13 oct 2010

Narrador de llama y cristal

En una entrevista, hace muchos años, Vargas Llosa me dijo que, para hacer sus obras, primero escribía un borrador crudo y lineal de la historia que quería contar, y a continuación cortaba los folios en fragmentos (eran tiempos pre-informáticos) y empezaba a mezclarlos, para luego redactar la verdadera novela. Y que era esta segunda etapa la que le apasionaba. La escritura era para él, pues, un desorden y luego un nuevo orden, la invención de una realidad que emerge de las ruinas. Pienso ahora en la maravillosa Conversación en La Catedral, esa novela caleidoscópica y tan fragmentada como un espejo roto, y le imagino, muy joven, arrodillado en el suelo y recolocando una y otra vez centenares de pizcas de papel diseminadas sobre las baldosas. Un rompecabezas que luego cosería con sus palabras formidables hasta hacernos creer que el caos tiene un sentido. Ya lo dijo en su ensayo La verdad de las mentiras: las novelas nos son necesarias porque dan una apariencia de orden a la sinrazón informe de la vida. Es cierto. Estoy convencida de que leemos y escribimos para intentar otorgar al caos y al sufrimiento un sentido que en realidad sabemos que no tienen.
Fondo y forma. Dentro de los muchos debates estériles que se dan en torno a la literatura, uno de los más viejos consiste en contraponer el fondo y la forma. ¿Qué es más importante en una novela, lo que se dice o la manera en que se dice? Para mí es una disyuntiva absurda: ambas cosas son esenciales. Pero es cierto que la mayoría de los escritores suelen destacar más en uno u otro terreno: hay briosos narradores y finos estilistas. Solo los mejores y los más dotados son capaces de ser extraordinarios en ambos registros, y esa es la proeza que logra. Construye estructuras inmensas e impecables, arma metafóricos rompecabezas de papel y los rellena de un magma abrasador. Italo Calvino decía que los autores se podían dividir entre escritores de la llama y del cristal: los unos intensos, imaginativos, emocionales, apasionados; los otros, racionales, exactos, poderosamente abstractos. Pues bien, Vargas Llosa, como todos los grandes, o como solo los grandes, consigue ser a la vez cristalino y ardiente. Leyendo sus novelas, te asombra y admira tanto lo muchísimo que sabe como lo muchísimo que ignora. Toda la oscuridad del mundo se remansa en sus páginas.
Y esa oscuridad, claro, está llena de sus famosos demonios. El escritor, dice Llosa, es un ser en desacuerdo con su entorno. Es alguien que no consigue integrarse en su mundo, en su tiempo, en su familia, en su clase. En ese abismo que le separa de la realidad crecen sus demonios, y son estos traumas, estas heridas que ni siquiera sabe nombrar lo que le obliga a escribir. Y es aquí, me parece, donde Vargas Llosa alcanza la categoría de maestro. Porque de alguna manera creo que todos los seres humanos estamos en desacuerdo con el mundo. La vida nos aprieta y nos asusta, la vida nos mata y desespera. Es un escritor enormemente empático, un hombre sabio y al mismo tiempo muy común. Por eso sus demonios son los demonios de todos. Y, como además es un individuo vitalista, irreductible, profundamente ético y buena persona (no es necesario ser buena persona para ser buen escritor, pero creo que las malas personas terminan arruinando su talento), sigue empeñado en cazar fantasmas inefables con palabras preciosas. ¿Por qué digo que es un maestro? Porque, arrimado al borde del abismo, allí donde el viento sopla más, nos enseña a caminar entre las sombras.

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