7 nov 2011

LA BREVEDAD DE LAS PALABRAS

Las cosas tristes, dolorosas, son más hermosas para la mente, pues ahí encuentran más prolongaciones que las cosas alegres, felices. La palabra tarde más hermosa que la palabra mañana, la palabra noche más hermosa que la palabra día, la palabra otoño que la palabra verano, el adiós más que el buenos días, la desgracia más hermosa que la felicidad, la soledad más hermosa que la familia, la sociedad, el grupo, la melancolía más hermosa que la alegría, la muerte que el nacimiento. A igual talento, el fracaso más hermoso que el éxito. El enorme talento ignorado más hermoso que el autor de grandes tiradas, adorado por el público y festejado a diario. Un escritor de gran talento que muere en la miseria más hermoso que el escritor moribundo entre millones. El hombre, la mujer, que han amado, que han sido amados, acabando sus vidas en un cuartucho del desván, con la única fortuna y compañía de sus recuerdos, más hermosos que el abuelo rodeado de sus nietos y que la viuda enriquecida todavía cortejada por su fortuna. ¿De dónde procede todo ello y porqué se encuentra en el interior de todos nosotros en grados diferentes? En nuestro fondo hay, en mayor o menor medida, un desencanto, una melancolía que ahí se regodean, y que hay que aborrecer y rechazar como un veneno.

Lo que confiere mérito a un libro no son ni sus cualidades ni sus defectos. Reside enteramente en esto: que sólo su autor podría haberlo escrito. Todo libro que pudiera haber sido escrito por otro que no fuera el autor puede tirarse a la papelera.

Tengo en mi dormitorio el mismo reloj que daba las horas en casa de mi padre, cuando yo era pequeño. En verdad, es una ilusión: por la noche, cuando oigo el tic tac del péndulo, me parece que va más deprisa que en aquellos años.

Al escribir no sólo hay un placer espiritual. También hay un placer físico. El rechinar de una pluma de oca sobre el papel: una delicia. No podría soportárselo a otro a mi lado.

A veces, por la noche, a punto de dormirte, se te ocurren ideas interesantes, y hay una cierta voluptuosidad en el temor de perderlas por pereza de levantarse para anotarlas.

Mal nacimiento, mala familia, mala infancia, malos estudios, mala juventud, malos empleos, mala alimentación, malos vestidos, mala vivienda, mal despacho, malas relaciones, mal amante, mala salud, mala fortuna, mal talento, mal éxito, mala reputación, mal carácter, mala moral, mala vejez... Creo que es un completo retrato desde mi infancia hasta hoy, 23 de marzo de 1931, cincuenta y nueve años, dos meses y cinco días. Poco puedo esperar que mejore.

Si escribo tan poco no es porque me esfuerce, sino porque tengo horror al trabajo. Sólo escribo cuando «me da por ahí». Si tengo algún talento es el de improvisador.

Tengo ingenio cada día y talento literario ocho días al mes.
La sociedad, las costumbres, la arquitectura, el arte, la literatura (su vocabulario y sus temas), las modas, la política, las tendencias sociales, los gustos públicos... Odio esta época.

He conseguido que M. Michaut, profesor de la Sorbona, lo reconociera: los profesores están para la gente que no aprendería nada por si sola. El saber que cuenta es el que uno se da a sí mismo, por curiosidad natural o pasión de saber.

En nada hay placer ni interés sin pasión. Hacer el amor como un deber, escribir como oficio, por ambos lados: nada.

Atropellaron al gato de una hotelera en la rue Christine cuando éste estaba absorto en el acecho de una rata. Apenada, la hotelera dijo: «ha muerto con honor».

Siempre he disfrutado más de mis penas que de mi felicidad.

Aún no he podido decir que prefiero: el placer del amor o el placer de escribir. Cuando siento uno es el otro. Creo que me moriré sin haber elegido.

Mi carbonero me trae carbón. Le pregunto por su perra, que conozco. Me dice que ha muerto. Me inquieto por saber si sufrió. «No. Murió dulcemente. ¡A fuego lento!» El toque profesional.

Me río de mí, por las noches, encerrado solo en mi habitación, sentado frente a mi pequeño escritorio, ante mis dos velas encendidas, del hecho de empeñarme en escribir. ¡Para qué lectores, señor!, en los tiempos que vivimos.

En cualquier cosa, lo que se da en llamar perfección, no tiene interés. La perfección no tiene personalidad.

El mejor momento de mi existencia: por la noche, entre medianoche y las dos de la madrugada, solo, en silencio, soñando con las mil cosas que ocupan mi mente.

¡No! Nada vale nada: ni el amor ni la amistad, ni el trabajo, ni ningún placer. Todo es mediocre, pasajero, infantil, sobrestimado.

No hay sentencias máximas ni aforismos de los que no pueda escribirse la contrapartida.

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