1 may 2010

El oficio de escribir

Este 23 de abril, la escritora está preocupada. No por su futuro, sino por el de su oficio, los constantes malentendidos que alimentan una marea de ignorancia, de incomprensión en muchos casos espontánea, incluso bienintencionada. Eso es lo peor, porque no se siente agredida por personas con las que de costumbre está de acuerdo, sino más bien en esa tesitura evangélica en la que Cristo le pidió a su Padre que perdonara a sus verdugos porque no sabían lo que hacían.

De hecho, nadie que no esté en su lugar tiene por qué saberlo. Cada uno conoce su oficio, y el suyo consiste en pasar horas y horas delante de un cuaderno o de una pantalla, escogiendo, pensando, puliendo palabras, durante una jornada laboral semejante a la de los trabajadores de cualquier otro sector, aunque a veces, al final de una novela, puede llegar hasta diez, once horas diarias. Y esto, siete días a la semana, todas las semanas de todos los meses que caben en tres, o en cuatro, o en cinco años. No pretende proponerse como heroína, todo lo contrario. Es consciente de ser una privilegiada, porque no concibe una vida mejor que ésta. Pero el precio de su privilegio no es otra cosa que su trabajo.

El resultado es un objeto que cuesta menos que un cartón del tabaco que fuma. Un libro que ocupa espacio, pero que no se apaga, no se avería, no se funde, no se rompe cuando cae al suelo ni hay que recargar. Un libro que se puede llevar en el bolso, doblar, subrayar, marcar, prestar y releer infinitas veces. Ella lo sabe porque ahora mismo tiene la mesa llena de libros, sus páginas erizadas de etiquetas de colores, párrafos subrayados, márgenes anotados, anotaciones también en las guardas. Cuando necesita alguno, lo identifica de un vistazo, un fragmento inapreciable del tiempo que tarda en escribir “dentista 5 tarde” en la agenda de su móvil. Los libros tienen lomos, colores, portadas. Y algo más.

Un libro no es sólo el fruto del trabajo de su autor. Más allá del texto, trabajan un editor, un diseñador, un corrector de pruebas, un impresor, un distribuidor, un agente, un equipo de promoción, otro de marketing, las secciones de Libros de los medios de comunicación, y al final, un librero. Si desaparecen los libros, y permanecen sólo los archivos de texto que los originan, desaparecerán todos estos sectores. Y no se trata sólo del número de trabajadores que habrán perdido su oficio, ni siquiera de que un mundo sin editores en quienes confiar ni librerías que colonizar sea más feo, más inhóspito que el nuestro. Lo peor es que alguien, sin duda, saldrá ganando.

Siempre que lucha la KGB contra la CIA, gana al final la policía, cantaba Joaquín Sabina hace algunos años. Y será la policía quien se lleve el dinero que dejen de ganar quienes trabajan por amor a los libros. Será una policía privada, desde luego, e informática. Porque los piratas siempre están donde más dinero se gana, y en el momento en que los autores se vean obligados a enviar su texto directamente a los lectores que quieran pagar por él, florecerán los sistemas de blindaje, los cortafuegos, las obras maestras del software antipiratería. Así, unos y otros se harán el juego mutuamente, y ni siquiera eso será lo peor.

Cuando desaparecen las condiciones imprescindibles para que se desempeñe un oficio, ese oficio desaparece. La creación literaria no morirá, pero llegará malherida a la última etapa del proceso. La tranquilidad imprescindible para pensar palabras mientras el tiempo pasa no es compatible con la angustia de un rehén de su equipo informático, expuesto a piratas tan voraces como los mafiosos a quienes paga por su protección, obligado a crear a la intemperie, sin ningún cómplice ni el abrigo de un editor al que llamar en los malos momentos, y abocado, con suerte, a convertirse en un profesional de la conferencia, de los talleres de escritura que absorberán la mayor parte de su tiempo, porque los profesionales no pueden improvisar, ni repetirse. Y esto, si acaso, respecto a la novela. Los géneros menos comerciales, como la poesía o el ensayo, no darán ni para policías. Y nadie estará interesado en digitalizarlos.

La literatura se irá volviendo más pequeña, más estrecha. Cada vez habrá menos libros distintos donde escoger, y todo el mundo leerá lo que lee todo el mundo. La escritura lenta, ambiciosa, exigente, se convertirá en una hazaña de ociosidad que, como en la Edad Media, sólo estará al alcance de los ricos, que no necesitan trabajar para vivir. Ese será el progreso social que habremos conquistado. Y todo por un objeto que cuesta menos que un cartón de Ducados.

Los libros no son, desde luego, imprescindibles para la vida. Pero quizá los que claman indiscriminadamente contra la industria editorial en general, y los derechos de autor en particular, deberían dedicar unos minutos a pensar en todo esto y comprobar si de verdad saben lo que están haciendo.

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