En mayo de 1921 me visitó mi madre. La llevé por el jardín y le mostré todo lo que allí florecía. Noté que estaba de mal humor e intenté animarla con el perfume de las flores. Pero no hizo caso, calló obstinadamente y era extraño lo tranquilas que se mantenían sus aletas nasales. Al final de la pista de tenis, donde nadie podía escucharnos, dijo: “¡Siéntate!», y ella misma se sentó. “¡Esto se acabó!», exclamó de repente, y yo supe que había llegado la hora. «Tienes que irte de aquí. ¡Te estás volviendo imbécil!»
«No quiero irme de Zurich. Quedémonos aquí; aquí sé por qué estoy en el mundo.»
“¡Por qué estás tu en el mundo! ¡Masaccio y Miguel Ángel! ¿Crees tú que el mundo es esto? Pintar florecitas, el estudio de Fräulein Mina. Esas jovencitas, la bulla que hacen contigo. Una más respetuosa y servicial que la otra. Tus cuadernos llenos de la filogenia de la espinaca. ¡El calendario de Pestalozzi, ese es tu mundo! La gente famosa que hojeas. ¿Te has preguntado alguna vez si tienes derecho a ello? Sólo conoces lo agradable, su fama; ¿te has preguntado cómo han vivido? ¿Crees que se sentaban en un jardín, como tú ahora, entre flores y árboles? ¿Crees que su vida era un perfume? ¡Los libros que lees! ¡Tu Conrad Ferdinand Meyer! ¡Esos cuentos históricos! ¿Qué tienen que ver con lo que pasa hoy día? ¡Crees que con leer algo sobre la Noche de San Bartolomé o sobre la guerra de los Treinta Años ya lo sabes! ¡Tú no sabes nada! ¡Nada! Todo es muy distinto. ¡Es horrible!»
Ahora salía todo. Su antipatía por la ciencia: yo me había entusiasmado con la organización del mundo tal como se revelaba en las plantas y en los animales; y se lo había hecho saber por carta, diciéndole que sería bueno que reconociera un designio detrás de todo ello, y en aquel tiempo tenía la opinión inconmovible de que esa intención era buena.
Pero ella no creía que la estructura del mundo fuera buena. Nunca había sido religiosa y nunca se resignó a las cosas como eran. Nunca se repuso del trauma de la guerra, que se sumó a las vivencias del período del sanatorio; allí conoció gente que prácticamente murió ante sus ojos. Nunca habló conmigo de ello, era una parte de su experiencia que quedó oculta para mí, pero existía en ella y tuvo sus efectos.
Mi compasión por los animales le gustaba todavía menos. Su antipatía era tan grande que se permitía conmigo las burlas más crueles. En Kandersteg, en la calle del hotel, vi arrastrar una vez a un ternerito muy joven. Tropezaba a cada paso, y al carnicero, que yo conocía de vista, le costaba mucho llevarlo. No me daba cuenta de lo que ocurría; ella, que estaba junto a mí, me explicó con toda tranquilidad que lo llevaban al matadero. Inmediatamente después, era la hora de comer; nos sentamos a la mesa y yo me negué a comer carne. Me mantuve en esta resolución algunos días y ella se enfadó; puse mostaza en la verdura y me dijo riendo: “¿Sabes cómo se hace la mostaza? Se usa sangre de pollo». Esto me confundió y no supe interpretar la ironía de sus palabras; cuando lo capté ella ya había roto mi resistencia y me dijo: «Así es, tú eres como el ternero, finalmente también él tiene que resignarse». No era muy escrupulosa con sus métodos. Además le acompañaba la convicción de que hay que reservar los sentimientos humanos para los seres humanos; si estos sentimientos tuvieran que referirse a todo lo viviente, perderían su fuerza y se volverían vagos e ineficaces. Su desconfianza de la lírica era otra cosa. El único interés poético que manifestó fue por Les fleurs du mal de Baudelaire; y esto provino de esa especial constelación emotiva que fue su relación con Herr Professor. Le molestaba en los poemas la pequeñez de la forma, terminaban demasiado pronto para ella. Una vez dijo que los poemas le arrullaban a uno, en el fondo eran canciones de cuna. Los adultos tenían que cuidarse de las canciones de cuna, sería despreciable que se quedaran sometidos a ellas. Yo creo que la medida de pasión que hay en los versos era demasiado baja para ella. Ella le daba mucha importancia a la pasión, pero sólo la consideraba plausible en el teatro. Shakespeare expresaba la verdadera naturaleza humana, nada quedaba en él reducido ni mitigado.
Hay que tener en cuenta que la conmoción de la muerte había sido tan fuerte en ella como en mí. Tenía veintisiete años cuando súbitamente murió mi padre. Este acontecimiento la obsesionó toda la vida, es decir durante veinticinco años más, de muchas maneras, cuya raíz, sin embargo, era siempre la misma. Así, intuitivamente, sin que yo lo supiera, ella se convirtió para mí en un modelo emocional. La guerra era la multiplicación de esa muerte, el absurdo elevado a categoría de masas.
En los últimos tiempos había empezado a temer la abrumadora influencia femenina en mi vida. ¿Cómo iba yo a hacerme un hombre por medio del simple conocimiento, que me atraía cada vez más intensamente? Ella despreciaba su propio sexo. Su héroe no era una mujer, era Coriolano.
«Fue un error marcharnos de Viena», dijo, «te he hecho la vida demasiado fácil. He visto Viena después de la guerra, yo sé cómo era aquello entonces».
Fue una de aquellas escenas en las que trataba de destruir todo lo que, durante años de gran paciencia, había alentado en mí. A su manera, era una revolucionaria. Creía en los cambios bruscos que podían irrumpir despiadadamente y alterar por completo todas las situaciones, incluso las de los seres individuales.
Su ira especial se concentró en mi relato sobre los dos hidroplanos que habían caído en el lago de Zurich, muy cerca de nosotros. Los dos accidentes se habían sucedido con un intervalo de ocho días, en el otoño de 1920, y yo le había escrito de ello, asustado y sacudido. La ponía furiosa mi relación con el lago, que tanto significaba para mí. Dijo que esas muertes tenían algo de lírico para mí. Me preguntó sarcástica si había hecho algún poema también sobre ello. «Te los hubiera enseñado», dije, el reproche era injusto, yo le hablaba de todo.
«Pensé», atajó ella, «que tu Mörike te los habría inspirado», y me recordó el poema, «¡Piénsalo, oh alma!», que yo le había leído. «Te hundes en el idilio del lago de Zurich. Quiero sacarte de aquí. Todo te gusta tanto. Eres tan blando y sentimental como tus viejas solteronas. ¿Quieres terminar siendo pintor de florecillas?»
«No, a mí sólo me gustan los profetas de Miguel Ángel.»
«Isaías, ya lo sé, me dijiste. ¿Cómo crees tú que era Isaías?»
«Se enfadó con Dios», respondí.
“¿Y sabes lo que esto significa? ¿Tienes alguna idea de lo que supone?»
No, esto no lo sabía. Callé, y repentinamente me sentí avergonzado.
«Piensas que todo consiste en mantener la boca entreabierta y adusto el rostro. Es el peligro de los cuadros. Se convierten en poses rígidas de algo que continuamente ocurre, algo que sucede constantemente, sin cesar.»
“¿También es una pose el Jeremías?»
«No, ninguno de los dos, ni Isaías ni Jeremías, pero para ti se han convertido en poses. Tú te contentas con mirarlos, y con ello te ahorras todo lo que podrías experimentar por ti mismo. Es el peligro del arte. Tolstoi lo supo. Todavía no eres nada y te imaginas ser todo lo que conoces a través de los cuadros y los libros. Nunca te tendría que haber orientado hacia los libros. Ahora, por Yalta, se han añadido los cuadros. Era lo único que faltaba. Te has vuelto una rata de bibliotecas y todo tiene para ti la misma importancia. La filogenia de la espinaca y Miguel Ángel. Todavía no te has ganado por ti mismo ni un solo día de tu vida. Para todo lo que tenga que ver con esto tienes una palabra: negocios. Desprecias el dinero. Desprecias el trabajo con el que se lo gana. ¿Sabes que eres tú el parásito y no la gente que desprecias?»
Quizás el comienzo de nuestra ruptura estuviera en esta terrible conversación. No lo sentí así entonces. Mi única idea era justificarme ante ella. No quería irme de Zurich. Sentía que en el curso de esta conversación había tomado la decisión de arrancarme de Zurich y trasladarme a un entorno «más duro», que ella misma controlara en alguna medida.
«Ya lo verás, no seré ningún parásito. Soy demasiado orgulloso para ello. Quiero ser un ser humano.»
«¡Un ser humano con la contradicción humana! ¡Te lo has buscado con cuidado! Tendrías que escucharte cuando lo dices, como si hubieras inventado la pólvora, como si hubieras hecho algo y ahora tuvieras que arrepentirte. Tú no has hecho nada. No te has ganado ni una sola de las noches que pasas en tu buhardilla. Los libros que lees los han escrito otros para ti. Escoges lo que te place y desprecias todo lo demás. ¿Crees realmente que eres un ser humano? Un ser humano es alguien que ha luchado en la vida. ¿Te has encontrado en peligro alguna vez? ¿Te ha amenazado alguien? Nadie te ha roto la nariz a ti. Oyes algo que te gusta y simplemente lo tomas, pero no tienes derecho. ¡Un ser humano con la contradicción humana! Tú no eres nada. Un charlatán no es un hombre.»
«Yo no soy ningún charlatán. Lo que digo lo pienso.»
“¿Cómo puedes pensar algo? No sabes nada. Simplemente lo has leído. Dices, negocios, y no tienes ni idea de lo que es. Estás convencido de que los negocios consisten en meterse dinero en los bolsillos. Pero para llegar hasta ahí es preciso tener alguna idea. Uno tiene que idear cosas de las que tú no tienes la menor noción. Se debe conocer a las personas y convencerlas de algo. Nadie da nada gratis. ¿Crees que basta con hacer creer a alguien un embuste? ¡Así no llegarías lejos!»
«Nunca me dijiste que admiraras esto.»
«Quizás no lo admiro, quizás haya cosas que admire más. Pero ahora hablo de ti. Tú no tienes el menor derecho ni a despreciar algo ni a admirarlo. Primero tienes que saber lo que realmente sucede en el mundo. Tienes que vivirlo personalmente. Te tienen que empujar de un sitio a otro y has de demostrar que sabes defenderte.»
«Eso es lo que hago. Lo hago contigo.»
«Pues lo tienes demasiado fácil. Yo soy una mujer. Con los hombres te iría de otro modo. No te regalarían nada.»
“¿Y los profesores? ¿No son hombres?»
«Sí, sí, pero esa es una situación artificial. En el colegio estás protegido. No te toman en serio. Para ellos eres un chico al que hay que ayudar. El colegio no cuenta.»
«Pero yo enfrenté a mi tío, conmigo no pudo.»
«Fue una corta conversación. ¿Cuánto tiempo lo has visto? Tendrías que estar junto a él en su negocio, día tras día, hora tras hora, entonces se vería si sabes defenderte. En Sprüngli tomaste su chocolate y luego saliste corriendo: ese fue todo tu mérito.
«En su negocio puede que sea él el más fuerte. Allí podría dirigirme y empujarme de un sitio a otro. Allí yo tendría su vileza continuamente ante los ojos. Pero ganarme, en realidad él no me ganaría. Te lo puedo asegurar.»
«Es posible, pero esto forma parte de tu charlatanería. No has demostrado nada.»
«No tengo la culpa de no haber demostrado nada todavía. ¿Qué podría demostrar con dieciséis años?»
«No mucho, es cierto. Pero a otros chicos de tu edad se les pone a trabajar. Si las cosas fueran como deben, ya serías aprendiz desde hace dos años. Te salvé de ello. Pero no noto que te muestres agradecido. Sólo muestras arrogancia, una arrogancia que crece con los meses. Tengo que decirte la verdad: me irrita tu arrogancia. Tu arrogancia me saca de quicio.»
«Siempre quisiste que me tomara en serio las cosas. ¿Es eso arrogancia?»
«Pues sí, porque miras desde arriba a quienes no piensan como tú. Y como también eres listo te acomodas bien en tu vida fácil, ¡Tu única preocupación, consiste en que haya suficientes libros para leer!»
«Eso era antes, cuando vivíamos en Scheuchzerstrasse. Ahora ya ni pienso en ello. Ahora quiero aprenderlo todo.»
“¡Aprenderlo todo! ¡Aprenderlo todo! No se puede. Hay que dejar de aprender para hacer algo. Por eso debes marcharte de aquí.»
“¿Pero qué puedo hacer antes de terminar el colegio?»
«Nunca harás nada! Terminarás el colegio y después querrás entrar a la universidad. ¿Sabes por qué quieres estudiar? Sólo para poder seguir aprendiendo. Así se convierte uno en un monstruo, no en un hombre. Aprender no es una finalidad en sí. Uno aprende para acreditarse ante los demás.»
«Quiero seguir aprendiendo siempre. Tanto si me acredito como no, yo quiero seguir aprendiendo siempre. Yo quiero aprender.»
“¿Pero cómo? ¿Cómo? ¿Quién te dará el dinero?»
«Yo mismo me lo ganaré.»
“¿Y qué harás con lo aprendido? Te ahogarás en ello. No hay nada más horrible que el saber muerto.»
«Mi saber no será un saber muerto. Tampoco ahora lo es.»
«Porque todavía no lo tienes. Sólo cuando uno lo tiene se convierte en algo muerto.»
Yo haré algo con ello, algo que no sea para mí.»
«Sí, sí, ya lo sé. Lo vas a regalar porque todavía no tienes nada. Mientras no tengas nada, es fácil decirlo. Sólo cuando tengas algo se verá si lo regalas o no. Todo lo demás es charlatanería. ¿Serías capaz de regalar ahora tus libros?»
«No, los necesito. Yo no he dicho "regalar", sólo he dicho que haré algo que no será para mí.»
«Pero aún no sabes qué. Son caprichos, frases huecas, y tú te complaces en ellas porque suenan tan nobles. Pero lo único que importa es lo que uno hace realmente, todo lo demás no cuenta. Tampoco te quedaría nada que hacer, tan contento estás de todo lo que te rodea. Un hombre contento no hace nada, un hombre contento es perezoso, un hombre contento ya está jubilado antes de haber emprendido nada. Un hombre contento hace siempre lo mismo, una y otra vez, igual que un funcionario. Tú estás tan contento que lo que más te apetece es quedarte para siempre en Suiza. Aún no sabes nada del mundo y ya quieres retirarte, con dieciséis años. Por esto tienes que largarte de aquí.»
Sentí que algo la había irritado especialmente. ¿Sería todavía «La araña negra»? Mi madre seguía acometiéndome con tanto ímpetu que no me atreví a mencionársela en seguida. Yo le había descrito la generosidad de los trabajadores italianos, cuando salí de colecta con aquella chica. Le había gustado. «Tienen que trabajar duramente», dijo, «y así y todo no se han endurecido».
“¿Por qué no vamos a Italia?» No lo decía en serio, sólo quería desviar la conversación.
«No, lo que tú quieres es pasear por los museos y leer viejas historias sobre cada ciudad. Eso no corre prisa. Lo podrás hacer más adelante. No estoy hablando de viajes de placer. Tienes que ir a un sitio en donde no haya ningún placer para ti. Quiero llevarte a Alemania. Allí la gente no lo pasa bien ahora. Allí verás lo que sucede cuando la gente pierde la guerra.»
«Pero era eso lo que tú querías, que perdieran la guerra. Dijiste que fueron ellos quienes la empezaron, y que quien empieza una guerra debe perderla. Eso lo aprendí de ti.»
“¡No has aprendido nada! Si no, sabrías que cuando la gente ha caído en la desgracia ya no se puede pensar eso. Lo he visto en Viena y no puedo olvidarlo, lo tengo siempre ante mis ojos.»
“¿Y por qué quieres que lo vea, si puedo imaginármelo?
«Como si fuera un libro, ¿no es cierto? Piensas que es suficiente leer algo para saber cómo es en realidad. Pero no es suficiente. La realidad es otra cosa. La realidad lo es todo. Quien rehuye la realidad no tiene derecho a vivir.»
«Yo no quiero rehuirla. Te hablé de "La araña negra"...»
«Pues has escogido el peor de los ejemplos. Fue entonces que se me abrieron los ojos con respecto a ti. La historia te interesó porque venía del Emmental. Sólo piensas en valles. Desde que estuviste en el valle de Lötschen te has vuelto imbécil. Allí escuchaste un par de palabras. ¿Cuáles eran? "Ven chiquito", o como allí se diga. Esa gente ni sabe hablar, nunca habla. ¿De qué van a hablar si están aislados del mundo y no saben nada? Allí nunca hablarán de nada; pero tú lo compensaste, hablando demasiado de ellos. ¡Se hubieran quedado pasmados si te hubieran oído! Aquella vez volviste de la excursión y te pusiste a hablar día tras día del viejo alemán. ¡Viejo alemán! ¡Hoy! Tal vez no les alcance para comer, pero esto te deja sin cuidado. Escuchas dos palabras, que tomas por viejo alemán porque te recuerdan algo que has leído. Esto te emociona más que lo que ves con tus propios ojos. Aquella anciana sabía perfectamente por qué se mostraba desconfiada, habrá tenido sus experiencias con gente como vosotros. Pero vosotros, vosotros pasasteis por el valle cotorreando, felices y enaltecidos por la pobreza de ellos, y allí los dejasteis. Estas gentes siguen allí, luchando por su vida, y vosotros aparecisteis en el hotel como conquistadores. Y por la noche se baila, pero a ti no te importa, tú te has traído algo mejor, has aprendido algo. ¿Y qué es? Aparentemente dos palabras de viejo alemán, y ni siquiera estás seguro de ello. ¡Y se supone que yo debo sólo mirar cómo te pierdes en la nada! Te llevaré a la inflación de Alemania, allí se te irán de la cabeza los niñitos en viejo alemán.»
No olvidaba nada de lo que yo le había contado. Todo terminaba por mencionarlo. Cambiaba el sentido de cada una de mis palabras y yo no encontraba ninguna otra con que hacerla vacilar. Jamás me había embestido como ahora, era cuestión de vida o muerte, y sin embargo yo la admiraba mucho; si ella hubiera sabido cuan seriamente me lo tomaba, hubiera dejado de insistir; sentía cada una de sus palabras como un latigazo, intuía que era injusta conmigo e intuía cuánta razón tenía. Ella volvía una y otra vez a hablar de «La araña negra», que había tomado de un ángulo totalmente diferente; nuestra conversación anterior había sido falsa, ella no había querido negar la araña, lo que quería era apartarme a mí de su influencia. Lo que había dicho de Gotthelf había sido una escaramuza, a ella Gotthelf no le interesaba para nada. Quería negar en él lo que ella percibía como su propia verdad, era su historia, no la de él, el marco de la araña no era el Emmental sino el Waldsanatorium. De aquéllos con quienes ella había hablado de esto, dos habían muerto entretanto. Al principio me había ahorrado la noticia de estas muertes, que no eran poco frecuentes en aquel lugar, y ni me dejó adivinar el hecho cuando volvimos a vernos. Yo sabía lo que quería decir que ella dejara de pronunciar el nombre de alguien, pero me abstenía de preguntar nada. Su aversión por los «valles» estaba relacionada sólo en apariencia con su reclusión. Lo que me reprochaba —mi propensión a lo idílico, a la ingenuidad y a la auto-complacencia— en el fondo estaba nutrido por su propio miedo: el peligro del que me quería salvar era un peligro mayor, era el peligro que había marcado nuestra vida desde siempre, y la palabra «inflación», que empleó con respecto a Alemania, palabra extraña en sus labios, sonó como una penitencia. Yo no hubiera sabido decirlo con tanta claridad, pero ella nunca había hablado tanto de la pobreza. Esto me impresionó enormemente y aunque tuve que hacer un gran esfuerzo para salvar mi propia piel, me gustó que fundamentara su ataque señalándome lo mal que le iba a otra gente.
Pero esto sólo era una parte, la amenaza de arrancarme de Zurich me sacudió con mucha más fuerza. Desde hacía más de un año reinaba la paz en el colegio. Había empezado a entender a mis compañeros, y reflexionaba sobre ellos. Sentía que mi lugar estaba con ellos y con muchos de mis profesores. Ahora comprendía que mi posición en Tiefenbrunnen era una posición usurpada. El hecho de reinar allí como el único varón era un poco ridículo, pero era agradable sentirse seguro y no ser cuestionado siempre. Además, en aquellas circunstancias tan favorables, el proceso de aprendizaje se había vuelto cada día más exuberante, no pasaba día sin que se agregara algo nuevo, era como si no fuera a terminar nunca, me imaginaba que continuaría así toda mi vida y que no había ataque en el mundo que me pudiera apartar de ello. Fue un período sin miedo, debido a la expansión, me dilataba en todo, pero no tenía conciencia de ninguna injusticia, al fin y al cabo las mismas experiencias estaban al alcance de todos; y ahora ella me desconcertaba y me confundía, tratando de culpabilizarme por mi entusiasmo por el valle de Lötschen, haciéndome aparecer injusto para con sus habitantes.
Esta vez su escarnio no acabó repentinamente, aumentó con cada frase. Nunca me había tratado de parásito, nunca se había hablado de que tuviera que ganarme mi propia vida. En mi imaginación, asocié la palabra «aprendiz», que me había arrojado a la cara, con una actividad práctica o mecánica, lo último que ella hubiera podido fomentar en mí. Yo estaba herido por las letras y las palabras, y si esto era arrogancia, era ella quien me había educado perseverantemente en esta dirección. Ahora, de repente, invocaba la «realidad», y para ella esta palabra abarcaba todo lo que yo aún no había experimentado y que no podía conocer. Era como si hubiera querido quitarse una carga enorme sobre mí, aplastándome bajo aquel peso. Cuando me dijo: «Tú no eres nada», fue como si verdaderamente me hubiera convertido en nada.
Estos saltos, estas flagrantes contradicciones de su carácter no me eran extraños pues a menudo los había presenciado, con asombro y admiración, estados de ánimo que justamente tomaban el lugar de la realidad cuya ignorancia me reprochaba. Tal vez yo había confiado demasiado en ello. Incluso en los tiempos de nuestra separación, siempre me refería a mi madre, en todo. Nunca estaba seguro de cómo reaccionaría a mis relatos, toda iniciativa estaba en ella, yo deseaba que me contradijera y deseaba que fuera feroz; sólo cuando se trataba de debilidades que ella misma reconocía, lograba engañarla con inventos como el baile de los ratones bajo la luna. Pero también entonces tenía siempre la sensación de que dependía de ella, que se dejaba engañar a sabiendas. Ella era una última instancia maravillosamente vivaz, sus veredictos eran tan inesperados, tan fantásticos y sin embargo tan minuciosos, que inevitablemente provocaban contraemociones que le daban a uno fuerza suficiente para apelar. Fue una última instancia cada vez más alta, pero aunque parecía que lo reclamara, nunca llegó a ser la autoridad final.
Esta vez, sin embargo, tuve la impresión de que quería aniquilarme. Dijo cosas que no admitían escapatoria. Estuve de acuerdo en seguida con algunas de ellas, lo que lisió mi defensa. Si se me ocurría una objeción, ella saltaba a un tema completamente diferente. Se enfureció por la vida de los últimos dos años como si acabara de enterarse de los hechos, y cosas que aparentemente siempre había aceptado, aprobándolas o guardando un aburrido silencio, ahora, de repente, eran delitos. No se había olvidado de nada, tenía su manera especial de recordar, como si hubiera escondido, de ella y de mí, aquello por lo que ahora me condenaba.
Duró mucho tiempo. Yo estaba aterrorizado. Empezaba a temerla. Ya no me preguntaba por qué decía todo aquello. Buscando cuáles podían ser sus motivaciones y respondiendo a ellas, me había sentido menos desconcertado, como si estuviéramos frente a frente como iguales, cada uno apoyándose en su razón, dos seres libres. Pero paulatinamente se fue deshaciendo mi aplomo, ya no encontraba en mí nada que oponer con fuerza suficiente; me sentí hecho escombros y me di por vencido.
Esta conversación no la agotó nada, como solía sucederle después de hablar de su enfermedad, de su debilidad corporal o de su desesperación física. Al contrario, se la veía fuerte, salvaje y tan implacable como a mí más me gustaba en otras ocasiones. A partir de este momento, no cejó. Se ocupó de mi traslado a Alemania, un país que, como dijo, estaba marcado por la guerra. Se imaginaba que allí me esperaba una escuela más dura, entre hombres que habían hecho la guerra y que conocían lo peor.
Me opuse con todas mis fuerzas al traslado, pero no me hizo el menor caso y me sacó de Suiza. Los únicos años de felicidad completa, el paraíso de Zurich, se habían acabado. Tal vez yo hubiera seguido siendo feliz si ella no me hubiera arrancado de allí. Pero también es cierto que así experimenté cosas distintas de las que conocía en el paraíso. La verdad es que yo, como el primer hombre, vine al mundo sólo por una expulsión del Paraíso.
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