La vida en sí, eso es lo que cuenta, lo que le pasa al cuerpo. La única cuestión problemática es que, mientras le está pasando algo al cuerpo, no hay manera de estarlo escribiendo
Otra manera de decirlo sería el preguntarse: ¿cuáles son las relaciones que la escritura establece con el espacio que la genera o que la impide? Pero la manera pedestre y cotidiana de hacerse la interrogante es, más o menos, la siguiente: ¿cómo es posible escribir en ciertos lugares y no en otros?
Solía pensar que no se trataba, en sentido estricto, de espacio sino de tiempo, especialmente del así llamado “tiempo libre”. Solía creer que de la posesión de ese bien —de ese recurso, dirían otros— dependería el inicio o continuación o fin del texto. La vida cotidiana me ha enseñado que la posesión, en general, no asegura nada, mucho menos escritura. Y que el “tiempo libre” viene con frecuencia atado a sus propias necesidades, todas ellas singulares. Abundan, por ejemplo, los deprimidos que no atinan a domesticar ese monstruo en que se convierte el tiempo libre; o los hedonistas que, una vez con tiempo libre en las manos, se dedican mejor a disfrutarlo de maneras más sociales. O los cibernéticos, a quienes el tiempo libre se les va en un tuit. El tiempo, libre o no, pues, no garantiza nada.
Queda, pues, el espacio.
Tampoco el espacio doméstico determina el fluir de la escritura. Hubo un tiempo en que creí que sólo podría escribir en ciertas habitaciones, con ciertos instrumentos, en circunstancias ciertas. El café era, en efecto, imprescindible en todas esas ensoñaciones. Y la ventana perfecta. Y el asunto ése de la luz; cierta luz. Todos estos ángulos y estas texturas ayudan, ciertamente. A veces. Como saben los globalizados de hoy, cada vez es más difícil estar ahí, permanecer ahí. Quedarse ahí por el tiempo necesario para escribir lo que se tiene que escribir es casi imposible, vamos.
Un paisaje hermoso o una pieza cómoda, ayudan, de hecho, pero lo saben bien aquellos que, gozando de todas las facilidades, ven sus días transcurrir en el vacío angustiante de la pantalla en blanco o, peor, en la navegación inútil en el ciberespacio.
La vida, dicen otros. La vida en sí, eso es lo que cuenta, lo que le pasa al cuerpo. Ahí. La única cuestión problemática con esto es que, mientras le está pasando algo al cuerpo, no hay manera de estarlo escribiendo. Ditto.
Hay quienes escriben para poner una firma en un territorio: los sedentarios suelen eso. Lo familiar les resulta productivo y, a menudo, alentador. El axioma. Escribir en la misma posición. Escribir donde están todas las herramientas del trabajo. Escribir donde nunca falta nada. Pocas veces he podido escribir así, lo afirmo.
A medida que pasa el tiempo (libre y no) descubro, por ejemplo, que las salas de espera de los aeropuertos y, aún mejor, el estrecho espacio del asiento de un avión, constituyen lugares propicios para la escritura. Justo a un lado de la velocidad, pero esgrimiendo los principios del equipo contrario, que son la lentitud y, sobre todo, la quietud; justo en medio del remolino de la transición y el cambio, pero inmóvil como un asta: así el escriba. Sin identidad. En trance. Hacia la fuga. Pero aunque regreso con acaso demasiada frecuencia a esos lugares, hay que confesar que también se acaban. Hay que aceptar que incluso las salas de espera de los aeropuertos tienen fin.
Después de darle vueltas y con base en datos comprobables me es posible decir que suelo escribir más en los lugares que dejaré pronto. Si el espacio me resulta ajeno y, por lo tanto, me mantiene alerta, mejor. Algo sucede entonces: la curiosidad de los sentidos, supongo. La curiosidad de los sentidos seguida por una especie de alerta generalizada: ese zumbido singular dentro de las orejas que pone a funcionar el mecanismo que produce las palabras y, luego, las oraciones y, eventualmente, los párrafos. La situación se vuelve incluso más propicia para la escritura si hay otra lengua contra o con la que mi pensamiento choque continuamente, en especial si es una lenguaje que no conozco o no practico. Nada como el muro de un lenguaje desconocido para acrecentar la conciencia del lenguaje propio. El sonido antes familiar de las palabras “propias” se vuelve apropiadamente extraño y es entonces, dentro de esa extrañeza, que inicia el tiempo de jugar, que es el tiempo de escribir. Desapropiar es un verbo cruel, pero esencial.
Si sé que no he de quedarme, que también de ahí he de partir, entonces escribo sin pausa/ con la fiebre de lo que está a punto de no ser/ haciendo una apuesta. Se trata, en sentido estricto, de una travesura. Pero es una travesura de la que depende que el mundo, tal y como no lo conozco, tenga también un lugar. La respiración se agita. El cuerpo se abalanza contra el teclado. Las manos vuelan. La cuestión es de vida o de muerte, y en eso no me engaño. Lo que sigue es un cierre fenomenal.
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