26 sept 2010

Diarios (1910-1913) Fragmento

9 de diciembre. Stauffer-Bern: «La dulzura de la producción literaria nos engaña en lo que respecta a su valor absoluto.»
Cuando uno se siente dominado por un libro de cartas o de memorias, independientemente de quien sea el autor, en este caso Karl Stauffer-Bern, no se lo incorpora con sus propias fuerzas, porque para ello ya se necesita arte, y éste es feliz consigo mismo, sino que se entrega —así le ocurre muy pronto a quien simplemente no opone resistencia— dejándose arrastrar por la totalidad del otro y se deja convertir en un ser afín al otro; entonces no tiene nada de extraño que, al cerrar el libro, uno sea devuelto a sí mismo, vuelva a sentirse cómodo, tras esta excursión y este desahogo, en su personalidad propia, nuevamente reconocida, removida de nuevo, contemplada por unos momentos a distancia, y quede con la cabeza más despejada. — Sólo posteriormente puede sorprendernos que aquella peripecia vital de un extraño, a pesar de su viveza, esté descrita de un modo inalterable en un libro, aunque creemos saber por experiencia propia que nada en el mundo dista tanto de una experiencia —por ejemplo, el dolor por la muerte de un amigo— como la descripción de esta experiencia. Sin embargo, lo que está bien para nuestra persona, no lo está para los otros. Cuando, pongamos por caso, no podemos dar satisfacción a nuestros sentimientos con nuestras cartas —naturalmente hay aquí una cantidad de gradaciones que se diluyen en ambos sentidos—, cuando debemos recurrir una y otra vez, aun en nuestros mejores momentos, a expresiones como «indescriptible», «indecible», o a un «tan triste» o «tan hermoso», seguido de una frase que se desmorona rápidamente, introducida por un «que», entonces se nos da como compensación la facultad de comprender informaciones de otros con la tranquila precisión que nos falta ante las propias cartas, al menos en tal medida. El desconocimiento en que nos hallamos respecto a los sentimientos que nos han llevado según los casos a estrujar o a extender el papel de la carta; precisamente tal desconocimiento se convierte en inteligencia, puesto que nos vemos obligados a atenernos a la carta que tenemos delante, a creer únicamente en lo que hay en ella: a hallarlo perfectamente expresado, y con una expresión igualmente perfecta, como debe ser, si queremos que se abra ante nosotros el camino hacia lo humano. Así, por ejemplo, las cartas de Karl Stauffer sólo contienen el relato de la breve vida de un artista... (se interrumpe).

10 de diciembre. Tengo que ir a visitar a mi hermana y a su niño. Anteayer, cuando mi madre regresó a la una de la noche de casa de mi hermana con la noticia del nacimiento del niño, mi padre recorrió toda la casa en camisón, abrió todas las habitaciones, nos despertó a mí, a la criada y a mis hermanas, y nos anunció el nacimiento como si el niño no sólo hubiese nacido, sino llevado ya una vida honorable y tenido un adecuado entierro.

13 de diciembre. No he escrito por cansancio y he estado tumbado en el canapé, sintiendo la habitación alternativamente caliente y fría, con las piernas doloridas y unos sueños repugnantes. Tenía un perro encima, con una pata cerca de la cara; me desperté, pero durante unos instantes aún tuve miedo de abrir los ojos y mirarlo.

Piel de castor, una obra defectuosa, que decae sin un momento de elevación. Escenas falsas del jefe de policía. Interpretación sensible de la Lehmann, del Lessing-Theater; se le mete la falda entre los muslos cuando se agacha. La mirada reflexiva del pueblo. Elevación de las palmas de las manos, que se alinean juntas a la altura del rostro, en la parte izquierda, como para debilitar voluntariamente la fuerza de la voz que niega o asevera. Interpretación incoherente, grosera, de los demás. Insolencias del cómico frente a la obra (tira del sable, confunde los sombreros). Mi frío desagrado. De nuevo en casa, pero también allí, sentado con la impresión de asombro por el hecho de que tantas personas carguen con tanto ajetreo por una noche (gritan, roban, son robadas, importunan, aplauden, descuidan) y de que, en esta obra, si uno la mira sólo con ojos parpadeantes, se confundan sin orden ni concierto tantas voces humanas y tantos gritos. Muchachas bonitas. Una de rostro llano, superficies cutáneas que nada interrumpe, redondez de las mejillas, cabello que nace muy arriba, ojos perdidos y un poco salientes en esta lisa superficie. — Hermosos pasajes de la obra en los que la Wolffen aparece a la vez como ladrona y amiga sincera de las personas inteligentes, Progresistas, democráticas. Un Wehrhan que, como espectador, debía de sentirse aprobado. — Triste paralelismo de los cuatro actos. En el primer acto hay un robo, en el segundo el juicio, y lo mismo en los actos tercero y cuarto.

El sastre concejal, por los judíos. Sin la Tschissik. Pero con dos personas nuevas, espantosas, el matrimonio Liebgold. Mala obra de Richter. El principio molieresco, con el concejal presumido, cargado de relojes. — La Liebgold no sabe leer; su marido tiene que ensayar con ella.
Es casi una costumbre que un actor cómico se case con una actriz dramática, y que un actor dramático se case con una actriz festiva, y que en general sólo viajen en compañía de mujeres casadas o emparentadas con ellos. — Cómo una vez, a medianoche, el pianista, probablemente un solterón, se escurrió por la puerta con sus papeles de música.

Concierto Brahms en la Sociedad Coral. Lo esencial de mi falta de musicalidad es que no puedo disfrutar con continuidad de la música; sólo de vez en cuando surge en mí una impresión, y muy pocas veces es musical. La música que escucho eleva de un modo natural una muralla a mi alrededor, y el único influjo musical permanente que hay en mí es que, así recluido, soy diferente a cuando estoy libre.
Una veneración como la que inspira la música no la tiene el público ante la literatura. Las muchachas que cantaban. En muchas, la boca se mantenía abierta únicamente por la melodía. A una de ellas, de cuerpo pesado, le volaba el cuello y la cabeza al cantar.
Tres clérigos en un palco. El de en medio, de bonete colorado, escucha con calma y dignidad, inconmovible y pesado, pero no rígido; el de la derecha está sumido en la meditación, con el rostro afilado, inmóvil, lleno de arrugas; el de la izquierda, obeso, ha puesto la cara inclinada sobre la mano semiabierta. — Pieza interpretada: Obertura trágica (no oigo más que pasos lentos, solemnes, ejecutados una vez aquí, una vez allí. Es instructivo observar la transición de la música entre los distintos grupos de instrumentistas, y comprobarlo con el oído. La destrucción del peinado del director). Reflexión, de Goethe, Nenia, de Schiller, Canto de las parcas, Himno triunfal. — Las mujeres que cantaban de pie, junto a la balaustrada baja, como en la arquitectura de los primitivos italianos.

Es seguro que, aunque he pasado un tiempo considerable metido en una literatura que a menudo se me ha caído encima, hace tres días que no siento un deseo espontáneo de literatura, al margen de mi general deseo de felicidad. Asimismo, la pasada semana, consideraba a Löwy mi amigo imprescindible, y he prescindido fácilmente de él durante tres días.

Cuando me pongo a escribir después de cierto tiempo, atrapo las palabras como si las sacase del aire vacío. Cuando consigo una, sólo la tengo a ella y todo el trabajo empieza de nuevo desde el principio.

14 de diciembre. Al mediodía, mi padre me ha reprochado que me desentienda de la fábrica. Le he explicado que mi participación en ella se debía a que esperaba ganar algún dinero, pero que no podía trabajar con él mientras siguiese en la oficina. Mi padre siguió despotricando, yo estaba de pie junto a la ventana y callaba, pero por la noche me he sorprendido dando vueltas a la idea, procedente de la conversación del mediodía, de que podía considerarme muy satisfecho con mi actual empleo y debía guardarme muy bien de obtener todo el tiempo libre para la literatura. Apenas sometí esta idea a una observación más detallada, cuando dejó ya de parecerme sorprendente y me resultó familiar. Me negué la facultad de poder aprovechar todo el tiempo para la literatura. Aunque esta convicción respondía sólo a un estado momentáneo, era más fuerte que él. También pensé en Max como en un extraño, aunque hoy tiene en Berlín una apasionante velada de lecturas y presentaciones; ahora se me ocurre que sólo pensé en él al aproximarme a la casa de la señora Taussig durante mi paseo vespertino.

Paseo con Löwy a la orilla del río. El pilar del arco que se eleva desde el puente de Elisabeth, interiormente iluminado por una lámpara eléctrica, era una masa oscura, entre los chorros de luz laterales, que parecía la chimenea de una fábrica, y la cuña de sombra que, sobre él, se expandía por el cielo, era como un humo ascendente. Las verdes superficies luminosas, claramente delimitadas, al lado del puente.

Cómo, durante la lectura de Beethoven y la pareja de enamorados, de W. Schäfer, me pasaron con gran claridad por la cabeza unas ideas que nada tenían que ver con la historia que leía (pensé en la cena, en Löwy que me estaba esperando), sin que me distrajeran de la lectura, que precisamente hoy fue muy correcta.

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