En algún momento de este mes se celebrará el tercer aniversario de la première en Chicago de El zoológico de cristal, un evento con el que concluyó una parte de mi vida y comenzó otra, tan diferente en sus circunstancias externas como cabrá imaginar. Fui arrancado del casi total anonimato y arrojado a una repentina celebridad, y lanzado del precario paso por unos cuartos llenos de muebles baratos a una suite de lujo en un hotel de cinco estrellas en Manhattan. Mi experiencia no es única. El éxito con frecuencia llega en esa forma súbita a las vidas de los americanos.
No, no se trató de una experiencia excepcional, pero tampoco fue del todo ordinaria, y si ustedes están dispuestos a aceptar la propuesta algo ecléctica de que yo no escribía con semejante experiencia en mente —y es mucha la gente que no está dispuesta a aceptar que un dramaturgo esté interesado en algo diferente al éxito y a la popularidad— puede tener algún sentido comparar los dos estados.
El tipo de vida que yo había tenido antes del éxito popular requería tenacidad, un ir subiendo por la roca con las uñas en medio de los raspones, un aferrarse con fuerza a cada pulgada de roca que quede un poco más arriba que la anterior, pero como vida era buena porque es el tipo de vida para la que el organismo humano ha sido creado.
Yo no estaba consciente de cuánta energía vital había invertido en esta lucha hasta que la lucha cesó. Me hallaba en una planicie nivelada con los brazos todavía agitándose y con los pulmones todavía luchando por un aire que ya no se resistía. La seguridad había llegado por fin.
Me senté, miré a mi alrededor y de repente me sentí muy deprimido. Pensé para mí mismo: es apenas cuestión de adaptarse. Mañana en la mañana me levantaré en esta suite de hotel de primera clase con vista sobre el discreto trajín de un bulevar del East Side de Nueva York y apreciaré su elegancia y me regodearé en su confort y sabré que he llegado a la versión americana del Olimpo. Mañana en la mañana, cuando mire el sofá de verde satín, me enamoraré de él. De seguro esta impresión de que el sofá de verde satín parece una secreción inmunda sobre agua estancada es temporal.
Pero a la mañana siguiente el pequeño e inofensivo sofá me pareció más repugnante que la noche anterior y sentí que me estaba engordando más de la cuenta para la suite de 125 dólares la noche [una suma enorme, recuérdese que Williams escribe en 1947] escogida para mí por un conocido muy chic. En la suite las cosas empezaron a descomponerse por accidente. Al sofá se le soltó un brazo. Empezaron a aparecer quemaduras de cigarrillo en las bruñidas superficies de los muebles. En una ocasión las ventanas se quedaron abiertas y las ráfagas de lluvia inundaron la suite. Sólo que la camarera siempre lo arreglaba todo, al tiempo que la paciencia de la administración era infinita. No había la menor posibilidad de que las fiestas hasta altas horas los ofendieran seriamente. Nada que no fuera una bomba de demolición parecía perturbar a los vecinos.
Yo vivía del room service. Pero en esto también vino el de-sencanto. En el lapso que pasaba mientras yo ordenaba la cena y el momento en que ésta entraba por la puerta como un cadáver sobre una camilla con ruedas de caucho, ya había perdido todo interés en ella. Una vez pedí un solomillo y un pudín de chocolate, pero todo estaba tan astutamente dispuesto sobre la mesa que confundí la salsa del chocolate con la de la carne y la vertí encima del filete.
Desde luego que ésta es apenas la parte más trivial de la dislocación espiritual que se empezó a manifestar por caminos mucho más perturbadores. Pronto me fui volviendo indiferente con la gente. Un pozo de cinismo se fue llenando dentro de mí. Las conversaciones todas sonaban como grabadas años atrás y repetidas por un parlante. La sinceridad y la gentileza se me antojaban ausentes en las voces de mis amigos. Yo me temía que había hipocresía en ellos. Dejé de llamarlos y dejé de verlos. Me sentía impaciente con lo que tomaba por adulación estúpida.
Me enfermaba tanto que me dijeran “¡Adoré su obra!”, que ya no sabía dar las gracias. Se me atoraban las palabras y me daba la vuelta con brusquedad ante personas usualmente sinceras. Dejé de sentir orgullo por la obra y empezó a disgustarme, probablemente porque me sentía tan falto de vida por dentro, que no me creía capaz volver a crear otra. Iba por ahí muerto encima de mis zapatos y lo sabía, pero en esa época no había nadie en quien confiara lo suficiente como para llamarlo a un lado y explicarle lo que me estaba sucediendo.
Esta curiosa condición duró tres meses, por ahí hasta fines de primavera, cuando decidí hacerme una nueva operación en los ojos, sobre todo porque me proveía de una excusa para esconderme del mundo detrás de una máscara de gasa. Era la cuarta operación que me hacía en los ojos, y tal vez deba explicar que de cinco años a esa parte sufría de cataratas en el ojo izquierdo, lo que implicaba una serie de operaciones incisivas, rematadas al final por una operación en el músculo de ese ojo (que todavía me acompaña, dicho sea de paso).
Pues bien, la máscara de gasa surtió el efecto deseado. Mientras estaba convaleciente en el hospital, los amigos a los que había ninguneado u ofendido de una u otra manera empezaron a ocuparse de mí, y ahora que estaba adolorido y a oscuras, sus voces me parecieron cambiadas, o tal vez lo que pasaba era que la fastidiosa mutación que percibía en ellas unos meses atrás había desaparecido y empezaron a sonarme como me sonaban en los añorados días de mi anonimato. Una vez más eran voces sinceras y amables con un aire de verdad en el fondo.
Cuando me quitaron la máscara de gasa, vi que me había readaptado al mundo. Abandoné la bella suite del hotel de cinco estrellas, empaqué mis papeles y algunas pertenencias accesorias y me fui para México, un país elemental donde uno puede olvidarse a toda velocidad de las falsas dignidades y presunciones que el éxito impone, donde vagabundos inocentes como niños se echan a dormir en las aceras y donde las voces humanas, en especial cuando la lengua no nos es familiar a los oídos, resultan tan suaves como las de los pájaros. Mi yo público, ese artificio de espejos, allí no existía, de modo que volví a ser el de antes.
Luego, como acto final de restauración, me puse a trabajar en Chapala en una obra llamada “La velada de póker” que luego se convirtió en Un tranvía llamado deseo. Es sólo en el trabajo donde un artista puede encontrar satisfacción y concreción, pues el mundo real es menos intenso que el mundo de la propia invención y, en consecuencia, la propia vida, apartada de los desórdenes violentos, no le parecerá muy sustancial. La condición adecuada para él es aquella en que su trabajo parece no sólo conveniente, sino inevitable.
La anterior es una sobresimplificación. Nadie se escapa así tan fácil de las seducciones de un modo de vida decadente. Uno no se puede decir arbitrariamente: voy a continuar con mi vida como era antes de que esta cosa, el Éxito, me aconteciera. Pero una vez que uno entiende a cabalidad la vacuidad de una vida sin lucha, está equipado con los medios básicos de su salvación. Una vez que capta esta verdad, que el corazón de los hombres, su cuerpo y su cerebro se forjan al rojo blanco en el crisol de la superación de los conflictos (la lucha por la creación), y que sin conflicto el hombre es como una espada para cortar margaritas, que el lobo que espera a la puerta no es la privación, sino el lujo, y que los colmillos de este lobo son todas las pequeñas vanidades, presunciones y ligerezas que vienen con el Éxito, pues bien, habiendo entendido esto, uno al menos está en condición de saber dónde reside el peligro.
Uno se entera entonces de que el Alguien público en que se convierte cuando “adquiere un nombre” es una ficción creada con espejos y que el único alguien que vale la pena ser es el solitario e invisible alguien que existía desde que empezó a respirar, o sea la suma de todas sus acciones, y que por lo tanto siempre estará en proceso de construcción bajo la mirada de la propia voluntad: sólo sabiendo estas cosas es posible sobrevivir ¡incluso la catástrofe del Éxito!
Nunca es tarde del todo, a menos que uno se aferre con ambas manos a esa “diosa puta”, como la llamó el pensador William James, y encuentre en sus caricias asfixiantes exactamente lo que el niño nostálgico que lleva adentro siempre quiso: la protección absoluta, la completa ausencia de esfuerzo. La seguridad es, creo yo, una forma de muerte, y puede venírsele a uno encima en la forma de una avalancha de cheques de regalías al lado de una piscina en Beverly Hills con forma de riñón o en cualquier lugar que esté apartado de las condiciones que nos convirtieron en artistas, si eso es lo que uno es o aspiraba a ser. Pregúntenle a cualquiera que haya experimentado el tipo de éxito del que estoy hablando: ¿para qué sirve? Tal vez a la hora de obtener una respuesta honesta habría que aplicarle una inyección del suero de la verdad, pero la palabra que al final acompañará al gruñido es impublicable en las páginas de los medios elegantes.
¿Y entonces qué vale la pena? Pues el interés obsesivo en los asuntos humanos, más una cierta cantidad de compasión y de convicción moral, las cuales para comenzar hicieron valiosas las experiencias que luego fue indispensable transcribir en pigmentos o en música o en movimientos corporales o en poesía o en prosa o en cualquier medio que sea dinámico y expresivo: eso es lo que vale la pena para uno si tiene aspiraciones en alguna medida serias. William Saroyan escribió una gran obra de teatro sobre este tema, según la cual la pureza del corazón es el único éxito que vale la pena experimentar. “En el tiempo de la vida, ¡vive!”. Ese tiempo es breve y no vuelve jamás. Se está escapando incluso ahora mientras escribo estas palabras y mientras usted las lee, y el monosílabo del reloj dice: ¡perdido!, ¡perdido!, ¡perdido!, a menos que uno entregue el corazón para oponérsele.
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