14 mar 2011

¿Qué es el arte?




¿Qué es, pues, el arte, considerado fuera de esa concepción de la belleza que sólo sirve para embrollar inútilmente el problema? Las únicas definiciones del arte que demuestran un esfuerzo para substraerse a esa con­cepción de la belleza, son las siguientes:
1º según Schiller, Darwin y Spencer, el arte es una ac­tividad que tienen hasta los animales y que resulta del instinto sexual y del instinto de los juegos;
2º según Verón, el arte es la manifestación externa de emociones internas, producida por medio de líneas, de colores, de movimientos, de sonidos o de palabras;
3º según Sully, el arte es la producción de un objeto per­manente o de una acción pasajera, propias para procurar a su productor un goce activo y hacer nacer una impre­sión agradable en cierto número de espectadores o de oyentes, dejando aparte toda consideración de utilidad práctica.

Aunque superiores a las definiciones metafísicas que fundan el arte sobre la belleza, estas tres definiciones tampoco son exactas.
La primera es inexacta porque, en vez de ocupar­se de la actividad artística propiamente dicha, sólo trata de los orígenes de esta actividad. La adición propuesta por Grant Allen también es inexacta, porque la excitación nerviosa que cita se manifiesta en otras formas de activi­dad humana, además de la actividad artística, y esto es lo que ha producido el error de las nuevas teorías estéticas, elevando al linaje de arte la confección de hermosos ves­tidos, de suaves perfumes o de guisos agradables.
La definición de Verón, según la cual el arte expre­sa las emociones, es inexacta porque un hombre puede expresar sus emociones por medio de líneas, de sonidos, de colores o de palabras, sin que su expresión obre sobre otros; y en tal caso, no sería nunca una expresión artísti­ca.
La de Sully es inexacta porque se extiende desde los ejercicios acrobáticos al arte, mientras hay, por el con­trario, productos que pueden ser arte sin dar sensaciones agradables a su productor ni al público; así ocurre con las escenas patéticas o dolorosas de un poema o de un dra­ma.
La inexactitud de todas estas afirmaciones procede de que todas, sin excepción, lo mismo que las metafísi­cas, cuidan sólo del placer que el arte puede producir, y no del papel que puede y debe desempeñar en la vida del hombre y de la humanidad.
Para dar la definición correcta del arte, es pues, innecesario ante todo, cesar de ver en él un manantial de placer, y considerarle como una de las condiciones de la vida humana. Si se considera así, se advierte que el arte es uno de los medios de comunicación entre los hom­bres.
Toda obra de arte pone en relación el hombre a quien se dirige con el que la produjo, y con todos los hom­bres que simultánea, anterior o posteriormente, reciben impresión de ella. La palabra que transmite los pensa­mientos de los hombres, es un lazo de unión entre ellos; lo mismo le ocurre al arte. Lo que le distingue de la palabra es que ésta le sirve al hombre para transmitir a otros sus pensamientos, mientras que, por medio del arte, solo le transmite sus sentimientos y emociones. La transmisión se opera del modo siguiente:
Un hombre cualquiera es capaz de experimentar todos los sentimientos humanos, aunque no sea capaz de expresarlos todos. Pero basta que otro hombre los expre­se ante él, para que enseguida los experimente él mismo, aun cuando no los haya experimentado jamás.
Para tomar el ejemplo más sencillo, si un hombre ríe, el hombre que le escucha reír, se siente alegre; si un hombre llora, el que lo ve llorar, se entristece. Si un hom­bre se irrita o excita, otro hombre, el que lo ve, cae en un estado análogo. Por sus movimientos o por el sonido de su voz expresa un hombre su valor, su resignación, su tristeza; y estos sentimientos se transmiten a los que le ven o le oyen. Un hombre expresa su padecimiento por medio de suspiros y sonidos, y su dolor se transmite a los que la escuchan. Lo propio ocurre con otros mil sentimien­tos.
Sobre esta aptitud del hombre para experimentar los sentimientos que experimenta otro, está fundada la forma de actividad que se llama arte. Pero el arte pro­piamente dicho no empieza hasta que aquel experimenta una emoción y, queriendo comunicarla a otros, recurre para ello a signos exteriores. Tomemos un ejemplo bien sencillo. Un niño ha tenido miedo de encontrarse con un lobo y explica su encuentro; y para evocar en sus oyen­tes la emoción que ha experimentado, les describe los objetos que le rodeaban, la selva, el estado de descuido en que se hallaba su espíritu, luego la aparición del lobo, sus movimientos, la distancia que les separaba, etcétera. Todo esto es arte, si el niño, contando su aventura, pasa de nuevo por los sentimientos que experimentó, y si sus oyentes, subyugados por el sonido de su voz, sus ade­manes y sus imágenes, experimentan sensación análoga. Incluso si el niño no ha visto jamás un lobo, pero tiene miedo de encontrarlo, y deseando comunicar a otros el miedo que ha sentido, inventa el encuentro con un lobo, y lo cuenta de modo que comunique a sus oyentes el miedo que siente, todo esto será también arte. Arte hay en que un hombre, habiendo experimentado miedo o deseo, en realidad o imaginativamente, exponga sus sentimientos en la tela o en el mármol, de modo que los haga expe­rimentar por otros. Hay arte si un hombre siente o cree sentir emociones de alegría, de tristeza, desesperación, valor o abatimiento, así como la transmisión de una de esas emociones a otros, si expresa todo esto por medio de sonidos que permitan a otros sentir lo que sintió.
Los sentimientos que el artista comunica a otros pueden ser de distinta especie, fuertes o débiles, impor­tantes o insignificantes, buenos o malos; pueden ser de patriotismo, de resignación, de piedad; pueden expresar­se por medio de un drama, de una novela, de una pintura, de un baile, de un paisaje, de una fábula. Toda obra que los expresa así es obra de arte.
Desde que los espectadores o los oyentes experi­mentan los sentimientos que el autor expresa, hay obra de arte.
Evocar en sí mismo un sentimiento ya experimen­tado y comunicarlo a otros por medio de líneas, colores, imágenes verbales, tal es el objeto propio del arte. Esta es una forma de la actividad humana, que consiste en trans­mitir a otro los sentimientos de un hombre, conciente y vo­luntariamente por medio de ciertos signos exteriores. Los metafísicos se engañan viendo en el arte la manifestación de una idea misteriosa de la Belleza o de Dios; el arte tampoco es, como pretenden los tratadistas de estética fisiólogos, un juego en el que el hombre gasta su exceso de energía; tampoco es la expresión de las emociones humanas por signos exteriores; no es tampoco una pro­ducción de objetos agradables; menos aún es un placer: es un medio de fraternidad entre los hombres que les une en un mismo sentimiento, y por lo tanto, es indispensable para la vida de la humanidad y para su progreso en el ca­mino de la dicha.
Y, sin embargo, hay un signo cierto e infalible para distinguir el arte verdadero de sus falsificaciones: es lo que llamaré contagio artístico. Si un hombre, sin esfuerzo alguno de su parte, recibe, en presencia de la obra de otro hombre una emoción que lo une a él, y otros han recibido al mismo tiempo igual impresión, es que la obra en presencia de la cual se encuentra es una obra de arte. Y una obra que puede ser bella, poética, rica en efectos e interesante, no es obra de arte si no despierta en no­sotros aquella emoción particular, la alegría de sentirnos en comunión artística con el autor y con los hombres en compañía de quienes leemos, vemos o escuchamos la obra en cuestión.
Sin duda, este es un signo por completo interno, y sin duda las personas que jamás han experimentado la impresión producida por una obra de arte, pueden imagi­narse que el entretenimiento y la excitación nerviosa que provocan las falsificaciones constituyen impresiones ar­tísticas. Pero tales personas no son como los daltonistas, a los cuales nadie puede convencer de que el color rojo no es el color verde. Fuera de ellas, para todo hombre de gusto no pervertido o atrofiado, el signo que dejo dicho conserva todo su valor, permitiéndole distinguir claramen­te la impresión artística de todas las demás. La particu­laridad principal de esta impresión consiste en esto: en que el hombre que la recibe, encuéntrase, por decirlo así, confundido con el artista. Le parece que los sentimientos que le transmiten no provienen de otra persona, sino de sí mismo, y que cuanto el artista expresa, él mismo pen­saba, hacia tiempo, expresarlo. La obra de arte verdadero suprime la distinción entre el hombre a quien se dirige y el artista, como asimismo entre aquel hombre y todos los demás a quien se dirige la obra. Y en esta supresión de toda separación entre los hombres, en esta unión entre el público y el artista, consiste la principal virtud del arte.
¿Experimentamos este sentimiento en presencia de una obra? Es que se trata de una obra de arte. ¿No lo experimentamos, no nos sentimos unidos al autor y a los hombres a quienes la obra está dedicada? Es que no hay arte en la obra. Y no solamente el poder del contagio es el signo infalible del arte, sino que el grado de ese contagio es la única medida de la excelencia del arte.
Las tres condiciones del contagio artístico
Cuanto más fuerte es el contagio, tanto más verda­dero es el arte, como tal arte, independientemente de su contenido, es decir, del valor de los sentimientos que nos transmite.
Y el grado del contagio artístico depende de tres condiciones: primero, de la mayor o menor singularidad, originalidad, novedad de los sentimientos expresados; segundo, de la mayor o menor claridad en la expresión de esos sentimientos; tercero, de la sinceridad del artista, o de la intensidad mayor o menor con que experimenta él mismo los sentimientos que expresa.Cuanto más singulares y nuevos son los sentimien­tos, más se aferran al individuo a quien se transmiten. Este recibe una impresión tanto más viva, en cuanto es más singular y más nuevo el estado de alma al que se encuentra transportado.
La claridad con que son expresados los sentimien­tos determina en segundo lugar el contagio, porque, dada nuestra impresión de estar unidos con el autor, es mucho más grande nuestra satisfacción, si se encuentran clara­mente expresados aquellos sentimientos que, desde hace tiempo, nos parece experimentar y que acabamos de ex­presar felizmente.
Pero, sobre todo, el grado del contagio artístico se determina por el grado de sinceridad del artista. Desde que el espectador, el oyente, el lector, adivinan que el artista está emocionado por su propia obra, se asimilan todos sus sentimientos; y por lo contrario, cuando adivi­nan que el autor no produce su obra para sí mismo, que no siente lo que expresa nace en ellos un deseo de resis­tencia, y ni la novedad del sentimiento, ni la claridad de la expresión les lleva a la emoción deseada.
Hablo de las tres condiciones del contagio artístico; pero, en realidad, las tres se reducen a la última, que exi­ge al artista que experimente por cuenta propia los sen­timientos que expresa. Esta condición implica, en efecto, la primera, pues si el artista es sincero expresará el senti­miento tal como lo ha experimentado; y, como cada hom­bre difiere de los demás, los sentimientos del artista serán tanto más nuevos para los demás hombres, cuanto más profundamente los haya él experimentado. Y, de la misma manera, cuanto más sincero es el artista, con mayor clari­dad expresará el sentimiento nacido en su corazón.
La sinceridad es también la condición esencial del arte. Esta condición está siempre presente en el arte popular y falta casi siempre en el arte de las clases su­periores, en el que el artista tiene siempre en cuenta las circunstancias de provecho, de conveniencia o de amor propio profesional.
He aquí, pues, por qué signo cierto se puede di­ferenciar el arte verdadero de su falsificación, y cómo es posible medir el grado de excelencia del arte, como arte en sí, independientemente de su contenido. Pero se pre­senta ahora otro problema: ¿por qué signo se distinguirá, en el contenido del arte, cuál es bueno y cuál es malo?”
El arte como medio de progreso
El arte es, como la palabra, uno de los instrumen­tos de unión entre los hombres, y, por consiguiente, de progreso, es decir, la marcha progresiva de la humanidad hacia la dicha. La palabra permite a las generaciones nue­vas conocer cuánto han aprendido, por la experiencia y la reflexión, las generaciones precedentes y los más sabios de sus contemporáneos; el arte permite a las generacio­nes nuevas experimentar los mismos sentimientos que han experimentado las precedentes, y los mejores de sus contemporáneos. Y de la misma manera que se verifica la evolución de los conocimientos, cuando los conoci­mientos reales y útiles substituyen a los caducos, igual se genera la evolución de los sentimientos por medio del arte. Los sentimientos inferiores, menos buenos o menos útiles para la dicha del hombre, son substituidos sin cesar por mejores sentimientos, más útiles para aquella dicha. Tal es el destino del arte. Y, por consiguiente, el arte, en cuanto a su contenido, es mejor cuando mejor cumple aquel destino, y es menos bueno, cuando lo cumple me­nos bien.
Luego, la valuación de los sentimientos, o sea la distinción entre los que son buenos y los que son malos para la dicha del hombre, es obra de la conciencia re­ligiosa de una época. En todas las épocas históricas y en todas las sociedades, existe una concepción superior –propia de cada época– del sentido de la vida, y ella es la que determina el ideal de felicidad, hacia el cual tienden cada época y cada sociedad. Esta concepción constituye la conciencia religiosa. Y esta conciencia se encuentra siempre expresada con claridad por algunos hombres es­cogidos, mientras que el resto de sus contemporáneos la sienten con mayor o menor intensidad. Nos parece, a ve­ces, que esta conciencia falta en ciertas sociedades; pero, en realidad, no es que falte, es que no queremos verla, porque no está de acuerdo con nuestra peculiar manera de vivir.
El tema más difícil
Recuerdo que un día, después de haber oído una referencia de un astrónomo eminente acerca del análisis espectral de las estrellas de la Vía Láctea, pregunté a di­cho astrónomo si consentiría en dar una conferencia acer­ca del movimiento de la Tierra, pues entre sus oyentes ha­bía muchos que ignoraban la causa del día y de la noche y de las distintas estaciones del año. “Sí”, me respondió, “es un bello tema, pero muy difícil. Me es mucho más fácil hablar del análisis espectral de la vía láctea”.
Lo mismo sucede en arte. Escribir un poema so­bre un asunto del tiempo de Cleopatra, pintar a Nerón incendiando a Roma, componer una sinfonía a manera de Brahms o de Ricardo Strauss o una opera como las de Wagner es mucho más fácil que contar un cuento que no tenga nada de maravilloso y hacer que la persona lo sien­ta; o dibujar con lápiz una figura que conmueva o alegre al espectador, o escribir cuatro compases de una melodía sin acompañamiento, pero que traduzca determinado es­tado de alma.


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