3 ago 2010

Es un trabajo peculiar, este de escribir

Lunes. Me encuentro en mi estado de uno y trino esta semana: novelista, guionista de cine y, disfrazado de mi hermano oscuro Benjamin Black, autor de novelas policiacas. Para ser estricto, no estoy escribiendo ningún guión, pero sí un segundo borrador. Se llama Harm’s Way, y es una historia original situada en Irlanda durante los sombríos días del otoño y el invierno de 1940. He hecho muchos guiones –un par de ellos incluso se llevaron a la pantalla–, y en todos advierto que el final, curiosamente, parece siempre llegar deprisa y corriendo, por mucha tranquilidad que haya tenido a la hora de escribirlo. Debo reflexionar sobre ello.

Mi última novela como JB, comenzada en septiembre del año pasado, había alcanzado 32.654 palabras cuando la aparté, el mes pasado, para trabajar en la nueva de BB, que todavía no tiene título, aunque llevo ya 19.379 palabras de ella (¡qué maravilla es el cuentapalabras de Word!). Me reconcome un poco pensar en la novela de JB interrumpida. ¿Y si la pierdo? ¿Y si, cuando vuelva a ella, se ha convertido mientras tanto en cenizas? Podría ocurrir. Pero no sucederá, no sucederá, tengo que aferrarme a esa convicción, para no volverme loco.

Martes. A las 11.30 ya había terminado la revisión del guión, mucho antes de lo que esperaba; el final sigue pareciéndome demasiado apresurado. Odio terminar la tarea del día demasiado pronto, me deja aturdido y ligeramente mareado. Es difícil hacer la transición de una forma de escribir a otra. Hoy me tocaba ser guionista todo el día, y ahora me siento como el coyote en los dibujos del correcaminos, cuando al llegar al borde del precipicio sigue corriendo y queda suspendido en el aire, con el fondo del cañón allí abajo, lejísimos.
Leo un poco –el Goethe de Pietro Citati– para calmar los nervios. Goethe siempre me ha parecido ligeramente ridículo, prefiero a Kleist, más oscuro y más auténtico. Sin embargo, Citati, un crítico genial, presenta sólidos argumentos para apoyar la grandeza de G., e incluso me ha convencido de que debería volver a intentar terminar Wilhelm Meister.
BB escribe una página y lo deja. La tarde bosteza.
Miércoles. Es otra vez Bloomsday y yo he decidido esconderme, como de costumbre. Me siento un viejo cascarrabias, pero las payasadas anuales de los Bloomers, con sus chaquetas y sus sombreros de paja, me parecen infantiles y ridículas. Recuerdo que en el llamado año del centenario, 2004, oí a una joven a la que entrevistaron en la radio criticando ferozmente a los “empollones” que sí habían leído a Joyce y que no querían que la “gente corriente” disfrutara de su gran día. Cómo se habría reído él.
Huyo de la ciudad y voy a comer con amigos a un restaurante a la orilla del mar en Howth, donde tengo una casa. Finnegans Wake comienza y acaba en Howth, y Molly dijo “sí” por primera vez a su Poldy entre los rododendros del bosque que está detrás del castillo, donde hoy en día paseo con mi perro. Un día precioso y reluciente junto al agua, con la luz marina nítida y clara. Qué cosa tan extraña es el mar. ¿Pero acaso es menos extraño el cielo? Este mundo, y todos nosotros, Robinsones que hemos naufragado en él.
Por la tarde me arrastran a un montaje de La Bohème. Qué forma artística tan absurda es la ópera. Lo endeble de la trama me asombra. Los numerosísimos espectadores, arrebatados en sus asientos, se ponen en pie de un salto al final para vitorear y aplaudir como locos. Envidio ese entusiasmo. ¿O no? No, no lo envidio. Un público que aplaude me parece inquietante. Recuerdo el espantoso gusto musical de Joyce. Le gustaba decir que sus compositores favoritos eran Palestrina y Schoenberg, cuando los que de verdad prefería en realidad eran gente como Balfe y los más empagadosos de los baladistas eduardianos. Él mismo era un eduardiano, por supuesto.
Jueves. El brillo de ayer ha desaparecido, el cielo con unas nubes tan bajas que parece que pueden alcanzarse con los dedos. Pero adoro este clima del norte, no sabría vivir sin él. Suaves tonos gris perla, el aire debilmente luminoso, y ese silencio lejano y misterioso; tal vez está dentro de mi cabeza.
Es un trabajo peculiar, éste de escribir. La jornada empieza con una serie de círculos, a medida que uno da vueltas en torno al hecho fundamental e inevitable de la página en blanco y la seguridad de que no hay una forma correcta de expresar una cosa; las combinaciones posibles de palabras en una frase son infinitas. Mi amigo Martin Amis dice que cada página de prosa es el resultado de un par de miles de errores. Yo creo que ése es un cálculo por lo bajo. Inténtalo de nuevo, recomienda Beckett. Vuelve a equivocarte. Vuelve a equivocarte mejor.
La pluma rasca; la página tiene el mismo color que el cielo.
Viernes. Lo que sí envidio es el fin de semana del oficinista. Debe de ser un lujo, dos días enteros de libertad. Para mí, el fin de semana es una tortura de hastío, frustración y el amargo esfuerzo de pasar por un ser humano. Cuando no está en su mesa, el escritor se siente vacío, siente que es una piel despellejada sin huesos; por lo menos, yo me siento así. Y, sin embargo, qué afortunados somos los escritorzuelos, que nada de lo que nos sucede, por muy terrible que sea, carece de una utilidad redentora. Me imagino en la consulta del médico, recibiendo el peor pronóstico posible, con la boca reseca de terror y, al mismo tiempo, tomando nota de mis reacciones y almacenando todo para usarlo en el futuro, aunque el futuro, para mí, se haya acortado cruelmente de pronto. O quizás lloriquearé y temblaré y me olvidaré de que alguna vez fui escritor.
A Quirke, el desventurado héroe de mi libro como BB, acaba de ocurrírsele la horrible idea de que tal vez esté enamorándose. Le dejaré en suspenso, aterrado, durante todo el fin de semana. Es lo que se merece, el sinvergüenza de él.
Y luego llegará el lunes…

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