23 ago 2010

Literatura, o Tipografía

Ignoro si, como quería Mallarmé, el mundo ha sido hecho para llegar al libro, pero estoy seguro de la inversa: los libros han sido, son y serán escritos para llegar al mundo. Los emperadores, algún califa, ciertos monjes de la Edad Media, los teólogos de la Inquisición, y la policía, han olvidado, por turno, aquello que los latinos llamaron "el destino del libro", su paralela historia con el hombre, quien, como se sabe desde Prometeo, tiene entrañas de inmortal— y, por turno, han pasado a esa turbia posteridad que también, implacablemente, registran los libros: a sus capítulos largos de execración.     Esto lo escribíamos, en otro sitio, hace un año, cuando el fantasma del Senador Mac Carthy (Mac Burro, dijo Guillén) se nos apareció de golpe, disfrazado de Sargento Chirico y, sin más trámite que el usual trabucazo en las costillas, prohibió Gaceta Literaria, El Grillo de Papel, Fichero, Cuadernos de Cultura, Cuatro Patas, clausuró no sé cuántas editoriales y saqueó (entre otras cosas) bibliotecas. Aquella vez, hubo una Mesa Redonda en la SADE, alguien propuso un Comité de Defensa de la Cultura, y, a la salida nomás, en una cantina de San Telmo, ideamos el nombre de esta revista. No sabemos, pues, si festejar la Efemérides o llorarla, porque hasta hoy nadie se atrevió a formar aquella Junta, siguen en silencio las mejores publicaciones literarias del país y, todavía, hay en las imprentas interdictas, ciertos caballeros de azul, con gorra, fumando en la puerta. Hemos vísto muchas arbitrariedades en este tiempo. La poderosa castidad de un fiscal originó pleitos, juicios, censuras: soportamos, incluso, la intolerable payasada de ir presos. Hace unos meses fue cerrada Impresora del Oeste; el otro día, la revista Che y, con ella, algo de lo poco (o quizá todo) lo que en este país nos quedaba para leer sin arriesgarnos a morir fulminados por la súbita imbecilidad, la vergüenza, la risa o sencillamente el asco. Por fortuna hay gente empecinada publicar revistas. Hoy en la Cultura, Eco Contemporáneo, Palabra, Una Hoja, Síntesis, Airón, son algunas de las que quiero recordar ahora. La cercanía afectiva, o ideológica, no impide sin embargo que uno, al leerlas, se sienta excéptico: en general (salvando las dos primeras) dan la idea de ser publicaciones estudiantiles, atropelladas, neblinosamente escritas cuando no —como sucede con Una Hoja, con Entrega— mal escritas. 0 de misteriosa ideología, como sucede con Eco Contemporáneo. Se dirá, en el primer caso, que importa menos escribir "bien" que tener algo que decir. Y de eso, justamente, se trata, porque es bastante inextrincable que, quien piensa bien, pueda escribir mal. En el segundo caso se objetará (tal vez) que no es imperioso, para dar una opinión honesta o escribir un magnífico cuento, tener "ideología", sea misteriosa o explícita. Es cierto, pero, si no bastara indagar el luminoso origen de la palabra ("idea") podríamos alegar que no hablábamos de Dogma, de Ortodoxia, sino de coherencia intelectual. Y siempre nos pareció bastante menos hirsuto tenerla que carecer de ella. Por otra parte, al traer a la memoria el humillante panorama de la cultura argentina, la sistemática violencia que el Estado ejerce sobre las ideas, sobre la creación artística, sin olvidarnos (de paso) que estamos trabajando en un sistema donde la televisión, la radio, el periodismo están imaginados para un nivel de inteligencia tipo norteamericano medio —entiéndase, aproximadamente, al nivel de un chimpancé adulto—, al recordar esto, digo, lo menos que puede pedírsele al hombre que dirige una revista, a quienes la hacen, es claridad de juicio y —toda vez que se expresan por medio de la ficción, o el poema— una razonable dosis de belleza. Lo demás, son chiquilinadas de adolescentes jugando a ser importantes. El riesgo que se corre entre nosotros, es que, cualquier día al millón y medio de literatos, poetas, filósofos y teóricos que protuberan en Buenos Aires se les antoje darse el gustazo de publicar su revista propia: inigualable espanto, si se piensa —por ejemplo— que trabajando todos de acuerdo podríamos editar un diario enorme, como La Nación —o, seamos francos, hacer una revolución, no, precisamente, literaria.     Estas dos necesidades, la de una buena literatura (redundancia que en cualquier otro idioma del mundo sería un disparate sintáctico, pero que, en argentino, es una imposición histórica), ésa, y la urgencia de claridad intelectual son, a mi entender, lo único que puede justificar el trabajo, penoso, impago, temible, de escribir. Intelectual y Literatura —lo sé— son dos palabras que se han vuelto despreciables; pero de esto tienen la culpa, justamente, quienes ignoran qué es un escritor y qué es un hombre inteligente. No se trata de reivindicar vocablos, sino de rescatar, para nosotros, la idea que ellos representan. Porque somos nosotros: Hoy en la Cultura, Airón, El Escarabajo de Oro, Una Hoja, Síntesis, Eco Contemporáneo, Palabra: los que escribimos y caminamos por los quioscos, y andamos enloquecidos levantando pagarés o gambeteándole a la censura, padeciendo lo que creamos, amándolo; los que quizá nacimos para otra cosa, para inventar novelas grandes, o cuentos inmortales, o poemas irrepetibles, o dramas para siempre, pero de pronto estamos sacando una revista, peleándonos a palabra limpia con la vida, ganándosela a ellos por derecho de juventud y de pasión; somos —acaso— los únicos que podemos inventar el limpio significado de las bellas palabras; los únicos que tenemos motivos legítimos para hacerlo. No hay más que una literatura, la grande, no hay, para el escritor, más que una justificación: escribirla. Lo demás, es tipografía.

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