22 de diciembre de 2009.- Abro la casa. Son las 6 de la mañana en La Habana. Un poco antes de que salga el sol, abro la jaula de los pájaros y miro hacia el mar que aun es una pequeña mancha de algas en el horizonte cercano. El basurero alto y fornido hace pequeñas pilas de hojas, latas, papeles, montones de desperdicio que semejan esculturas en el separador de la avenida 84. Su intervención sobre la limpieza, su obsesiva estructura compuesta por la belleza que nadie admite. La calle es a esa hora de ese artista que delimita lo que sirve y lo que tiene que ser desechado.
Bajo a comprar naranjas. Dos niños salen con los mismos uniformes rojo vino que usé en la primaria. Se entretienen con un perro callejero que ladra porque huele y quiere la merienda que llevan en la 'jabita'. Se rompe el pomo de limonada y los vidrios y el líquido caen a la calle que, a pesar de ensuciar, también a ellos pertenece.
Dos mujeres pasan apuradas, fuman, discuten de algo que no entiendo, chocan con el único mecánico que tiene mi barrio, ése que insiste en lograr la vida eterna para un Moskvitch. La herramienta del mecánico golpea el contén, se cruzan las miradas, pero no hay insultos. Es demasiado temprano para la diatriba en plena calle, la misma calle donde se ven cada mañana.
Abre el kiosco de la esquina. Una cola espera por los precios, el inventario y el cambio que 'viene' para esos productos. La cola protesta, miro desde el balcón. Pelo la naranja y la cola se enfurece. De pronto mi calle es una serpiente en movimiento a punto de estallar. Aparece un policía, los mira desde la acera opuesta. La calle pertenece a esa cola de vecinos que necesita comprar algo ya, ahora mismo. El policía se sienta en el quicio de mi edificio que es justo, la casa de su novia.
Voy al casco histórico a encontrarme con un amigo que no veía desde que se fue hace 18 años. Obispo arriba él, Obispo abajo yo. Un abrazo, dos lagrimitas tontas, un regalo de su esposa se me resbala de las manos y cae a la calle acabada de restaurar. El piso impecable. La conservación de ese espacio que es de mi amigo, el que se fue hace 18 años y que tiene a su madre en el balcón, esperando arriba, haciéndonos señas para que subamos.
Almuerzo de pie, compro un pan con queso en esa misma calle donde me preguntan quién es el último. "Yo no seré el último ángel".
He pasado estos días pensando en la consigna que escuché en televisión sobre estas mismas avenidas: "La calle es de los revolucionarios".
Pienso en mi amigo, en el basurero y en la cola de gente que compra sus cosas en silencio o protestando, en los niños que se entretienen camino a la escuela. Pienso en la fecha del hermoso y equilibrado trazado urbanístico de esta ciudad. Caminos que siempre terminan sobre el mar. Respiro la brea. Piso el suelo de madera delante del Museo de la ciudad.
Pienso en Luyanó, en Párraga, pienso lo destrozada que está Centro Habana, pienso en todos los que regresan a vernos para Navidad. ¿Cómo podrá rescatarse todo eso? ¿Desde que aprendí a caminar los transeúntes, todos los que he visto son y han sido revolucionarios? ¿Qué esquema nos da el derecho de embotellar, de ideologizar a un peatón? "La calle es de los revolucionarios", decían esta semana las voces desde la televisión nacional. ¿Las limpiarán y las restaurarán sólo los revolucionarios? Esas vías las transitan quienes conocen y quienes desconocen la dimensión semántica de la palabra. Quienes han dejado de creer y a quienes aun les va la vida en ello van a salir juntos de sus casas y transitarán juntos estas mismas calles. Quienes llegan queriendo creer, pero aun no conocen... ¿no pueden acaso transitar las avenidas? Sentirlas.
La calle es de quien la camina con decencia. En todo caso no será de quien pasa en su automóvil sin mirar y hace muchos años que no da un paso por ella, que no se moja cuando llueve, ni hace la cola del pan, ni lleva a sus hijos a la escuela, ni les 'inventa' la merienda, ni sortea los mil huecos para no torcerse el tobillo. Pero ni así, la calle en realidad es y ha sido siempre de todos, dije sonriendo mientras atravesaba la Plaza de Armas. Miré los libros viejos, los diccionarios hechos para comprender las palabras. Recordé cada persona con la que me he encontrado aquí. La calle es un plano tan infinito como el pensamiento del hombre. Cada cual tome la acera del sol o de la sombra.
La calle es de quienes pisan con naturalidad y respeto, y como en todas partes de este mundo, la calle en que naciste es una parte inalienable de la geografía de tu cuerpo.
Existe un pasadizo secreto, que, desde cualquier lugar nos conduce irremediablemente a nuestras calles. El patrimonio donde anclar nuestra memoria.
Cuidado con estas fallidas, vacías consignas que tanto angustiaron la vida de nuestros padres. En su nombre se quemaron en la hoguera muchos sueños limpios. Se humilló a buenas personas y se corrompieron ideales sublimes.
Cuidado con las trifulcas entre cubanos, azuzar cualquier gesto agresivo entre nosotros es lamentable, doloroso, y al final, incontrolable en su secuela. Respetemos las mil opiniones que genera una realidad mil veces compleja, revolucionada.
¿No será que hablamos de lo mismo y no nos entendemos claramente por el ruido que genera la calle misma?
La escritora cubana Dulce María Loynaz, premio Cervantes, salió muy poco o nada de su casa en El Vedado durante cuarenta largos años. Recuerdo a Bárbara, el personaje de su novela Jardín, vivía encerrada tras altas rejas que ponían coto a la realidad. Cito palabras de la autora:
"(...) Me he mantenido enclaustrada en mi casa habanera y al margen de la política que es terreno minado para un escritor. Las autoridades revolucionarias no me han tratado bien ni mal, pero me han respetado. Han sido 40 años de silencio".
Éstas no deben ser nunca más las calles del silencio. Piso delicadamente las rutas trazadas, me río y canto o lloro, sigo aquí, hablo sola o con amigos, vuelo sobre la ciudad que incluso elegiría de no haber nacido en ella.
Me gustaría ser un hada diminuta (Campanilla) para regalarle las calles a mis amigos dependiendo de sus nombres, gustos o características y señas personales: Lealtad, Soledad, Marina, Perseverancia, Campanario, Empedrado, Ánimas, Amargura, Virtudes, pero nadie, Nunca Jamás, ni las hadas pueden decidir sobre los caminos que, desde siempre, pertenecieron a los hombres.
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