27 sept 2011

Sobre mi aprendizaje


Yo no tuve la suerte de conocer a Sherezade.

No aprendí el arte de narrar en los palacios de Bagdad.

Mis universidades fueron los viejos cafés de Montevideo.

Los Cuentacuentos anónimos me enseñaron lo que sé. 

En la poca enseñanza formal que tuve, porque no pasé de primero de liceo, fui un pésimo estudiante de historia. 

Y en los cafés descubrí que el pasado era presente, y que la memoria podía ser contada de tal manera que dejara de ser ayer para convertirse en ahora.

No recuerdo la cara ni el nombre de mi primer profesor. 

Fue cualquier parroquiano de esos que todavía se reúnen, en los pocos cafés que quedan, para evocar los tiempos en que había tiempo para perder el tiempo.

Él contó una historia, ahí en la rueda de amigos donde yo estaba de colado. Era una historia del año 1904. 

Por la edad se veía que él no había ni nacido en aquel entonces, pero la contaba como si hubiera estado allí. Fue mi primera lección: el arte es una mentira que dice la verdad. 

Y escuchando aprendí que se puede contar lo que pasó de tal manera que vuelva a ocurrir cuando uno lo cuenta, y que uno pueda escuchar ese remoto trueno de los cascos de los caballos, y que uno pueda ver sus huellas en la arena, aunque el suelo sea de baldosa o madera.

Y aquel hombre, para decir la verdad, mintió que él había recorrido las praderas ensangrentadas, después de una batalla, y había visto los muertos. Y uno de los muertos, dijo, era un ángel. Un muchacho bellísimo, con la vincha blanca roja de sangre. Y la vincha decía: «Por la patria y por ella», y la bala había entrado en la palabra «ella».

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