24 abr 2012
Hermosos fumadores
“Escribir es, para mí, un placer complementario al placer de fumar”, decía Julio Ramón Ribeyro, y para mí también lo era: podía fumar sin escribir, desde luego, pero no podía escribir sin fumar. Por eso cuando, a comienzos de enero, dejé de fumar, pensé que corría el riesgo de dejar de escribir.
No sé si escribiendo soy bueno, pero puedo asegurar que fumando era uno de los mejores. Lo digo sin exagerar: yo fumaba muy bien. Yo fumaba con naturalidad, con fluidez, con alegría. Con muchísima elegancia. Con verdadera pasión.
Tampoco podía leer sin fumar. Por eso jamás leí ni escribí en los buses ni en los aviones. Había pasado temporadas largas sin escribir, pero no recuerdo un tiempo en que haya leído tan poco como este verano. Fue necesario, porque, como digo, eran actividades muy asociadas: más o menos a los once o doce años me volví, de forma casi simultánea, un lector voraz y un fumador bastante promisorio.
Luego, en los primeros años de universidad, construí un vínculo más estable entre la lectura y el tabaco. Entonces el poeta Kurt Folch leía a Heinrich Böll y como lo único que yo hacía era imitar a Kurt, me conseguí Opiniones de un payaso, una novela muy bella donde los personajes fumaban todo el tiempo, yo creo que en todas las páginas, o página por medio. Y cada vez que los personajes encendían sus cigarros yo prendía los míos, como si esa fuera mi manera de participar en la novela. Tal vez a eso se referían los teóricos literarios –pensé– cuando hablaban del lector activo, un lector que sufre cuando los personajes sufren y se alegra con sus alegrías, y sobre todo que fuma cuando ellos fuman.
Seguí leyendo a Böll con la certeza de que cada vez que alguien fumara en sus novelas, yo también lo haría. Y creo que en Billar a las nueve y media y en Y no dijo ni una palabra (qué buena es esa), y en Casa sin amo (qué triste), las siguientes novelas de Böll que leí, fumaban incluso más que en Opiniones de un payaso. Fue entonces cuando me volví un fumador compulsivo. Un fumador, para decirlo con precisión, profesional. (No soy tan estúpido como para decir que me volví tan fumador “por culpa” de Heinrich Böll. No: fue gracias a él).
Cuando dejé el cigarro pensé, atemorizado, en una conversación sostenida hace un par de años con mi amigo Andrés Braithwaite (uno de los fumadores más dedicados que conozco), durante un periodo en que él había abandonado nuestro noble vicio. Recordé que en cierto momento Andrés me había dicho, desolado: “Ahora todo es infinitamente más fome”. Me habló en particular sobre la lectura: me dijo que sin fumar ningún libro era bueno, que ya no disfrutaba leyendo. Meses después volví a verlo y me pareció que se veía hermoso cuando encendió un cigarro y me dijo, mirándome a los ojos: “Estoy rehabilitado”. Coincidentemente aquella tarde mi amigo me habló sobre autores fabulosos que acababa de descubrir, sobre novelas impensadas y poemas geniales.
No voy a explayarme aquí sobre los motivos que tuve para dejar de fumar. Basta decir que se relacionan con la cobardía y la ambición. De pronto descubrí que quería vivir más. Qué cosa más absurda, realmente: querer vivir más. Como si uno fuera, por ejemplo, feliz. En fin. Dejé de fumar y a la semana siguiente, cuando tuve que sentarme frente al computador para escribir mi columna, fui incapaz de hacerlo. Más bien: estuve diez horas intentando concentrarme. Esperé hasta último minuto, confiando en que la hora del cierre funcionaría como un aliciente mágico, pero nada. Tuve que llamar muy avergonzado a mis editores, a quienes aprovecho de agradecer su comprensión. Sinceramente pensé que no volvería a leer ni a escribir una línea. Pero esta historia, como se ve, termina bien. Muy de a poco, por fortuna, lo conseguí. Y estoy orgulloso. He vuelto a leer y a escribir. Y a fumar.
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