Mi pequeña desconocida señorita:
Como no la conozco, le escribo por el periódico. Sí, si reflexiono sobre las circunstancias de nuestro encuentro, se me hace claro que escribo a alguien que, simplemente, ya no existe, o, si existe, sólo de una forma sumamente vaga. Sin embargo, aquél encuentro se realizó en circunstancias de lo más ordinarias. Usted subía al tranvía en donde yo estaba sentado. Supongo que usted habrá reparado en mi entre los pocos viajeros que había, pues usted ostentaba, mi muy pequeña dama, un ser conservado de un modo poco común, que siente que alguien la mira. En su compañía se encontraba un señor de mi propia edad, que también me gustó; podía ser un hermano mayor, pero, si era su padre, se mostraba, juvenil, a su mismo nivel y no dominante, y yo quisiera sospechar que usted adulaba a sus pensamientos de forma semejante a los míos. Calculo que usted tendría, en aquel entonces, catorce años a lo sumo. Llevaba un vestido de terciopelo con colores de calle, con el talle estrecho, de modo que el tejido del vestido, algo pesado y, no obstante, plástico, simulaba por encima y por debajo la madurez de la femenina figura, sin que el tipo perdiera con ello lo infantil. Me vino a las mientes enseguida la expresión “mujer-niña”, nada más verla a usted. Su vestido de terciopelo tenía en sus angostas mangas puños de piel y estaba guarnecido abajo también con piel, formando allí un amplio volante; y recordaba un poco un traje regional o de patinador, pero puede ser que no fuera ni un vestido, sino un abrigo: seguro que usted lo sabrá todavía hoy día y lo recordará con gusto, pero lo que es yo lo único que puedo hacer es aducir para disculparme que la admiración observa siempre con mucho más exactitud que la autodeterminación, que, ante el espejo, entra en objetividad en detalles y los examina.
Acaso es esta disculpa falsa, pero, en todo caso, concede que mi admiración era subjetiva y, en un sentido no totalmente irrecusable, romántica, cosa natural del todo, pues la posibilidad de enamorarme de usted estriba precisamente en el que yo no tratara la realidad con conciencia plena de lo que hacía, realidad que no me lo hubiera permitido. Usemos para designarlo la buena, la vieja palabra sueño: uno encuentra allí a una persona, reconoce quién es, y sabe que es distinta de uno; de forma similar, en las honduras de la mina sobre la que de ordinario nos movemos, usted siguió siendo para mi una niña y, con todo, fue para mi una mujer a escala reducida, por espacio de diez minutos, antes de que usted bajara y se me perdiera, sin que yo me resistiera a ello. El modo como usted entró, se sentó y entregó el dinero al cobrador, un poco negligentemente (pues lo hizo usted, y no su acompañante), no tenía ni sombra de aquella afectación con que lo hace una niña; y los rasgos de su rostro, que me parece estar viendo, con su ojo oscuro, las fuertes cejas, los labios llenos y la nariz un poco respingona, es verdad que se adelantaban a sus años, pero, no obstante, no configuraban algo así como el rostro reducido de una mujer adulta. Se me ocurre que el aspecto de usted tampoco puede ser comparado en absoluto con un “capullo”, pues su forma es juvenil, es verdad, pero dura y decidida, mientras que el encanto amoroso de lo infantil de usted se asemeja más bien a una flor sin raíces, es más, sin tallo.
Propiamente no tengo más que decir. Y no tengo que derivar de esto ni una moralidad ni una inmoralidad: nuestro encuentro estaba, evidentemente, entre estas dos posibilidades, y además han pasado ya desde entonces más de diez años sin consecuencias. De vez en cuando, usted me hace recordar que hay toda clase de historias de mujeres que procedían misteriosamente de las ramas de un árbol, de manantiales o retortas, que no eran mujeres del todo y que con ese no-del-todo estimularon a los hombres a que inventaran leyendas. Es, manifiestamente, una fantasía que, por muchas razones, le llega al varón al corazón. Y, por otra parte, me pregunto qué es lo que usted puede aún saber de aquella pequeña muchacha que no quería esperar a convertirse en usted, y que, seguramente, ahora está un poco decepcionada de ello.
Como no la conozco, le escribo por el periódico. Sí, si reflexiono sobre las circunstancias de nuestro encuentro, se me hace claro que escribo a alguien que, simplemente, ya no existe, o, si existe, sólo de una forma sumamente vaga. Sin embargo, aquél encuentro se realizó en circunstancias de lo más ordinarias. Usted subía al tranvía en donde yo estaba sentado. Supongo que usted habrá reparado en mi entre los pocos viajeros que había, pues usted ostentaba, mi muy pequeña dama, un ser conservado de un modo poco común, que siente que alguien la mira. En su compañía se encontraba un señor de mi propia edad, que también me gustó; podía ser un hermano mayor, pero, si era su padre, se mostraba, juvenil, a su mismo nivel y no dominante, y yo quisiera sospechar que usted adulaba a sus pensamientos de forma semejante a los míos. Calculo que usted tendría, en aquel entonces, catorce años a lo sumo. Llevaba un vestido de terciopelo con colores de calle, con el talle estrecho, de modo que el tejido del vestido, algo pesado y, no obstante, plástico, simulaba por encima y por debajo la madurez de la femenina figura, sin que el tipo perdiera con ello lo infantil. Me vino a las mientes enseguida la expresión “mujer-niña”, nada más verla a usted. Su vestido de terciopelo tenía en sus angostas mangas puños de piel y estaba guarnecido abajo también con piel, formando allí un amplio volante; y recordaba un poco un traje regional o de patinador, pero puede ser que no fuera ni un vestido, sino un abrigo: seguro que usted lo sabrá todavía hoy día y lo recordará con gusto, pero lo que es yo lo único que puedo hacer es aducir para disculparme que la admiración observa siempre con mucho más exactitud que la autodeterminación, que, ante el espejo, entra en objetividad en detalles y los examina.
Acaso es esta disculpa falsa, pero, en todo caso, concede que mi admiración era subjetiva y, en un sentido no totalmente irrecusable, romántica, cosa natural del todo, pues la posibilidad de enamorarme de usted estriba precisamente en el que yo no tratara la realidad con conciencia plena de lo que hacía, realidad que no me lo hubiera permitido. Usemos para designarlo la buena, la vieja palabra sueño: uno encuentra allí a una persona, reconoce quién es, y sabe que es distinta de uno; de forma similar, en las honduras de la mina sobre la que de ordinario nos movemos, usted siguió siendo para mi una niña y, con todo, fue para mi una mujer a escala reducida, por espacio de diez minutos, antes de que usted bajara y se me perdiera, sin que yo me resistiera a ello. El modo como usted entró, se sentó y entregó el dinero al cobrador, un poco negligentemente (pues lo hizo usted, y no su acompañante), no tenía ni sombra de aquella afectación con que lo hace una niña; y los rasgos de su rostro, que me parece estar viendo, con su ojo oscuro, las fuertes cejas, los labios llenos y la nariz un poco respingona, es verdad que se adelantaban a sus años, pero, no obstante, no configuraban algo así como el rostro reducido de una mujer adulta. Se me ocurre que el aspecto de usted tampoco puede ser comparado en absoluto con un “capullo”, pues su forma es juvenil, es verdad, pero dura y decidida, mientras que el encanto amoroso de lo infantil de usted se asemeja más bien a una flor sin raíces, es más, sin tallo.
Propiamente no tengo más que decir. Y no tengo que derivar de esto ni una moralidad ni una inmoralidad: nuestro encuentro estaba, evidentemente, entre estas dos posibilidades, y además han pasado ya desde entonces más de diez años sin consecuencias. De vez en cuando, usted me hace recordar que hay toda clase de historias de mujeres que procedían misteriosamente de las ramas de un árbol, de manantiales o retortas, que no eran mujeres del todo y que con ese no-del-todo estimularon a los hombres a que inventaran leyendas. Es, manifiestamente, una fantasía que, por muchas razones, le llega al varón al corazón. Y, por otra parte, me pregunto qué es lo que usted puede aún saber de aquella pequeña muchacha que no quería esperar a convertirse en usted, y que, seguramente, ahora está un poco decepcionada de ello.
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