28 mar 2011

Sobre los críticos literarios




¿Existen reglas para escribir una novela, fuera de las cuales una historia escrita debiera llamarse de otro modo?


Si Quijote es una novela, ¿no lo es también Rojo y negro? Si El conde de Montecristo es una novela, ¿no lo es también L’assomoir? ¿Puede establecerse una compa­ración entre Las afinidades electivas de Goethe, Los tres mosqueteros de Dumas, Madame Bovary de Flaubert, El Señor de Camor de M.O. Feuillet y Germinal de Zola? ¿Cuál de estas obras es una novela? ¿Cuáles son esas famosas reglas? ¿De donde proceden? ¿Quién las ha es­tablecido? ¿En virtud de qué principio, de qué autoridad y de qué razonamientos?


No obstante, parece ser que esos críticos saben de una manera cierta, indudable, lo que constituye una novela y lo que la distingue de otra que no lo es. Esto, sencillamente, significa que, sin ser productores, están agrupados en una escuela y rechazan, a la manera de los mismos novelistas, todas las obras concebidas y realiza­das fuera de su estética.


En cambio, lo que debería hacer un crítico inteli­gente es buscar aquello que menos se parece a las no­velas ya escritas y estimular todo lo posible a los jóvenes para que emprendan nuevos caminos.


Todos los escritores, Victor Hugo igual que Zola, han reclamado con insistencia el derecho absoluto, de­recho indiscutible de componer, es decir, de imaginar u observar de acuerdo con su concepto personal del arte. El talento procede de la originalidad que es una manera especial de pensar, de ver, de comprender y de juzgar.
Así pues, el crítico que pretende definir la novela según la idea que de ella se ha forjado con arreglo a las novelas que prefiere, y establecer ciertas reglas invaria­bles de composición, luchará siempre contra un tempera­mento de artista que aporte un nuevo procedimiento. Un crítico totalmente merecedor de este nombre debería ser tan sólo un analista exento de tendencias, de preferen­cias, de pasiones, etcétera, y apreciar tan sólo, al igual que un perito en pintura, el valor artístico del objeto de arte que se le somete. Su comprensión, abierta a todo, debe absorber hasta tal punto su personalidad, que pueda descubrir y alabar incluso los libros que no le satisfacen como hombre, pero que debe comprender como juez.


Pero la mayor parte de los críticos no son, en reali­dad, más que lectores, y el resultado es que nos censuran casi siempre erróneamente o que nos elogian sin reserva y sin tino.
El lector, que únicamente busca en un libro satisfa­cer la tendencia natural de su espíritu, pide al escritor que responda a su gusto predominante y califica invariable­mente como bien escrita la obra o el párrafo que agrada a su imaginación idealista, alegre, picaresca, triste, soñado­ra o positiva.

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