11 nov 2013

La reparación de la poesía

Los profesores de poesía, los apologistas y los propios poetas, desde Sir Philip Sidney a Wallace Stevens, tarde o temprano se sienten tentados a demostrar que la existencia de la poesía como manifestación artística guarda relación con nuestra existencia como ciudadanos en sociedad: a probar que la poesía posee «una utilidad actual». Detrás de todas estas defensas y justificaciones, más lejos o más cerca, se encuentra Platón, empeñado en poner en duda las prerrogativas y la utilidad que la poesía pretende reivindicar para sí dentro de la polis. Sin embargo, el mundo platónico de las formas ideales es a la vez el tribunal de apelación al que recurre la imaginación poética para intentar reparar los defectos de la actual situación. Y todavía diré más: que las respuestas «útiles» o «prácticas» a tal situación derivan igualmente de ciertos valores imaginados: tanto los gobiernos como los revolucionarios se justifican por medio de ficciones poéticas, de sueños de mundos alternativos. La diferencia es que los gobiernos y los revolucionarios querrían obligar a la sociedad a adoptar la forma de sus fantasías, mientras que la mayoría de los poetas están más interesados en intentar averiguar qué es aquello que tanto ellos mismos como sus lectores consideran como posible, deseable, e incluso imaginable. La nobleza de la poesía, según Wallace Stevens, «es una violencia interior que nos protege de la violencia exterior». Es la imaginación que obliga a retroceder a la opresiva realidad.
Al final del ensayo «El jinete noble y el sonido de las palabras», Stevens insiste en que sus propias palabras son algo más que sonidos, y tal insistencia resulta comprensible. Es como si respondiera mentalmente a las quejas de uno de esos oyentes molestos que siempre interrumpen al orador en una conferencia y que Tony Harrison define como «ruibárbaros»; a las objeciones de un individuo que despotrica contra la mistificación del arte y su apropiación por parte de los aristócratas de la estética. «En nuestro tiempo», lamenta este hipotético interlocutor, haciéndose eco de unas palabras que ha escuchado en otro lugar, «el destino del hombre muestra su significación en términos políticos». Y a su entender, y al de la mayoría de quienes se niegan a atribuir a la poesía una fuerza metafísica, esos términos se derivan de la política de la subversión, la reparación, la reafirmación de aquello que no se puede expresar. Nuestro molesto oyente, en otras palabras, querría que la poesía fuera algo más que una respuesta imaginada a la situación del mundo; querría saber inmediatamente por qué no debería ser un arte práctico, al servicio de los movimientos que intentan aliviar esa situación a través de la acción directa.
El oyente, por tanto, no mostrará demasiada simpatía hacia Stevens al sostener que el poeta es una figura poderosa porque «crea el mundo al que constantemente volvemos, sin saberlo, y [...] da vida a las ficciones supremas sin las cuales somos incapaces de concebir este mundo», es decir que si consideramos que nuestra experiencia del mundo es un laberinto, su naturaleza infranqueable puede sin embargo contrarrestarse si el poeta imagina un equivalente a ese laberinto y se regala (y nos regala) una experiencia intensa de ese sustituto. Un acto de estas características sólo puede intervenir en la realidad al ofrecer a la conciencia la oportunidad de reconocer el propio sufrimiento, de prever sus capacidades y de ensayar sus réplicas ante todo tipo de situaciones arriesgadas, algo que resulta en un acontecimiento beneficioso, tanto para el poeta como para los lectores. Ofrece una respuesta a la realidad que posee un efecto liberador y verificador sobre el espíritu individual. Sin embargo, entiendo perfectamente que para un activista político esta función no sea suficiente. Para el activista, carece de sentido concebir un orden que comprende acontecimientos pero que no crea otros acontecimientos nuevos. Las partes comprometidas no van a mostrarse agradecidas por una mera imagen, por creativa u original que sea, del campo de fuerzas en el que se encuentran inscritas. Siempre querrán que la reparación de la poesía beneficie su punto de vista; exigirán que todo el peso se incline del lado de la balanza en el que ellos se encuentran.
De modo que si eres un poeta inglés que lucha en el frente durante la Primera Guerra Mundial, se te presionará para que participes en la guerra, preferiblemente deshumanizando el rostro del enemigo. Si eres un poeta irlandés que escribe inmediatamente después de las ejecuciones de 1916, se te presionará para que critiques la tiranía de la autoridad que las ordenó. Si eres un poeta americano en plena guerra de Vietnam, todo el mundo esperará que agites retóricamente la bandera. En estos casos, considerar que el soldado alemán es un amigo y un compañero de desgracias, que el gobierno británico es un Estado capaz de cumplir su palabra, que la campaña del sudeste asiático es una traición imperial, es complicar las cosas cuando todo el mundo desea simplificar.
Estos gestos contrarios frustran las expectativas colectivas de solidaridad, pero tienen fuerza política. Su propia capacidad de exacerbación garantiza en cierta medida su eficacia. Se trata de instancias particulares de una ley que Simone Weil anunció con la radicalidad y la concisión que le caracterizaban en su libro La gravedad y la gracia:

Si sabemos de qué lado está desequilibrada la sociedad, hay que hacer lo posible por poner más peso en el platillo más liviano de la balanza. Aunque ese peso sea el mal, si se le maneja con esa intención tal vez uno no se ensucie. Pero hace falta haber concebido el equilibrio y estar siempre dispuesto a cambiar de lado, como la justicia, «esa fugitiva del bando de los vencedores».

Evidentemente, esta visión se corresponde con estructuras mentales y emocionales profundas derivadas de siglos de enseñanza cristiana y de la paradójica identificación de Cristo con el sufrimiento de los desdichados. Y en la medida en que la poesía es una extensión y un refinamiento de las apreciaciones mentales más radicales, y de las más inesperadas intuiciones de la lengua, también expresa el mecanismo de la ley de Weil.
«Obedecer a la ley de la gravedad. El mayor pecado», afirma Simone Weil en La gravedad y la gracia.

De hecho, el libro se articula en su totalidad en torno a la idea del contrapeso, del equilibrio de fuerzas, de la reparación: de hacer que la balanza de la realidad se incline del lado del equilibrio trascendente. Y en la actividad de la poesía existe también una tendencia a situar en la balanza una «antirrealidad», una realidad que quizá sólo sea imaginada, pero que sin embargo tiene peso porque ha sido imaginada dentro del campo gravitacional de lo real y, por tanto, puede resistir el peso y encontrar un equilibrio con la situación histórica. Este efecto reparador de la poesía se debe a su condición de alternativa vislumbrada, de revelación de un potencial que las circunstancias niegan o amenazan constantemente. Y a veces, por supuesto, sucede que esta revelación, una vez consagrada en el poema, se convierte en un valor para el poeta, de manera que entonces queda sometido a la presión de tener que trasladar a su propia vida el plano de conciencia que ha establecido en el poema.
En este siglo, sobre todo, han sido muchos los poetas, desde Wilfred Owen a Irina Ratushínskaya, que desde un principio, en soledad y sin garantía alguna de éxito, se han sentido arrastrados por la lógica de su obra a desobedecer la fuerza de la gravedad. Estas figuras se han convertido en instancias de esa acción que gana valor en proporción directa a su ineficacia práctica inmediata. En el caso de estos poetas, el compromiso con lo que los críticos solían llamar «visión» o «compromiso moral» creció de un modo desorbitado y les hizo abandonar el círculo encantado del espacio artístico para avanzar más allá de la privacidad doméstica, la conformidad social y la mínima expectativa ética, hasta alcanzar el papel solitario del testigo. Por lo general, las figuras con semejante resistencia espiritual se sienten inclinadas a restar importancia al aspecto heroico de sus hazañas, e insisten en el carácter estrictamente artístico de su vocación. Sin embargo, lo cierto es que para los escritores que he mencionado, y para otros como Osip Mandelstam o Czesław Miłosz, por ejemplo, la reparación de la poesía terminó por convertirse en una especie de ejercicio de la virtud de la esperanza, tal y como la define Václav Havel. De hecho, lo que dice Havel de la esperanza se puede aplicar perfectamente a la poesía. La esperanza es:

...un estado mental, no un estado del mundo. O tenemos esperanza en nuestro interior o no la tenemos; es una dimensión del alma, y no depende esencialmente de una observación determinada del mundo o de una valoración de la situación [...] Es una orientación del espíritu, una orientación del corazón; trasciende el mundo que se experimenta directamente, y se encuentra anclada en algún lugar más allá del horizonte del mundo. No creo que se pueda afirmar que se trata de un mero derivado de algo que hay aquí, de algún movimiento o de algún signo favorable del mundo. Siento que sus raíces más profundas se encuentran en lo trascendental, al igual que las raíces de la responsabilidad humana [...] No es la convicción de que las cosas saldrán bien, sino la certidumbre de que algo tiene sentido, sin importar el resultado final.

Es evidente que cuando un poeta contemporáneo toma el bolígrafo o se asoma a la nubosidad inexpresiva del procesador de textos, este tipo de consideraciones se encuentra en un lugar muy recóndito de su pensamiento. Cuando Douglas Dunn se sienta a su escritorio con la mirada fija en el estuario del Tay o cuando Anne Stevenson contempla mentalmente el destello de sus paisajes predilectos, ninguno de los dos se siente asediado por las grandes cuestiones de la poética. Todas estas presiones y problemas acumulados se experimentan como una preocupación permanente, pero no se incorporan al propio proceso de la escritura como principios rectores. Se empieza por el placer y se llega a la sabiduría, no a la inversa. El acierto de una cadencia, la reacción en cadena de una rima, la satisfacción de una etimología... este tipo de cosas suceden sin ningún contratiempo, de forma autónoma, por así decir, en un área de operaciones mentales acordonada, aislada del sentido crítico. De hecho, si recordamos la famosa trinidad de facultades poéticas que ensalzaba W. H. Auden —la creación, la valoración y el conocimiento—, la facultad creadora parece tener una especie de salvoconducto que le permite atravesar la jurisdicción de las otras dos.
Y está bien que sea así. La poesía no puede permitirse renunciar a su capacidad esencial de invención, a la dicha de ser un proceso lingüístico además de representar las cosas del mundo. Como diría W. B. Yeats, la voluntad no debe usurpar la obra de la imaginación. Y aunque lo que acabo de decir pueda parecer una obviedad, merece la pena repetirlo una vez más en esta época de temas políticamente correctos, de reacciones poscoloniales y de literatura con voluntad de «romper el silencio». En estas circunstancias, es natural que se exija a la poesía que preste su voz para expresar un sinfín de cuestiones étnicas, sociales y políticas que hasta ahora no han podido manifestarse. Lo cual significa que se apela constantemente a su capacidad reparadora en la primera acepción que hemos atribuido a esta expresión: como vehículo capaz de denunciar y corregir injusticias. Pero al desempeñar esta función, los poetas corren el riesgo de despreciar otro imperativo, a saber, el de reparar la poesía en cuanto poesía, el de entenderla como una categoría por sí misma, un prestigio que se alcanza y una presión que se ejerce a través de medios específicamente lingüísticos.
No quiero decir con esto que no pueda existir una poesía que intente promover conscientemente el cambio político y cultural con plena integridad artística. La historia de la poesía irlandesa del último siglo y medio demuestra con creces que la motivación poética puede basarse en mayor o menor medida en un programa con un propósito nacional. Evidentemente, los fines patrióticos o propagandísticos no garantizan ni mucho menos el éxito poético, pero en las culturas emergentes la lucha de una conciencia individual por afirmarse y por encontrar una identidad propia puede ser similar o incluso coincidir con el esfuerzo colectivo de autodefinición; la formación de una tradición nueva y la conformación del talento individual tienen una sensibilidad común. El deseo original de Yeats, por ejemplo, era «escribir breves cantos líricos o dramas poéticos con un discurso breve y concentrado», pero, como era de esperar, añadió a esta ambición estilística personal un importante carácter nacional al relacionarla con «la predilección irlandesa por las corrientes rápidas» y diferenciarla de «la actitud inglesa [...] tan reflexiva, rica y deliberada» que «a veces recuerda al valle del Támesis».
En estos casos de redefinición, sin embargo, intervienen algunos factores que complican la situación. Se trata, a fin de cuentas, de sustituir una concepción de la excelencia literaria derivada de modos de expresión que originalmente se consideraban canónicos e incuestionables. Los escritores tienen que empezar como lectores, y antes de tomar la pluma, incluso los más desafectos habrán interiorizado las normas y las formas de la tradición de la que quieren escindirse. Tanto las feministas que se rebelan contra el lenguaje patriarcal como los nacionalistas que defienden a voz en cuello el acento local de su dialecto, escritores que escriben en dialecto irlandés, africano o en el de las Lowlands escocesas, autores de lo que se ha dado en llamar «lenguas nación», se violentarán si se les indica que su formación literaria se basa en modelos de excelencia tomados de la lengua y la literatura inglesas. Que se encuentran predispuestos a aceptar la misma conciencia que les tiene sometidos. Como es natural, los poetas negros de Trinidad o Lagos y los escritores obreros de Newcastle o Glasgow replicarán que la literatura de Shakespeare o de Keats que les inculcaron fue poco más que un ejercicio de alienación de su experiencia auténtica, un ejercicio que restó valor a su lengua y que desestabilizó la percepción de sus propios mundos no textuales. Pero la verdad de ese razonamiento no debería ocultar otras verdades relacionadas con el lenguaje y con la autocrítica que voy a analizar a continuación.
En cualquier movimiento de liberación será necesario negar la autoridad normativa de la lengua o la tradición literaria dominante. En un momento concreto del renacimiento literario irlandés, ésta fue precisamente la actitud que adoptó Thomas MacDonagh, el catedrático de literatura inglesa en la Royal University de Dublín que publicó el libroLiterature in Ireland en 1916, el mismo año en que fue ejecutado por ser uno de los líderes del Alzamiento de Pascua. Con consecuencias aún más radicales, ésta fue la actitud que adoptó James Joyce. Pero MacDonagh conocía hasta tal punto los entresijos y las exquisiteces del legado de la lírica inglesa que criticaba, que había escrito un libro sobre la métrica en la obra de Thomas Campion. Y Joyce, a pesar de la prepotencia con la que juzgaba al Imperio Británico y a la novela inglesa, era incapaz de resistirse al atractivo de los cantos y las tonadas isabelinas, por ejemplo. Ni MacDonagh ni Joyce consideraban necesario desterrar de su memoria literaria las riquezas de la cultura anglófona, cuya autoridad, ambos, cada uno a su manera, se sentían obligados a cuestionar. Tampoco necesitaban negar su sensibilidad a la palabra plenamente persuasiva, para demostrar la autenticidad de su oposición a la hegemonía imperial. Por eso estas dos figuras resultan tan instructivas cuando analizamos el alcance y la función de la poesía en el mundo. Nos recuerdan que la integridad de la poesía no debe impugnarse sólo porque en un momento dado pueda reflejar un sistema político y cultural desacreditado.
Podemos decir que la poesía, independientemente de que pertenezca a un orden político antiguo o aspire a expresar uno nuevo, debe ser un modelo activo de conciencia integradora. La poesía no debe simplificar. Sus proyecciones e invenciones deben estar a la altura de la compleja realidad que la rodea y la genera. La Divina comedia es un ejemplo perfecto de este tipo de adecuación total, pero un haiku también puede constituir una respuesta mental satisfactoria a la realidad. Siempre que las coordenadas de lo imaginado se correspondan con las del mundo en el que vivimos y padecemos, la poesía ejercerá su función de contrapeso. Será otra verdad a la que recurrir, una verdad que nos permitirá conocernos mejor. De hecho, leer este tipo de poesía equilibrada es una experiencia vigorizante y memorable cuyo valor puede incrementarse en el transcurso de la vida.
No se trata de una afirmación en modo alguno exagerada. Jorge Luis Borges, por ejemplo, afirma algo similar cuando explica la relación entre el poema y el lector:

El sabor de la manzana (declara Berkeley) está en el contacto de la fruta con el paladar, no en la fruta misma; análogamente (diría yo) la poesía está en el comercio del poema con el lector, no en la serie de símbolos que registran las páginas de un libro. Lo esencial es el thrill, la modificación física que suscita cada lectura.

Borges explica después de un modo más preciso cuál es la naturaleza de esa emoción (thrill), de esa «modificación física», y sostiene que satisface la constante necesidad que experimentamos de «recuperar un pasado o prefigurar un porvenir», una formulación interesante, por cierto, tanto a nivel colectivo como personal.
La idea se percibe con mayor claridad si retrocedemos en el tiempo hasta llegar al prólogo del primer libro de poemas de Borges:

Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que tú seas el lector de estos ejercicios y yo su redactor.

Puede que esta afirmación peque de falta de sinceridad, pero es evidente que aborda una cuestión tan común que corre el riesgo de ser ignorada. Borges habla del momento fluido y estimulante que constituye la esencia de cualquier lectura memorable, la emocionante dicha de descubrir que todo se sostiene y satisface el deseo que suscita. En tales momentos, el deleite de sentir cómo se despiertan y al mismo tiempo se complacen todas las facultades de uno es como sacar ventaja a lo contingente, a las «nadas» que menciona Borges. Se experimenta una sensación de final y, al mismo tiempo, de posibilidad que le permite a uno en efecto «recuperar un pasado», «prefigurar un porvenir» y cerrar así el círculo de la propia existencia. Cuando esto sucede, tenemos la clara sensación de que, como decía Iorgos Seferis en sus cuadernos, la poesía «tiene la fuerza suficiente para ayudar». Es entonces cuando su capacidad de reparación se hace patente.
Me gustaría dedicar el resto de mi tiempo a rendir un homenaje a uno de los poetas que comunican este tipo de emociones. Durante más de tres siglos, George Herbert ha sido el símbolo de la calidez de una saludable vida anglicana. Puede que a John Donne se le consienta su actitud febril y sus estremecimientos, que a Henry Vaughan se le permita su misticismo galés y que a Richard Crashaw se le tolere a pesar de su tórrido catolicismo; pero la cordura diáfana y el vigor de George Herbert, su via media entre el preciosismo y la vulgaridad, promueven un clima mental y emocional ideal.
Quizá esta interpretación sea una tergiversación del Herbert de los estudiosos y los lectores especializados, del poeta cuyos «delicados destellos de ingenio» eran en realidad sutiles alusiones a las divergencias doctrinarias calvinistas en el seno de la Iglesia de Inglaterra, pero no creo que mi lectura contradiga la imagen general que los lectores cultos y sensibles se suelen forjar de él. Además, se suele considerar desde hace mucho tiempo que la obra de Herbert —tan vinculada a la tradición de la lírica inglesa, tan asentada en la cultura y la voz de la nación, tan encorsetada como manifestación del temperamento inglés deseable—, simboliza los modales y las creencias que Inglaterra, a través de sus campañas coloniales, intentó imponer a otros pueblos. Pero, en cualquier caso, la idea que quiero recalcar es la siguiente: incluso un ciudadano del país más oprimido por una potencia colonial será capaz de distinguir en el cristalino elemento de la poesía de Herbert un paradigma auténtico de la forma de las cosas: un paradigma psicológico, metafórico o, si está dispuesto a llegar aún más lejos, metafísico. Aun en este caso, en la relación entre un lector marginal y un poeta privilegiado, se puede producir la circularidad borgesiana. La obra de Herbert, en otras palabras, es un ejemplo de esa poesía plenamente desarrollada que he intentado definir, una poesía en la que las coordenadas de la realidad imaginada se corresponden con la compleja carga de nuestra experiencia y nos permiten contemplarla.
Sus poemas son transformaciones sabias e ingeniosas de los altibajos de unas simpatías que suben y bajan como una polea. El ingenio, de hecho, es un elemento tan esencial en su visión del mundo como la fe religiosa. Todas las antítesis que le preocupaban, las antítesis en las que empeñó su ingenio —creador/criatura, cielo/tierra, cuerpo/alma, eternidad/tiempo, vida/muerte, Cristo/hombre, gracia/culpa, virtud/pecado, amor divino/amor cortés—, eran ideas fáciles de encontrar en la cosmología y en la teología de la Iglesia de Inglaterra a principios del siglo xvii, y el drama de los poemas de Herbert se desarrolla en su totalidad en términos de historia y liturgia cristianas. Pero estas parejas antitéticas se experimentan de un modo más directo si se interpretan como dilemasemocionales, no como cuestiones doctrinales: son las funciones que despliega la mente del poeta mientras atraviesa la frontera de la escritura y deja atrás la homilía y la apología para adentrarse en la poesía, en los impulsos y reflejos de la lengua despierta. A un nivel elemental, es evidente que es necesario comprender en cierta medida la maquinaria teológica y conceptual implícita, pero lo que Borges define como «la modificación física que suscita cada lectura» se deriva del exceso de vida lingüística de los poemas y de su vivacidad estructural. La configuración del adn de la imaginación de Herbert, por así decir, es en esencia una cuestión de movimiento de arriba abajo, de avance y retroceso, de inversiones realizadas con tal simetría que parecen puntos culminantes, de tensiones tan perfectas, resueltas con tanta eficacia que da la sensación de que el sistema ha regresado a un estado de reposo, de diálogos tan sinuosos que, cuando terminan, los interlocutores parecen dispuestos a comenzar de nuevo, a veces defendiendo premisas diametralmente opuestas. Lo maravilloso es que estos poemas concebidos como máquinas perfectas en perpetuo movimiento siempre encuentran una conclusión y una vía para escapar de la cinética constante.
Resulta tentador recurrir a la palabra equilibrio en este caso, pero si la empleamos demasiado pronto no podremos reconocer la dimensión inestable de la balanza herbertiana, la fluidez de todo aquello que gira en torno al punto de apoyo, y la sensibilidad de los dos brazos de esta balanza para equilibrar con ayuda del ingenio y de la sabiduría. De hecho, podría decirse que la oposición entre ingenio y sabiduría es la antítesis fundamental, pues es en el placer del ingenio donde se introduce poco a poco la gravedad del juicio y la sabiduría de Herbert, para encontrar después una salida. En el mejor de los casos, este juego mental posee un carácter heurístico. Puede que ilustre los dogmas de la religión, pero también crea una obra de arte: la fuerza personal recorre una distancia estética, y, en un espacio en el que puede suceder cualquier cosa, lo anhelado puede ocurrir gracias a lo imprevisto, o malograrse en virtud de las limitaciones de lo ordinario.
En el poema «The Pulley» (La polea), por ejemplo, se ejecuta a cámara lenta un juego de palabras basado en el significado de la palabra rest. Emulando el movimiento de una polea, una de las cargas semánticas de la palabra –reposo– se va liberando de forma gradual, pero cuando alcanza el límite de su descenso, el de la comprensión del lector, una nueva acepción –resto– empieza a ascender. Al final, se restablece el equilibrio gracias al argumento y al ritmo de la rima, cuando rest y breast se unen para brindar una conclusión satisfactoria. Pero cómo sucede con todo sistema de poleas, el momento del equilibrio es provisional, y el dinamismo puede renovarse en cualquier momento. El poema se puede interpretar como una representación mimética de cualquier intercambio de fuerzas similar al movimiento de una polea, pero también se presenta como una alegoría de la relación entre la humanidad y la divinidad, una humanidad cuyo corazón, en palabras de San Agustín, «no halla sosiego hasta que descansa en Ti»:

La polea
Cuando Dios creó al hombre,
tenía a su lado una copa rebosante de bendiciones.
Vertamos (dijo) en él cuanto podamos:
que las riquezas del mundo, ahora dispersas,
se concentren en un palmo.

Así que la fuerza abrió el camino;
después fluyeron la belleza, la sabiduría, el honor, el placer:
cuando había derramado casi todo, Dios se detuvo,
y vio que, de su tesoro,
sólo quedaba en el fondo el reposo.

Si además (dijo)
le concedo esta joya a mi criatura,
adorará mis dones en vez de adorarme a mí,
y encontrará el reposo en la naturaleza y no en el Dios que la gobierna.
Ambos saldrían perdiendo.

Por tanto, que se quede con el resto,
pero que le aflija la inquietud:
tendrá riquezas pero también cansancio, para que, al menos,
si no le guía la bondad, que el cansancio
le guíe hasta mi seno.

A primera vista quizá este poema no parece lo que se ha dado en llamar poesía de primera categoría. El tono es moderado, el tema se desarrolla sin histrionismo y la seguridad de su desarrollo le confiere una autonomía sutil. De hecho, es algo más sobrio que la mayoría de los poemas de Herbert. En ningún momento deja al lector sin aliento, como sucede tan a menudo en su obra. No encontramos los sorprendentes efectos líricos que invitan a pensar en lo accesible que sería este poeta de haber cultivado el género erótico, el genio que habría derrochado si no hubiera convertido la poesía sacra en su vocación. Pero a pesar de la modestia de su propósito, ejerce esa presión compensatoria contra la intrascendencia circundante de toda obra lograda. En su naturalidad se concentran las coordenadas y las contradicciones de la experiencia y aunque se puede interpretar según la cosmología del Yin y el Yang, se adapta perfectamente a la dialéctica de la tesis, la antítesis y la síntesis.
El poema más célebre de Herbert, «The collar» (El collar), ilustra de un modo aún más espectacular que «La polea» las virtudes que hemos ensalzado. El baile de posibilidades léxicas del título, el modo en que el poeta emplea indistintamente las dos acepciones de la palabra «collar» —el alzacuello de los clérigos y la «cólera»; la inversión de estados de ánimo, desde la afrenta al sosiego; la satisfacción técnica de aplazar la serenidad de las estrofas hasta los últimos cuatro versos... es todo lo que Seferis le exigía a la poesía, que tuviera «la fuerza suficiente» para situarse en el extremo imaginativo de la balanza y aguantar el peso de la realidad:

¡Apartad! ¡Cuidado!
¡Me iré!
Retirad vuestra calavera: amarrad vuestros miedos. El que se abstiene
de atender sus necesidades
bien merece su desdicha.
Pero, mientras deliraba, y más furioso y enloquecido
a cada palabra me tornaba,
me pareció escuchar que alguien llamaba, «Hijo»,
y respondí, «Señor».

Este poema posee una maravillosa autonomía lógica y psicológica. Presenta tal riqueza formal que no puedo resistir la tentación de citar de nuevo a Wallace Stevens y decir que «las palabras de un poeta aluden a aquello que no puede existir sin palabras».  Y, sin embargo, «The Collar» posee una lectura mucho más amplia que trasciende el suceso que describe con tanta intensidad. De hecho, se podría aplicar en ciertos momentos históricos para entender situaciones irónicas y contratiempos más generales que la crisis personal que retrata el poeta. Lo que equivale a decir que en cuanto expresión artística guarda una relación intensa con nuestra existencia como ciudadanos en sociedad. Cuando los terroristas acceden a sentarse a dialogar, cuando un Estado que acaba de alcanzar la independencia entra en la historia gobernado todavía por una administración colonial, el cambio radical que se describe en este poema sencillamente se proyecta sobre una pantalla más grande y populosa.
Por eso a veces las críticas a la simplicidad de la poesía de Herbert parecen demasiado simplistas. Por supuesto que sus poemas muestran una atractiva franqueza; y están articulados de un modo claro y entusiasta que transmite al lector la despreocupada sensación de que se encuentra en un plano superior. Pero ni la lucidez de la expresión ni el tenor equilibrado de su voz deberían socavar el respeto a la calidad probada de la inteligencia de Herbert. Incluso el inmaculado ballet de cortesía y equilibro que encontramos en «Love iii» (Amor iii) representa una fuerza arraigada y un tacto perfecto. Puede que la fe de este cura rural no le llevara al gulag, pero su poesía posee una especie de naturalidad rusa, una buena disposición sin fisuras.
Al considerar el posible servicio que la poesía puede prestar a los programas de realineamiento cultural y político, o al reafirmar que la poesía es una entidad íntegra, resistente, capaz de reforzarse a sí misma dentro del flujo y la flexión general de la lengua, no quiero transmitir la impresión de que su fuerza deba siempre ejercerse en serio, de un modo moralmente premeditado. Por el contrario, mi intención es profesar tanto la seriedad como el carácter sorprendente de la poesía; quiero ensalzar su materialidad natural e imprevisible, el modo en que entra en nuestro campo de visión y anima nuestro ser físico e intelectual de una manera muy parecida a esas formas de pájaros que se pegan en los cristales transparentes de las paredes y las ventanas y alteran la trayectoria del vuelo de los pájaros reales cuando entran en su campo de visión. En un destello, estas formas registran y transmiten su inconfundible presencia, y los pájaros cambian de dirección instintivamente. Una imagen de las criaturas vivientes provoca un viraje totalmente saludable en las propias criaturas. Y este desvío natural y emocionante es una sensación que también provoca la poesía y que me recuerda otro significado (obsoleto) de la palabra redress, que aparece en la entrada número cuatro, subsección (b) del diccionario: «Caza. Devolver (a los sabuesos o a los ciervos) a la trayectoria correcta». En esta acepción de la palabra no hay ninguna señal de obligación ética; se trata más bien de encontrar un camino por el que pueda fluir la capacidad innata, un camino por el que se pueda correr con libertad, aunque siguiendo una trayectoria, hasta desarrollar plenamente una capacidad.
A pesar de su aire sacerdotal, Herbert nunca consiguió reprimir del todo esta ternura más profana que encontramos en su lenguaje, y los vestigios de ese yo más viejo, apasionado, elegante y seductor se cuentan entre las mejores recompensas de su obra. Las confirmaciones que le otorgan la proporción, el ritmo y la medida son sin duda elementos imprescindibles de su éxito, y se percibe una fuerza fundamental en la correspondencia de las formas sinuosas y las metáforas urdidas con los esfuerzos de la conciencia. Pero cuando el espíritu atiende la extravagante llamada que le invita a abandonar el trayecto que le ha trazado la vida cotidiana, cuando el clamor o la rapsodia se filtran con esfuerzo mientras el espíritu se eleva sobre una imagen inesperada de su propia soledad y su diferencia, es entonces cuando la obra de Herbert encarna la reparación de la poesía en su expresión más exquisita.

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