30 ene 2010

15 de Diciembre

En cuanto a mí, la composición de una poesía se produce de un modo que – de no mostrármelo la experiencia – jamás hubiera creído. Moviéndome en torno a una informe situación sugerente, gimoteo para mi mismo una idea, encarnada en un ritmo abierto, siempre el mismo. Las diversas palabras y los diversos nexos colorean la nueva concentración musical, identificándola. Y lo más importante está hecho. Solo queda entonces volver sobre esos dos, tres, cuatro versos, casi siempre ya en este estadio definitivos e iniciales, y atormentarlos, interrogarlos, adaptar sus varios desarrollos, hasta que doy con el justo. La poesía ha de extraerse toda del núcleo que he dicho. Y cada verso que se añade, lo determina cada vez mejor y excluye un número cada vez mayor de errores fantásticos. Hasta que las posibilidades intrínsecas del punto de partida están todas identificadas y desarrolladas en la medida de mis fuerzas; poco a poco se han ido formando bajo la pluma nuevos núcleos rítmicos, identificables en las diversas “imágenes” singulares del relato; y llego, desganadamente porque el interés se está ya acabando, al último verso conclusivo, casi siempre amplio y reposado y ligado con el comienzo y recapitulación alusiva de los diversos núcleos. Sera esto la cristalización de Stendhal? Tengo ante mí un conjunto rítmico- lleno de colores, de pasajes, de impulsos y de distenciones- donde los distintos momentos de descubrimiento, de avance- los núcleos, en suma- se intercambian, se iluminan, perenemente activados por la sangre rítmica que corre por doquier. Me encojo de hombros y trato de pensar en otra cosa, pero sonrío estimulado por el secreto.

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