3 dic 2012

Fragmento


A VECES suceden cosas inesperadas que encajan tan perfectamente entre sí, que es como si esa gran computadora que todo lo regula y lo vigila de verdad existiera. El año pasado (2011), estando en Bogotá, recibí un mail de la editorial holandesa Karaat -que hasta ese momento desconocía-, en el que me pedían si podía escribir un prólogo para un libro de una joven escritora mexicana que jamás había oído nombrar. Le pregunté a mi anfitrión colombiano-el poeta Pedro Alejo Gómez, antiguo embajador de su país en Holanda y actual director de una casa de la poesía en Bogotá- si la conocía, pero no, él tampoco la había oído nombrar nunca. Ahora bien, es un hecho que los libros de escritores y poetas de países latinoamericanos distan mucho de venderse y reseñarse en los demás países del continente. Por eso fue para mí una doble sorpresa encontrarme ese mismo día en una gran librería de la capital colombiana con su libro: una edición angosta color carmesí, sin mayor ornamentación, provista únicamente del título lapidario Papeles falsos y de su nombre: Valeria Luiselli. Los días que siguieron recorrí el país-Popayán, Leticia, Cartagena de Indias- con el libro metido en mi equipaje, y desde un principio supe que me había regalado a mí mismo una sorpresa.
En ninguna parte se lee mejor que en una habitación de hotel. En la tropical Leticia, a orillas del Amazonas, la luz era amarillenta y la habitación, una sala de piedra sofocante con un ventilador de techo quejumbroso, pero con el libro en la mano me encontraba en terreno conocido, en el cementerio de Venecia, junto a la tumba de Joseph Brodsky, que yo también había visitado años antes con motivo de mi libro Tumbas, y tal vez haya sido por eso: cuando uno ha escrito algo sobre un tema determinado, es capaz de apreciar mejor lo que escribe otro sobre lo mismo. Y aunque le tuviera un enorme respeto a Brodsky desde el día en que lo oí recitar en Poetry International, el festival internacional de poesía de Rotterdam, el Brodsky de Luiselli era distinto del mío: ella tenía, claramente, un parentesco mucho más profundo con él. En el cementerio de San Michele yo había buscado muertos, donde ella buscó a Brodsky. Ella viajó a esa ciudad por él; es otra clase de viaje.
Es cierto que Luiselli es joven-tiene 28 años-, y sin embargo aquí había alguien que sabía escribir de un modo extremadamente personal sobre su búsqueda de un poeta admirado, sobre su permanencia en la ciudad a la que el maestro había dedicado escritos tan brillantes. Con todo, la Venecia de ella es una ciudad distinta de la de él. Ella se hospeda en un convento de monjas, por la noche se encuentra con la puerta cerrada, duerme en un banco a la intemperie, se enferma, un amigo acude en su ayuda y ese mismo día la inscriben en el registro civil para convertirla en una residente asegurada de Venecia. Puede parecer un detalle peculiar, pero no lo es. A algunas personas les suceden cosas que emanan del absurdo; la ingenuidad en ocasiones se ve recompensada por lo que ella misma llama papeles falsos, sobre todo cuando se trata de la misma ingenuidad con la que contemplamos y describimos el mundo. Cuando se viaja con Luiselli, ya sea por México, sobrevolando un océano o visitando Nueva York, se viaja con una manera de mirar y pensar que es esencialmente la de otra persona, sui generis, y uno se ve obligado a pensar de una manera que no es necesariamente la suya: cavilaciones sobre el "exceso de identidad" que un rostro adquiere con el correr del tiempo, sobre la decepción de un encuentro con un muerto, sobre la inmovilidad de los planos y el horror tautológico de esos mapitas que aparecen en las pantallas de los vuelos transatlánticos, en los que se ve cómo la imagen del avión en el que uno viaja se desplaza apenas un milímetro a la vez sobre el fondo azul vacío dibujado del océano.

La tónica de su escritura es la del flâneur y filósofo, porque al compás del paseo a pie (o en bicicleta: hay todo un pasaje sobre cómo pasearse en ese medio de transporte ¡en plena Ciudad de México!) va reflexionando sobre arquitectura y lo que ésta hace con las personas, sobre lugares vacíos en la ciudad, reflexiones con un fondo de asfalto y veredas. Luiselli en ningún momento reniega de su afiliación intelectual con pensadores europeos como Benjamin, Kracauer y Baudelaire, y aun así todos esos pensamientos escritos con tanta claridad conservan un acento mexicano. La ingenuidad lleva a los encuentros más curiosos: señoras mayores, celadores, guardias de seguridad, porteros de noche, un vecino chino frente a su computadora -al que solo observa por la ventana, pero con quien nunca intercambia palabra-, un mundo excéntrico y solitario que nunca pierde el nexo con el mundo exterior.
Para la nómade urbana, lo exterior ha pasado a ser interior, y viceversa.
¿Qué pasa realmente en este libro? ¿Qué lo hace tan cautivador, si bien esa palabra no parece armonizar con el por momentos elevado nivel de abstracción, con frases contundentes que obligan al lector, cuando ya se encuentra seis palabras más allá, a detenerse y volver atrás en la lectura: "Para encontrar la tumba que buscamos, la inscripción definitiva, es preciso examinar con detenimiento las várices del mármol."
Ha de ser la combinación de ingenuidad e inteligencia, que, cada una a su manera, traen aparejado un método propio de mirar y escribir. Hay que saber mirar para saber dónde no se está, pues solo entonces se sabe dónde se está; hay que referir de un modo impasible el descubrimiento del detalle absurdo, dominar el arte del understatement hilarante, hay que oír que el nombre de la Comisión Mexicana de Límites convertirá la historia de la mapoteca de la ciudad de México -que de por sí ya es bastante absurda- en una extraña aventura también para quien lo lea. Y finalmente hay que poder escribirlo todo de tal modo para que ese lector también lo vea: tanto los pasillos largos y estrechos donde "cuelgan mapas como sábanas perennemente húmedas" como la foto de los ocho miembros de la mentada Comisión, que parecen "los ocho médicos de La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp", con lo que de pronto, aplicando un sencillo truco, va a parar a una mapoteca mexicana el pintor de Leiden y Ámsterdam y nosotros, gracias a esa maniobra, sabemos exactamente a qué alude la autora.
No faltan en este libro las referencias efectivas: Wallace Stevens y Nietszche, Chesterton y Rousseau, aunque ninguno de estos nombres resulta demasiado pesado; discurren entre las frases con colores propios, fragmentos de una visión del mundo alimentada por un conocimiento y una erudición llevados con levedad, no solo por la "paseante solitaria" que escribe, sino también por el lector que se deja tomar de la mano por esa sapiencia natural y fluida y se reencuentra a sí mismo en lugares insospechados. Si bien la he visitado en reiteradas ocasiones, nunca he visto la inconmensurabilidad de Ciudad de México con estos ojos: "una ola de mercurio que nunca termina de reventar contra la cordillera; las calles y avenidas, pliegues petrificados en un lago fantasma que se desborda". Esa es la visión al "hacer tierra en este gran lago desierto", pero la resistencia que experimenta en el aterrizaje no proviene tanto de la visión de esa ciudad allá abajo, sino más bien de una oposición a la "caída hacia un mundo futuro", que produce miedo y una clase de tristeza, la cuadrícula de un mundo que hay que volver a cargar cuando uno se interna en él. En la Ciudad de México o Nueva York – la ciudad como océano de banquetas y edificios, como forma enigmática en un mapa – la escritura del individuo contemplativo en la vorágine ciudadana nunca está del todo exenta de melancolía.
Los ensayos no tienen trama; los libros de viaje (Chatwin, Theroux) a veces sí tienen, y luego está el libro de viaje como una antología de ensayos, y el ensayo en el que se viaja y se observa. Si mi singular clasificación es acertada, Papeles falsos pertenece a esta última categoría. Por lo visto, las Meditaciones de un paseante solitario de Jean-Jacques Rousseau
han sido una fuente de inspiración para la autora, pues aunque a estas alturas la naturaleza está petrificada, aun en la ciudad de millones de habitantes sigue habiendo un elemento romántico, el instante del vacío creativo, el "relingo: un vacío en el corazón de la ciudad", al que define de un suspiro como "todo lo que no hemos leído". Eso sería bastante fácil de resolver. Sin embargo, el giro es otro: si no se escribe, tampoco puede haber lectura. Se trata, pues, de la escritura como creación de vacíos; "el papel de la escritura no es dar mayor claridad, sino distribuir silencios y vacíos".
"Quizá sea cierto —escribe al comienzo de su libro— que una persona sólo tiene
dos residencias permanentes: la casa de la infancia y la tumba. Todos los demás espacios que habitamos son mera continuidad grisácea de esa primera morada, una sucesión indistinta de
muros que finalmente se resuelven en la cripta o en la urna —expresión más ínfima de las infinitas divisiones de un espacio en donde puede caber un cuerpo humano."
El lector que soy se inclina a contradecirle. Existe una tercera morada para los sin techo, y es la de la escritura, aunque según su definición escribir sea "taladrar paredes, romper ventanas, derrumbar edificios. Hacer excavaciones profundas para –¿para qué realmente?– para no encontrar nada". Taladrar, romper, hacer volar por los aires: nada que objetar. Mientras esa nada tenga la forma que ha adquirido en este libro, un lector bien puede vivir con esa paradoja. Porque sin importar lo que ella misma opine al respecto ("Nada más lejano a la verdad, en mi vida al menos, que la metáfora de la literatura como un lugar habitable"), el relingo que Valeria Luiselli ha creado con Papeles falsos es un santuario para sus lectores. Del mismo modo que existen quienes viajan por el desierto, tiene que haber lectores que en la tan nítidamente articulada inhabitabilidad encuentren su casa.

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