20 sept 2011

Las palabras




Las palabras terribles en que Joseph de Maistre nos traza la necesidad, el significado y la verdad del verdugo como eje en torno al que giran las fuerzas sociales apuntan además hacia una condición del espíritu a la que no somos ajenos en tanto que individuos. El paso de las horas es nuestro significado efímero como solitarios, como desvalidos, como condenados a figurar constantemente ante la mirada interior lo irrepresentable de nuestra condición. Existimos en tanto que víctimas de un orden decretado por lo que no nos es propio y en nuestra mirada los ojos que realmente acechan la estupidez, la barbarie sorda y muda de la realidad son los ojos del verdugo, ejecutor de ese orden que nos absorbe sin absolvernos y que forzosamente soportamos en detrimento de ese otro yo supremo, único capaz de sorprender lo sublime, el verdugo que somos de nosotros mismos y que es preciso poner en libertad.

Todos los elementos del universo contribuyen a la nostalgia de nuestra disolución, porque esa mirada de verdugo, sólo a través de la cual el caos nos es comprensible como un elemento del orden ficticio que nos permite entendernos de cierta manera con la realidad, sabe mirar más hondo que nuestros ojos y sabe descubrir en nuestra posibilidad de aniquilación la trampa de la realidad, la certeza de la nada.

Nuestra condición pasajera tiende siempre a subvertir el orden de nuestras angustias, trastocando el plan de acuerdo con el que el universo está concebido. La poesía misma se desentiende del amplísimo significado que tiene nuestra muerte para tratar de descubrir en la banalidad de la naturaleza y de los sentimientos el germen de una supervivencia inasequible. Por eso nuestra condición es desesperada; sólo la laboriosa presencia del verdugo, la lentitud del rito emético con que hemos de destruirnos, la visión espléndida de nuestra descomposición implica en cierta manera, si no nuestra salvación, sí nuestra escapatoria del ritmo opresivo de la vida.

No obstante la malignidad con la que nos es impuesta la realidad, nos engañamos a veces; creemos que nuestro destino es más que vomitar, más que confrontar pormenorizadamente el asco que nuestra conciencia acaba por descubrir en todas las cosas; nos olvidamos momentáneamente de nuestro deber de morir y de matar lo que sobrevive cada hora de nosotros mismos; tratamos de percatarnos de un vacío que excluya todo lo que de excrementicio aportan las horas que vivimos.



Nuestra única realidad es el potro de tortura al que estamos anclados a pesar de las mareas falaces del sentimiento. Un atardecer, un rayo de sol es capaz de destruirnos con más malignidad que todas las tenazas del verdugo y sin embargo creemos descubrir en el crepúsculo, en la luz, el mentís a nuestra condición de gusanos coprófagos.

Todo ello forma parte del mismo engaño porque está constituido de lenguaje. Entre todos los artificios con los que pretendemos escapar a nuestra condenación, las palabras, el ordenamiento consciente de nuestras quimeras y de nuestras mentiras, constituyen la más aparente de nuestras ilusiones. En ello se concreta el absurdo de nuestra relación con el mundo. Tratamos de expresar lo inexpresable cuando nuestro único proferimiento puede ser el grito o el lamento. Y sin embargo nos aferramos a las palabras creyéndolas propias, patrimonio inalienable, justificación perenne de nuestra falsa grandeza. ¿Qué expresa el lenguaje cuando no expresa el dolor intenso de carecer de significado? Soñamos con las grandes realizaciones, somos capaces de concebir estructuras y proferimientos que tienen la grandeza siniestra y banal de las cárceles de Piranesi. Y es que entonces olvidamos al verdugo que somos y que llevamos dentro. Las palabras son el paliativo a nuestra urgencia de crimen, a nuestro goce en la mutilación. ¿Qué queda después de las palabras si ellas mismas no son sino una forma del silencio? ¿Qué queda de todos los gritos sino una sucesión macabra de ecos informes?



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