Todo estaba escrito. Eso dicen los crédulos.
Los escépticos replican: Entonces nadie lo leyó.
Los diplomáticos proponen: Estaba escrito, pero lo reescribimos entre todos.
Era la hora exacta. Aquella mañana transcurría conforme a lo previsto, si es que la transcurrencia puede preverse. El cielo radiaba un sol tridimensional. El viento subrayaba la energía. Los teleféricos hidráulicos cruzaban con puntualidad el horizonte. Los ciudadanos reiniciaban sus conciencias y actualizaban sus índices de cafeína. Las mascotas virtuales desplazaban sus rabos. Las librerías telepáticas empezaban a confirmar los pedidos. Los lectores intercambiaban sus bibliotecas. Los editores las retraducían. Los críticos comentaban las traducciones en tiempo real. El público corregía las críticas. La prensa entrevistaba al público. Nada nuevo, nada viejo.
Pero era la hora exacta. Agazapados en línea, ocultos tras sus nicks, listos para sembrar suavemente la desgracia, los terroristas invisibles acariciaban sus ratones.
De repente, sin demora, sin estruendo, las luces se apagaron. Todas las luces del mundo. Así. Haciendo un leve clic. Se fugaron las luces en cada comunidad económica, en cada ciudad flotante, en cada hogar del planeta. Los monitores anochecieron. La noche entera fue un solo monitor. Los buscadores se vaciaron de inmediato, como un balde boca abajo. Las cuentas personales se borraron todas al mismo tiempo. Los entretenimientos de los niños quedaron suprimidos, como si nunca nadie hubiera jugado a nada. Los amantes cesaron sus descargas sin poder despedirse. Los microteléfonos extraviaron la señal, los saludos, las discusiones, los nombres. La actividad bursátil se esfumó. Todas las transacciones quedaron abortadas. Los medios de transporte frenaron de golpe o aterrizaron a ciegas o colisionaron entre sí. Los puentes entre mares se llenaron de gritos.
La civilización entera quedó temblando al aire, igual que ropa limpia.
A partir de aquel instante, nada repararía nada. Las células deliberantes podrían convocar asambleas extraordinarias con presencia física. Las centrales intercomunicativas podrían empezar a reinstalar lentamente sus recursos, o al menos a intentarlo, en espera de los rescates técnicos. Las unidades de vigilancia podrían recuperar bases de datos y emprender los oportunos escaneos policiales. Los circuitos judiciales asociados podrían desarrollar implacables medidas simultáneas. Los causantes del mal podrían ser quizá detectados, analizados y eliminados. Sí. Pero el daño inmediato, la devastación sistemática, la catástrofe global, ya estaban consumados. Por lo demás, de poco habrían servido las represalias: milésimas después de cometer su pulcra fechoría, los terroristas invisibles habían desconectado sus propios órganos, entregando sus cuerpos al vacío.
El resto de la historia es bien conocido por todos. O debería serlo, si es que las escuelas han funcionado correctamente, lo cual, a juzgar por las últimas encuestas entre las juventudes humanas, resulta cuando menos dudoso.
Al respecto, los apocalípticos opinan: Los estudiantes han dejado de existir. Ahora sólo tenemos internautas. El conocimiento es una disciplina arqueológica.
Los integrados responden: Los estudiantes han dejado de hacer falta. Ahora necesitamos participantes. El conocimiento es un trabajo en equipo.
Los diplomáticos resumen: Los estudios no se crean ni se destruyen, sólo se transforman. Cada alumno es una escuela.
¿Y el resto de la historia, por si acaso? Las federaciones geopolíticas, de la primera a la última, volvieron a fundarse en un orden diferente, reseteando sus mapas. Las menguantes reservas alimentarias fueron subastadas al mejor postor, provocando la comúnmente llamada Tercera Hambruna Mundial, la cual exterminó (“seleccionó”, matizaría al año siguiente el coordinador general de las Federaciones Unidas) a dos tercios de las clases bajas (“clases débiles”, las denominaría el coordinador). Para cuando los núcleos hospitalarios lograron controlar la vertiginosa cadena de epidemias virales, ya eran escasas las familias que no tuviesen bajas que llorar. Las eminencias científicas acordaron celebrar un histórico foro unitario en BA-8, por entonces núcleo urbano equidistante de los grandes servidores, trasladándose en persona hasta él de las maneras más insospechadas y riesgosas.
La cultura global transposmoderna, según narran los códices, no corrió una suerte menos drástica. Inutilizados todos los programas básicos, incapaces de leer un solo archivo de texto, despojados por lo tanto de cualquier testimonio escrito, los ciudadanos supervivientes, incluidos los más cultos, debieron enfrentarse a una inédita certeza: en términos prácticos, volvían a ignorarlo todo. Se habían quedado, por así decirlo, sofisticadamente en blanco.
Tal como puede apreciarse en los rudimentarios dibujos que se conservan de aquel devastador período, la escena más frecuente en los círculos intelectuales era la siguiente: hombres y mujeres con un rictus de extrema seriedad, con la vista perdida, rodeados de pavorosas montañas de reproductores estériles, dispositivos de lectura vacíos, artilugios impotentes, fulgurante chatarra, insoportables soportes, memoria sin recuerdos.
Ancestralmente inhábiles para la caligrafía, poca y confusa literatura nos legaron esos años. Acaso un puñado de leyendas rimadas, algún que otro estribillo. Durante cierto tiempo, la humanidad apenas conoció otro placer que el de los trovadores, los cuentacuentos y el sexo conyugal.
Para los pesimistas, aquella fue una segunda y fugaz Edad Media.
Para los optimistas, aquella fue la Edad de Plata de la cultura oral en Occidente.
Para los teóricos, se trató del final del final de la historia.
Cuando los comités de alerta comenzaron a emitir obsoletos comunicados radiofónicos con las primeras estimaciones oficiales (una década más, como mínimo, para reconstruir las bases tecnológicas prioritarias; tres o quizá cuatro décadas para alcanzar un rendimiento satisfactorio), algunos visionarios comprendieron que la humanidad no podía permitirse una espera tan larga.
Fue así, no de otro modo, como aquel memorable grupo de poetas concibió la luminosa idea a la que hoy tanto le seguimos debiendo. Poetas, como a menudo se ha señalado, sin escuela dominante: los había barrockers, hiporrealistas, intrafantásticos, minimetals, ultracoloquiales, transpop, retroclásicos, hipervanguas, principiantes. Solamente los unía la voluntad del verbo permanente.
Y fue así como doce o quince valientes decidieron peregrinar a los desguaces, talleres y plantas de reciclaje. Juntaron maderas, cristales, hierros, plásticos, engranajes. Reunieron desechos orgánicos, restos químicos, líquidos tóxicos, repuestos digitales. Trabajaron día y noche como obreros, como hormigas, como náufragos, para ofrecerle al mundo un pequeño salvavidas. Al cabo de unos meses obtuvieron la extraña maravilla, el ingenio que alteraría para siempre nuestra noción de la lectura. Lo llamaron imprenta.
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