori– imprimieron en la Argentina réplicas de sus grandes apuestas del año, la primera novela del naïf americano Nathan Englander y la cuarta del argentino radicado en España Andrés Neuman. Han de haber impreso con estos productos toneladas de papel de buena calidad –árboles: ¡Arboles!– y algo de eso se venderá en librerías a razón de ciento veinte pesos el kilo, gracias a que los principales suplementos literarios han impreso, –¡Y a color!–, no menos de dos toneladas de papel de baja calidad con reportajes y crónicas de las andanzas de ambos autores y con críticas que mucho no difieren de las gacetillas de prensa de cada editorial. Un caso extremo se verificó entre el sábado 18 y el domingo 19 de julio pasados, cuando dos suplementos publicaron reportajes idénticos a Englander ilustrados con la misma fotografía (provista por el editor), y uno de ellos –el del domingo– lo anunció en su portada como “reportaje exclusivo” reproduciendo un diálogo telefónico en el que, a otras preguntas parecidas del empleado del diario del domingo, el pobre Englander daba las mismas respuestas publicadas en la víspera por un suplemento de los sábados. Es lo que hay. Los poemas de La obsesión del espacio que proyectaron a Zelarayán al centro de orientación de la literatura argentina fueron publicados en 1972. Era un año Puig, pero ya entonces también abundaban los Englander de su tiempo, gente que ahora, mientras se relee a Zelarayán y a Puig no figura ni en los catastros inmobiliarios de las pequeñas propiedades que compraron con sus éxitos de momento.

Giancarlo
En los años sesenta, Giancarlo Elia Valori, era un veinteañero protegido del Cardenal Ottaviani y, a pesar de su juventud y su obediencia masónica, tenía acceso directo al Cardenal Montini, quien, ungido como Paulo VI, lo nombró “Cameriere di spada e cappa” un rango inicial de la nobleza vaticana. Su vida durante aquella década fascinaba a Manuel Mujica Lainez por el manúchico cóctel de permeabilidad generacional, efebos brillantes, guardias suizos de tensos glúteos, y boato, sedas y armiños papales que daban justo la atmósfera de sus novelas. Pero desde 1971 Giancarlo se desplaza hasta convertirse en un personaje de novela de intriga histórica lo que lo llevó décadas más tarde a figurar como actor de reparto en best-sellers de Tomás Eloy Martínez y Miguel Bonasso. Aquel año hizo trascender su participación en la recuperación del cadáver de Evita, por entonces bajo custodia eclesiástica en un cementerio de Milán y dio comienzo a su amistad con el trío Perón, Isabel y López Rega. En 1972 alojó en casa de sus padres a Perón e Isabelita, facilitó el encuentro romano de Frondizi con el anciano general y agilizó los trámites que concluyeron desactivando la excomunión del General, que nunca había completado su diligenciamiento según las reglas del derecho canónico. Por entonces, sus relaciones con Lanusse estaban aceitadas por gestiones de la FIAT: el secuestro y la ejecución del presidente de la automotriz Oberdan Sallustro no hicieron más que fortalecerlas. De algún modo y con no poca ayuda de sus hermanos de logia, Giancarlo obtuvo el préstamo de una máquina de Alitalia para trasladar a Perón a la Argentina en noviembre de 1972: le cedieron el mismo Boeing acondicionado para los vuelos del Pontífice. Todo esto y el honor de haber introducido al venerable Licio Gelli en el mundo de los negocios y de las fuerzas armadas convertían al ex efebo en personaje ideal para una novela. Pero había que escribirla y a mí no me daban la cara ni las fuerzas para emprender un proyecto de escala Bonasso o Tomás Eloy. Por eso, en 1982 emprendí la composición de Memoria Romana, una novela que, amparada en un simulacro de diario íntimo, me aliviase del penoso deber de dotar a los italianos de un español macarrónico, de sustituir las eses y las cés por zetas cada vez que López Rega abriera la boca, o de transcribir el menú de un hotel cinco estrellas parisino cada vez que mi héroe almorzase con Galimberti, o con López Rega y la familia del gobernador filomonto Bidegain.


Mamá hundió un barco
Yo vivía en una pocilga vecina al departamento de mi mamá. Cada día, volviendo de trabajar, pasaba por su casa a saludar y a surtirme de comida antes de irme a engordar mi Memoria Romana y revisar las novedades de su enfermedad. Ella estaba enferma y yo trabajaba en una agencia de publicidad donde se daban cita comodoros y generales a repartirse las ganancias de las cuentas publicitarias de las empresas intervenidas por el Banco Central: las marcas Noel, Resero, Ferrum, el grupo Greco, el Grupo Catena y otras. Era una mina de oro y allí participaba en conversaciones en las que un brigadier retirado Cabrera, por entonces vicepresidente del Central y un general activo Saá se jactaban de la victoria inminente de las tropas argentinas. Como yo imaginaba miles de muertos, la escena no daba risa, sino pánico. Esa tarde, creo que fue el primer martes de mayo del 82, al llegar a la casa encontré a mamá y a la empleada que la cuidaba pegadas al televisor y mamá me recibió gritando entusiasmada:
¡Hundimos un barco…!
Ni la imagen de decenas de ingleses violetas flotando congelados, que de alguna manera me alegraba, pudo atenuar el horror que me producía el veneno mediático inoculado a mi familia.
Entonces volví a mi pocilga, escribí la frase “mamá hoy hundió un barco” con la que di por terminada para siempre mi fallida novela romana, cargué otra hoja de papel en la IBM y doce horas después había completado la mitad del relato de Los Pichiciegos: cien mil caracteres que, sin hacer mal a nadie, siguen tan vigentes como Giancarlo Elia, que ahora es un rico empresario y mecenas de la Fundación Valori que subvenciona los premios de la academia francesa de ciencias y diversos premios a servicios humanitarios. En el currículum del mecenas se destacan lauros de Unesco –Gran Cruz al Merito–, Francia –la Légion d´Honneur–, y la Orden de Isabel la Católica de España y la del Libertador, concedida por la Argentina en 1973. Vinculado por amistad y negocios con los más altos dirigentes de China, Libia, y, hasta su muerte con el rumano Ceausescu, fue reconocido como benefactor del estado de Israel por el primer ministro Simon Peres por su aporte a los vínculos entre Tel Aviv y la elite dirigente de Pekín. Entre las metas de la fundación Valori figura la conservación de las lenguas y las canciones tradicionales. Justo él que tanto contribuyó a la conservación de la marchita peronista que ahora suena en la Secretaría de Cultura de la Nación.

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