El lector, al llegar a este punto, se habrá dado cuenta de sobra de que éste no es un tratado de química. Mis pretensiones no llegan a tanto, ma voix est faible, et même un peu profane. No es tampoco una autobiografía, sino dentro de los límites parciales y simbólicos donde cabe considerar como autobiografía cualquier escrito, es más, cualquier obra humana. Pero historia, en cierto modo, sí lo es. Es, o habría pretendido ser, una microhistoria, la historia de un oficio y de sus fracasos, triunfos y miserias, como le gustaría contarla a cada cual cuando siente a punto de concluirse el arco de la propia carrera, y el arte deja de ser largo. Al llegar a este momento de la vida, ¿qué químico, ante la tabla del Sistema Periódico o los índices monumentales del Beilstein o del Landolt, no reconoce, desperdigados por ellos los harapos o los trofeos del propio pasado profesional? No tiene más que hojear un tratado cualquiera y los recuerdos surgen a racimos.
Existe entre nosotros quien ha vinculado su destino, indeleblemente, al bromo, al propileno, al grupo -NCO o al ácido glutámico; y todos los estudiantes de química, al enfrentarse con un libro de texto cualquiera tendrían que ser conscientes de que en una de aquellas páginas, tal vez incluso en una sola línea o fórmula o palabra, está escrito su porvenir, en caracteres indescifrables pero que se aclaran «luego»; después del éxito o la equivocación o la culpa, después de la victoria o la derrota. Todos los químicos que ya no son jóvenes, al volver a abrir ese mismo texto por la página verhängnisvoll, se sienten traspasados de amor o de disgusto, se alegran o se desesperan.
Ocurre, pues, que cada elemento le dice algo a cada uno (a cada cual una cosa diferente), igual que pasa con los valles o las playas visitados durante la juventud. Y sin embargo, tal vez convenga hacer una excepción con el carbono, porque a todos se lo dice todo. Quiere decirse que no es específico, de la misma manera que Adán no es específico como antepasado, a no ser que aparezca hoy (¿y por qué no?) el químico-estilista que haya dedicado su vida entera al grafito o al diamante. Y sin embargo, precisamente con el carbono tengo una vieja deuda, contraída en días decisivos para mí. Al carbono, elemento de la vida, se refería mi primer sueño literario, insistentamente soñado en un momento y un lugar en los cuales nadie hubiera dado mucho por mi vida. Mire usted por dónde, quiero contar la historia de un átomo de carbono.
¿Es lícito hablar de «un cierto» átomo de carbono? El químico podría ponerlo un poco en duda, porque hasta nuestros días (1970) no se conocen técnicas que permitan ver, y por lo tanto aislar, a un átomo solo. Para el narrador, en cambio, no existe la menor duda, y por eso se dispone a narrar.
Nuestro personaje, como es sabido, yace desde hace cientos de millones de años ligado a tres átomos de oxígeno y a uno de calcio, bajo forma de roca calcárea. Trae ya a las espaldas una larguísima historia cósmica, pero vamos a pasarla por alto. Para él el tiempo no existe, o existe sólo bajo el aspecto de perezosas variaciones de temperatura, a tenor de los días y de las estaciones, si afortunadamente para este cuento su yacimiento no está demasiado lejos de la superficie del suelo. Su existencia, en cuya monotonía no se puede pensar sin horror, es una alternancia despiadada de calores y fríos, es decir, oscilaciones (siempre de igual frecuencia) más o menos restringidas o amplias; total, para un personaje potencialmente tan vivo, un encarcelamiento digno del infierno católico. Así pues, hasta el momento, al carbono le va mejor el tiempo presente, que es el de la descripción, que uno cualquiera de los tiempos pasados, que son los tiempos del que cuenta. Se ha quedado congelado en un eterno presente, apenas arañado los estremecimientos moderados de la agitación térmica.
Pero, afortunadamente —como he dicho— para el que está contando, que en el caso contrario ya habría acabado con su cuento, el asiento calcáreo del cual forma parte el átomo queda en la superficie. Queda al alcance de la mano del hombre y de su azadón. (Viva el azadón, por cierto, y todos sus más modernos equivalentes; ellos son hasta ahora los más importantes intermediarios en el diálogo milenario entre el hombre y los elementos.) En un momento dado —que yo, narrador, decido por puro capricho que sea el año 1840— un golpe de azadón lo desprendió y lo encaminó hacia el horno de cal, precipitándolo en el mundo de las cosas sometidas a mudanza. Fue achicharrado para lograr separarlo del calcio, el cual se quedó descabalgado, por así decirlo, y se dirigió al encuentro de un destino menos brillante en cuya narración no nos vamos a meter ahora. Pero él, aún firmemente agarrado a dos o tres de sus compañeros oxígenos de antes, salió por la. chimenea y cogió el camino del aire. Su historia se convirtió de inmóvil en tumultuosa.
Fue arrebatado por el viento, derribado al suelo, disparado a una altura de diez kilómetros. Fue respirado por un halcón, descendió a sus pulmones atropellados, pero no penetró en su sangre caudalosa, y fue expulsado. Se disolvió por tres veces en el agua del mar, una vez en el agua de un torrente en cascada, y nuevamente fue expulsado. Viajó durante ocho años con el viento; tan pronto en vuelo alto como bajo, sobre el mar y por entre las nubes, por encima de bosques, desiertos y desmesuradas extensiones de hielo. Hasta que se topó con la prisión y con la aventura orgánica.
Verdaderamente el carbono es un elemento peculiar. Es el único que sabe aliarse consigo mismo en largas cadenas estables sin gran despilfarro de energía; y en la vida sobre la tierra (la única que conocemos por ahora) se dan precisamente largas series de cadenas. Por eso el carbono es el elemento clave de la sustancia viviente; pero su promoción, su ingreso en el mundo vivo, no es fácil, y tiene que seguir un camino obligatorio, intrincado, solamente esclarecido (y aún no definitivamente) en estos últimos años. Si la conversión del carbono en materia orgánica no tuviere lugar todos los días alrededor de nosotros, en una proporción de millares de toneladas a la semana, donde quiera que esté aflorando el verde de una hoja, podría adjudicársele con toda justicia el nombre de milagro.
Pues bien, el átomo de que estamos hablando, acompañado de sus dos satélites que lo mantenían en estado gaseoso, fue conducido por el viento, en el año de 1848, a lo largo de una hilera de viñedos. Tuvo la suerte de rozar, de penetrarla y de ser atornillado allí por un rayo de sol. Si al llegar a este punto mi lenguaje se vuelve impreciso y alusivo, no es sólo a causa de mi ignorancia. Este acontecimiento decisivo, esta fulminante tarea a trío, del anhídrido carbónico, la luz y el verde vegetal, no ha sido descrita hasta ahora en términos definitivos, y seguramente pasará mucho tiempo antes de que pueda hacerse, hasta tal punto se trata de algo diferente de esa otra química «orgánica» que es obra agobiante, lenta y pesada del hombre. Y sin embargo, esta química fina y ligera ha sido «inventada» millones de años atrás por nuestras hermanas silenciosas, las plantas, que ni tienen experiencias ni discuten, y cuya temperatura es idéntica a la del ambiente en que viven. Si entender equivale a formarse una imagen, jamás podremos hacernos una imagen de un happening cuya escala es la millonésima de milímetro, cuyo ritmo es la millonésima de segundo y cuyos actores son invisibles por su misma esencia. Cualquier descripción verbal resultará fallida y dará igual una que otra. Valga, pues, la que va a continuación.
Entra en la hoja, chocando con otras innumerables (aunque para el caso inútiles) moléculas de oxígeno y nitrógeno. Se adhiere a una gruesa y complicada molécula que lo activa, y recibe al mismo tiempo el decisivo mensaje del cielo, bajo la forma fulgurante de un haz de luz solar. En un instante, como un insecto presa de la araña, es separado de su oxígeno, combinado con hidrógeno y se cree que fósforo, e inserto, en fin, en una cadena, larga o breve, eso da igual, pero que es la cadena de la vida. Todo esto ocurre rápidamente, en silencio, a la temperatura y presión de la atmósfera, y gratis. Queridos colegas, cuando aprendamos a hacer otro tanto seremos sicut Deus y habremos resuelto además el problema del hambre en el mundo.
Pero hay algo más, y peor, para escarnio nuestro y de nuestro arte. El anhídrido carbónico, o sea la forma aérea del carbono de que venimos hablando, este gas que constituye la materia prima de la vida, la escolta permanente de todo lo que crece y el destino último de toda carne. No es uno de los componentes principales del aire, sino un residuo ridículo, una «impureza», treinta veces menos abundante que el argón, en quien nadie para mientes. El aire no contiene más que un 0,03 por 100. Si Italia fuese aire, los únicos habitantes aptos para edificar la vida serían por ejemplo los 15.000 habitantes de Mílazzo, en la provincia de Messina. Esto, a nivel humano, es una acrobacia irónica, una broma de prestidigitador, una incomprensible ostentación de omnipotencia-prepotencia, puesto que precisamente de esta impureza siempre renovada del aire procedemos nosotros. Nosotros, los animales y las plantas, y nosotros, la especie humana, con nuestros cuatro millones de opiniones discordantes, nuestros milenios de historia, nuestras guerras y vergüenzas y nobleza y orgullo. Por otra parte, ya nuestra mera presencia sobre el planeta resulta ridicula en términos geométricos; si toda la humanidad entera, cerca de 250 millones de toneladas, se extendiese como un revestimiento de espesor homogéneo sobre todas las tierras emergentes, la «estatura del hombre» no sería visible a simple vista. El espesor que se obtendría sería aproximadamente de 16 milésimas de milímetro.
Ya está injertado nuestro átomo; forma parte de una estructura, en el sentido que darían a este término los arquitectos. Se ha unido y emparentado con cinco compañeros, tan idénticos a él que sólo la ficción del relato me permite distinguirlos. Es una hermosa estructura en anillo, un hexágono casi regular, que sin embargo está sujeto a complicados trueques y equilibrios con el agua en que se ha disuelto. Porque ya se ha disuelto en agua, o mejor dicho en la linfa de la vida, y éste de disolverse es deber y privilegio de todas las sustancias destinadas a (iba a decir «deseosas de») transformarse. Si hay alguien que además quiere saber por qué precisamente un anillo, y por qué hexagonal, pues nada, no se preocupe. Estas preguntas se cuentan entre las muchas a que nuestra doctrina es capaz de dar respuesta con un discurso persuasivo y accesible a cualquiera, pero que aquí está fuera de lugar.
Ha entrado a formar parte de una molécula de glucosa. Un destino, hablando en plata, que no es ni carne ni pescado, mediocre, que prepara a nuestro personaje a un primer contacto con el mundo animal pero no lo autoriza a la responsabilidad más alta, que es la de formar parte de un edificio proteico. Viajó, pues, con el lento paso de los jugos vegetales, desde la hoja, a través del peciolo y el sarmiento, hasta el tronco, y de aquí bajó a un racimo casi maduro. Lo que siguió es de incumbencia de los vinateros. A nosotros lo único que nos interesa precisar es que se escapó (afortunadamente para nosotros, porque no seríamos capaces de resumirlo en palabras) a la fermentación alcohólica, y se unió al vino sin cambiar de naturaleza.
El destino del vino es ser bebido, como el destino de la glucosa es ser oxidada. Pero la oxidación no se produjo inmediatamente. Su bebedor la retuvo en el hígado durante más de una semana, allí bien ovillada y tranquila como alimento de reserva para un esfuerzo imprevisto; esfuerzo que al domingo siguiente se vio obligado él a hacer, persiguiendo a un caballo que se había espantado. Adiós a la estructura hexagonal. En el lapso de pocos instantes el ovillo se devanó y volvió a convertirse en glucosa, ésta fue arrastrada por la corriente de la sangre hasta una fibrilla muscular del muslo, y allí brutalmente rajada en dos moléculas de ácido láctico, el triste heraldo de la fatiga. Sólo unos minutos más tarde, el jadeo de los pulmones logró proporcionar el oxígeno necesario para oxidar sin prisas a este último. Así fue como volvió a la atmósfera una nueva molécula de anhídrido carbónico, y una parcela de la energía que el sol había prestado al sarmiento pasó del estado de energía química al de energía mecánica y se aposentó, por consiguiente, en la perezosa condición de calor, calentando imperceptiblemente el aire removido por la carrera y la sangre del corredor. «Así es la vida», a pesar de que sean pocas las veces en que viene descrita así: un implantarse, un barrer para adentro, un vampirizar el camino descendente de la energía, de su noble forma solar a la degradada de calor a baja temperatura. En su camino ascendente, que lleva al equilibrio y por ende a la muerte, la vida dibuja un asidero y anida en él.
Ya somos otra vez anhídrido carbónico, lo siento. Es un pasaje obligado también éste. Se pueden imaginar o inventar otros, pero aquí en la tierra lo que pasa es eso. Y otra vez el viento, que esta vez lleva lejos. Sobrevuela los Apeninos y el Adriático, Grecia, el mar Egeo y Chipre; ya estamos sobre el Líbano, y la danza se repite. El átomo que nos ocupa está ahora atrapado en una estructura que promete durar para largo: se trata del tronco venerable de un cedro, uno de los últimos. Ha vuelto a pasar por los estadios que ya quedaron descritos, y la glucosa de que forma parte, como la cuenta de un rosario, de una larga cadena de celulosa. Ya no se trata de la fijeza geológica y alucinante de la roca, ya no se trata de millones de años, más bien podemos hablar de siglos, porque el cedro es un árbol longevo. De nosotros depende dejarlo allí por un año o por quinientos. Digamos que al cabo de veinte años (estamos en 1868) la cosa corre a cargo de una carcoma. Ha excavado su túnel entre el tronco y la corteza, con la voracidad ciega y obstinada propia de su raza; a base de perforar ha ido creciendo y su túnel se ha ido ampliando. He aquí que se ha tragado y ha engastado dentro de sí misma al protagonista de esta historia; luego ha formado su capullo, y ha salido en primavera transformada en una fea mariposa gris que ahora se está secando al sol, trastornada y deslumbrada por el esplendor del día. Nuestro átomo está allí, en uno de los mil ojos del insecto, y contribuye a la compendiada y tosca visión con que éste se orienta en el espacio. El insecto es fecundado, deposita sus huevos y muere. El pequeño cadáver yace en el subsuelo del bosque, se vacía de sus líquidos, pero el caparazón de quitina resiste por largo tiempo, casi indestructible. La nieve y el sol vuelven a caer sobre él sin atacarlo; queda sepultado por las hojas muertas y por el mantillo, se convierte en un despojo, en una «cosa», pero la muerte de los átomos, a diferencia de lo que pasa con la nuestra, nunca es irrevocable. Ya tenemos manos a la obra a los omnipresentes, incansables e invisibles sepultureros de] subsuelo del bosque, a los microorganismos del humus. El caparazón, con sus ojos ya ciegos, se ha desintegrado lentamente, y el ex bebedor, ex cedro, ex carcoma, ha levantado nuevamente el vuelo.
Lo dejameros volar y dar tres vueltas alrededor del mundo, hasta 1960, y para justificar este intervalo tan largo con respecto a la medida humana conviene advertir que es en cambio bastante más breve de lo corriente: un promedio, según se dice, de doscientos años. Cada doscientos años, un átomo de carbono que no se haya congelado en materiales ya estables (como son precisamente la caliza, el carbón fósil, el diamante o algunas materias plásticas) entra y vuelve a entrar en el ciclo de la vida, a través de la puerta estrecha de la fotosíntesis ¿Existen otras puertas? Sí, algunas síntesis creadas por el hombre, que suponen un título de nobleza para el homo faber, pero hasta ahora su importancia es cuantitativa y poco digna de tenerse en cuenta. Son puertas mucho más estrechas todavía que la del verde vegetal. El hombre, consciente o inconscientemente, no ha intentado hasta hoy competir con la naturaleza en este terreno, es decir que no se ha esforzado por sacar del anhídrido carbónico del aire al carbono que le es necesario para nutrirse, para vestirse, para calentarse y para las otras múltiples necesidades más sofisticadas de la vida moderna. No lo ha hecho porque no le ha sido necesario. Ha encontrado, y sigue encontrando (¿pero por cuántos decenios todavía?) gigantescas reservas de carbono ya convertido en materia orgánica, o por lo menos reducido. Más allá del mundo vegetal y del animal, estas reservas están constituidas por yacimientos de carbón fósil y de petróleo. Pero también éstos son la herencia de actividades fotosintéticas llevadas a cabo en épocas lejanas. Por tanto se puede afirmar que la fotosíntesis no es solamente el único camino para que el carbono se haga materia viva, sino también el único para que la energía solar se vuelva químicamente utilizable.
Se puede demostrar que esta historia, totalmente arbitraria, es sin embargo verdadera. Podría contar innumerables historias distintas, y todas serían verdaderas; todas literalmente verdaderas, en la naturaleza de sus tránsitos, en su orden y en sus fechas. El número de los átomos es tan grande que siempre se podría encontrar uno cuya historia coincidiese con una historia cualquiera inventada al azar. Podría contar historias y no acabar nunca, de átomos de carbono que se convierten en color y perfume de las flores; de otros que, desde algas minúsculas a pequeños crustáceos y a peces cada vez más gordos, devuelven anhídrido carbónico al agua del mar, en un perpetuo y espantoso carrusel de vida y de muerte, en el cual cada devorador resulta inmediatamente devorado; de otros que alcanzan en cambio una decente semieternidad en las páginas amarillentas de algún documento de archivo, o en el lienzo de un pintor famoso; de aquellos a los cuales les tocó el privilegio de entrar a formar parte de un grano de polen y dejaron su impronta fósil en las rocas para despertar nuestra curiosidad; de otros, en fin, que bajaron a integrarse entre los misteriosos mensajeros que dan consistencia al semen humano y participaron en el sutil proceso de escisión, duplicidad y fusión del que cada uno de nosotros ha nacido. Pero voy a contar en cambio solamente una historia más, la más secreta, y la voy a contar con la humildad y el comedimiento de quien sabe desde el principio que su asunto es desesperado, sus medios débiles, y el oficio de revestir los hechos con palabras condenado al fracaso por su misma esencia.
Lo tenemos de nuevo entre nosotros, en un vaso de leche. Está inserto en una larga y completísima cadena, y de tal naturaleza sin embargo que casi todos sus anillos son aceptados por el cuerpo humano. Es deglutido, y como toda estructura viviente entraña una salvaje desconfianza hacia cualquier aportación de otros materiales de origen viviente, la cadena es meticulosamente destrozada y los trozos aceptados o rechazados uno por uno. Uno de ellos, el que nos concierne, trapasa la barrera intestinal y entra en el torrente sanguíneo; emigra, llama a la puerta de una célula nerviosa, entra y suplanta a otro carbono que formaba parte de ella. Esta célula pertenece a un cerebro, y éste es mi cerebro, el de mi «yo» que escribe, y la célula en cuestión, y dentro de ella el átomo en cuestión, se encarga de mi labor de escribir, en un gigantesco y minúsculo juego que nadie ha descrito todavía. Es la célula que en este instante, surgiendo de un entramado laberíntico de síes y noes, hace a mi mano, sí, correr sobre el papel en una determinada dirección y dejarlo marcado con estas volutas que son signos: un doble disparo, hacia arriba y hacia abajo, entre dos niveles de energía, está guiando esta mano mía para que imprima sobre el papel este punto: éste.
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