21 mar 2011

"Hemos perdido el coraje y la capacidad de soñar" (Entrevista)

PREGUNTA.Emaús suena a traperos, a caridad, a entrega. ¿Era usted así de joven?
RESPUESTA. La historia de ese mundo social es en efecto el mío, aunque mi experiencia fue más banal que la que relata la novela. Quería sobre todo contar la tierra donde crecí. Y elegí Emaúsporque es el pueblo donde transcurre el pasaje del Evangelio de Lucas que cuenta que dos discípulos de Cristo se encuentran con él resucitado, dialogan con entusiasmo y pasión, y no se dan cuenta de quién es hasta que se va. Esa historia me ayudaba a contar la vida y la mente de muchachos y familias como los de la novela. Aunque ninguna es la mía exactamente.
P. En parte el libro es una mirada a la educación sentimental católica, a ese ambiente a la vez opresor y espiritual. Y a una época que hoy parece muy lejana.
R. Es un libro en el que pensé durante muchos años; necesitaba la escritura justa, quizá la madurez. Era la época de la energía, de la pasión, del hambre de emociones, de la búsqueda del sentido de la vida, pero se cuenta desde unos años más tarde. Con la voz de la desilusión, que es más lúcida y más crítica. Mirando atrás, te das cuenta de que crecimos como unos desadaptados, aunque entonces era una educación muy común en muchos italianos, y en muchos españoles.
P. Como contó Almodóvar...
R. Me encantó La mala educación. Era el mismo mundo que el que yo viví, clavado.
P.
Emaús también tiene su mujer fatal, la andrógina Andre. ¿Símbolo del pecado o de la libertad?
R. No es solo el pecado, es sobre todo otra belleza, otro camino posible para dotar de un sentido a la vida. Andre es la espiral de un mundo distinto, el cuerpo no solo no demonizado, sino usado, utilizado, una fuente de placer. La educación católica negaba el cuerpo. Ella abre esa posibilidad y los protagonistas toman caminos distintos, pero muchas veces eso dependía del azar, había vías de salida diferentes. Algunas eran como una explosión. En mi caso me dejó una larga convalecencia.
P. ¿Traumas?
R. Dejé ese mundo para siempre y con gran entusiasmo por una ética distinta. Pero me llevé cosas importantes: en el lado malo o desagradable, un complejo de culpa permanente; en el bueno, la solidaridad, la compasión, quizá un sentido de la honestidad y de atención a los demás, cierta tensión que te hace no perder la inclinación a lo espiritual. Esa educación debería ser una herencia positiva, pero siempre hay algo que te hace percibirla como una etapa dolorosa. Por suerte yo tuve amigos que me llevaron por el camino de la laicidad de forma festiva y luminosa y lo superé sin grandes traumas, creo.
P. En todo caso, la novela dibuja unos años muy poco recordados.
R. Los setenta fueron una época muy importante para el país, y creo que era útil recordar que no solo fueron los Años de Plomo, que hubo muchísimos jóvenes que vivieron lejos del terrorismo y eran también Italia. Chicos sin compromiso ideológico que no participaron en la dura lucha de aquellos años pero que también vivieron con intensidad extraordinaria. Eran los años posteriores al Concilio, años de profetas pequeños y grandes. Había una nueva forma de enseñar, una búsqueda colectiva, una religiosidad atractiva, que buscaba un mundo diferente, la autenticidad, la solidaridad, los valores. Fue una experiencia inmensa, más silenciosa que la otra, pero contribuyó a formar el hábitat de este país tanto como la lucha armada. Aunque se ha infravalorado, fue crucial para definir el futuro, aunque ahora parezca lejana porque la Iglesia italiana ha perdido la pasión del Concilio.
P. Lo malo es que sigue siendo crucial.
R. Cuando salió el libro sucedió el caso Marrazzo (el exgobernador del Lazio forzado a dimitir por un escándalo con transexuales): un chico muy católico metido en una situación como esa... Al final los países muy católicos deben ajustar cuentas con tensiones así: te dan principios pero no los instrumentos para vivir felizmente. Eso debería hacer reflexionar a los católicos. El Concilio se ha ido olvidando gradualmente, mezclado quizá en la degradación general; el país ha perdido la capacidad de soñar, el coraje. Los movimientos católicos, también; los dos papas de estos años han ayudado porque han vuelto sobre sus pasos, y el efecto de ambas cosas es que la Iglesia ha cambiado de rumbo y el país ha perdido sus ideales, sus principios, su fuerza.
P. ¿El berlusconismo es la causa o la consecuencia de esa degradación?
R. Yo creo que es el efecto. Se rompieron las conexiones sensibles del país, laintelligentsia se deshizo y la degradación general se resolvió con una elección colectiva de un liderazgo. Berlusconi ha sido la consecuencia, pero desde luego ha acelerado ese proceso de pérdida de valores y de coraje.
P. ¿En ese sentido, la novela certifica un fracaso, una derrota?
R. Una derrota de la que hemos sido todos responsables. Eso es lo que cuenta el libro, cómo aquella vida vivida intensamente, con una gran energía, en medio de ideales muy altos y de ganas de dar sentido a la vida se perdió por completo. El país tuvo miedo de la modernidad. El miedo es un gran defecto italiano. Intenté explicarlo en Los bárbaros y en Next: hay un futuro espléndido en la globalización, es una ocasión de renovarse, de buscar nuevos sentidos, un camino de esperanza. Nos hace falta menos moralismo y más valentía.
P. ¿No estamos hablando del fracaso colectivo de la izquierda europea?
R. La izquierda no ha sabido representarnos. Se ha quedado en el gran conservador del mundo que contribuyó a darnos el futuro. No podemos quedarnos ahí. En efecto, ahora no tenemos una representación política, y hace falta un vuelco generacional. Cuando el berlusconismo acabe hará falta que lidere el país gente que ahora no sabemos quién es, los que no están bajo los focos. Berlusconi es a la vez un cáncer y una gran excusa, pero no durará siempre.
P. ¿Su generación?
R. Debemos hacernos a un lado. El futuro lo deben construir los jóvenes.

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