¿Existen reglas para escribir una novela, fuera de las cuales una historia escrita debiera llamarse de otro modo?
Si Quijote es una novela, ¿no lo es también Rojo y negro? Si El conde de Montecristo es una novela, ¿no lo es también L’assomoir? ¿Puede establecerse una comparación entre Las afinidades electivas de Goethe, Los tres mosqueteros de Dumas, Madame Bovary de Flaubert, El Señor de Camor de M.O. Feuillet y Germinal de Zola? ¿Cuál de estas obras es una novela? ¿Cuáles son esas famosas reglas? ¿De donde proceden? ¿Quién las ha establecido? ¿En virtud de qué principio, de qué autoridad y de qué razonamientos?
No obstante, parece ser que esos críticos saben de una manera cierta, indudable, lo que constituye una novela y lo que la distingue de otra que no lo es. Esto, sencillamente, significa que, sin ser productores, están agrupados en una escuela y rechazan, a la manera de los mismos novelistas, todas las obras concebidas y realizadas fuera de su estética.
En cambio, lo que debería hacer un crítico inteligente es buscar aquello que menos se parece a las novelas ya escritas y estimular todo lo posible a los jóvenes para que emprendan nuevos caminos.
Todos los escritores, Victor Hugo igual que Zola, han reclamado con insistencia el derecho absoluto, derecho indiscutible de componer, es decir, de imaginar u observar de acuerdo con su concepto personal del arte. El talento procede de la originalidad que es una manera especial de pensar, de ver, de comprender y de juzgar.
Así pues, el crítico que pretende definir la novela según la idea que de ella se ha forjado con arreglo a las novelas que prefiere, y establecer ciertas reglas invariables de composición, luchará siempre contra un temperamento de artista que aporte un nuevo procedimiento. Un crítico totalmente merecedor de este nombre debería ser tan sólo un analista exento de tendencias, de preferencias, de pasiones, etcétera, y apreciar tan sólo, al igual que un perito en pintura, el valor artístico del objeto de arte que se le somete. Su comprensión, abierta a todo, debe absorber hasta tal punto su personalidad, que pueda descubrir y alabar incluso los libros que no le satisfacen como hombre, pero que debe comprender como juez.
Pero la mayor parte de los críticos no son, en realidad, más que lectores, y el resultado es que nos censuran casi siempre erróneamente o que nos elogian sin reserva y sin tino.
El lector, que únicamente busca en un libro satisfacer la tendencia natural de su espíritu, pide al escritor que responda a su gusto predominante y califica invariablemente como bien escrita la obra o el párrafo que agrada a su imaginación idealista, alegre, picaresca, triste, soñadora o positiva.
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