Nunca he sido una persona metódica.
Aquellos que consiguen levantarse en la madrugada para escribir de cuatro a
siete de la mañana antes de salir hacia un trabajo también estructurado por una
agenda y un calendario, me causan, además de admiración, un morbo y una curiosidad
notables.
Uno de mis principios más antiguos
ha sido evitar el conflicto con la página en blanco. Cuando no tengo nada que
decir, simplemente me abstengo de pronunciar cualquier palabra. No importa si
el silencio dura un día o cinco meses. Por el contrario, cuando una idea me
entusiasma, le doy vueltas en donde quiera que me encuentre y sin importar la
actividad que esté realizando. Suelo tomar notas y paso formalmente al papel
sólo cuando encuentro el tono indicado. Se trata de una certeza física,
irrefutable. En ese sentido, podría decirse que creo en la inspiración. En
ocasiones comparo esa experiencia a las de los santeros caribeños y otros
espiritistas que escuchan voces y aseguran que les “baja el santo”. La mayoría
de las veces, escribir es para mí una actividad gozosa como una fiesta
íntima, una reunión de amigos donde los invitados son mis autores favoritos,
los libros que he leído y me interesan o me conmueven. Concuerdo con Julio
Cortázar para quien era imprescindible “quitarse la corbata” antes de sentarse
a escribir. La solemnidad no se lleva bien con la literatura. El juego
sí.
Otra de las reglas que me impongo —al menos en un primer momento— es
no pensar en el lector. Mucho menos en lo que dirá tal o cual persona. No hay
nada más nocivo para la creatividad que tomar en consideración el juicio de los
demás. Hago de cuenta que soy yo la única destinataria de ese texto. Si es
necesario, despotrico sin pudor contra quien sea y muy a menudo me burlo de mí
misma. Sólo cuando el primer borrador está concluido y la mayoría de las ideas
expresadas, me detengo a pensar si el texto tiene o no madera para ser
publicado. Si es el caso, entonces lo trabajo pensando en quienes habrán de
leerlo. Reviso la estructura en primer lugar, luego me concentro en la trama,
los diálogos, la relación entre mis personajes. Por último, pero en ello me
demoro mucho tiempo, reviso cuidadosamente la limpieza de la prosa.
Una de las
mayores satisfacciones que encuentro en la literatura es la conexión empática
que puede producirse entre el autor y el lector. Por esa razón evito las frases
demasiado tergiversadas, los conceptos obtusos. Siempre he admirado la belleza
de los objetos simples y trato de que sea ese tipo de belleza el que ilumine
mis textos. Es verdad que no siempre lo consigo. Sin embargo, nunca he
claudicado en el intento.
Antes, cuando aún no conocía las mieles de la
maternidad, pensaba que uno sólo debía escribir en circunstancias especiales,
cuando las musas se dignaban a visitarnos, la mente despejada y ocurrente y las
emociones que azotan al ser humano con frecuencia, bajo cierto control. Sin
embargo, desde que el ritmo circadiano dejó de ser el mío y tuve que levantarme
varias veces durante la noche para alimentar a mi primer hijo, para consolarlo
o cambiarle el pañal —cosa que seguí haciendo después con su hermano menor— mis
hábitos laborales se vieron modificados. Desde hace algunos años, sin importar
la hora o mi estado de cansancio, escribo siempre que puedo, con urgencia, como
quien busca saciar una necesidad física, algo semejante a los fumadores que
encienden un cigarro cada vez que tienen oportunidad. En el metro, en un taxi,
en la mesa de un café, en las oficinas de Hacienda, en los aeropuertos, en los
hoteles, cuando estoy de suerte en mi escritorio, mientras duermo a los niños,
en la fila del supermercado o, como ahora, en un estadio de futbol, aprovecho
los ratos muertos para hacerlo. Prefiero trabajar por las mañanas ya que, en
general, mi mente está más lúcida pero no siempre me es posible. La mayoría del
tiempo empiezo escribiendo a mano, en libretas de hojas blancas y papel de alto
gramaje. Me gusta que la mesa donde me siento esté despejada y me ofrezca una
vista interesante: una ventana más que un muro, el espacio de una cafetería, la
sala de mi casa. Cuando tengo un par de hojas pergeñadas con mi letra compacta,
manuscrita y más bien redonda, paso el contenido a la computadora donde sigo
redactando hasta que las ideas dejan de fluir. Luego vuelvo a la pluma y así
durante semanas o años. Un buen día, después de haberlo leído de corrido unas
cinco veces, decido que el libro ya no puede hacer nada por mí y yo nada por
él. Entonces lo pongo en un sobre y se lo mando a mi editor para ver si le
interesa. Pero los libros siempre cobran venganza: una vez impresos, cuando el
primer ejemplar llega a mis manos impacientes y a la vez temerosas de
conocerlo, abro una página al azar y me encuentro indefectiblemente con una
errata que, habiendo burlado las barreras de mi atención y la de los correctores
de estilo, llega hasta su horrorizada demiurga para recordarle su condición
humana y por lo tanto falible.
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