30 ago 2010

Turismo Literario

Los escritores sentimos cierta curiosidad por las vidas de otros escritores, supongo que es natural que así sea. Un oficio, y sobre todo un oficio elegido, uno que no se cambiaría por otro , ni se abandonaría por un golpe de fortuna, termina por ser más que una forma de ganarse el pan y se convierte en la parte del león de la existencia. Conozco escritores que llevan esta curiosidad hasta extremos delirantes, pero son los menos, la mayoría, creo, nos limitamos a visitar ciertas tumbas y ciertas casas en ciertas ciudades o pueblos donde moraron en su día ciertos escritores. Cada uno de nosotros maneja su propio santoral, por más que muchos santos coincidan, al fin y al cabo, no hay más que un Proust, por poner un ejemplo evidente de uno de esos autores que resulta casi imposible no compartir con cualquiera que alguna vez se haya sentado seriamente delante de una máquina de escribir. De todos esos santos, los escritores admirados, se va haciendo algo parecido a una fe, una guía personal de conducta en la escritura, que con frecuencia supone más una aspiración imprecisa que un reflejo. Ninguno de entre nosotros, mas allá del rango de nuestros méritos, pretende ser otro escritor sino éste, uno que lleve su propio nombre con más lustre, aquel que considera posible llegar a ser, y sin embargo me resulta difícil, por no decir imposible, no detenerme al menos un instante delante de la tumba de Kafka, no tomarme al menos un daiquiri a la salud de Hemingway en el Floridita de la Habana, no acercarme a la barra del White Horse donde Dylan Thomas tomó su última copa en Manhattan o no acercarme de puntillas al nido de amor escondido de Ezra Pound frente a la Giudecca en Venecia. No soy de los que planean sus vacaciones con un mapa de visitas literarias, pero de una manera no premeditada siempre acabo por tomar ese pequeño desvío que casualmente pasa por delante de aquellos lugares donde algunos escritores vivieron, o murieron, o por esos otros, los mares del sur o Transilvania, que, en ocasiones sin siquiera conocerlos, imaginaron.

Lo más curioso es que una vez allí, en ese bar, ese cementerio o esa casa, uno no sabe muy bien qué hacer ni a qué ha venido exactamente. Imagino que algo parecido deben de sentir quienes visitan el estadio de su equipo favorito el día que no hay partido. Se obliga uno a sentir algo, pero lo cierto es que allí ya no sucede nada, y por tanto nada nos acerca a aquello que admiramos. Frente a la casa en la que vivió la Durás su infancia en Vietnam, o en el jardín por el que paseó Lope de Vega en Madrid, tengo la desasosegante sensación de que mi presencia no añade nada, con el daiquiri de Hemingway en la mano, y una vez pasada la infantil excitación del primer sorbo, me siento un completo imbécil, y merodeando alrededor del nido de amor de Pound no puedo evitar considerarme por un instante un mirón impertinente. Es de suponer que aquellos que pagan fortunas en las subastas por un vestido de Marilyn Monroe, por el sombrero blanco que Hank Williams perdió al morir, o peor aún, por la tarjeta caducada que se dejó Keith Richards en un restaurante, comprenden esta sensación de grotesco vacío. Admirar no nos acerca en absoluto al objeto de nuestra admiración, de la misma manera que por mucho que uno pegue la nariz a los cristales de la pastelería no se aproxima en realidad ni un milímetro a la tarta de chocolate.

No se cómo será para otros colegas, pero en mi caso, el turismo literario, por más que quiera imaginarlo accidental, resulta siempre una experiencia agridulce. Soy consciente de que la escritura sucede en lugar diferente de aquel donde habitó este escritor o aquella escritora, pero me cuesta no detenerme delante de esas placas reales o imaginarias que dicen "Aquí vivió...".

Ignoro si algún día abandonaré esta mala costumbre de asomarme por las ventanas de los demás, de poner flores que nadie ha pedido sobre las tumbas, de beberme las copas de los muertos, puede que sí, pero si no lo consigo espero al menos que aquellos fantasmas que ya han sido molestados y esos otros a los que molestaré sin duda el próximo verano acepten estas líneas a modo de disculpa.

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