6 ene 2011

Escrito en un jardín

El color es la expresión de una virtud oculta.

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Algunos pájaros son llamas.

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Me hace observar un jardinero que es en otoño cuando se aprecia el verdadero color de los árboles. En primavera, la abundancia de clorofila los reviste a todos con un uniforme verde. Cuando llega septiembre aparecen engalanados con sus colores específicos: el abedul rubio y dorado, el arce amarillo‑naranja‑rojo, el roble color de bronce y de hierro.

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Nada me ha ayudado tanto a comprender los fenómenos naturales como los dos signos herméticos que significan el agua y el aire, y que luego, modificados por una barra que de alguna manera modera su impulso, simbolizan el fuego, menos libre, unido a la materia leñosa o al aceite fósil, y la tierra de apretadas y blandas partículas. El árbol incluye a los cuatro en su jeroglífico. Agarrado al suelo, saciada su sed con aire y agua, sube al cielo, sin embargo, como una llama; es llama verde antes de que acabe el día y llama roja en las chimeneas, en los bosques incendiados y en las hogueras. Pertenece, por su crecimiento, al mundo de las formas que se elevan, así como el agua que lo alimenta pertenece al de las formas que, abandonadas a sí mismas, vuelven a caer al suelo.

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Signo hermético del aire, triángulo vacío que apunta hacia lo alto. En los días tranquilos la pirámide verde del árbol se sostiene en el aire en perfecto equilibrio. En los días de viento, las ramas, al agitarse, inician el comienzo de un vuelo.

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Signo hermético de la tierra, triángulo que apunta hacia abajo pero al que una barra detiene en su caída. El terrón de tierra estable, cuando ni la gravitación, ni el viento, ni la patada de un paseante intervienen.

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El agua que por sí misma cede y desciende. Y por eso es apropiado aplicarle el calificativo franciscano: umile.

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¿Hay algo más bello que esa estatua de suplicante que hizo Rodin y que representa a un hombre rezando que tiende los brazos y se estira a la manera de un árbol? Con toda seguridad, el árbol reza a la luz divina.

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Las raíces hincadas en el suelo, las ramas que protegen los juegos de la ardilla, el nido y los cantos de los pájaros, la sombra otorgada a las bestias y a los hombres, la copa en pleno cielo. ¿Conoces una manera de existir más sabia y más benéfica?

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Y de ahí el sobresalto de rebeldía en presencia del leñador y el espanto, mil veces mayor, ante la sierra mecánica. Derribar y matar lo que no puede huir.

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Milagro de las instantáneas que fijan la imagen del agua que mana, derramándose fuera de sí misma, rebotando hacia lo alto, surtidor de espuma de una ola estrellándose contra una roca. La ola muerta engendra a ese fantasma grande y blanco que dentro de un instante ya no existirá. En un abrir y cerrar de ojos el agua pesada asciende como el humo, como el vapor, como el alma.

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Por una razón inversa, belleza exquisita y artificial del chorro de agua. La hidráulica obliga al agua a comportarse como una llama, a repetir continuamente, en el interior de su columna líquida, su ascensión hacia el cielo. El agua acosada se eleva hasta la punta del obelisco fluido, antes de recuperar su libertad, que es la de bajar.

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Toda agua aspira a convertirse en vapor, y todo vapor a recuperar su esencia de agua.

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Hielo. Resplandeciente detención. Condensación pura. Agua estable.
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Entre los más sobrecogedores paisajes, yo pongo los de ciertos fiordos de Alaska y Noruega en primavera, cuando el agua aparece en sus tres formas a la vez y con diversos aspectos. Agua temblorosa, pero estancada, del fiordo; agua de las cascadas que corre por la pared vertical de las rocas, vapor que se eleva cuando esta agua cae, agua que en forma de nube traza camino en el cielo, hielo y nieve de las cumbres próximas, a las que todavía no ha subido la primavera.

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Rocas compuestas, hechas de lavas volcánicas y de sedimentos arrastrados por el agua, amalgama vieja de millares de siglos. Y su forma exterior perpetuamente modificada, reesculpida por el aire y por el agua.

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Tu cuerpo se compone en sus tres cuartas partes de agua, más una pequeña cantidad de minerales terrestres, un puñadito. Y esa gran llama dentro de ti cuya naturaleza no conoces. Y en tus pulmones, apresado una y otra vez en el interior de tu caja torácica, el aire, ese apuesto extranjero sin el cual no puedes vivir.

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